7

No tuve que pedir a nadie una lista de residentes porque la madre del difunto periodista era la única Eddings con domicilio en Windsor Farms. Según el listín de teléfonos, la mujer vivía en la encantadora calle Sulgrave, guarnecida de árboles y famosa por sus opulentas propiedades y por las dos mansiones Tudor del siglo XVI, la Virginia House y la Agecroft, que habían sido traídas de Inglaterra en barco, piedra a piedra, en los años veinte. La noche aún era joven cuando llamé por teléfono, pero tuve la impresión de que la mujer ya dormía.

—¿Señora Eddings? —le dije, y me presenté.

—Me temo que me había quedado dormida. —Por su tono de voz parecía sobresaltada—. Estaba en el salón viendo la tele… Dios mío, ni siquiera sé qué hacen ahora. Estaba viendo Mi brillante carrera, en la PBS. ¿Sigue usted la serie?

—Señora Eddings —repetí—, quisiera hacerle unas preguntas sobre su hijo, sobre Ted. Soy la médico forense del caso y se me ha ocurrido que podríamos hablar. Yo vivo a unas pocas manzanas de aquí.

—Ya me lo habían dicho. —Su marcado acento sureño se hizo aún más cerrado con las lágrimas—. Que vivía muy cerca.

—¿Le parece que ahora es buen momento? —pregunté tras una pausa.

—Estaría encantada. Y me llamo Elizabeth Glenn —añadió, al tiempo que rompía a llorar.

Llamé a Marino y lo encontré en su casa, con el televisor a tal volumen que no entendí cómo podía oír nada más. Pete estaba hablando por la otra línea y era evidente que no quería hacer esperar a su comunicante.

—Claro, a ver qué puedes averiguar —respondió cuando le conté lo que me disponía a hacer—. Yo en este momento estoy en un buen lío. Tenemos un incidente en Mosby Court que podría degenerar en disturbios.

—¡Justo lo que necesitamos! —exclamé.

—Tengo que acudir allí. Si no, te acompañaría.

Colgamos y me vestí para soportar el mal tiempo porque no tenía coche. Lucy estaba en mi despacho, hablando por teléfono. Por su expresión concentrada y su tono de voz bajo supuse que hablaba con Janet. Desde el pasillo señalé el reloj y le indiqué por gestos que volvería dentro de una hora aproximadamente. Cuando salí de casa y empecé a caminar bajo el frío y la húmeda oscuridad, el ánimo empezó a encogérseme como un animalillo que quisiera esconderse. Tener que vérmelas con los seres queridos que deja una tragedia seguía siendo uno de los aspectos más atroces de mi profesión.

A lo largo de los años había experimentado muy diversas reacciones, desde verme convertida en cabeza de turco hasta recibir súplicas de los familiares para que, de algún modo, hiciera que esa muerte no fuera verdad. Había visto de todo: llorar, gemir, enfurecerse, maldecir o no reaccionar en absoluto, y siempre me había mostrado como la médica perfecta, siempre debidamente desapasionada pero amable, porque así me habían preparado para actuar.

Mi reacción personal siempre tenía que ser privada. Esos momentos no los veía nadie, ni siquiera cuando estaba casada. En esa época me había hecho experta en disimular estados de ánimo y en llorar en la ducha. Recuerdo que un año tuve una urticaria y le dije a Tony que era alérgica a las plantas, al marisco y al sulfito del vino tinto. Mi ex marido era muy fácil porque no quería oír.

En Windsor Farms reinaba una calma casi espectral cuando me acerqué por el camino del río. La niebla se adhería a unas farolas de hierro victorianas que recordaban las calles inglesas y daba la impresión de que no había nadie levantado ni paseando, aunque en muchas de las majestuosas mansiones había ventanas iluminadas. Las hojas del pavimento eran como papel engomado; la lluvia fina las pegaba al suelo y empezaba a helar. Pensé que había sido una tontería salir a la calle sin paraguas.

Cuando llegué a la casa de la calle Sulgrave me resultó familiar porque conocía al juez que vivía en la casa de al lado y había estado en muchas de sus fiestas. La de los Eddings era un edificio de tres plantas de estilo federal con chimeneas gemelas, ventanas de gablete en arco y un montante elíptico sobre los artesonados de la puerta principal. A la izquierda del porche de la entrada vi el león de piedra que desde hacía muchos años montaba guardia allí. Subí los resbaladizos peldaños y tuve que llamar al timbre dos veces hasta que una voz me respondió débilmente al otro lado de la gruesa madera.

