8

Cuando llegó Marino, Lucy aún estaba en la cama y yo preparaba una ensalada de frutas y café. Le abrí la puerta, y al ver la calle volví a desanimarme. Durante la noche, Richmond se había convertido en hielo y acababa de oír por la radio que los árboles caídos habían echado abajo algunos tendidos eléctricos en diversas zonas de la ciudad.

—¿Has tenido problemas para llegar? —pregunté mientras cerraba la puerta.

—Depende de a qué clase de problemas te refieras. —Marino se quitó el abrigo y me lo dio.

—Con el coche.

—Llevo clavos. Pero estuve fuera hasta pasada la medianoche y estoy agotado.

—Vamos. Toma un buen café.

—¿Bueno? ¡Eso es chirle!

—Es guatemalteco y te prometo que está cargado.

—¿Dónde está la chica?

—Duerme.

—Ya. —Soltó un bostezo—. Debe de ser estupendo.

Pasamos a la cocina, con sus numerosas ventanas; tras ellas, el río corría lento y sus aguas tenían el color del peltre. Las rocas estaban glaseadas y los árboles eran fantasías que empezaban a brillar con las vagas luces del amanecer. Marino se sirvió el café y añadió azúcar y crema en abundancia.

—¿Quieres?

—Solo, por favor.

—Me parece que a estas alturas no es necesario que me lo pidas.

—Nunca doy nada por sentado —respondí mientras sacaba unos platos del aparador—. Sobre todo con los hombres. Parece que tengan un rasgo mendeliano que les impide recordar detalles importantes para las mujeres.

—Sí, claro, pero yo podría hacerte una lista de cosas que Doris olvidaba siempre, como volver a colocar en su sitio mis herramientas después de utilizarlas —comentó de su ex mujer.

Me entretuve junto al fregadero y Marino miró a un lado y a otro como si quisiera fumar un cigarrillo. No iba a permitírselo.

—Supongo que Tony no te preparaba nunca el café —dijo.

—Tony nunca hacía gran cosa por mí, excepto intentar dejarme embarazada.

—Pues no hizo un trabajo demasiado bueno, a menos que tú no quisieras niños.

—Con él, no.

—¿Y ahora?

—Sigo sin quererlos con él. Toma. —Le acerqué un plato—. Sentémonos.

—Espera un momento. ¿Ya está?

—¿Qué más quieres?

—¡Joder, doctora, esto no es comida! ¿Y qué coño son estas lonchitas verdes con cosas negras?

—Kiwis. Seguro que ya los has probado —respondí con tono paciente—. Tengo unos panecillos…

—Sí, un panecillo. Con queso cremoso. ¿Tienes sésamo o semilla de amapola para echar por encima?

—Si espolvoreas semilla de amapola en el pan y mañana te hacen una prueba de drogas, darás positivo de morfina.

—Y no quiero saber nada de esa basura sin grasas. Es como comer una masa.

—No, de eso nada —repliqué—. Cualquier masa es mejor.

Dejé la mantequilla, dispuesta a permitirle vivir por una vez. A estas alturas, Marino y yo éramos más que compañeros, e incluso más que amigos. Dependíamos el uno del otro de una manera que ninguno de los dos hubiera sabido explicar.

—Cuéntame todo lo que hiciste —me dijo, sentados los dos a la mesa, con el desayuno delante y junto a una gran cristalera—. Sé que has estado levantada toda la noche, haciendo algo.

Dio un buen mordisco al panecillo y alargó la mano hacia el zumo.

Le hablé de la visita a la señora Eddings y de la nota que había escrito y enviado a unos números pertenecientes a lugares que desconocía.

—Es extraño que enviara fax a todas partes menos a su oficina.

—Envió dos —le recordé.

—Tengo que hablar con la gente de allí.

—Buena suerte. Y recuerda que son periodistas.

—Eso es lo que más temo. Para esos zánganos, Eddings es sólo una historia más. Lo único que les interesa es lo que vayan a hacer con la información. Cuanto peor es la muerte, mejor la encuentran.

—En fin, no sé, pero sospecho que quien tuviera tratos con él en esa oficina va a mostrarse sumamente cauto sobre lo que se dice. Y no creo que pueda echársele en cara. Una investigación de una muerte da miedo a los que no pidieron ser invitados.

—¿Cómo está el examen toxicológico? —preguntó Marino.

—Espero tenerlo hoy.

—Bien. Tú consigue la certificación de que es cianuro y quizá podamos llevar el caso como debería haberse llevado. De momento estoy intentando explicar supersticiones al comandante del Equipo A y no sé qué voy a hacer con los Keystone Kops de Chesapeake. Y si le digo a Wesley que es un homicidio, me pedirá pruebas porque él también está en situación precaria.

Me perturbó la mención de su nombre y miré por la ventana el río innavegable que avanzaba, espeso, entre grandes peñas oscuras. El sol encendía unas nubes grises en el cielo.

De la parte de atrás de la casa, donde estaba Lucy, me llegó el sonido de la ducha.

—Parece que la Bella Durmiente ha despertado —dijo Marino—. ¿Ella también necesita que la lleven?

—Creo que hoy tiene quehacer con la oficina de campo. Deberíamos irnos… —añadí; la reunión de personal en mi despacho era siempre a las ocho y media.

Me ayudó a recoger los platos y los dejó en el fregadero. Minutos después, cuando ya me había puesto el abrigo y tenía el maletín médico y la cartera en la mano apareció de pronto mi sobrina en el vestíbulo con el pelo mojado y la bata ajustada.

—He tenido un sueño —dijo con voz deprimida—. Alguien nos mataba a tiros mientras dormíamos. Nueve milímetros, directo en la nuca. Hacían que pareciese un robo.

—Oh, ¿de veras? —Marino se puso los guantes forrados de piel de conejo—. ¿Y dónde estaba un servidor? Porque algo así no puede suceder si estoy yo en la casa.

—Tú no estabas.

Pete la miró con extrañeza y se dio cuenta de que Lucy hablaba en serio.

—¿Qué comiste anoche?

—Era como una película. Debe de haber durado horas.

Al mirarme vi que tenía los ojos hinchados y cansados.

—¿Quieres venir al despacho conmigo? —le ofrecí.

—No, no. Se me pasará. Si de algo no tengo ganas en este momento es de estar rodeada de cadáveres.

—¿Irás a ver a esos agentes que conoces en la ciudad? —pregunté con inquietud.

—No lo sé. Pensábamos trabajar en la respiración de oxígeno en circuito cerrado, pero no me siento con ganas de ponerme un traje de buceo y meterme en alguna piscina cubierta que apeste a cloro. Creo que esperaré hasta que llegue mi coche y luego me iré.

Marino y yo no hablamos mucho camino del centro; los potentes neumáticos con clavos se agarraban a las calles heladas con un traqueteo uniforme. Sabía que estaba preocupado por Lucy. Aunque se mostrara brusco con ella, habría hecho trizas con sus propias manazas a cualquiera que la hubiera tratado igual. La conocía desde que Lucy tenía diez años y era él quien le había enseñado a conducir un todo terreno de cinco marchas y a disparar con un arma.

