Llegamos a Richmond a las dos y media. Un guarda levantó la valla y nos franqueó el paso a la apartada urbanización donde me había trasladado recientemente. Como era típico de aquella zona de Virginia, no había nevado y el agua caía ahora en abundancia de los árboles porque la lluvia se había convertido en hielo durante la noche y había subido la temperatura.
Mi casa de piedra estaba retirada de la calle, sobre un saliente rocoso con una panorámica de un recodo agreste del río James, y la parcela, con árboles, estaba rodeada por una valla de hierro forjado por la que no podían colarse los niños del vecindario. No conocía a nadie de las casas contiguas y tampoco tenía interés en entablar conocimiento.
Cuando por primera vez en la vida tomé la decisión de construir una casa, no había previsto problemas de aquella clase, pero ya fuese el techo de pizarra, los acabados de los ladrillos o el color de la puerta principal, al parecer todo el mundo tenía algo que criticar.
Cuando las cosas llegaron a tal punto que las llamadas telefónicas de mi frustrado contratista empezaron a interrumpir mi trabajo en el depósito, amenacé a la asociación de vecinos con llevarlos a juicio. No es preciso decir que hasta el momento había recibido muy pocas invitaciones a fiestas en la comunidad.
—Seguro que tus vecinos estarán encantados de verte en casa —murmuró Lucy con tono seco mientras nos apeábamos del coche.
—Creo que ya no me prestan mucha atención. —Busqué las llaves en el bolso.
—¡Qué va! —masculló Marino—. Eres la única persona que conocen que se pasa los días en la escena del crimen y r descuartizando cadáveres. Probablemente no te pierden de vista desde sus ventanas en todo el tiempo que pasas en casa. ¡Joder, si es probable que los guardas los llamen uno por uno cuando te ven llegar!
—¡Muchísimas gracias! —respondí mientras abría la puerta de casa—. ¡Precisamente cuando empezaba a sentirme un poco más feliz de vivir aquí!
La alarma de robo emitió su sonoro aviso de que más valía que encontrara pronto la llave adecuada y miré a mi alrededor como siempre hacía, porque la casa todavía me resultaba extraña. Tenía miedo de que el techo tuviera goteras, de que se cayera el revoque o se estropeara cualquier otra cosa, y cuando vi que todo estaba en orden sentí una profunda satisfacción por mi logro.
La casa tenía dos niveles y era muy abierta, con ventanas para captar hasta la última partícula de luz. El salón era un tabique de cristal que recogía kilómetros de río, y al atardecer contemplaba desde allí la puesta de sol sobre los árboles de las riberas.
Junto al dormitorio tenía un despacho que al final había resultado lo bastante espacioso como para trabajar en él. Lo primero que hice fue mirar si había recibido algún fax, y encontré cuatro.
—¿Algo importante? —preguntó Lucy, que me había seguido mientras Marino entraba cajas y bolsas.
—De hecho todos son de tu madre. —Se los di.
Lucy arrugó el ceño.
—¿Por qué habría de enviarme fax aquí?
—No le dije que me había instalado temporalmente en Sandbridge. ¿Se lo dijiste tú?
—No, pero la abuela sabía dónde estabas, ¿no?
—Claro —respondí—, aunque la abuela y tu madre no siempre se enteran bien de las cosas. —Eché un vistazo a lo que leía—. ¿Todo va bien?
—¡Mamá es tan rara! Fíjate, le instalé un modem y un CD-ROM en el ordenador y le enseñé a utilizarlos. Un error. Ahora, siempre anda con preguntas. Cada uno de estos fax es una consulta sobre el ordenador. —Lucy pasó las hojas con cara de fastidio.
Yo también estaba de uñas con Dorothy, su madre. Era mi hermana, mi única hermana, y no era capaz de molestarse siquiera en desear feliz Año Nuevo a su única hija.
—Éstos los ha enviado hoy —continuó Lucy—. Es un día de fiesta y está escribiendo otro de esos ridículos libros para niños.
—Seamos justas —le dije—. Sus libros no son ridículos.
—Sí, claro. No sé de dónde sacará sus historias, pero desde luego no será del sitio donde yo crecí.
—Ojalá no estuvierais peleadas. —Era el mismo comentario que le había estado haciendo a Lucy toda la vida—. Algún día tendrás que hacer las paces con tu madre, sobre todo cuando muera.
—Tú siempre piensas en la muerte.