—Soy la doctora Scarpetta —me presenté, y la puerta se abrió muy despacio.

—Ya pensaba que sería usted. —Una cara nerviosa apareció ante mis ojos cuando el resquicio se hizo más ancho—. Por favor, entre y caliéntese un poco. Hace una noche horrible.

—Está helando —asentí, al tiempo que cruzaba el umbral.

La señora Eddings era una mujer atractiva, de rasgos refinados y modales educados, aunque vanidosos, con unos cabellos blancos y crespos recogidos hacia atrás, que dejaban a la vista una frente alta y libre de arrugas. Llevaba un vestido de Black Watch y un suéter de cachemira de cuello de cisne, como si se hubiera pasado el día recibiendo visitas animosamente, pero sus ojos no podían ocultar su pérdida irrecuperable. Cuando me conducía al vestíbulo, su paso era bastante inestable y sospeché que había bebido.

—Es asombroso —dije mientras la mujer se hacía cargo de mi abrigo—. He pasado a pie y en coche por delante de su casa no sé cuántas veces y no tenía idea de quién vivía aquí.

—¿Y dónde vive usted?

—Muy cerca de Windsor Farms, al oeste. —Señalé la dirección—. Es una casa nueva. De hecho, acabo de trasladarme el otoño pasado.

—¡Ah, sí, ya sé quién es! —La mujer cerró la puerta del armario y me guió por el pasillo—. Conozco a bastante gente del barrio.

La sala de estar a la que me llevó era un museo de alfombras persas antiguas, lámparas de Tiffany y mobiliario de madera de tejo de estilo Biedermeier. Tomé asiento en un sofá tapizado en negro, encantador pero duro, y empecé a preguntarme qué tal se llevarían madre e hijo. La decoración de las respectivas viviendas retrataba a dos personas que seguramente eran testarudas y amantes de la soledad.

Tan pronto como tomamos asiento, empezamos a conversar.

—Su hijo me entrevistó en varias ocasiones.

—¿Ah, sí? —La señora Eddings intentó una sonrisa pero la mueca se difuminó.

—Lo siento. Sé que esto es difícil para usted —murmuré con suavidad mientras ella intentaba recuperar la compostura en su sillón de cuero rojo—. Ted me caía muy bien. Y a mi equipo también.

—Ted le caía bien a todo el mundo. Resultaba encantador desde el primer día. Recuerdo la primera gran entrevista que consiguió en Richmond. —Miró fijamente el fuego de la chimenea con las manos enlazadas—. Fue con el gobernador Meadows. Recuerda usted al gobernador, ¿verdad? Ted lo hizo hablar cuando nadie lo había conseguido. Fue cuando todo el mundo decía que el gobernador tomaba drogas y se relacionaba con mujeres inmorales.

—¡Ah, sí! —respondí como si fuera la primera vez que se acusaba de tales cosas a un gobernador.

La mujer miró al vacío con expresión agitada, y la mano le temblaba visiblemente cuando levantó el brazo para arreglarse el peinado.

—¿Cómo ha podido suceder una cosa así? Dios mío, ¿cómo ha podido ahogarse?

—Señora Eddings, creo que no ha sido eso lo que ha sucedido.

Me miró sobresaltada, con los ojos desorbitados.

—Entonces, ¿qué…?

—Todavía no estoy segura. Es necesario hacer pruebas.

—¿Qué otra cosa ha podido ser? —Empezó a secarse las lágrimas con un pañuelo de papel—. El policía que ha venido me ha dicho que había pasado bajo el agua. Ted estaba buceando en el río con ese aparato suyo.

—Puede haber varias causas posibles —respondí—. Un fallo del respirador que utilizaba, por ejemplo. O tal vez una intoxicación por gases de escape del compresor. En este momento aún no lo sé.

—Le dije que no utilizara ese artefacto. No sabe usted cuántas veces le he pedido que no saliera a bucear con eso.

—Entonces, ¿había utilizado el equipo otras veces?

—Le encantaba buscar restos de la Guerra de Secesión. Se sumergía casi en cualquier parte con uno de esos detectores de metales. Creo que el año pasado encontró unas cuantas balas de cañón en el James. Me sorprende que no lo sepa. Ted ha escrito varios relatos sobre sus aventuras.

—Normalmente, los submarinistas llevan un compañero —dije—. ¿Sabe usted con quién buceaba habitualmente?