—Doctora, tengo que preguntarte una cosa —dijo finalmente cuando aminoró la marcha al llegar al peaje—. ¿Te parece que Lucy está bien?

—Todo el mundo tiene pesadillas —respondí.

—Eh, bonita —dijo a la empleada mientras mostraba su pase por la ventanilla—, ¿cuándo te decidirás a hacer algo para cambiar este tiempo?

—No me eche la culpa a mí, capitán. —Le devolvió la tarjeta y levantó la barrera—. Usted me dijo que se ocuparía de todo.

Su voz jovial nos fue siguiendo mientras continuábamos la marcha. Qué triste era, pensé, vivir en una época en que incluso las empleadas de un peaje tenían que llevar guantes de plástico por temor a que su piel entrara en contacto con la de otro ser humano. Me pregunté si llegaría un momento en que cada uno viviríamos en una burbuja para no morir de enfermedades como el virus Ebola o el sida.

—Me parece que tiene un comportamiento un poco extraño —continuó Marino. Subió el cristal de la ventanilla y, tras una pausa, preguntó dónde estaba Janet.

—Con su familia. En Aspen, creo.

Pete miró al frente y no dijo nada.

—Después de lo sucedido en casa de Mant, no me extraña que esté un poco alterada —añadí.

—Normalmente es ella la que se busca problemas. Pero no es fácil de engañar —dijo él—. Por eso en la central le permiten salir con el Grupo de Rescate de Rehenes. Cuando uno trata con racistas blancos y terroristas, no puede permitirse dudas. Y uno no coge una baja por una simple pesadilla.

Dejamos la autovía y nos desviamos por la salida de Seventh Street hacia las viejas calles de adoquines de Shockoe Slip. Después tomamos hacia el norte hasta Fourteenth Street, donde yo acudía a trabajar todos los días cuando estaba en la ciudad. La oficina del forense jefe de Virginia era un edificio bajo de estuco, con unas pequeñas ventanas oscuras que me recordaban unos ojos suspicaces y nada atractivos. Esos ojos vigilaban los barrios pobres al este y el distrito de negocios al oeste; suspendidas sobre ellos, autopistas y vías férreas cruzaban el cielo.

Marino detuvo el coche en el aparcamiento de la parte de atrás, donde había una impresionante cantidad de coches, teniendo en cuenta el estado de las calles y carreteras. Me apeé delante de la puerta de acceso, pero estaba cerrada; utilicé una llave para entrar por otra puerta continua. Subí la rampa destinada a las camillas, entré en el depósito y oí a alguien trabajando, pasillo adelante. La sala de autopsias quedaba al otro lado de la cámara frigorífica y las puertas estaban abiertas de par en par. Entré mientras Fielding, mi ayudante jefe, extraía varias cánulas y un catéter del cuerpo de una mujer joven colocado en la segunda mesa.

—¿Ha venido patinando? —me preguntó. No parecía sorprendido de verme.

—Casi. Quizás esta tarde tenga que tomar prestado el coche oficial. De momento no dispongo del mío.

Fielding se inclinó sobre su paciente y torció un poco el gesto mientras estudiaba el tatuaje de una serpiente de cascabel, enroscada en torno al fláccido pecho izquierdo de la mujer, cuya boca abierta apuntaba inquietantemente hacia el pezón.

—¿Por qué coño se haría alguien una cosa así? —dijo.

—Yo diría que el artista del tatuaje fue quien sacó mejor tajada del negocio —apunté—. Mira el interior del labio inferior. Probablemente tiene otro tatuaje ahí.

Mi ayudante descubrió la zona que indicaba y allí, con grandes letras torcidas, se leía «Jódete». Fielding me miró, perplejo.

—¿Cómo lo sabía?

—Los tatuajes son caseros; la mujer tiene aspecto de motorista y supongo que no desconocía la cárcel.

—¡Ha acertado las tres cosas! —Se secó el rostro con una toalla limpia.

Mi ayudante culturista siempre parecía a punto de reventar y sudaba cuando todos los demás no llegábamos a entrar en calor. Sin embargo, era un patólogo forense competente, tenía un carácter agradable y un trato atento, y lo consideraba leal.

—Posible sobredosis —explicó mientras trazaba un bosquejo del tatuaje en una hoja de informe—. Me temo que su Año Nuevo fue un poco demasiado feliz.

—Jack —le dije—, ¿cuánto trato has tenido con la policía de Chesapeake?

—Muy poco. —Continuó dibujando.

—¿Alguno reciente? —insistí.

—Creo que no. —Levantó la vista hacia mí—. ¿Por qué?

—Tuve un encuentro bastante extraño con uno de sus detectives.

—¿En relación con Eddings? —Empezó a lavar el cuerpo, y la larga melena negra se desparramó sobre el brillante acero de la mesa.

—Sí.

—¿Sabe una cosa? Resulta extraño pero Eddings acababa de llamarme. Eso fue apenas el día antes de su muerte —reveló Fielding mientras movía la manguera.

—¿Qué quería?

—Yo estaba aquí abajo, ocupándome de un caso, y no llegué a hablar con él. Ahora pienso que ojalá lo hubiera hecho. —Se encaramó a una escalera y empezó a tomar fotografías con una cámara Polaroid—. ¿Se quedará mucho tiempo en la ciudad?

—No lo sé.

—Bueno, si quiere que le eche una mano en Tidewater, lo haré. —Disparó con flash y esperó a que apareciera la foto—. No sé si se lo he dicho pero Ginny vuelve a estar embarazada, y probablemente le gustaría salir de casa. Y le encanta el mar. Dígame cómo se llama ese detective que la preocupa y me ocuparé de él.

—Ojalá alguien lo hiciera —murmuré. El flash funcionó de nuevo y pensé en la casa de Mant, pero no me vi instalando allí a Fielding y a su mujer, ni siquiera en la vecindad.

—En cualquier caso, es muy sensato que continúe usted aquí —añadió Fielding—. Esperemos que el doctor Mant no se quede indefinidamente en Inglaterra.

—Gracias —le respondí con sinceridad—. Quizá si pudieras desplazarte hasta allí varias veces por semana…

—No hay problema. ¿Puede darme la Nikon?

—¿Cuál?

—La N—50 con la lente réflex simple. Creo que está en el cajón de ahí…

—Estableceremos un horario —dije mientras le alcanzaba la cámara—. Pero no es necesario que Ginny y tú os alojéis en casa del doctor Mant. Y quiero que sepas que hablo en serio.

—¿Tiene algún problema? —Mi ayudante recogió la foto y me la enseñó.

—Marino, Lucy y yo empezamos el Año Nuevo con los neumáticos destrozados a cuchilladas.

Fielding bajó la cámara y me miró perplejo.

—¡Joder! ¿Cree que ha sido casual?

