4

Abrí de par en par la puerta de la cocina que conducía al porche y casi me di de bruces con Marino.

—¿Qué coño…? —exclamó detrás de una carga de leña.

—Hay un tipo merodeando —le dije con urgencia contenida.

La leña se desparramó por el suelo con un sonoro estruendo y Pete salió de nuevo al patio a toda prisa, empuñando su pistola. Lucy había sacado la suya y también estaba fuera. Entre los tres, hubiéramos podido hacer frente a una algarada.

—Comprobad los alrededores de la casa —ordenó Marino—. Yo inspeccionaré el patio.

Volví a la casa en busca de linternas y después Lucy y yo rodeamos la vivienda. Aguzamos el oído y la vista, pero sólo captamos el crujido de la nieve bajo nuestros zapatos y las huellas que íbamos dejando a nuestro paso. Cuando reaparecimos entre las densas sombras junto al porche, oí cómo Marino desamartillaba su arma.

—Hay huellas junto al muro del fondo —explicó. Su aliento era una nube blanca—. Es muy extraño. Las pisadas conducen a la playa y desaparecen junto al agua. —Miró a su alrededor y preguntó—: ¿No podría ser que alguno de tus vecinos saliera a estirar las piernas?

—No conozco a los vecinos de Mant —respondí—, pero no deberían pasar por su patio. ¿Y quién en su sano juicio saldría a pasear por la playa con este tiempo?

—¿Y las huellas del patio? ¿Hasta dónde van? —preguntó Lucy.

—Según parece, saltó el muro y penetró un par de metros en la propiedad antes de marcharse —contestó Marino.

Pensé en Lucy, de pie ante la ventana y perfectamente iluminada por detrás por las lámparas y el fuego. Tal vez el merodeador la había visto y se había asustado.

Después se me ocurrió otra cosa:

—¿Cómo sabemos que el merodeador era un hombre?

—Si no lo era, sentiría pena por una mujer con unos pies como los suyos —dijo Marino—. Las huellas de su calzado miden lo mismo que las del mío.

—¿Zapatos o botas? —pregunté mientras me encaminaba hacia la pared.

—No lo sé. La suela tiene una especie de rayado con líneas que se entrecruzan —explicó mientras seguía mis pasos.

Las huellas que encontré me dieron más motivo de alarma. No eran las de una típica bota o las del calzado deportivo.

—Dios mío —dije—, creo que el intruso llevaba botas de buceo o algo en forma de mocasín muy parecido al calzado para submarinismo. Mirad.

Señalé el dibujo a Lucy y Marino, que se habían agachado a mi lado, e iluminé oblicuamente las marcas con la linterna.

—No hay arco —indicó Lucy—. En efecto, yo también diría que son huellas de botas de buceo o de zapatos de agua, pero es muy raro.

Me asomé por encima del muro y contemplé las aguas oscuras y agitadas. Resultaba inconcebible que alguien hubiera llegado por el mar.

—¿Puedes sacar fotos de las huellas? —pregunté a Marino.

—Claro, aunque no tengo nada para sacar moldes.

Volvimos a la casa. Pete recogió la leña y la llevó al salón mientras Lucy y yo centrábamos nuevamente nuestra atención en la cena, de la que ya no estaba muy segura de poder disfrutar debido a lo tensa que me sentía. Me serví otra copa de vino e intenté considerar la aparición del merodeador como una mera coincidencia, una peregrinación inocente de algún amante de los paseos bajo la nieve, o tal vez de las inmersiones nocturnas.

Pero como no se trataba de eso, conservé la pistola a mano y eché frecuentes miradas por la ventana. Cuando introduje la lasaña en el horno, mi ánimo estaba cargado de malos presagios. Encontré el queso parmesano en el frigorífico y esparcí una capa sobre la fuente, que puse a gratinar. Mientras se doraba, repartí unos higos y unas tajadas de melón en platos y añadí bastante jamón en el que sería para Marino. Lucy preparó una ensalada y nos pusimos a trabajar en silencio durante un rato.

Cuando por fin abrió la boca, no estaba muy contenta.