—Bueno, es posible que de vez en cuando llevara a alguien con él. En realidad no lo sé, porque no solía hablarme de sus amigos.

—¿Alguna vez le comentó algo de bucear en el río Elizabeth para buscar restos de la Guerra de Secesión?

—No tengo noticia de que fuera allí. Nunca me dijo nada al respecto. Pensaba que hoy vendría por aquí.

La señora Eddings cerró los ojos, frunció el entrecejo y respiró profundamente, como si en la habitación faltara el aire.

—¿Qué me dice de esos restos arqueológicos que recuperaba? —continué—. ¿Sabe dónde los guardaba?

La mujer no respondió.

—Señora —insistí—, no encontramos nada de eso en su casa. Ni un solo botón, una hebilla o una bala minié. Tampoco había ningún detector de metales.

Ella mantuvo el silencio mientras agarraba el pañuelo de papel con fuerza entre sus manos temblorosas.

—Es muy importante que determinemos qué podía estar haciendo su hijo en el varadero de naves fuera de servicio de la Marina —insistí—. Estaba buceando en una zona acotada en torno a las embarcaciones decomisadas por la Marina, y nadie sabe por qué. Cuesta de creer que bajara allí a buscar restos de la Guerra de Secesión.

La señora Eddings fijó la vista en el fuego y dijo con voz remota:

—Ted tiene rachas. En cierta época coleccionaba mariposas, cuando tenía diez años. Después las regaló todas y empezó a coleccionar piedras preciosas. Recuerdo que lavaba arenas buscando oro en los lugares más raros y recuperaba minerales de la orilla del camino con ayuda de unas pinzas. De eso pasó a las monedas, pero se gastó la mayoría porque a la máquina de Coca-Cola le da igual si los cuartos de dólar son de plata pura o no. Cromos de béisbol, sellos, chicas. Ninguna colección le duró nunca mucho tiempo. Me dijo que le gustaba el periodismo porque siempre es distinto.

La escuché mientras proseguía su relato con aire trágico.

—¡A veces pienso que habría cambiado a su madre por otra distinta si hubiera podido! —Una lágrima corrió por su mejilla—. Debía de estar muy aburrido de mí.

—¿Hasta el punto de no aceptar su ayuda económica, señora Eddings? —pregunté.

La mujer levantó el mentón.

—Creo que eso es algo demasiado personal…

—Sí, lo entiendo y lamento tener que hacerle este tipo de preguntas pero soy médica y en este momento su hijo es paciente mío. Tengo que hacer todo lo posible para determinar qué ha podido sucederle.

Al oír aquello exhaló un profundo suspiro mientras sus dedos jugaban con el botón superior de la chaqueta. Esperé a que contuviera las lágrimas.

—Bueno, sí, le enviaba dinero todos los meses. Ya sabe cómo son los impuestos sobre herencias, y Ted estaba acostumbrado a vivir por encima de sus posibilidades. Supongo que la culpa es de su padre y mía. —La mujer casi no podía continuar—. Mis hijos no han tenido una vida suficientemente dura. Supongo que para mí tampoco lo fue hasta que murió Arthur.

—¿A qué se dedicaba su marido?

—Trabajaba en el tabaco. Nos conocimos durante la guerra, cuando casi todos los cigarrillos del mundo se fabricaban por aquí pero apenas se podía encontrar un paquete. Ni un par de medias.

El recuerdo la tranquilizó y no la interrumpí.

—Una noche —continuó—, fui a una fiesta del club de oficiales en el hotel Jefferson. Arthur era capitán de una unidad del Ejército llamada Richmond Grays, y además un gran bailarín —añadió con una sonrisa—. Sí, bailaba como si llevara la música en las venas; respiraba la música como si fuera aire. Enseguida me fijé en él. Sólo tuvimos que cruzar una mirada, y desde entonces nunca más volvimos a estar el uno sin el otro.

La mujer apartó la mirada y el fuego chisporroteó y se agitó como si también tuviera algo importante que contar.

—Parte del problema estaba ahí, por supuesto —prosiguió—. Arthur y yo nunca dejamos de estar absortos el uno en el otro y creo que los chicos a veces se sentían como si estorbaran. —De pronto la señora Eddings me miró abiertamente—. ¡Vaya! Ni siquiera le he preguntado si le apetece un té, o quizás una copita de algo más fuerte.

—No, gracias. ¿Ted y su hermano se llevaban bien? ¿Se veían con frecuencia?