—No, no lo creo-le dije.

Tomé el ascensor hasta el piso siguiente, abrí la puerta del despacho y la visión del guindillo de Indias de Eddings me produjo un sobresalto. No podía dejarlo en el aparador; lo cogí, pero entonces no supe dónde ponerlo. Durante unos momentos caminé en círculo, confundida y alterada, hasta que por fin lo volví a dejar donde estaba porque no podía deshacerme de él ni someter a ningún miembro de mi personal a los recuerdos que evocaba.

Me asomé al despacho de Rose y no me sorprendió que no hubiera llegado todavía. Mi secretaria iba notando los años y no le gustaba llegar hasta el centro con el coche ni en los días más espléndidos. Colgué el abrigo y miré detenidamente a mi alrededor, complacida de que al parecer todo estuviera en orden, salvo la limpieza, que llevaban a cabo los empleados de una empresa de servicios que acudían después del horario de oficina. Lo que sucedía era que ninguno de los técnicos en higiene, como los llamaba el Estado, quería trabajar en aquel edificio. Pocos duraban en el puesto y ninguno quería pisar la planta baja.

Había heredado mis instalaciones del jefe anterior, pero más allá de la decoración no había allí nada que recordara aquellos tiempos de fumadores de puros en que patólogos forenses parecidos a Cagney tomaban bourbons con policías y dueños de funerarias y tocaban los cuerpos con las manos desnudas. A mi predecesor no le habían preocupado mucho las fuentes de luz alterna y el ADN.

Recordé la primera vez que me habían enseñado el lugar y la primera entrevista que había tenido para ocupar el cargo, a su muerte. Tuve oportunidad de apreciar los ramalazos machistas que se enorgullecía en manifestar y, cuando uno de ellos resultó ser un implante de silicona en el pecho de una mujer que había sido violada y asesinada, me sentí tentada de quedarme en Miami.

Probablemente, al antiguo jefe no le habría gustado su despacho como estaba ahora, porque no se permitía fumar y el comportamiento irrespetuoso y ligero se había quedado a la puerta. El mobiliario de roble no era del Estado sino mío, y había ocultado el suelo de baldosas con una alfombra de rezos sarouk, hecha a máquina pero espléndida. Había varias drácenas y un ficus, pero no me había preocupado demasiado por los cuadros porque, como psiquiatra, no quería nada provocador en las paredes y además porque necesitaba todo el espacio disponible para los libros y archivadores. En cuanto a los trofeos, Cagney no se habría impresionado con los coches, camiones y trenes de juguete que utilizaba para ayudar a los investigadores a reconstruir un accidente.

Tardé varios minutos en mirar la cesta del correo recibido, que estaba llena de certificados de defunción, con orlas rojas en los casos para el forense y con orlas verdes para los que no. Otros informes esperaban también mi rúbrica, y un mensaje en la pantalla del ordenador me indicó que debía mirar el correo electrónico. Todo aquello podía esperar, pensé, y volví al pasillo para ver quién más había allí. Cuando llegué al mostrador de ingresos descubrí que sólo estaba Cleta, pero era precisamente ella a quien necesitaba ver.

—¡Doctora Scarpetta! —exclamó, sobresaltada—. No sabía que estuviera aquí.

—He pensado que sería buena idea volver inmediatamente a Richmond —le dije mientras acercaba una silla al mostrador—. El doctor Fielding y yo intentaremos cubrir el distrito de Tidewater desde aquí.

Cleta era de Florence, Carolina del Sur. Llevaba excesivo maquillaje y las faldas demasiado cortas porque creía que la felicidad era muy bonita, algo que ella nunca sería. Estaba enfrascada en ordenar tétricas fotografías por el número de caso, sentada en su silla, muy erguida, con una lupa en la mano y las bifocales en la nariz. Junto a ella había un panecillo con una salchicha que probablemente había comprado en la cafetería de al lado, y bebía una Tab.

—Bueno, creo que las carreteras empiezan a deshelarse —me notificó.

—Estupendo —dije con una sonrisa—. Me alegro de encontrarla aquí.

Se mostró muy complacida y sacó otro fajo de fotografías de la caja.

—Cleta —continué yo—, recuerda usted a Ted Eddings, ¿no es así?

—¡Oh, sí, señora! —De pronto dio la impresión de que iba a echarse a llorar—. Siempre era tan amable cuando venía por aquí. Todavía no puedo creerlo… —Se mordió el labio inferior.

—El doctor Fielding dice que Eddings llamó aquí a finales de la semana pasada. Quizá lo recuerde…

—Sí, señora. —Cleta movió la cabeza—. Lo recuerdo muy bien. En realidad no dejo de pensar en ello.

—¿Hablo con usted?

—Sí.

—¿Recuerda qué dijo?

—Bueno, quería hablar con el doctor Fielding, pero estaba comunicando. Entonces me preguntó si podía dejarme un mensaje y bromeamos un poco. Ya sabe cómo era… —Sus ojos adquirieron cierto brillo y le tembló la voz—. Me preguntó si todavía tomaba tanto jarabe de arce porque tenía que tomar mucho para tener una voz así. Y me pidió una cita. —Seguí escuchando mientras Cleta se sonrojaba—. Lo decía en broma, naturalmente. Siempre andaba con lo mismo, ya sabe: «¿Cuándo vamos a quedar para esa cita?» No lo decía en serio —repitió.

—No había nada malo en ello —le dije para animarla.

—Bueno, ya tenía novia.

—¿Cómo lo sabe? —pregunté.

—Dijo que la traería algún día y me dio la impresión de que iba muy en serio con ella. Creo que se llama Loren, pero no sé nada más.

Imaginé a Eddings enfrascado en conversaciones personales como aquélla con mi personal y todavía me sorprendió menos que Ted hubiera conseguido acceder a mí más fácilmente que la mayoría de los periodistas que llamaban. Me pregunté si aquel mismo talento lo había llevado a la muerte y sospeché que así era.

—¿Hizo alguna referencia a lo que quería tratar con el doctor Fielding? —pregunté mientras me levantaba.

Se lo pensó un momento sin dejar de manosear con aire abstraído aquellas fotos que el mundo no debería ver jamás.

—Espere un momento… ¡Ah, ya sé! Era algo sobre radiación, lo que dirían los informes si alguien moría de eso.

—¿Qué clase de radiación?

—Bueno, me parece que estaba haciendo un reportaje sobre la historia de las máquinas de rayos X. Últimamente ha salido mucho en las noticias porque hay mucha gente alarmada con las cartas bomba y cosas así.

No recordaba haber visto nada en su casa que indicase que Eddings estaba investigando para aquel reportaje. Volví a mi despacho y empecé a ocuparme del papeleo y de atender las llamadas telefónicas.

Horas después, mientras tomaba un almuerzo ligero y tardío sentada tras mi escritorio, entró Marino.

—¿Qué sucede por ahí? —le pregunté, sorprendida de verlo—. ¿Te apetece medio bocadillo de atún?