—Tú andas metida en algo, tía Kay, es evidente. ¿Por qué te sucede siempre a ti? Estás aquí, sola en mitad de la nada, sin alarma contra ladrones y con unas cerraduras de pacotilla.

—¿Has puesto el champán a enfriar? —la interrumpí—. Pronto va ser medianoche. La lasaña sólo tardará diez minutos, quince como máximo, a menos que el horno del doctor Mant funcione como todo lo demás de la casa. En tal caso tendremos que esperar hasta el año que viene por esta fecha. Nunca he entendido a la gente que hornea la lasaña durante horas. ¡Luego se sorprenden de que todo esté tan correoso!

Lucy me miraba, con un cuchillo apoyado en el borde del cuenco de la ensalada. Había cortado apio y zanahorias para toda una banda de música.

—Un día te haré una auténtica lasagna coi carciofi. Lleva alcachofas, pero se pone besamel en lugar de salsa de tomate…

—Tía Kay —me interrumpió, impaciente—, cuando te pones así te detesto. Y no permitiré que lo hagas. En este momento la lasaña me tiene sin cuidado. Lo que me importa es que esta mañana has recibido una llamada extraña. Luego ha habido una muerte nada común y la gente de la escena del suceso te ha tratado de forma sospechosa. Y ahora aparece un tipo merodeando, a lo mejor vestido con un traje de buceo. ¡Joder, esto es demasiado!

—No es probable que vuelva el intruso, sea quien sea, a menos que quiera enfrentarse con los tres.

—Tía Kay, no puedes quedarte aquí-insistió Lucy.

—Tengo que cubrir el distrito del doctor Mant y no puedo hacerlo desde Richmond —respondí mientras echaba una nueva mirada por la ventana situada sobre el fregadero—. ¿Dónde está Marino? ¿Todavía anda ahí fuera haciendo fotos?

—Ya hace rato que ha entrado.

La frustración de Lucy era tan palpable como una tormenta a punto de estallar. Me dirigí al salón y encontré a Pete dormido en el sofá. El fuego de la chimenea se había reavivado. Volví los ojos hacia la ventana por la que miraba Lucy cuando vio al intruso y me acerqué a ella. Tras el frío cristal, el patio nevado resplandecía débilmente como una luna pálida, salpicado de nuestras pisadas, sombras elípticas como marcas de viruelas. La pared de ladrillo estaba oscura y no alcancé a ver nada más allá, donde la arena áspera se encontraba con el mar.

—Lucy tiene razón —dijo a mi espalda Marino con voz soñolienta.

Me volví.

—Creía que estabas dormido.

—Lo veo y lo oigo todo, aunque esté transpuesto —respondió. No pude evitar una sonrisa.

—Lárgate de aquí. —Se incorporó trabajosamente hasta quedar sentado—. Yo no me quedaría bajo ningún concepto en esta casucha en mitad de la nada. Si sucede algo, nadie oirá tus gritos. —Me miró a los ojos y añadió—: Cuando alguien dé contigo, tu cuerpo ya estará deshidratado por congelación. Eso en el caso de que un huracán no te haya arrojado antes al mar.

—Ya basta.

Pete recuperó su pistola de la mesilla auxiliar, se puso en pie y guardó el arma en la parte de atrás de los pantalones.

—Puedes hacer que otro de tus médicos venga aquí y se ocupe de Tidewater.

—Soy la única sin familia. Para mí es más fácil desplazarme, sobre todo en esta época del año.

—¡Bobadas! No tienes que disculparte por estar divorciada y no tener hijos.

—¡No me estoy disculpando!

—Y tampoco hablamos de pedirle a alguien que se traslade de ciudad durante medio año. Además eres la jefa, coño. Deberías haber enviado a un subalterno, con familia o sin ella. ¡Y tú deberías estar en tu casa!

—En realidad no había previsto que resultara tan incómodo venir aquí —tuve que reconocer—. Hay gente que paga mucho dinero para alojarse en una casa rural junto al mar.

Marino se desperezó.

—¿Tienes por aquí algo norteamericano para beber?

—Leche.

—Pensaba más bien en unas cervezas Miller.

—Me gustaría saber por qué has llamado a Benton. Personalmente opino que es demasiado pronto para alertar al FBI.