—Porque la conozco y es la cara opuesta de la vida. No puedes pasar por alto que existe, como no puedes pasar por alto que hay noche. Tendrás que entenderte con Dorothy.
—No, imposible. —Lucy dio media vuelta a la silla giratoria de cuero del despacho, se sentó en ella y me miró cara a cara—. No tiene sentido intentarlo. No entiende absolutamente nada de mí y nunca lo ha entendido.
En eso probablemente tenía razón.
—Si quieres, utiliza mi ordenador —le ofrecí.
—Sólo me llevará un minuto.
—Pete nos recogerá hacia las cuatro.
—No sabía que se hubiese marchado.
—Estará fuera un rato.
Cuando entré en el dormitorio y empecé a deshacer paquetes, Lucy ya estaba tecleando. Necesitaba un coche y me pregunté si debía alquilar uno; también necesitaba cambiarme de ropa pero no sabía qué ponerme. Me molestó que la idea de ver a Wesley todavía me hiciese dudar de qué ponerme, y a medida que pasaban los minutos empecé a sentir auténtico temor a verlo.
Marino pasó a recogernos a la hora prevista. En alguna parte había encontrado una estación de servicio abierta y había llenado el depósito. Nos dirigimos al este por Monument Avenue hasta el barrio conocido como el Abanico, en cuyas calles históricas se sucedían las magníficas mansiones y las viejas casonas ocupadas por universitarios. Al llegar a la estatua de Robert E. Lee tomó hacia Grace Street, donde Ted Eddings tenía su casa en un dúplex blanco de estilo español en cuya fachada pendía una bandera de Santa Claus sobre el porche de madera. Una cinta de color amarillo subido, tendida de poste a poste, delimitaba la zona reservada a la acción policial en una morbosa parodia de los lazos de Pascua. En la cinta, una leyenda en letras negras advertía a los curiosos que no pasaran de allí.
—Dadas las circunstancias, no quería que entrara nadie y no sabía quién más podía tener llave —explicó Marino mientras abría la puerta de la casa—. Y lo que menos necesito es a un casero entremetido que decida hacer inventario del ajuar precisamente ahora.
No vi el menor rastro de Wesley. Cuando ya empezaba a pensar que no se presentaría, oí el ronco rugido de su BMW gris. Aparcó a un lado de la calle y observé cómo se recogía la antena de la radio al parar el motor.
—Si quieres entrar, doctora, yo lo esperaré —me dijo Marino.
—Tengo que hablar con él. —Lucy desanduvo sus pasos y bajó los escalones mientras yo me ponía unos guantes de algodón.
—Estaré dentro —dije yo, como si Wesley fuera un completo desconocido.
Entré en el vestíbulo del piso de Eddings y su presencia me abrumó al instante en cualquier sitio donde mirara. Percibí su personalidad meticulosa en el mobiliario minimalista, las alfombras indias y los suelos pulimentados, y aprecié su calidez en las soleadas paredes amarillas en las que colgaban atrevidos grabados. El polvo formaba una fina capa que aparecía alterada allí donde la policía había abierto recientemente armarios y cajones. Begonias, ficus, filodendros y ciclámenes daban la impresión de estar de luto por la pérdida de su dueño, y busqué una regadera.
Di con una en el cuarto de la lavadora, la llené y empecé a atender las plantas porque no había razón para dejarlas morir. No oí entrar a B en ton Wesley.
—¿Kay? —Su voz sonó serena a mi espalda.
Me volví, y Benton captó en mis ojos una pesadumbre que no me inspiraba él. Se quedó mirando cómo echaba agua en una maceta.
—¿Qué haces?
—Lo que ves, ni más ni menos.
Benton guardó silencio, con su mirada fija en la mía.
—Yo lo conocía. Conocía a Ted —murmuré—. No muy íntimamente, pero era popular entre mi personal. Me entrevistó muchas veces y yo lo respetaba… En fin… —Mi cabeza empezó a divagar.
Wesley estaba delgado, lo que marcaba aún más sus facciones, y ya tenía el pelo completamente blanco aunque no era mucho mayor que yo. Parecía cansado, pero toda la gente que conocía tenía el mismo aspecto. Sin embargo no parecía que acabara de separarse. No se le veía desgraciado de estar lejos de su mujer o de mí.
—Pete me ha contado lo de los coches —dijo.
—Es bastante increíble —asentí mientras seguía regando.