Marino cerró ambas puertas y tomó asiento sin quitarse el abrigo. Me asustó su expresión.

—¿Has hablado con Lucy? —preguntó.

—No he vuelto a hacerlo desde que salimos de casa. —Dejé el bocadillo sobre la mesa—. ¿Por qué?

—Me ha llamado… —consultó el reloj— hace una hora aproximadamente. Quería saber cómo ponerse en contacto con Danny para preguntarle por el coche. Y yo diría que había bebido.

Permanecí callada unos instantes, con la mirada fija en sus ojos. Después la retiré. No hizo falta preguntarle si estaba seguro porque Marino era experto en tales asuntos y Lucy tenía un pasado que él conocía perfectamente.

—¿Quieres que vaya a tu casa? —se ofreció con naturalidad.

—No. Me parece que tiene uno de sus ataques de malhumor y está soltando los nervios. Al menos no tiene el coche y no puede largarse por ahí.

Exhalé un profundo suspiro.

—La cuestión es que de momento creo que está a salvo —dijo Pete—, pero he pensado que era mejor que lo supieras, doctora.

—Gracias —respondí con aire sombrío.

Tenía la esperanza de que mi sobrina hubiera superado su propensión al alcohol pues no había vuelto a ver síntomas preocupantes de lo contrario desde aquellos primeros tiempos autodestructivos en que se dedicaba a conducir bebida, cuando había estado a punto de matarse. Pero su extraño comportamiento en casa aquella mañana, y lo que Marino me acababa de revelar, me hicieron pensar que algo andaba muy mal.

No sabía qué hacer.

—Otra cosa más —añadió Marino mientras se ponía en pie—. No permitas que vuelva a la Academia en ese estado.

—No, claro que no.

Cuando Pete se hubo marchado me quedé un rato tras las puertas cerradas, deprimida y con las ideas tan espesas como las aguas del río perezoso que veía desde mi casa. No sabía si estaba enfadada o asustada, pero al pensar en las veces que había ofrecido vino o que había servido una cerveza a mi sobrina me sentí traicionada. Luego casi me atenazó la desesperación al valorar lo mucho que Lucy había conseguido y lo mucho que podía perder… De pronto también me asaltaron otras imágenes. Evoqué escenas terribles montadas por un hombre que quería ser un dios y supe que mi sobrina, pese a su brillante inteligencia, no comprendía lo tenebroso de tal poder. No captaba la malignidad como yo.

Me puse el abrigo y los guantes porque ya sabía dónde iba a ir. Estaba a punto de comunicar a recepción que me marchaba cuando sonó el teléfono. Lo descolgué por si era Lucy, pero resultó ser el jefe de policía de Chesapeake, quien me dijo que se llamaba Steels y que acababa de trasladarse de Chicago.

—Lamento que tengamos que conocernos en estas circunstancias —me dijo, y parecía sincero—, pero debo hablar con usted sobre uno de mis detectives llamado Roche.

—Sí, yo también tengo que comentarle algo al respecto —respondí—. Quizás usted pueda explicarme qué problema tiene ese hombre…

—Según Roche, el problema es usted.

—¡Qué ridiculez! —exclamé, incapaz de contener la cólera—. En pocas palabras, jefe Steels, ese detective suyo es inadecuado y nada profesional y constituye un obstáculo para esta investigación. Le he prohibido pisar el depósito de cadáveres.

—Doctora, sepa que Asuntos Internos investigará esta cuestión a fondo —replicó él— y que probablemente necesitaré que se presente aquí en algún momento para hablar con usted.

—¿Cuál es la acusación, exactamente?

—Acoso sexual.

—Sí, eso está de moda, desde luego —comenté con ironía—. Pero no sabía que tuviera algún poder sobre él. Ese detective trabaja para usted, no para mí, y por definición el acoso sexual está ligado al abuso de poder. De todas formas todo eso son bobadas, porque en este caso los papeles están invertidos. Fue su detective el que me hizo propuestas sexuales, y cuando vio que no eran correspondidas fue él quien se propasó.

Se produjo una pausa.

—Me parece que es su palabra contra la de él —me dijo Steels por fin.

—No. Lo que parece es un montón de tonterías. Y si ese hombre vuelve a tocarme, presentaré una denuncia y lo haré detener.

Mi interlocutor guardó silencio.

—Jefe Steels —continué—, lo que debería ser de vital importancia en este momento es un caso muy alarmante que se ha producido en su jurisdicción: Ted Eddings. ¿Podemos hablar un momento sobre él?

—Desde luego —dijo tras un carraspeo.

—¿Está al corriente del caso?

—Totalmente. Me han informado a fondo y estoy al tanto de todo el asunto.

—Bien. Entonces sin duda estará de acuerdo en que debemos investigarlo con todos nuestros medios.

—Bueno, opino que debemos investigar a fondo cualquier muerte, pero en el caso Eddings la respuesta me parece bastante clara. —Me sentí aún más furiosa al oír aquello—. No sé si sabe que ese hombre se interesaba por el material de la Guerra de Secesión; tenía una colección, incluso. Al parecer hubo algunas batallas no lejos de donde buceaba y quizá buscaba balas de cañón o algo así.

—La mayor batalla naval o en la proximidad del agua en esa zona tuvo lugar entre el Merrimac y el Monitor, pero fue a varios kilómetros de aquí, en Hampton Roads. No sé de ningún combate en la zona del río Elizabeth donde se encuentra el varadero de la Marina.

—Pero doctora Scarpetta, en realidad no estamos seguros, ¿verdad? —dijo con cautela—. Podría buscar cualquier cosa que se disparase, cualquier trasto que se arrojara al agua, o el cuerpo de cualquier desgraciado que muriese allí en esa época. Entonces no había cámaras de televisión ni millones de reporteros por todas partes. Sólo Matthew Brady y, por cierto, soy un gran aficionado a la historia y he leído mucho sobre la Guerra de Secesión. Personalmente opino que ese tal Eddings se sumergió en ese varadero para peinar el fondo del río en busca de antigüedades, inhaló gases nocivos de su máquina y murió. Y cualquier cosa que tuviera en las manos, un detector de metales por ejemplo, se ha perdido en el cieno.

—Considero este caso como un posible homicidio —declaré con firmeza.

—Y yo, en vista de todo lo que me han contado, discrepo de usted.

—Espero que la fiscal estará de mi parte, cuando haya hablado con ella. —El policía no dijo nada al respecto—. Debo dar por sentado que no tiene intención de invitar a los de Análisis de Investigación Criminal a intervenir en el caso, ¿verdad? —continué—. Como ha decidido que estamos ante un accidente…

—De momento no veo ninguna razón para molestar al FBI, y así se lo he dicho.

—Pues yo veo muchas para llamarlos —repliqué.

Llena de rabia, cogí mis cosas y me dirigí con paso decidido hacia la puerta.