—Y yo personalmente opino que no estás en situación de ser objetiva con él.

—No me provoques —le previne—. Es demasiado tarde y estoy demasiado cansada.

—Soy sincero contigo, simplemente. —Con un golpe enérgico hizo saltar un Marlboro del paquete y lo sujetó entre los labios—. Y Benton vendrá a Richmond, de eso no tengo ninguna duda. Su mujer y él no han ido a ninguna parte estas vacaciones y supongo que a estas alturas ya está a punto para un corto desplazamiento de trabajo. Y éste le va a venir de perlas.

No fui capaz de sostener su mirada, y me irritó que él supiera por qué.

—Además —prosiguió—, de momento no es Chesapeake quien le pide nada al FBI. Soy yo, y tengo derecho a hacerlo. Por si lo has olvidado, soy comandante de la zona donde Eddings tenía su apartamento. Por lo que a mí concierne, en este momento ésta es una investigación multijurisdiccional.

—El caso corresponde a Chesapeake, no a Richmond —sostuve—. El cuerpo se ha encontrado en Chesapeake. No puedes intervenir en la jurisdicción de otros y lo sabes muy bien. No puedes invitar al FBI en nombre de ellos.

—Mira —insistió él—, después de registrar el apartamento de Eddings y descubrir…

—¿Pero qué es lo que has encontrado? —lo interrumpí—.

No haces más que referirte a lo que has descubierto. ¿Hablas del arsenal de armas?

—Me refiero a mucho más que eso. Me refiero a algo mucho peor. Todavía no hemos llegado a esa parte. —Me miró a los ojos y apartó el cigarrillo de sus labios—. Lo fundamental es que hay una razón para que Richmond se interese por el caso, así que considérate invitada.

—Me temo que he quedado invitada desde el momento en que Eddings ha muerto en Virginia.

—No creo que esta mañana te hayas sentido muy bien acogida en el varadero.

No dije nada porque Pete tenía razón.

—Y tal vez esta noche has tenido un huésped en tu residencia para que termines de darte cuenta de lo bien recibida que eres en este lugar —insistió—. Quiero ver al FBI en este asunto ahora mismo porque se trata de algo más que de un tipo con una batea al que has tenido que pescar en el río.

—¿Qué más has descubierto en el apartamento de Eddings?

Marino apartó la mirada. Noté su resistencia a revelarlo y no entendí el motivo.

—Primero serviré la cena y luego nos sentaremos y hablaremos —le propuse.

—Sería mejor que esperáramos a mañana para eso. —Pete miró hacia la cocina como si temiera que Lucy pudiera oírnos.

—¿Desde cuándo tienes reparos en contarme algo, Marino?

—Esto es distinto. —Se frotó el rostro con las manos y finalmente añadió—: Creo que Eddings se había enredado con los neosionistas.

La lasaña estaba soberbia porque había escurrido la mozzarella fresca en paños de cocina para que no sudara demasiado mientras se encontraba en el horno. Y la pasta estaba recién hecha, naturalmente. La había servido tierna en lugar de dorada y crujiente, y la ligera rociada de parmesano rallado al ponerla en la mesa le había dado el toque perfecto.

Marino devoró prácticamente todo el pan untado de mantequilla, cubierto de lonchas de jamón curado y salsa de tomate, mientras Lucy se dedicaba a picotear en la reducida ración que tenía en el plato.

La nevada se había hecho más intensa y, mientras Marino nos hablaba de la Biblia neosionista que había encontrado en casa de Eddings, llegó hasta nosotros el sonido de los fuegos artificiales de Sandbridge.

Eché la silla hacia atrás y anuncié:

—Es medianoche. Deberíamos abrir la botella de champaña. —Me sentía más perturbada de lo que había supuesto porque lo que Marino me acababa de contar era peor de lo que temía. A lo largo de los años había oído muchas cosas sobre Joel Hand y sus seguidores fascistas, que se hacían llamar los Nuevos Sionistas. Se proponían instaurar un orden nuevo y crear una tierra ideal. Yo siempre había temido que siguieran quietos tras las vallas de su finca privada de Virginia porque tramaban algún desastre.

