A las tres y media, el sol se había hundido tras un velo gris y la nieve tenía varios centímetros de espesor, y también flotaba en el aire como humo. Marino y yo seguimos las pisadas de Danny por el aparcamiento pues el muchacho ya se había ido. Me sentía mal por él.
—Pete, no puedes hablarle a la gente de ese modo. Mi personal sabe mantener la discreción. Danny no ha hecho nada para que lo trates así, y no me ha gustado nada.
—Es un muchacho —replicó—. Edúcalo como es debido y se ocupará bien de ti. La cuestión es que debes tener fe en la disciplina.
—Disciplinar a mi personal no es asunto tuyo, y además nunca he tenido problemas con ese chico.
—¿No? Pues precisamente éste es un momento en que no te interesa empezar a tenerlos —respondió.
—Te agradecería mucho que no intentaras dirigir mi oficina.
Estaba cansada y de mal humor, y Lucy seguía sin coger el teléfono en casa de Mant. Marino había aparcado su coche junto al mío. Abrí la puerta y me volví hacia él.
—¿Y qué hace Lucy por Año Nuevo? —me preguntó, como si conociera mis preocupaciones.
—Esperaba que lo pasaría conmigo, pero no he tenido noticias suyas —respondí y me metí en el coche.
—La nevada viene del norte, así que habrá caído en Quantico antes que aquí. Quizás está atrapada en la carretera. Ya sabes cómo se pone la 95.
—Tiene teléfono en el coche. Además viene de Charlottesville.
—¿Cómo es eso?
—La Academia decidió enviarla de vuelta a la universidad para otro curso de graduación.
—¿En qué? ¿En ciencia avanzada de cohetes?
—Al parecer está realizando un estudio sobre realidad virtual.
—Bueno, pues entonces quizás está inmovilizada en algún lugar entre este sitio y Charlottesville.
Marino no quería que me marchara.
—Quizá me ha dejado un mensaje.
Pete echó una ojeada al aparcamiento. Estaba completamente vacío, salvo la furgoneta azul marino del depósito, cubierta de nieve. Tenía copos blancos adheridos a sus cabellos ralos, y aunque debía de notar el frío en la incipiente calva, no parecía que le importase.
—¿Y tú? ¿Tienes planes para Año Nuevo? —Puse en marcha el motor y después los limpiaparabrisas para despejar de nieve el cristal.
—Conozco un par de tipos que hablaban de una partida de póquer y una enchilada…
—Suena divertido. —Levanté la vista hacia su rostro, grueso y sonrojado, mientras él continuaba mirando a otra parte.
—Oye, doctora, he registrado el apartamento de Eddings en Richmond pero no quería hablar de ello delante de Danny. Creo que tú también vas a tener interés en registrarlo.
Marino quería hablar. No tenía ganas de juntarse con sus amigos ni de estar solo. Le apetecía estar conmigo, pero nunca lo reconocería. Después de tantos años de conocernos, sus sentimientos hacia mí seguían siendo reservados, por muy evidentes que fueran.
—No puedo competir con una partida de póquer —le dije mientras me abrochaba el cinturón de seguridad—, pero esta noche pensaba hacer lasaña y parece que Lucy no se presentará, de modo que si quieres…
—Me parece que no sería buena idea coger el coche pasada la medianoche —me interrumpió mientras la nieve se arremolinaba sobre el asfalto en pequeños torbellinos blancos.
—Tengo una habitación de invitados —añadí.
Pete echó un vistazo a su reloj y decidió que era buen momento para encender un cigarrillo.
—En realidad ni siquiera es prudente emprender viaje a esta hora —continué—. Y da la impresión de que necesitamos hablar.
—Sí, bueno, puede que tengas razón —dijo él.
Con lo que no contábamos ninguno de los dos, mientras Pete me seguía despacio camino de Sandbridge, era que al llegar a la casa veríamos humear la chimenea. El añejo Suburban verde de Lucy estaba aparcado en el camino privado, cubierto por un velo de nieve que indicaba que mi sobrina llevaba allí un buen rato.
—No lo entiendo —dije a Marino mientras cerrábamos la puerta de nuestros respectivos vehículos—. La he llamado tres veces.
—Tal vez sea mejor que me vaya… —Se quedó junto a su Ford, sin saber muy bien qué hacer.
—Qué tontería. Vamos, ya improvisaremos algo. Hay un sofá. Además, Lucy estará encantada de verte.
—¿Tienes el traje de buceo?
—En el portaequipajes.
Lo llevamos entre los dos hasta la casa de Mant, que parecía aún más pequeña y desolada con aquel tiempo. En la parte de atrás había un porche cubierto. Entramos por él y depositamos el equipo de inmersión en el suelo de madera. Lucy abrió la puerta que conducía a la cocina y nos envolvió el aroma a tomates y ajo. Al ver a Marino y el equipo de buceo, se quedó desconcertada.
—¿Qué significa eso? —preguntó.
Advertí que estaba algo irritada. Habíamos previsto pasar la velada a solas, y en nuestras complicadas vidas no teníamos muchas noches especiales como aquélla.