Ya en el despacho del depósito, tomé un juego de llaves de la pared, salí al aparcamiento y abrí la puerta del conductor de la furgoneta azul marino que utilizábamos a veces para trasladar cuerpos. No era tan indiscreta como un coche fúnebre, pero tampoco era lo que uno esperaría ver en el garaje del vecino. Era enorme, tenía cristales tintados y protegidos con cortinillas parecidas a las que usan las funerarias y detrás, en lugar de asientos, el piso estaba cubierto de tablones dotados de anclajes para evitar que la camilla se desplazara durante el transporte. El supervisor del depósito había colgado varios purificadores de ambiente en el retrovisor, y el aroma a cedro resultaba empalagoso.

Abrí un poco la ventanilla y arranqué. Salí a Main Street, aliviada al comprobar que las calles ya sólo estaban mojadas. El tráfico resultaba soportable, teniendo en cuenta que era hora punta. El aire húmedo y frío en el rostro me sentó bien. Hacía bastante tiempo que no me detenía en la iglesia camino de casa porque sólo pensaba en hacerlo cuando me hallaba en alguna crisis, cuando la vida me había puesto al límite. En Three Chopt Road y Grove Avenue entré en el aparcamiento de la iglesia de Saint Bridget, un edificio de ladrillo y pizarra que ya no tenía las puertas abiertas toda la noche como antes; el mundo había cambiado. No obstante, a aquella hora se reunían los de Alcohólicos Anónimos. Yo siempre sabía cuándo podía entrar, y estaba segura de que no me molestaría nadie.

Entré por una puerta lateral, me santigüé con agua bendita y me acerqué al altar, con sus estatuas de santos que guardaban la cruz y sus escenas de la crucifixión en luminosas cristaleras emplomadas. Cuando me senté en el banco de la última fila sentí deseos de encender unas velas, pero ese rito había dejado de practicarse allí con el Vaticano II. Arrodillada en el reclinatorio del banco, recé por Ted Eddings y por su madre. Recé por Marino y por Wesley. En mi espacio privado y oscuro, recé por mi sobrina. Después me senté y permanecí con los ojos cerrados, y noté que mi tensión empezaba a aliviarse.

Cuando hacia las seis me disponía a marcharme, me detuve en el atrio al ver abierta e iluminada, al fondo de un pasillo, la puerta de la biblioteca. No estaba muy segura de qué me llevaba en aquella dirección, pero se me ocurrió que un libro maléfico podía contrarrestarse con el más sagrado de todos y que el sacerdote recetaría, probablemente, unos momentos de lectura del catecismo. Al entrar encontré a una mujer mayor que devolvía unos libros a las estanterías.

—¿Doctora Scarpetta? —me dijo, entre sorprendida y complacida.

—Buenas tardes —contesté. Me avergoncé de no recordar su nombre.

—Soy la señora Edwards.

Recordé que la mujer estaba a cargo de los servicios sociales en la iglesia y que preparaba a los conversos al catolicismo, entre los que debería encontrarme, pensaba algunas veces, en vista de lo poco que iba a misa. La señora Edwards, menuda y algo rolliza, no había visitado jamás un convento pero me inspiró el mismo sentimiento de culpa que las buenas monjitas cuando era joven.

—No suelo verla por aquí a estas horas —comentó.

—Pasaba por aquí y he entrado —respondí—. Salgo del trabajo. Me temo que me he perdido el rezo vespertino.

—Eso fue el domingo.

—Sí, claro.

—Bien, me alegro de haberla visto antes de irme… —Su mirada no se apartó de mi rostro y tuve la certeza de que se daba cuenta de mi necesidad.

Eché un vistazo a los lomos de los libros.

—¿Puedo ayudarla a buscar algo? —preguntó.

—Un ejemplar del catecismo —asentí.

La mujer cruzó la sala, cogió uno de un estante y me lo ofreció. Era un volumen grueso y me pregunté si habría sido una buena idea, porque en aquel momento me sentía muy cansada y dudaba de que Lucy estuviera en condiciones de leer nada.

—¿En qué más puedo ayudarla? —La señora Edwards tenía un tono de voz muy amable.

—Si pudiera hablar con el sacerdote unos momentos… —murmuré.

—El padre O’Connor está visitando hospitales. —La mujer mantuvo su mirada inquisitiva—. ¿Puedo hacer algo por usted?

—Quizá sí.

—Si le parece nos sentamos aquí mismo —me propuso.

Tomamos sendas sillas que me recordaron las que había en la escuela parroquial cuando era niña, en Miami. De pronto recordé lo maravilloso que había sido descubrir lo que me ofrecían las páginas de aquellos libros, porque a mí me encantaba aprender cosas y cualquier huida mental de mi casa era una bendición. La señora Edwards y yo nos mirábamos como amigas, pero me costaba encontrar las palabras porque era poco habitual que hablara con tanta franqueza.

—No puedo entrar en muchos detalles porque mi problema tiene relación con un caso en el que trabajo —empecé a decir.

—Comprendo —asintió ella.

—Pero baste con decir que he tenido contacto con una especie de Biblia de tipo satánico. En realidad no se trata de un libro de adoración al diablo pero es un texto perverso.

La mujer no mostró ninguna reacción, pero siguió mirándome a los ojos.

—Y Lucy también lo leyó. Lucy es mi sobrina, una chica de veintitrés años.

—¿Y como consecuencia de ello tienen problemas? —preguntó la señora Edwards.

Suspiré profundamente y me sentí ridícula.

—Sé que todo esto suena bastante raro.

—En absoluto —me aseguró—. Nunca hay que subestimar el poder del mal y debemos evitar cualquier roce con él, siempre que podamos.

—Yo no puedo evitarlo siempre —declaré—. Es el mal el que suele traerme los pacientes a mi puerta, pero rara vez tengo que ver documentos como ese del que hablo. He tenido sueños perturbadores y mi sobrina se comporta de modo extraño y ha pasado mucho tiempo con ese libro. Es ella quien más me preocupa. Por eso estoy aquí.

—«Pero persevera en las cosas que has aprendido y de las que has recibido seguridades» —citó la mujer—. Realmente es así de sencillo.

Me lanzó una sonrisa.

—No estoy segura de entender…

—Doctora Scarpetta, no hay remedio para lo que acaba de compartir conmigo. No puedo imponerle las manos y alejar la oscuridad y las pesadillas. Y el padre O’Connor tampoco. No hay ceremonias ni rituales que valgan. Podemos rezar por usted y no dude de que lo haremos. Pero lo que usted y Lucy deben hacer ahora mismo es volver a su propia fe. Tienen que volver a lo que les daba fuerza en el pasado, fuera lo que fuese.

—Por eso me he acercado aquí esta tarde —repetí.

—Bien. Dígale a Lucy que vuelva a la práctica religiosa y que rece. Y debería venir por la iglesia.

Eso último era muy improbable, pensé mientras volvía a casa. Y mis temores no hicieron sino incrementarse cuando crucé la puerta. Aún no eran las siete y Lucy ya estaba acostada.