—Ya le di el número de Jeff a ese policía…, ¿cómo se llama?… Martino o algo así. En realidad lo encontré bastante brusco. Insisto, doctora, un poco de Goldschlager sienta muy bien en una noche como ésta.

—No, gracias.

—Lo descubrí por Ted —continuó ella a duras penas; de pronto le cayeron las lágrimas—. Lo probó mientras practicaba esquí en el oeste y trajo una botella. Sabe a fuego líquido con un poco de canela. Eso fue lo que dijo cuando me lo dio. Siempre me traía algo.

—¿Alguna vez le regaló champán?

La mujer se sonó la nariz con delicadeza.

—Antes ha dicho que hoy esperaba su visita —le recordé.

—Sí, tenía que venir a comer.

—Hemos encontrado una botella de buen champán en el frigorífico de su casa. Llevaba un lazo y me pregunto si su hijo tendría intención de presentarse con ella.

—¡Oh, no! —exclamó con un acusado temblor en la voz—. Debía de ser para otra celebración. Yo no tomo champán. Me da dolor de cabeza.

—Estarnos buscando sus disquetes de ordenador —continué—. Buscamos alguna nota relativa a lo que pueda haber escrito últimamente. ¿Alguna vez le pidió que le guardara algo aquí?

—Tengo parte de su equipo atlético en el desván, pero es más viejo que Matusalén. —Se le quebró la voz y carraspeó—. Y también hay papeles de la escuela.

—¿Sabe si tenía una caja de seguridad en alguna parte?

—No. —Acompañó la respuesta con un gesto de cabeza.

—¿Se le ocurre algún amigo a quien pudiera haber confiado esas cosas?

—No conozco a sus amigos —insistió ella mientras la lluvia gélida repiqueteaba en los cristales.

—Y Ted no mencionó ningún interés romántico. ¿Pretende decirme que no tenía historias sentimentales?

Mi interlocutora apretó los labios.

—Por favor —insistí—, dígame si estoy equivocada.

—Hace unos meses trajo a una chica. Creo que fue en verano. Al parecer la chica era una científica de no sé qué. Creo que estaba escribiendo un libro y que se conocieron por eso. Ted y yo tuvimos algunas diferencias respecto a ella.

—¿Cómo es eso?

—La chica era atractiva. Una de esas jóvenes del tipo universitario. Quizás era profesora, no lo recuerdo bien. Pero era extranjera, de eso estoy segura.

Esperé, pero la mujer no tenía más que decir.

—¿Cuáles fueron esas diferencias entre su hijo y usted? —quise saber.

—Tan pronto como la conocí, me di cuenta de que no tenía buen carácter y no quise que la volviera a traer a casa.

—¿Esa chica vive por los alrededores?

—Es lo más probable, pero no sabría decirle dónde —respondió.

—Pero Ted quizá seguía viéndose con ella.

—No tengo idea de con quién se veía mi hijo —insistió, y tuve la certeza de que mentía.

—Señora Eddings —apunté—, según todos los indicios, su hijo no paraba mucho en casa. —Ella se limitó a mirarme—. ¿Tenía una asistenta? ¿Alguien que se ocupara de sus plantas, por ejemplo?

—Yo enviaba la mía cuando era necesario —respondió—. Corian. A veces le lleva comida. Ted nunca pisa la cocina.

—¿Cuándo fue la última vez que la asistenta estuvo allí?

—No lo sé —fue su respuesta, y noté que empezaba a cansarse de tantas preguntas.

—¿Corian le ha hablado alguna vez de lo que hay en la casa?

—Supongo que se refiere a las armas. Es otra de sus colecciones. La empezó hace un año, más o menos. Fue lo único que pidió para su cumpleaños: un vale para una de esas armerías de por aquí. Como que una mujer se atrevería a entrar en un lugar de ésos…

Era inútil seguir insistiendo porque la mujer solamente tenía una idea en la cabeza: el deseo de que su hijo siguiera vivo. Cualquier otra cosa, cualquier pregunta que fuera más allá, no era sino otra invasión de su intimidad que estaba decidida a evitar. Casi eran las diez cuando emprendí el regreso a casa y estuve a punto de resbalar un par de veces en las calles vacías, donde no se veía casi nada debido a la oscuridad. Hacía un frío intensísimo y la noche estaba llena de crujidos y chapoteos por efecto del hielo que se formaba en los árboles y que cubría el suelo.