—Es largo de contar —le respondí, haciendo frente a su mirada.
Pasamos a la cocina, donde Lucy tenía al fuego un cazo de buen tamaño. Cerca, sobre la mesa auxiliar, había una tabla de cortar en la que posiblemente mi sobrina estaba picando pimientos y cebollas cuando llegamos. Lucy vestía un chándal del FBI y unos calcetines de esquí y tenía un aspecto de lo más saludable, aunque advertí que andaba algo mal de sueño.
—Hay una manguera en el trastero, y al lado del porche, junto a un grifo, verás un cubo de basura vacío —dije a Marino—. Si haces el favor de llenarlo, mojaremos el traje.
—Yo te ayudo —dijo Lucy.
—De eso, nada —la estreché entre mis brazos—, por lo menos hasta que hayamos hablado un minuto.
Cuando Marino estuvo fuera, tiré de ella hacia los fogones y levanté la tapa del cazo. Se elevó un aroma delicioso y me sentí feliz.
—¡Increíble! —exclamé.
—Como eran las cuatro y no habías vuelto, pensé que sería mejor hacer la salsa, o no íbamos a cenar lasaña.
—Quizá necesite un poco más de vino tinto, y es posible que un poco más de albahaca. Y un pellizco de sal. Iba a poner alcachofas en lugar de carne, aunque a Marino no le gustará demasiado. Él puede comer sólo jamón, si quiere. ¿Qué te parece?
Tapé de nuevo el cazo.
—¿Cómo es que lo has traído, tía Kay? —preguntó Lucy.
—¿Has visto mi nota?
—Claro, por eso he podido entrar. Pero lo único que decía era que habías acudido a la escena de un suceso.
—Lo siento, aunque he llamado varias veces.
—No iba a contestar al teléfono de una casa ajena —respondió—, y no me has dejado ningún mensaje.
—La cuestión es que no pensaba encontrarte aquí y por eso he invitado a Marino. No quería que Pete tuviera que volver en coche a Richmond con esta nevada.
En los penetrantes ojos verdes de Lucy hubo un destello de decepción.
—No hay problema, mientras él y yo no tengamos que dormir en la misma habitación —añadió con sequedad—, pero no entiendo qué hacía ahí, en Tidewater.
—Ya te he dicho que es largo de contar. El caso tiene relación con Richmond.
Salimos al frío porche y rociamos rápidamente las aletas, el traje normal, el isotérmico y el resto del equipo con agua dulce casi helada. Después lo llevamos todo al desván, donde nada de ello se congelaría, y lo colocamos sobre varias capas de toallas. Me di una ducha todo lo larga que permitía el calentador de agua y me pareció irreal que Lucy, Marino y yo estuviéramos juntos en aquella pequeña casita de la costa una Nochevieja pasada por nieve.
Cuando asomé del dormitorio los encontré en la cocina, bebiendo cerveza italiana y leyendo una receta para hacer pan.
—Muy bien —les dije—. Ya está. Ahora me encargo yo.
—Cuidado —dijo Lucy.
Los aparté y empecé a juntar en un cuenco grande varias cantidades de harina de alto contenido en gluten, levadura, un poco de azúcar y aceite de oliva. Encendí el horno a temperatura baja y abrí una botella de Cote Rótie para la cocinera, que se aprestaba a empezar el trabajo realmente duro. Con la cena serviría un chianti.
—¿Has mirado en la cartera de Eddings? —pregunté a Marino mientras picaba unos hongos porcini.
—¿Quién es Eddings? —dijo Lucy, sentada en la encimera con una Peroni en la mano. Los copos de nieve rasgaban la creciente oscuridad al otro lado de la ventana. Le expliqué algo más de lo sucedido durante el día y en lugar de hacer más preguntas guardó silencio mientras Marino hablaba.
—No encontré nada fuera de lo corriente. Una Mastercard, una Visa, una AMEX, información de seguros. Eso y un par de recibos. Parecen de restaurantes, pero lo comprobaremos. ¿Te importa si abro otra de éstas? —Dejó la botella vacía en el cubo de basura y abrió la puerta del frigorífico—. Veamos qué más… —Se oyó un tintineo de vidrios—. No llevaba mucho efectivo. Veintisiete pavos.
—¿Fotografías? —pregunté mientras trabajaba la masa sobre una tabla espolvoreada con harina.
—Ninguna. —Marino cerró el frigorífico—. Y no estaba casado, como ya sabes.
—Lo que no sabemos es si tenía alguna relación importante con alguien —apunté.
—Podría ser, porque desde luego hay muchísimas cosas que no sabemos. —Se volvió hacia Lucy—. ¿Sabes qué es Birdsong?
—Mi Sig tiene un acabado Birdsong —dijo ella. Se volvió hacia mí y añadió—: Y la Browning de tía Kay, también.
—Bien, pues ese tal Eddings tenía una Browning nueve milímetros igual que la de tu tía, con un acabado Birdsong de color pardo terroso. Además, la munición que llevaba estaba forrada de teflón y tenía laca roja en el fulminante. Eso significa que podía darle a alguien a través de una decena de guías telefónicas.