—Lo que tenemos que hacer es asaltar la granja de ese cabrón —dijo Marino al tiempo que se levantaba de la mesa—. Hace mucho tiempo que deberíamos haberlo hecho.

—¿Qué motivo podría tener alguien para ello? —preguntó Lucy.

—Si me preguntas a mí, te diré que con gusanos como ése no es preciso que haya motivos concretos.

—¡Oh, buena idea! Deberías sugerirle eso a Gradecki —replicó ella en tono burlón, refiriéndose a la fiscal general.

—Escuchad, conozco a algunos tipos de Suffolk, donde vive Hand, y los vecinos dicen que allí suceden cosas muy raras.

—Los vecinos siempre piensan que en su barrio suceden cosas muy raras —respondió Lucy.

Marino sacó el champán del frigorífico mientras yo buscaba las copas.

—¿Qué cosas raras son ésas? —le pregunté.

—Barcazas que remontan el río Nansemond y descargan fardos tan grandes que tienen que utilizar grúas… Nadie sabe qué sucede en la finca, pero algunos pilotos del río han visto fogatas encendidas en el campo en plena noche, como si celebraran rituales ocultistas. La gente de por allí jura que se oyen disparos continuamente y que ha habido asesinatos en la granja.

Llevé las copas al salón. Ya recogeríamos la mesa un poco más tarde.

—Estoy al corriente de los homicidios sucedidos en este estado y no he oído mencionar nunca a los neosionistas en relación con ninguno de ellos. Ni con cualquier otro delito, ya que estamos en ello. Tampoco he oído que estuvieran interesados en el ocultismo. Sólo hacen política marginal y extremismo extravagante. Al parecer, detestan Estados Unidos y probablemente serían felices si pudieran tener su pequeño país propio donde Hand pudiera ser rey, Dios, o lo que sea para ellos.

—¿Quieres que la descorche? —Marino alzó la botella.

—El año nuevo no llega más joven —dije yo—. Veamos si me aclaro. —Me dejé caer en el sofá—. ¿Eddings tenía alguna relación con los Nuevos Sionistas?

—La única que he encontrado es esa Biblia de la que ya os he hablado —respondió Marino—. La descubrí mientras registraba su apartamento.

—¿Y eso es lo que te preocupaba que viera? —Lo miré con expresión de perplejidad.

—Esta noche, sí. Por si te interesa saberlo, me preocupa especialmente que lo vea ella —añadió, volviendo la vista hacia Lucy.

—Pete, no creas que no lo valoro pero ya no es necesario que me protejas… —intervino mi sobrina con un tono de voz muy razonable. Marino guardó silencio.

—¿Qué clase de Biblia es ésa? —le pregunté.

—No se parece a ninguna que hayas visto jamás.

—¿Satánica?

—No, no exactamente. Por lo menos no se parece a las demás que he visto, porque no trata del culto a Satán ni tiene nada del simbolismo que uno asocia con esas creencias, pero puedes estar segura de que no es el tipo de lectura que escogerías para irte a la cama.

Miró de nuevo a Lucy mientras yo le preguntaba dónde estaba el libro. No respondió. Quitó la cubierta del tapón de la botella y desenroscó el alambre. El tapón saltó ruidosamente y sirvió el champán como hacía con la cerveza, ladeando mucho las copas para que no se formara espuma.

—Lucy, ¿te importaría traerme mi maletín? Está en la cocina. —Cuando Lucy hubo salido, Marino se volvió hacia mí y bajó la voz—: No lo habría traído de haber sabido que iba a estar tu sobrina…

—Es una mujer adulta. ¡Es una agente del FBI! —exclamé.

—Sí, y a veces ha estado a punto de que la maten, eso también lo sabes. No hay ninguna necesidad de que vea un material tan asqueroso como éste. Te aseguro que lo he leído por obligación y me ha resultado realmente vomitivo. He sentido que necesitaba ir a misa. ¿Cuándo me has oído decir algo parecido?

Tenía una expresión vehemente. Nunca le había oído decir nada parecido, en efecto, y me inquieté. Lucy había pasado una época muy mala que me había alarmado mucho. En otras ocasiones ya se había mostrado inestable y autodestructiva.