—Y lo del detective…, ¿cómo se llama? ¿Roche? De todos modos tengo que hablar con su jefe. Por teléfono mantendremos los buenos modales, aunque cuando cuelgue voy a actuar.
—No es preciso que hagas nada.
—No tengo ningún inconveniente en ello.
—Preferiría que no lo hicieras.
—Está bien. —Levantó las manos en un leve gesto de rendición y miró a su alrededor—. Eddings tenía dinero y estaba mucho tiempo fuera —dijo.
—Pues alguien se ocupaba de sus plantas —indiqué.
—¿Con qué frecuencia? —Benton contempló las macetas.
—Las plantas sin flores, una vez a la semana por lo menos; las demás cada dos días, según el calor que haga aquí dentro.
—¿Eso quiere decir que hace una semana que éstas no se riegan?
—Una semana o más —asentí.
Lucy y Marino acababan de entrar en el dúplex y se acercaban por el pasillo.
—Quiero mirar en la cocina —añadí mientras dejaba la regadera.
—Buena idea.
La cocina, pequeña, daba la impresión de que no había sido renovada desde los años sesenta. En las alacenas encontré cazuelas viejas y decenas de productos enlatados: atún, sopas y galletas de aperitivo.
En cuanto al frigorífico, la mayor parte de lo que Eddings guardaba en él eran latas de cerveza, pero lo que me llamó la atención fue una solitaria botella de champán Luis Roederer Cristal con un gran lazo rojo.
—¿Has encontrado algo? —Wesley miraba debajo del fregadero.
—Quizá —respondí, asomada todavía al frigorífico—. Esto puede costar ciento cincuenta dólares en un restaurante, quizá ciento veinte si lo compras en la tienda.
—¿Sabemos cuánto ganaba el muerto?
—No, pero sospecho que no era una fortuna.
—Ahí abajo tiene un montón de cremas de limpiar zapatos, gamuzas y poco más —anunció Wesley mientras se incorporaba.
Cogí la botella y miré la etiqueta con el precio.
—Ciento treinta dólares, y no la compró por aquí. Que yo sepa, en Richmond no hay ninguna tienda de licores que se llame The Wine Merchant.
—Tal vez sea un regalo. Eso explicaría el lazo.
—¿Qué me dices de Washington?
—No sé —dijo Wesley—. Últimamente, no compro mucho vino en la capital.
Cerré la puerta del frigorífico, complacida en mi interior porque él y yo sí habíamos disfrutado de buenos vinos. Tiempo atrás nos gustaba salir de compras, elegir una botella y tomarla juntos, acurrucados en el sofá o en la cama.
—Eddings no iba mucho de compras —señalé—. No veo señales de que comiera en casa.
—Yo diría más: parece como si apenas viniera por aquí.
Cuando Benton pasó cerca de mí, noté su proximidad y me resultó casi insoportable. Su colonia, siempre sutil, tenía notas de canela y madera y cada vez que me llegaba aquel aroma en alguna parte, me sentía tan embriagada como en aquel momento. Se volvió a mirarme desde el hueco de la puerta de la cocina.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó con un tono de voz que sólo utilizaba conmigo.
—No. Todo esto es bastante horrible.
Cerré la puerta de una alacena con demasiada fuerza. Benton salió al pasillo.
—Bien, tenemos que inspeccionar a fondo su situación económica para ver de dónde sacaba dinero para comer fuera y para comprar champán del caro.
Los papeles estaban en el despacho y la policía no los había revisado todavía porque oficialmente no había habido ningún crimen. Pese a mis sospechas sobre la causa de la muerte de Eddings y de los extraños sucesos que la envolvían, hasta aquel momento no había técnicamente caso de homicidio.
—¿Alguien ha entrado en su ordenador? —preguntó Lucy y señaló la máquina 486 del escritorio.
—No —dijo Marino mientras miraba las carpetas de un archivo metálico de color verde—. Uno de los agentes ha dicho que el acceso está bloqueado.
Lucy tocó el ratón y en la pantalla apareció una ventana para la contraseña.
—Muy bien —dijo entonces—. Tiene una contraseña, pero eso no es nada raro. Lo que resulta un poco más extraño es que no tenga disquete en la disquetera externa. Pete, ¿tus hombres encontraron algún disquete aquí?
—Sí, hay una caja llena por ahí. —Marino señaló una estantería repleta de libros de historias de la Guerra de Secesión y de tomos de enciclopedias con una recargada encuadernación en piel.