Me sentía desanimada porque al parecer nadie sabía de Eddings más que cuatro cosas sin importancia, fruto de un trato superficial. Mis averiguaciones se reducían a que el difunto había coleccionado monedas y mariposas y que siempre había sido encantador; era un periodista ambicioso con unos intereses muy concretos y limitados. Qué extraño resultaba, me dije, que hubiera terminado por recorrer aquel barrio a pie, de noche y con semejante tiempo, para hablar de aquel hombre. Me pregunté qué pensaría él si pudiera saberlo y me asaltó una gran tristeza.

Cuando llegué a casa no tenía ganas de hablar con nadie y fui directamente a mi habitación. Estaba calentándome las manos bajo el agua y enjugándome la cara cuando Lucy apareció en la puerta. Enseguida me di cuenta de estaba de mal humor.

—¿Has comido suficiente? —La miré por el espejo de encima del lavamanos.

—Nunca como lo suficiente —replicó ella con irritación—. Ha llamado un tal Danny, de tu despacho de Norfolk. Dice que ha tenido noticias de los coches por el servicio de mensajería.

Por un instante, me quedé con la mente en blanco. Luego, caí en la cuenta.

—La grúa. Les di el número del despacho. —Me sequé el rostro con una toalla—. Supongo que el servicio de mensajería se puso en contacto con la casa de Danny.

—No lo sé. Quiere que llames.

Lucy me miró por el espejo como si hubiera hecho algo malo. Le devolví la mirada.

—¿Qué te pasa?

—He de largarme de aquí.

—Intentaré tener los coches aquí mañana —repliqué, mosqueada. Salí del cuarto de baño seguida por mi sobrina.

—Tengo que volver a la universidad.

—Por supuesto, Lucy…

—No lo entiendes. Tengo mucho que hacer.

—No sabía que ya habías empezado ese estudio independiente o lo que sea.

Entré en el salón y me dirigí al mueble bar.

—No importa si ha empezado o no. Tengo muchas cosas que preparar. Y no entiendo cómo harás para que traigan los coches aquí. Quizá Marino pueda llevarme a recuperar el mío.

—Marino está muy ocupado y mi plan es bastante sencillo. Danny traerá mi coche a Richmond y un amigo suyo lo seguirá en tu Suburban. Después Danny y su amigo volverán a Norfolk en autobús.

—¿A qué hora?

—Es el único pero. No permitiré que Danny haga nada de esto hasta que salga de servicio. No estaría bien que durante las horas de trabajo me trajera mi coche privado.

—¡Mierda! —exclamó Lucy, impaciente—. Entonces mañana tampoco tendré transporte, ¿no es así?

—Me temo que ninguna de las dos lo tendrá.

—¿Y qué vas a hacer mientras tanto?

Le ofrecí una copa de vino antes de responder.

—Iré al despacho, y probablemente pasaré mucho tiempo al teléfono. ¿Se te ocurre algo que hacer en la oficina de campo de aquí?

Lucy se encogió de hombros.

—Conozco a un par de personas que estuvieron conmigo en la academia —dijo.

Por lo menos allí encontraría a otro agente que la llevaría al gimnasio para quitarse de encima el malhumor a base de ejercicio. Estuve a punto de decírselo, pero me mordí la lengua.

—No quiero vino. —Dejó la copa sobre el mueble bar—. Voy a seguir bebiendo cerveza.

—¿Por qué estás tan enfadada?

—No estoy enfadada.

Sacó una Beck’s Light del pequeño frigorífico y la destapó.

—¿Quieres sentarte?

—No —respondió—. Por cierto, tengo el Libro, así que no te alarmes si no lo encuentras en tu maletín.

—¿Que lo tienes tú? ¿A qué te refieres? —La miré con inquietud.

—Lo he seguido hojeando mientras estabas con la señora Eddings. —Tomó un trago de cerveza—. Me pareció que sería interesante revisarlo por si se nos había pasado algo por alto.

—Creo que ya lo has revisado bastante —me limité a responder—. Me parece que todos hemos visto lo necesario.

—Hay muchas partes al estilo del Antiguo Testamento. Me refiero a que en realidad no tiene nada de satánico.

La contemplé en silencio y me pregunté qué pasaba realmente en aquel cerebro tan increíblemente complicado.

—Para ser sincera, lo encuentro bastante interesante y creo que sólo tiene poder si permites que lo tenga. Yo no lo permito, de modo que no me preocupa —la oí decir.

—Bueno, lo que está claro es que hay algo que te preocupa. —Dejé mi copa.