—No tengo derecho a sobreprotegerla —declaré, en el preciso instante en que Lucy entraba de nuevo en el salón.

—Espero que no estéis hablando de mí —dijo al tiempo que entregaba el maletín a Marino.

—Sí, hablábamos de ti —respondió él—. Creo que no deberías mirar esto.

Los cierres saltaron con un chasquido.

—El maletín es tuyo. —Cuando Lucy se volvió hacia mí tenía una mirada tranquila—. El asunto me interesa y me gustaría ayudar en la medida de lo posible. Pero si tú quieres, os dejaré solos.

La decisión fue una de las más difíciles que tuve que tomar, porque permitirle ver una prueba de la que al mismo tiempo quería protegerla fue mi reconocimiento a su valía profesional. Mientras el viento estremecía las ventanas y se arremolinaba en torno al tejado como almas en pena, le dejé espacio en el sofá.

—Puedes sentarte a mi lado, Lucy. Lo hojearemos juntas.

En realidad la Biblia de los neosionistas se titulaba El libro de Hand, porque su autor había recibido la inspiración divina, y en un arranque de modestia había puesto su nombre al libro. Estaba escrito en caligrafía renacentista sobre papel de India y encuadernado en cuero negro repujado. Tenía muchas rozaduras y manchas y llevaba el nombre de alguien que no conocía. Durante más de una hora, Lucy permaneció apoyada en mí y leímos juntas mientras Marino deambulaba de aquí para allá, traía más leña y encendía un cigarrillo tras otro con un nerviosismo tan visible como las llamas oscilantes del hogar.

Como la Biblia cristiana, gran parte del mensaje del manuscrito se transmitía en forma de parábolas, profecías y proverbios que hacían el texto ilustrativo y humano. Ésta era una de las razones de que la lectura resultara difícil. Las páginas estaban pobladas de gente e imágenes que penetraban en las capas profundas del cerebro. El Libro, como terminamos por llamarlo durante aquellas primeras horas del nuevo año, exponía con exquisito detalle maneras de matar, mutilar, intimidar, lavar el cerebro y torturar. La explícita referencia a la necesidad de pogromos, que incluía ilustraciones, me causó náuseas.

Aquella violencia me evocaba la de la Inquisición, y de hecho se explicaba que los Nuevos Sionistas estaban aquí, en la Tierra, para instaurar una especie de Nueva Inquisición.

«Estamos en una era en que los inicuos han de ser purgados de entre nosotros —había escrito Hand—. Y al hacerlo debemos ser claros y audibles como platillos. Debemos sentir una sangre débil enfriándose sobre nuestra piel desnuda mientras nos volcamos en su aniquilación. Debemos seguir al Uno a la gloria e incluso a la muerte».

Seguí hojeando aquella sarta de apelaciones desquiciadas y leí cuidadosamente varios párrafos de extrañas divagaciones acerca de la fusión y los combustibles que podían utilizarse para cambiar el equilibrio de la Tierra. Al terminar el Libro, parecía como si una terrible oscuridad nos envolviera a mí y a la casa entera. Me sentí ofendida y hastiada ante aquel recordatorio de que entre nosotros hubiera gente que pudiera pensar así.

Fue Lucy quien finalmente rompió el silencio, cuando ya llevábamos más de una hora sin abrir la boca.

—Aquí habla del Uno y de la fidelidad a él —dijo—. ¿Se refiere a una persona o a alguna clase de divinidad?

—Se refiere a Hand. Probablemente ese hijo de puta se cree el mismísimo Jesucristo —respondió Marino mientras se servía más champán. Luego se volvió hacia mí—. ¿Recuerdas aquella vez que lo vimos en el juzgado?

—Cómo no voy a recordarlo… —murmuré.

—Llegó con todo su séquito, incluido un abogado de Washington que llevaba un gran reloj de bolsillo de oro y un bastón con empuñadura de plata —explicó Marino a mi sobrina—. Hand vestía un traje de diseño, llevaba una larga melena rubia recogida en una cola de caballo y, aunque no te lo creas, a la entrada del juzgado un grupo de mujeres lo esperaba para verlo en persona, como si fuera Michael Bolton o alguien de ésos.