Lucy bajó la caja y la abrió.
—No. Son los disquetes de instalación de WordPerfect. —Lucy nos miró—. Sólo digo que lo normal es sacar una copia de segundad del trabajo que uno está haciendo. Eso en el caso de que estuviera trabajando en algo aquí, en su casa.
Nadie sabía si era así. Lo único que sabíamos era que Eddings trabajaba en la oficina de AP en el centro, en Fourth Street. No teníamos ninguna razón que explicara qué hacía en casa hasta que Lucy reinició el ordenador, y en un alarde de magia logró entrar en los archivos de programa. Desactivó el salvapantallas y empezó a buscar en los directorios de WordPerfect, todos los cuales estaban vacíos. Eddings no conservaba un solo archivo.
—¡Mierda! —masculló Lucy—. Esto sí que es extraño, a menos que no haya utilizado nunca este aparato.
—Eso es imposible —intervine—. Aunque trabajara en el centro, debía de tener un despacho en casa para algo…
Lucy volvió a teclear unas órdenes mientras Marino y Wesley inspeccionaban diversos registros financieros que Eddings había dejado ordenados en una cesta, dentro de un cajón del archivador.
—Espero que no borrara también la lista de subdirectorios —comentó mi sobrina, que ya había entrado en el sistema operativo—. Eso no podría recuperarlo sin una copia de seguridad, y parece que no hay ninguna.
Observé cómo tecleaba undelete*.* y pulsaba la tecla de retorno. Como por ensalmo apareció un archivo llamado matadrog.vie y, después de dar la orden de recuperarlo, apareció otro.
Cuando Lucy terminó, había recuperado veintiséis archivos ante nuestras asombradas miradas.
—Es lo que tiene de bueno el DOS6 —fue su escueto comentario mientras empezaba a imprimir.
—¿Se puede averiguar cuándo los borró? —le preguntó Wesley.
—La fecha y hora es la misma en todos los archivos —respondió Lucy—. ¡Maldita sea! Treinta y uno de diciembre, entre la una cero uno y la una treinta y cinco de la madrugada. Yo diría que a esa hora ya estaba muerto.
—Depende de a qué hora fue a Chesapeake —apunté—. La barca no fue descubierta hasta las seis.
—Por cierto, el reloj del ordenador funciona correctamente, así que esas horas deben ser buenas —añadió mi sobrina.
—Y borrar todos esos archivos llevaría más de media hora, ¿verdad? —le pregunté.
—No. Se puede hacer en pocos minutos.
—Pues entonces a lo mejor alguien los leía mientras los iba borrando.
—Eso hace mucha gente. Necesitamos más papel para la impresora. Espera, lo cogeré de la máquina de fax.
—Por cierto —apunté—, ¿podemos ver alguno de sus reportajes para el periódico?
—Claro.
Lo que obtuvo Lucy fue una lista de diagnósticos de fax incomprensibles y de números de teléfono que tenía intención de comprobar más tarde. Por lo menos teníamos la certeza de que alguien había entrado en su ordenador y había borrado todos los archivos hacia la hora en que Eddings había muerto. Y el que lo había hecho no era un gran experto —continuó explicando Lucy—, porque un conocedor de la informática habría eliminado también el subdirectorio raíz y con ello habría inutilizado el comando de recuperar archivos borrados.
—Esto no tiene sentido —declaré—. Un escritor seguro que saca una copia de seguridad de su trabajo, y es evidente que Eddings era cualquier cosa menos descuidado. ¿Qué me dices del armero? —pregunté a Marino—. ¿Has encontrado algún disquete en él?
—No.
—Eso no significa que no entrara alguien en el ordenador… y en la casa-señalé.
—En tal caso ese alguien conocía la combinación del armero y el código del sistema de alarma antirrobo.
—¿Son los mismos?
—Sí —respondió Marino—. Utiliza su fecha de nacimiento para todo.
—¿Y cómo lo has descubierto?
—Por su madre —explicó.
—¿Qué me dices de las llaves? —continué—. No llevaba encima ninguna pero debería tener la de su todo terreno por lo menos.
—Roche dijo que no había ninguna —insistió Marino—. Para mí, ése es otro detalle extraño.
Wesley observaba las páginas de los archivos recuperados que salían de la impresora.
—Es una serie de relatos periodísticos, creo —comentó.