—¿Duermes? —Me senté junto a ella en la oscuridad y le toqué la espalda—. ¿Lucy?

No respondió y me sentí aliviada de que nuestros coches aún no hubieran llegado. Tenía miedo de que hubiera vuelto a Charlottesville y que estuviera a punto de repetir todos los terribles errores en los que ya había caído una vez.

—¿Lucy? —probé otra vez. Por fin se dio la vuelta lentamente.

—¿Qué? —preguntó.

—Sólo quería ver qué tal estabas —dije en un susurro.

Vi que se restregaba los ojos y me di cuenta de que no estaba dormida sino llorando.

—¿Qué tienes? —murmuré.

—Nada.

—Sé que te pasa algo y es momento de hablar. Estás muy rara y quiero ayudarte. —No hubo respuesta—. Lucy, me quedaré aquí sentada hasta que hablemos.

Mantuvo el silencio un rato más, y por fin vi que movía los párpados y miraba al techo.

—Janet se lo ha dicho —explicó—. Se lo ha contado a sus padres. Ellos le armaron la bronca, como si supieran más que ella misma de sus sentimientos. Como si de algún modo Janet estuviera equivocada respecto a sí misma.

Su tono era cada vez más irritado. Se incorporó con esfuerzo hasta quedar medio sentada y apiló las almohadas tras la espalda.

—Quieren que acuda a un psicólogo —añadió.

—Lo lamento —le dije—. No sé muy bien qué decir, salvo que el problema está en ellos y no en vosotras dos.

—No sé qué va a hacer. Ya es suficiente con tener que preocuparse de que no lo descubra el Buró…

—Tienes que ser fuerte y fiel a lo que eres.

—Sea lo que sea. Hay días que ni lo sé. —Estaba cada vez más agitada—. Aborrezco todo esto. Es tan difícil y tan injusto… —Apoyó la cabeza en mi hombro—. ¿Por qué no podría ser como tú? ¿Por qué no podría ser fácil?

—No estoy segura de que quisieras ser como yo —respondí—. Y desde luego mi vida tampoco es sencilla. Nada que valga la pena lo es. Tú y Janet podéis resolver las cosas si os ponéis a ello y si os queréis de verdad.

Lucy hizo una profunda inspiración y expulsó el aire lentamente.

—Basta de comportamientos destructivos. —La incorporé en la cama, en la penumbra de su habitación—. ¿Dónde está el Libro?

—En el escritorio —respondió.

—¿En mi despacho?

—Sí. Lo he dejado allí.

Nos miramos y vi un brillo en sus ojos. Lucy se sorbió la nariz sonoramente y se sonó.

—¿Comprendes por qué no es conveniente husmear demasiado en una cosa así? —le dije.

—Mira en qué tienes que husmear tú continuamente. Son gajes del oficio.

—No son gajes del oficio —respondí—. Lo importante es saber dónde pisar y dónde no pararse. Debes respetar el poder de un enemigo por mucho que lo desprecies, de lo contrario saldrás perdiendo. Es algo que ya deberías haber aprendido, Lucy.

—Entiendo —dijo tranquilamente mientras cogía el catecismo que había dejado al pie de la cama—. ¿Qué es esto? ¿Tengo que leerlo todo esta noche?

—Es una cosa que me han prestado en la iglesia. He pensado que tal vez te gustaría echarle un vistazo.

—Olvídate de la iglesia…

—¿Porqué?

—Porque ella se ha olvidado de mí. La iglesia cree que la gente como yo es aberrante, como si hubiera que condenarme a la cárcel o al infierno por ser como soy. Eso es lo que consiguen. No sabes lo que es sentirse marginada.

—Lucy, yo he estado marginada la mayor parte de mi vida. No sabes qué es la discriminación hasta que eres una de las tres únicas mujeres de tu curso en la Facultad de Medicina, o en la de Derecho. Los hombres no quieren compartir los apuntes si estás enferma y faltas a una clase. Por eso no me pongo enferma, por eso no me emborracho ni me escondo en la cama. —Me mostré severa porque tenía que serlo.

—Esto es distinto —dijo ella.

—Creo que quieres pensar que es distinto para poner excusas y apiadarte de ti misma —continué—. Me parece que en realidad quien se empeña en olvidar y rechazar eres tú. No es la iglesia ni la sociedad. Ni siquiera son los padres de Janet; quizá simplemente no comprenden. Creía que eras más fuerte.

—Lo soy.

—¡Vamos! Ya he tenido suficiente, Lucy. No vengas por aquí a emborracharte y a meter la cabeza bajo la manta para que me pase el día preocupada por ti. Y cuando trato de ayudar, me rechazas a mí y a todo el que lo intenta.

Mi sobrina me miró fijamente y no dijo nada. Por fin rompió el silencio.

—¿Es verdad que has entrado en la iglesia por mí?

—He entrado por mí —suavicé el tono—. Pero el tema central de la conversación fuiste tú.

Lucy apartó la manta.

—«El principal fin de una persona es glorificar a Dios y gozar de Dios eternamente» —dijo al tiempo que se incorporaba.

Me detuve en el hueco de la puerta.

—El catecismo —murmuró—. Apto para todos los protestantes, por supuesto. Hice un curso de religión en la universidad. ¿Quieres cenar algo?

—¿Qué te apetece? —pregunté.

—Cualquier cosa fácil. —Se acercó y me abrazó—. Tía Kay, lo siento…

En la cocina abrí el congelador pero nada de lo que vi me inspiró. Después miré en el frigorífico pero había perdido el apetito, además de la presencia de ánimo. Comí un plátano y preparé un tazón de café. A las ocho y media me sobresaltó el intercomunicador de la mesa. La voz de Marino llegó a mis oídos.

—Unidad seiscientos a estación base uno —dijo.

Cogí el micrófono.

—Aquí estación base uno —respondí.

—¿Puedes llamarme a un número?

—Dámelo. —Tuve un mal presagio.

Era posible que la radiofrecuencia utilizada por mi oficina estuviera pinchada, y cuando los detectives trabajaban en un caso especialmente delicado procuraban no utilizar aquel medio. El número que me dio Marino era el de un teléfono público.

—Lo siento —dijo cuando respondió—, me había quedado sin monedas.

—¿Qué sucede? —No perdí un segundo.

—Me he saltado al forense de guardia porque sabía que querrías que nos pusiéramos en contacto contigo antes de hacerlo con él.

—¿De qué se trata?

—Mierda, doctora, lo siento de verdad, pero… Tenemos a Danny.

—¿Danny? —repetí perpleja.

—Danny Webster. De tu despacho de Norfolk.

—¿Y qué quieres decir con que lo tenéis? —Me atenazó el pánico—. ¿Qué ha hecho?

Imaginé que lo habían detenido por conducir mi coche, o quizás había tenido un accidente con él.

—Está muerto, doctora —dijo Marino.

Hubo un silencio a ambos extremos de la línea.