—¿Qué hacía en un juzgado? —Lucy se volvió hacia mí.

—Había presentado una petición de acceso a pruebas que la Fiscalía General le había denegado, de modo que había recurrido ante el juez.

—¿Y qué quería?

—Pretendía obligarme a que le entregara copias de los documentos sobre la muerte del senador Leen Cooper.

—¿Porqué?

—Según Hand, el difunto senador había sido envenenado por sus enemigos políticos. En realidad Cooper murió de una hemorragia aguda causada por un tumor cerebral. El juez no atendió la petición de Hand.

—Supongo que no le caerás muy bien a ese tipo —apuntó Lucy.

—Supongo que no. —Contemplé el Libro cerrado sobre la mesilla auxiliar y pregunté a Marino—: Ese nombre de la tapa… ¿Sabes quién es ese Dwain Shapiro?

—Lo único que hemos conseguido acerca de él en el ordenador es que vivió en la finca de los Nuevos Sionistas en Suffolk hasta el otoño pasado, cuando desertó. Un mes después murió en Maryland, cuando lo atracaron yendo en coche.

Durante unos instantes se hizo el silencio y las ventanas oscuras de la casa me parecieron grandes ojos cuadrados.

—¿Algún testigo o algún sospechoso? —pregunté por fin.

—Ninguno, que se sepa.

—¿Cómo llegó a manos de Eddings la Biblia de Shapiro? —intervino Lucy.

—Ésa es la pregunta del millón, por supuesto —respondió Marino—. Tal vez Eddings habló con él en alguna ocasión, o con sus familiares. El Libro no es una fotocopia, y al principio advierte muy claramente que no se debe permitir que el ejemplar caiga en otras manos, y que si alguien es sorprendido con el Libro de otro, ya puede irse preparando.

—Más o menos es lo que le ha sucedido a Eddings —apuntó Lucy.

—Esto no me gusta —murmuré—. No me gusta en absoluto.

No quería ver aquel libro cerca de nosotras. Me hubiera gustado arrojarlo al fuego. Lucy me miró con curiosidad.

—No estarás volviéndote supersticiosa, ¿verdad?

—Esa gente se relaciona estrechamente con el mal —respondí—. Y yo acepto que en el mundo existe el mal y que no debe tomarse a la ligera. ¿En qué lugar preciso de la casa de Eddings encontraste este maldito libro?

—Bajo la cama.

—En serio.

—Lo digo muy en serio.

—¿Y estamos seguros de que Eddings vivía solo?

—Así parece.

—¿Qué me dices de la familia?

—El padre murió. Tiene un hermano en Maine y la madre vive en Richmond. Por cierto, muy cerca de tu casa.

—¿Has hablado con ella?

—Me acerqué hasta allí, le comuniqué la mala noticia y le pregunté si podríamos hacer una inspección más completa de la casa de su hijo. La llevaremos a cabo mañana, o mejor sería decir dentro de un rato —añadió tras echar una mirada al reloj.

Lucy se puso en pie y se acercó al fuego. Posó un codo sobre la rodilla y apoyó la barbilla en el hueco de la mano. Las brasas encendidas resplandecían sobre un grueso lecho de cenizas.

—¿Cómo sabes que esta Biblia procede originalmente de los Nuevos Sionistas? —preguntó—. Me parece que lo único seguro es que era de Shapiro. ¿Y cómo podemos estar seguros de dónde la sacó él?

—Shapiro fue neosionista hasta hace tres meses, exactamente —le explicó Marino—. He oído que Hand no se muestra muy comprensivo cuando alguien desea dejar su redil. Permitidme una pregunta: ¿a cuántos ex neosionistas conocéis?

Lucy no supo qué responder, aunque desde luego no conocía a ninguno.

—Ese tipo tiene seguidores desde hace más de diez años, pero no se sabe de que uno solo lo haya dejado. ¿Cómo podemos estar seguros de que no tiene enterrados en su finca a los disidentes?

—No comprendo por qué no había oído hablar de él hasta hoy —se admiró mi sobrina.

Marino se puso en pie para repartir el champán que aún quedaba en la botella.

—Pues porque en la universidad y en el MIT no dan clases sobre ese tipo de gente —fue su respuesta.