—¿Publicados? —pregunté.
—Tal vez algunos, porque parecen bastante viejos. La avioneta que se estrelló contra la Casa Blanca, por ejemplo. Y el suicidio de Vince Foster.
—Puede que Eddings sólo estuviera limpiando la casa —apuntó Lucy.
—Veamos esto. —Marino estaba repasando un extracto bancario—. El diez de diciembre hubo un ingreso de tres mil dólares en su cuenta. —Abrió otro sobre y miró el contenido—. Lo mismo en noviembre.
Encontramos idénticos extractos correspondientes al mes de octubre y a todos los anteriores del año. A juzgar por otras informaciones que hallamos, quedaba claro que Eddings necesitaba un complemento de sus ingresos. La hipoteca le costaba mil dólares al mes, y los cargos de las tarjetas de crédito ascendían a veces a otro tanto, y en cambio su sueldo anual apenas llegaba a los cuarenta y cinco mil dólares.
—¡Joder! Con todos esos ingresos extra se sacaba casi ochenta mil al año —dijo Marino—. ¡No está mal!
Wesley dejó la impresora, se acercó a mí y me puso una hoja en la mano.
—La esquela mortuoria de Dwain Shapiro —dijo—. Del Washington Post. Dieciséis de octubre del año pasado.
El artículo, muy breve, sólo informaba de que Shapiro había sido mecánico de un concesionario Ford en Washington, D.C., y que había muerto de un tiro en un intento de robo cuando volvía a casa de un bar, ya de madrugada. Ningún pariente suyo vivía cerca de Virginia y no había ninguna mención a los Nuevos Sionistas.
—Esto no lo escribió Eddings —señalé—. Es de algún reportero del Post.
—Entonces, ¿de dónde sacó el Libro? —preguntó Marino—. ¿Y por qué coño lo tenía debajo de la cama?
—Quizá lo estaba leyendo —me limité a responder—, y a lo mejor no quería que nadie lo viera. La asistenta, por ejemplo.
—Aquí hay unas notas. —Lucy estaba enfrascada en la pantalla del monitor, abriendo un archivo tras otro y pulsando el comando de imprimir—. ¡Por fin llegamos a lo bueno! —Conforme pasaba el texto y la impresora traqueteaba, Lucy se iba poniendo más impaciente. De pronto dejó lo que estaba haciendo y se volvió hacia Wesley—. ¡Qué fuerte! Aquí tiene todo este material sobre Corea del Norte mezclado con información sobre Joel Hand y los neosionistas.
—¿Qué es eso de Corea del Norte?
Benton se puso a leer las hojas mientras Marino examinaba otro cajón.
—Lo del problema que tuvo nuestro gobierno con el suyo hace unos años, cuando los norcoreanos intentaban conseguir plutonio, con fines militares, de sus centrales eléctricas nucleares.
—Según parece, Hand está muy interesado en la fusión, la energía y esas cosas —apunté—. Hay alusiones a ellas en el Libro.
—Bien —comentó Wesley—, entonces puede que todo esto sea un perfil a fondo de ese tipo. O mejor dicho, la materia prima para un gran reportaje sobre él.
—¿Y por qué iba Eddings a borrar el archivo de un gran artículo que aún no había terminado? —pregunté—. ¿No es una casualidad además que lo hiciera la noche de su muerte?
—Eso tendría sentido para alguien que se propusiera suicidarse —dijo Wesley—. Y en realidad no estamos seguros de que no fuera eso lo que hizo.
—Exacto —asintió mi sobrina—. Borra todo su trabajo para que una vez desaparecido nadie pueda ver nada que él no quiera que vean, y después escenifica su muerte para que parezca un accidente. Quizá para él fuera muy importante que la gente no pensara que se había suicidado.
—Es una buena posibilidad —concedió Wesley—. Quizás andaba metido en algo de lo que no podía salir, lo cual explicaría el dinero que se ingresaba en su cuenta bancaria cada mes. O quizá padecía depresiones y le afectaba alguna profunda crisis personal de la que no sabemos nada.
Yo apunté otra cosa:
—Puede que fuera otro quien borró los archivos. Quizá viniera alguien cuando Eddings ya estaba muerto, manipulara el ordenador y se llevara las copias de seguridad y las impresas.
—En tal caso, quien lo hizo tenía una llave y conocía los códigos y combinaciones. Sabía que Eddings no estaba en casa y que no iba a estar.