—¡Oh, Dios! —Me apoyé en la mesa y cerré los ojos—. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué ha sucedido?

—Mira, lo mejor será que vengas aquí.

—¿Dónde estás?

—En Sugar Bottom, donde el viejo túnel del tren. Tu coche está a una manzana colina arriba, en el parque de Libby Hill.

No pregunté nada más y le dije a Lucy que me marchaba y que probablemente no volvería hasta tarde. Cogí el maletín y la pistola, porque conocía los barrios bajos donde se hallaba el túnel. Era incapaz de imaginar qué podía haber atraído a Danny hasta un lugar como aquél. Él y su amigo tenían que llevar mi coche y el de Lucy a mi despacho; allí los atendería mi administrador, que luego los llevaría a la estación de autobuses. Church Hill no quedaba lejos del despacho, eso era verdad, pero no se me ocurría por qué Danny habría ido en mi Mercedes a un sitio que no era el previsto. Danny parecía incapaz de traicionar mi confianza.

Avancé velozmente por West Cary Street, entre enormes casonas de ladrillo con tejados de cobre y pizarra y entradas protegidas con altas verjas negras de hierro forjado. Cruzar a golpe de acelerador aquella parte elegante de la ciudad en la furgoneta del depósito de cadáveres mientras uno de mis empleados yacía muerto en un descampado tenía algo de irreal, y de nuevo me asaltó la preocupación por haber dejado sola a Lucy. No recordaba si había conectado el sistema de alarma ni si al marcharme había desconectado los detectores de movimientos. Las manos me temblaban y sentí ganas de fumar.

El parque de Libby Hill estaba en una de las siete colinas de Richmond, en una zona donde últimamente se valoraban mucho los solares. Las casas centenarias, alineadas una junto a la otra, y las mansiones de estilo neoclásico, habían sido muy bien restauradas por gente lo bastante atrevida como para rescatar un barrio histórico de la ciudad de las garras de la ruina y del crimen. Para la mayoría de residentes, la apuesta había dado buen resultado, pero yo sabía muy bien que no hubiera podido vivir cerca de los bloques de viviendas baratas y de las zonas deprimidas donde la principal industria era la droga. No quería tener que ocuparme de casos en mi propio barrio.

Varios coches patrulla, con sus luces rojas y azules destellantes, estaban detenidos a ambos lados de Franklin Street. La noche era muy oscura y apenas distinguí el quiosco de música octogonal ni el soldado de bronce en su elevado pedestal de granito, de cara al James. Varios agentes y un equipo de televisión rodeaban mi Mercedes, y los vecinos habían salido a los espaciosos porches de sus viviendas para ver el espectáculo. Pasé por delante con la furgoneta, muy despacio, pero no logré distinguir si mi coche presentaba algún daño, aunque la puerta del conductor estaba abierta y la luz interior encendida.

Hacia el este, pasada la calle Veintinueve, el camino descendía hasta una zona medio escondida conocida como Sugar Bottom, famosa por las prostitutas que en otro tiempo mantenían allí los caballeros de Virginia, o quizá porque allí se fabricaba licor clandestino. No estaba segura de cuál era la leyenda. Allí, las casas restauradas se convertían bruscamente en desvencijados apartamentos de alquileres desorbitados y casuchas en precario equilibrio. Donde acababa el asfalto, a media pendiente de la empinada colina, había unas arboledas extensas y tupidas donde el túnel de ferrocarril se había hundido en los años veinte.

Recordé que una vez había sobrevolado la zona en un helicóptero de la policía del estado: la negra boca del túnel resultaba visible entre los árboles y el firme de las vías era una cicatriz embarrada que conducía al río. Pensé en los vagones y trabajadores que posiblemente aún seguían enterrados allí, y de nuevo me pregunté a santo de qué Danny habría ido allí. Cuando menos, a mi joven ayudante debía de preocuparle su rodilla lesionada. Aminoré la marcha y aparqué lo más cerca que pude del Ford de Marino. Los periodistas me reconocieron al instante.

—Doctora Scarpetta, ¿es cierto que su coche ha aparecido en la colina? —preguntó una reportera mientras corría a situarse a mi lado—. Al parecer, el Mercedes está registrado a su nombre. ¿De qué color es? ¿Negro? —insistió al ver que no respondía.

—¿Puede explicarnos cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó otra voz.

—¿Se lo han robado? ¿La víctima es el ladrón? ¿Cree que el asunto tiene relación con las drogas?

Las voces se superponían porque ninguno esperaba su turno y yo no decía nada. Cuando unos agentes de uniforme se dieron cuenta de que había llegado, intervinieron estruendosamente.

—¡Eh, todos atrás!

—¡Vamos, vamos! Ya han oído.

—¡Abran paso a la señora!

—Vamos. Tenemos que investigar la escena del crimen.

De repente apareció Marino y me agarró del brazo.

—Pandilla de sabandijas —masculló mientras dirigía una mirada de desprecio a los reporteros—. Mira bien dónde pisas. Tenemos que atravesar el bosque hasta casi la misma boca del túnel. ¿Qué calzado llevas?

—No te preocupes, me las arreglaré.

Había un camino largo y empinado que descendía desde la calzada. Las luces instaladas para iluminar la marcha rompían las sombras como la luna sobre las aguas de una bahía peligrosa. Más allá de los márgenes, los árboles se difuminaban en la oscuridad, mecidos por una leve brisa.

—Ten mucho cuidado —repitió Marino—. El camino está embarrado y lleno de mierda…

—¿Qué mierda? —pregunté.

Encendí la linterna y la dirigí al estrecho sendero enfangado, salpicado de cristales rotos, papel podrido y zapatos desechados que destacaban con un tono blanco descolorido entre las zarzas y los árboles invernales.

—Los vecinos han convertido esto en un vertedero —me comentó.

—Danny no podría haber bajado por aquí con la rodilla mala —insistí—. ¿Cuál es la mejor manera de abordar esto?

—De mi brazo.

—No. Tengo que inspeccionarlo yo sola.

—Pues no bajes ahí sin compañía. No sabemos si aún sigue merodeando alguien por la zona.

—Ahí hay sangre. —Enfoqué con la linterna unas cuantas gotas grandes y brillantes sobre unas hojas muertas, a un par de metros de donde me encontraba.

—Y por allá hay mucha más.

—¿Y arriba, en la calle? ¿Han encontrado algo?

—No. Parece que el rastro de sangre empieza más o menos aquí. Pero hemos encontrado más en el camino, siguiendo la bajada, hasta donde está el cuerpo.

—Bueno, pues vamos allá.

Miré a mi alrededor e inicié el descenso con pasos cuidadosos. Oí los de Marino, más pesados, detrás de mí.