—Lo único que me preocupa es no poderme mover de aquí. Y estoy cansada, así que me voy a acostar ahora mismo —añadió—. Que duermas bien.

Pero no fue así. Me quedé sentada ante el fuego, inquieta por ella porque probablemente la conocía mejor que nadie. Quizá todo se reducía a que ella y Janet habían tenido una discusión y por la mañana harían las paces, o tal vez era verdad que tenía mucho que hacer y la imposibilidad de regresar a Charlottesville representaba un problema mayor de lo que había imaginado.

Apagué el fuego y comprobé una vez más la alarma para asegurarme de que estaba conectada. Después volví a mi habitación y cerré la puerta, pero seguía sin conciliar el sueño, así que me senté en la cama a la luz de la lámpara y con el repiqueteo de la lluvia en los oídos estudié las páginas que habíamos imprimido con la máquina de fax de Eddings. Había dieciocho números de teléfono marcados en las dos semanas anteriores, todos ellos muy curiosos, y la lista apuntaba a que, en efecto, había estado parte del tiempo en casa, al menos haciendo algo en su despacho.

Sin embargo, enseguida se me ocurrió también que si se había dedicado a trabajar en casa debería haber numerosas transmisiones a la oficina de AP en el centro. Pero no era así. Desde mediados de diciembre sólo había enviado dos fax a la oficina, por lo menos desde la máquina que habíamos encontrado en la casa. Era fácil determinarlo porque había colocado una marca de acceso rápido para el número de fax del servicio de cable, de modo que aparecía «Mesa AP» en la columna de identificación, junto a otras marcas menos descifrables como «NVSE», «DRMS», «CTP» y «LM». Tres de estos números tenían prefijos de las zonas de Tidewater, Virginia Central y Virginia Septentrional, mientras que el prefijo de «DRMS» era Memphis, Tennessee.

Intenté dormir pero la información pasaba ante mis ojos y no podía cerrarlos, y las preguntas se agolpaban. Me pregunté con quién estaría en contacto Eddings en aquellos lugares, y si sería importante. Pero lo que no podía quitarme de la cabeza era el escenario en el que había muerto. Seguía viendo su cuerpo suspendido en aquel río legamoso, retenido por una manguera inútil enganchada a una hélice oxidada. Notaba su rigidez cuando lo había retenido en mis brazos y lo había izado conmigo. Ya antes de llegar a la superficie había sabido que llevaba muchas horas muerto, y ésta era una razón más para mis sospechas de que cuando alguien entró en su apartamento de Richmond y borró sus archivos ya llevaba varias horas muerto.

A las tres me incorporé en la cama y clavé la mirada en la oscuridad. La casa estaba en silencio, salvo los ruidos habituales; sencillamente, era incapaz de desconectar mi mente consciente. Casi sin quererlo bajé los pies al suelo. El corazón me latía como sobresaltado de que me moviese a aquellas horas. Fui al despacho, cerré la puerta y escribí esta breve carta:

A QUIEN INTERESE:

Sé que éste es un número de fax, de lo contrario llamaría personalmente. Necesito conocer su identificación, si es posible, porque su número aparece en la lista de llamadas de la máquina de fax de una persona fallecida recientemente. Haga el favor de ponerse en contacto conmigo tan pronto como le sea posible. Si desea comprobar la autenticidad de esta comunicación, pida por el capitán Pete Marino, del Departamento de Policía de Richmond.

Añadí los números de teléfono y firmé con mi nombre y cargo, y faxeé la carta a todos los números de acceso rápido de la lista de Eddings excepto, como es lógico, a la Associated Press. Después me quedé sentada un rato tras la mesa, contemplando con la mirada un tanto vidriosa la máquina de fax, como si fuera a resolverme el caso inmediatamente. Pero siguió en silencio mientras yo leía y esperaba. A una hora prudente —las seis—, llamé a Marino.

—Supongo que no hubo alboroto —dije después de que el teléfono chocara con algo y se cayera y de que me llegara un murmullo desde el otro lado de la línea—. Bien, veo que estás despierto —añadí.

—¿Qué hora es? —Aún parecía hallarse en un estado de estupor.

—Es hora de que te levantes y te pongas en marcha.

—Encerramos a cinco tipos. Después los demás se calmaron y volvieron adentro. ¿Qué haces despierta?

—Yo siempre estoy despierta. Y por cierto, me convendría que hoy me llevasen al trabajo…

—Bien, prepara un café —dijo Pete—. Voy para allá, qué remedio…