Benton levantó la vista hacia mí.
—Sí —murmuré.
—Esto es muy complicado.
—Todo el caso lo es —respondí—, pero puedo asegurarte que si Eddings fue envenenado con gas de cianuro mientras estaba sumergido, no pudo hacerlo él mismo. También querría saber por qué tenía tantas armas, y por qué la que llevaba en la barca tenía un acabado Birdsong e iba cargada con balas KTW.
Wesley me miró de nuevo y su flema me golpeó con fuerza.
—Desde luego, sus tendencias supervivencialistas se podrían considerar un buen indicador de inestabilidad —apuntó.
—O de temor a morir asesinado —repliqué.
Entramos en la sala donde estaban las armas. Las metralletas se encontraban en un armero en la pared, y en la caja fuerte Browning que la policía había abierto por la mañana había pistolas, revólveres y munición. Ted Eddings había equipado una pequeña alcoba con una prensa de árbol, una báscula digital, una recortadora de vainas, troqueles para recarga y todo lo necesario para asegurarse el suministro de cartuchos. Las vainas de cobre y los fulminantes estaban guardados en un cajón. La pólvora se encontraba en un viejo envase militar, y al parecer era un gran amante de las miras telescópicas y de los visores de láser.
—Para mí, esto demuestra que no estaba bien de la cabeza. —Era Lucy quien hablaba, agachada ante la caja fuerte, mientras abría fundas de armas de plástico duro—. Yo diría que todo esto indica una paranoia más que regular. Es como si pensara que se le venía encima todo un ejército.
—La paranoia es sana si realmente hay alguien detrás de uno —apunté.
—Yo también empiezo a pensar que el tipo estaba chiflado —intervino Marino.
No presté atención a sus teorías.
—En el depósito olía a cianuro —les recordé. Se me estaba agotando la paciencia—. Y no se gaseó a sí mismo antes de lanzarse al río. Si lo hubiera hecho, habría muerto antes de llegar al agua.
—Sólo lo notaste tú —apuntó Wesley con cierto sarcasmo—. Los demás no notaron nada y aún no tenemos los resultados toxicológicos.
—¿Qué quieres decir, que se ahogó solo? —Lo miré fijamente.
—No lo sé.
—No he visto nada que indicara tal posibilidad —insistí.
—¿Siempre ves indicios, en los casos de ahogamiento? —preguntó en tono razonable—. Creía que las muertes por inmersión tienen una dificultad considerable y que por eso suele llamarse a expertos del sur de Florida para que colaboren en esclarecerlas.
—Yo empecé mi carrera en el sur de Florida y estoy considerada una experta en ahogados —apunté con sequedad.
Continuamos la discusión en la acera, junto a su coche, porque quería que me llevara a casa para poder terminar nuestra pelea. La luna era difusa, la farola más cercana estaba a una manzana de distancia y apenas nos veíamos.
—Por el amor de Dios, Kay, no quería decir que no sepas lo que haces —me dijo.
—¡Claro que querías decirlo! —Me encontraba junto a la puerta del conductor, como si el coche fuera mío y estuviese a punto de marcharme en él—. Estás criticándome. Te portas como un asno.
—Estamos investigando una muerte —insistió con su tono juicioso y sereno—. Éste no es momento ni lugar para que te tomes esto como algo personal.
—Deja que te explique una cosa, Benton: las personas no son máquinas. La gente se toma las cosas como algo personal.
—Y a eso se reduce toda esta discusión. —Se situó a mi lado y abrió la puerta—. Te tomas las cosas así porque soy yo. No creo que haya sido una buena idea. —Se abrieron las cerraduras—. Quizá no debería haber venido. —Se deslizó al asiento del conductor—. Pero me parecía que era importante. Quería hacer lo debido y pensaba que tú también.
Di la vuelta al coche, entré por el otro lado y me pregunté por qué Benton no me había abierto la puerta como solía hacer.
De pronto me sentí muy cansada y con ganas de llorar.
—Es importante y has hecho lo que debías —reconocí—. Un hombre ha muerto. Y yo creo no sólo que fue asesinado sino que tal vez andaba metido en algo muy gordo, que podría ser un asunto muy feo. No creo que fuera él quien borró sus propios archivos de ordenador y destruyó todas las copias de seguridad porque eso significaría que sabía que iba a morir.
—Sí, eso nos llevaría al suicidio.