La policía había extendido cinta amarilla brillante de árbol en árbol, estableciendo un cordón de seguridad lo más amplio posible porque de momento no estábamos seguros del tamaño de la escena del crimen. No vi el cuerpo hasta que dejé atrás la arboleda y salí a un claro, desde el que el antiguo firme de la vía férrea llevaba hacia el río, al sur de mi posición, y desaparecía en la boca bostezante del túnel, al oeste. Danny Webster yacía boca arriba, medio de costado y en un confuso revoltijo de brazos y piernas. Debajo de la cabeza se extendía un gran charco de sangre.

Exploré lentamente el cuerpo con la linterna y vi hierba y fango en abundancia en el jersey y en los tejanos, así como fragmentos de hojas y otros desperdicios adheridos a sus cabellos, embadurnados de sangre.

—Rodó colina abajo —dije tras observar que se habían soltado varias cinchas de su llamativo aparato ortopédico rojo y que la basura se había adherido al velero—. Ya estaba muerto, o casi, cuando quedó en esta posición.

—Sí, me parece que está bastante claro que dispararon contra él ahí arriba —confirmó Marino—. Lo primero que me he preguntado es si se desangraría mientras intentaba escapar. Si consiguió llegar hasta ahí arriba y luego, ya sin fuerzas, cayó rodando el resto de la pendiente.

—Tal vez le hicieron creer que tenía una oportunidad de escapar. —La emoción me embargó la voz—. ¿Ves el aparato que lleva en la rodilla? ¿Tienes idea de lo despacio que iría si bajó por este camino? ¿Sabes qué es avanzar centímetro a centímetro con una pierna mala?

—De modo que algún hijo de puta se dedicó a hacer puntería con él… —masculló Marino.

No dije nada. Dirigí la luz de la linterna hacia el sendero de hierba y basura que ascendía hasta la calle.

Unas gotas de sangre de un rojo oscuro brillaban sobre un cartón de leche aplastado y descolorido por el sol y el paso del tiempo.

—¿Qué hay del billetero? —pregunté.

—Lo llevaba en el bolsillo de atrás. Estaba intacto, con once dólares y todas las tarjetas —me informó Marino, sin dejar de mirar constantemente a uno y otro lado.

Tomé fotos, y a continuación me arrodillé junto al cuerpo de Danny y le di la vuelta para observar la parte posterior de la cabeza destrozada. Le toqué el cuello y todavía estaba tibio; la sangre del charco aún no se había coagulado del todo.

Abrí el maletín del instrumental, desplegué un lienzo de plástico y se lo di a Marino.

—Toma. Sujeta esto mientras le tomo la temperatura.

Pete protegió el cuerpo de cualquier mirada que no fuera la nuestra y procedí a bajarle los pantalones y los calzoncillos. Danny se había ensuciado en ambas prendas. Aunque no era raro que la gente orinara y defecara en el momento de morir, en ocasiones era la respuesta del cuerpo a un momento de terror.

—¿Tienes idea de si Danny tonteaba con alguna droga? —preguntó Marino.

—No tengo ninguna razón para pensarlo —respondí—. Bueno, en realidad no tengo idea.

—Por ejemplo, ¿alguna vez te ha parecido que vivía por encima de sus posibilidades? ¿Cuánto ganaba?

—Unos veintiún mil dólares al año. Pero no sé si llevaba un tren de vida por encima de sus posibilidades. Aún vivía con sus padres.

La temperatura del cuerpo era de treinta y cuatro grados y medio. Dejé el termómetro sobre el maletín para tomar una lectura de la temperatura ambiente.

Moví los brazos y las piernas del cadáver y comprobé que el rigor mortis sólo se había iniciado en músculos pequeños como los de los dedos y los ojos. Casi todo el resto del cuerpo de Danny estaba aún tibio y flexible como en vida, y al inclinarme sobre él capté el aroma de la colonia que llevaba y supe que ya nunca lo olvidaría. Tras cerciorarme de que el plástico había quedado completamente abierto debajo de él, volví el cuerpo boca arriba. Mientras empezaba a buscar otras heridas, se derramó más sangre.

—¿A qué hora se recibió la llamada? —pregunté a Marino, que se movía despacio cerca del túnel, inspeccionando los espesos zarzales con la linterna.

—Uno de los vecinos oyó un disparo procedente de esta zona y llamó a la policía a las siete y cinco. Localizamos tu coche y a él un cuarto de hora después, más o menos. Por lo tanto hablamos de hace un par de horas. ¿Encaja eso con tus observaciones?

—Aquí fuera casi está helando otra vez; el cuerpo está bien abrigado y ha perdido unos pocos grados. Sí, encaja. Pásame esas bolsas de ahí, por favor. ¿Sabemos qué ha sido del amigo que debía conducir el Suburban de Lucy?

Cogí dos bolsas de papel marrón y las cerré en torno a las muñecas con unas gomas elásticas para preservar indicios frágiles como residuos de pólvora, fibras o restos orgánicos bajo las uñas, en el supuesto de que se hubiera resistido a su agresor. Sin embargo no creía que lo hubiera hecho. No sabía qué había sucedido, pero sospeché que Danny había hecho exactamente lo que le ordenaban.

—En este momento no tenemos idea de quién puede ser ese amigo —dijo Marino—. Si te parece enviaré una unidad a tu despacho para comprobar si se ha presentado.

—Buena idea. No sabemos si el amigo tiene alguna relación con esto.

—Atención, central —dijo Marino por la radio portátil mientras yo volvía a tomar fotografías.

—Aquí central —respondió su interlocutor.

—Póngame con cualquier unidad que esté en la zona del despacho del forense jefe, en la Catorce y Franklin.

Danny había recibido un disparo por la espalda, a bocajarro, y hasta era posible que con el arma en contacto con su cuerpo.

Me disponía a preguntar a Marino por los casquillos cuando oí un ruido que conocía demasiado bien.

—¡Oh, no! —exclamé mientras el alarmante matraqueo iba creciendo—. ¡Marino, no dejes que se acerquen!

Pero era demasiado tarde. Al levantar la vista, un helicóptero de los servicios de noticias apareció en el cielo y empezó a sobrevolar la zona en círculos a baja altura. El foco del aparato barrió el túnel y el suelo frío y duro donde me encontraba de rodillas, con las manos manchadas de sangre y sesos. Me protegí los ojos de la luz cegadora mientras las hojas y los desperdicios se levantaban en remolinos y los troncos desnudos se agitaban.

Marino gritó algo inaudible y agitó con furia la linterna, alzándola hacia el cielo. Yo me protegí el cuerpo con la mía lo mejor que pude.

Envolví la cabeza de Danny en una bolsa de plástico y lo cubrí con una mortaja, también de plástico, mientras el equipo del Canal 7 destruía la escena del crimen por ignorancia, por descuido o tal vez por ambas cosas. La puerta del copiloto del helicóptero había sido desmontada y el cámara colgaba en plena noche mientras el foco me iluminaba para sacarme en el noticiario de las once.

—¡Maldito hijo de puta! —gritaba Marino mientras agitaba el puño con gesto desafiante—. ¡Debería volarte los sesos de un tiro, mamón!