—Y no es éste el caso. —Nos miramos en la oscuridad. Luego añadí—: Creo que alguien entró en la casa la madrugada de su muerte.
—Alguien a quien Eddings conocía.
—O alguien que conocía a alguien que tenía acceso a la casa. Un colega, un amigo o una amiga íntimos, u otra persona importante para él. Respecto a las llaves para entrar, no hemos encontrado las de Eddings.
—Tú crees que esto tiene que ver con los neosionistas… —Wesley empezaba a mostrarse más receptivo.
—Eso me temo. Y alguien me ha advertido que deje el asunto.
—Lo que dices comprometería a la policía de Chesapeake.
—Es posible que no a todo el departamento. Quizá sólo a Roche.
—Si lo que dices es verdad —replicó él—, ese detective es un mero peón en el asunto, una capa externa muy alejada del núcleo. Sospecho que su interés por ti es otro tema completamente aparte.
—Lo único que pretende es intimidar, meter miedo. Por eso sospecho que tiene relación con el asunto.
Wesley guardó silencio y se quedó mirando por el parabrisas. Cedí a un impulso y lo miré fijamente. Entonces él se volvió.
—Kay, ¿el doctor Mant te ha mencionado alguna vez que alguien lo había amenazado?
—A mí no, pero tampoco creo que dijera una palabra a nadie al respecto, sobre todo si estaba asustado.
—¿Asustado? ¿De qué podía estarlo? Esto es lo que más me cuesta imaginar —murmuró al tiempo que ponía el coche en marcha y se sumaba al tráfico de la calle—. Si Eddings tenía contactos con los Nuevos Sionistas, ¿qué relación podía tener todo eso con el doctor Mant? —No lo sabía y permanecí callada un rato mientras él conducía.
»¿Hay alguna posibilidad de que tu colega británico se haya largado de la ciudad, sencillamente? —preguntó Wesley cuando decidió romper el silencio—. ¿Tienes constancia de que su madre ha muerto?
Pensé en el supervisor del depósito de Tidewater, que se había despedido antes de Navidad sin motivo y sin previo aviso. De pronto, inmediatamente después, se había marchado Mant.
—Sólo sé lo que él me dijo —respondí—, pero no tengo motivos para pensar que me engañara.
—¿Cuándo vuelve tu otra ayudante jefe, la que está de permiso por maternidad?
—Acaba de tener el niño.
—Bueno, eso sí que sería un poco difícil de fingir —comentó.
Estábamos entrando en Malvern y la lluvia era una rociada de minúsculos alfileres contra el cristal. Dentro de mí amenazaban con rebosar unas palabras que no podía pronunciar, y cuando doblamos por Cary Street empecé a sentirme desesperada. Quería decirle a Benton que habíamos tomado la decisión acertada, pero que poner fin a una relación no borra los sentimientos. Quería preguntar por Connie, su mujer. Quería invitarlo a mi casa como había hecho en otro tiempo y preguntarle por qué ya no me llamaba nunca. Locke Lane, la vieja calleja, estaba sin luces cuando la seguimos hacia el río. Wesley conducía despacio, en primera.
—¿Vuelves a Fredericksburg esta noche? —le pregunté.
Tardó en responder.
—Connie y yo vamos a divorciarnos.
No respondí.
—Es una larga historia y probablemente será un trámite largo, engorroso y agotador —continuó él—. Gracias a Dios, los chicos ya son bastante mayores.
Bajó la ventanilla y el guarda nos franqueó el paso.
—Lo lamento mucho, Benton.
El motor del BMW resonó en mi calle, vacía y mojada.
—Bien, supongo que podrías decir que me lo tengo merecido. Connie llevaba viéndose con otro hombre durante casi todo el año y yo no tenía la menor idea. Menudo detective, ¿verdad?
—¿Quién es?
—Un contratista de Fredericksburg que ha estado haciendo reparaciones en la casa.
—¿Connie sabe lo nuestro?
Me costó mucho preguntarlo, porque Connie siempre me había caído bien y estaba segura de que me aborrecería si se enteraba.
Entramos en el camino particular de la casa y Wesley no me respondió hasta que hubo aparcado junto a la puerta principal.
—No lo sé. —Exhaló un profundo suspiro y bajó la mirada a sus manos, agarradas al volante—. Es probable que haya oído rumores, pero Connie no es mujer que preste oído a los chismes, y mucho menos que se los crea. —Hizo una pausa—. Sabe que hemos pasado mucho tiempo juntos, que hemos hecho viajes y cosas así, pero creo que está convencida de que sólo son asuntos de trabajo.
—Todo esto me hace sentir fatal.
Él no dijo nada.
—¿Todavía estás en casa?
—Ella quería marcharse —respondió—. Se ha instalado en un apartamento donde supongo que puede verse con Doug regularmente.
—¿Ese Doug es el contratista?
Benton miró por el parabrisas con una expresión tensa. Alargué la mano y acaricié con suavidad una de las suyas.
—Escucha —le dije con calma—, quiero ayudarte en todo lo que pueda, pero tienes que decirme qué puedo hacer.
Se volvió hacia mí y en sus ojos brillaron unas lágrimas que estuve segura eran por ella. Aún quería a su mujer. Yo lo entendía, pero no me gustaba verlo.
—No puedo dejar que hagas mucho —dijo con un carraspeo—. Sobre todo ahora. Y durante casi todo el año que viene. A ese tipo con el que está Connie le gusta el dinero y sabe que yo tengo un poco. De mi familia, ya sabes. No quiero perderlo todo.
—No veo cómo podrías, después de lo que ha hecho ella.
—Es complicado. Tengo que andar con cuidado. Quiero que mis hijos sigan queriéndome y respetándome. —Me miró y retiró la mano—. Ya sabes lo que siento. Por favor, procura dejar así las cosas.
—¿Sabías lo de Connie en diciembre, cuando decidimos dejar lo nuestro…?
No me dejó terminar.
—Sí, lo sabía.
—Ya —murmuré con voz tensa—. Ojalá me lo hubieras dicho. Habría facilitado las cosas.
—No creo que nada las hubiera hecho más fácil.
—Buenas noches, Benton.
Bajé del coche y no me volví a mirar cómo se marchaba.
Dentro, Lucy había puesto un disco de Melissa Etheridge y me alegré de que mi sobrina estuviera allí y de que hubiera música en la casa. Me obligué a no pensar más en Benton, como si pudiera cambiar de habitación mental y dejarlo fuera de ella.
Lucy estaba en la cocina. Me quité el abrigo y dejé el billetero sobre la mesa.
—¿Todo en orden? —Lucy cerró la puerta del frigorífico con el hombro y llevó unos huevos al fregadero.
—En realidad todo está bastante jodido —murmuré.
—Lo que necesitas es comer algo y da la casualidad de que estoy cocinando.
—Lucy —me apoyé en la mesa—, si alguien intenta hacer pasar la muerte de Eddings como un accidente o como un suicidio, empiezo a entender qué sentido tendrían las amenazas posteriores o esa intriga en relación con mi despacho en Norfolk. Pero aun así, ¿por qué habría de recibir amenazas, en el pasado, ningún miembro de mi personal? Tú tienes buenas dotes deductivas. ¿A ti qué te parece?
Mi sobrina estaba batiendo claras de huevo en un cuenco mientras descongelaba un panecillo en el microondas. Su dieta sin grasas resultaba deprimente y no entendía cómo era capaz de mantenerla.
—No tienes constancia de que nadie recibiera esas amenazas —se limitó a responder sin alterarse.
—Ya sé que no tengo constancia de eso, al menos de momento. —Mientras empezaba a preparar un café vienes, continué—: Pero sólo intento encontrar un poco de lógica al asunto. Busco un motivo y sigo con las manos vacías. Oye, Lucy, ¿por qué no pones un poco de cebolla, perejil y pimienta molida? Y un pellizco de sal.
—¿Quieres que te prepare un plato? —me preguntó mientras seguía batiendo las claras.
—No tengo mucha hambre. Quizá me tome una sopa más tarde.
Lucy me miró a los ojos.
—De modo que todo está jodido, ¿eh?
Sabía que mi sobrina se refería a Wesley, pero enseguida le dejé ver que no estaba dispuesta a hablar de él.
—La madre de Eddings vive cerca de aquí —apunté—. Creo que deberíamos hablar con ella.
—¿Esta noche, en el último minuto? —El batidor golpeaba con un ligero repiqueteo los costados del cuenco.
—Cabe la posibilidad de que la mujer quiera hablar esta noche, en el último minuto —asentí—. Le han comunicado que su hijo ha muerto, pero no le han dicho mucho más.
—Sí —murmuró Lucy—. Feliz Año Nuevo.