—¿Y qué hacía un periodista con una cosa así? —preguntó Lucy, sorprendida.
—Hay gente muy fanática de las armas y de las municiones —señalé—, aunque no sabía que Eddings lo fuera. Nunca me lo mencionó. Claro que no había ninguna necesidad de que lo hiciera…
—Jamás he visto una KTW en Richmond —intervino Marino, refiriéndose a la marca comercial de los cartuchos forrados de teflón—. Legal o no.
—¿Podría haberla comprado en una feria de armas? —pregunté.
—Tal vez. Una cosa está clara: lo más probable es que el tipo acudiera a muchas de ellas. Todavía no te he hablado de su apartamento.
Cubrí la masa con una toalla húmeda y puse el cuenco en el horno, en el nivel más bajo.
—No te contaré el recorrido completo —continuó Pete—. Sólo lo más importante, empezando por la habitación donde se dedicaba a recargar su propia munición, según parece. Quién sabe dónde habrá disparado todas esas balas, pero tenía un montón de armas para elegir, entre ellas varias pistolas más, un AK—47, un MP5 y un M16. No es lo que uno usa para perseguir alimañas, precisamente. Además estaba suscrito a varias revistas supervivencialistas como Soldier of Fortune, U.S. Cavalry Magazine y Brigade Quartermaster. Al final —Marino se interrumpió para tomar otro trago de cerveza—, descubrimos varias cintas de vídeo sobre cómo convertirse en francotirador. Ya sabes, entrenamientos de fuerzas especiales y mierda de ésa.
Revolví huevos y parmesano con requesón.
—¿Algún indicio de en qué podía andar metido? —El misterio en torno al muerto iba en aumento y me inquietaba cada vez más.
—No, pero desde luego parecía estar tras algún asunto.
—O algo andaba tras él —apunté.
—Estaba asustado. —Lucy lo dijo como si lo supiera de buena tinta—. Uno no se sumerge después de anochecer ni lleva una nueve milímetros impermeabilizada y cargada con balas que perforan blindajes si no está asustado. Es la conducta de alguien que cree tener tras él a un asesino profesional.
Fue entonces cuando les hablé de la extraña llamada de madrugada del agente Young, que al parecer no existía. Mencioné al capitán Green y describí su comportamiento.
—¿Por qué había de llamar? Eso en el caso de que fuera él quien lo hiciera. —Marino frunció el entrecejo.
—Está claro que no me quería en la escena del suceso —respondí—. Si la policía me hubiera ofrecido una buena información, quizá me habría limitado a esperar aquí a que trajeran el cuerpo, como suelo hacer.
—Me da la impresión de que querían intimidarte —dijo Lucy.
—Sí, creo que en síntesis ése era el plan.
—¿Has probado a llamar al número de teléfono que te dio ese tal Young?
—No —contesté.
—¿Dónde lo tienes?
Se lo di y marcó.
—Es el número del servicio meteorológico local —anuncio Lucy, y colgó.
Marino retiró una silla de la mesa de desayunar, cubierta con un mantel a cuadros, y se sentó a horcajadas con los brazos cruzados sobre el respaldo. Durante un rato nadie dijo nada y repasamos unos datos que se iban haciendo más raros y misteriosos por momentos.
—Escucha, doctora —Marino hizo chasquear los nudillos—, no aguanto más sin un cigarrillo. ¿Me dejarás encenderlo aquí o tengo que salir fuera?
—Fuera —dijo Lucy, señalando la puerta con un gesto enérgico del pulgar y una expresión exageradamente malhumorada.
—¿Y si caigo en un agujero oculto bajo la nieve, enanita? —protestó él.
—Ahí fuera sólo hay diez centímetros de nieve. El único agujero en el que puedes caer es el que tienes en la cabeza.
—Mañana saldremos a la playa y haremos prácticas de tiro con latas —dijo Marino—. De vez en cuando necesitas que alguien te dé una lección de humildad, agente especial Lucy.
—Tened la absoluta seguridad de que mañana no haréis prácticas de tiro en la playa —les advertí.
—Podríamos dejar a Pete que abriera la ventana y echara el humo fuera —concedió Lucy—. Pero eso sólo demuestra lo adicto que eres al tabaco.
—Mientras apures el cigarrillo deprisa… —añadí yo—. La casa ya está suficientemente fría.
La ventana se mostró testaruda, pero no tanto como Marino, quien consiguió abrirla tras un violento forcejeo. Trasladó la silla junto a ella, encendió el cigarrillo y echó el humo a través de la mosquitera. Lucy y yo preparamos la mesa en el salón pues nos pareció que sería más agradable cenar frente al fuego que en la cocina de la casa o en el comedor, angosto y expuesto a las corrientes de aire.
—Ni siquiera me has contado cómo te va —dije a mi sobrina mientras empezaba a ocuparse del fuego de la chimenea.
—Me va estupendamente.
Unas chispas ascendieron por el conducto de la chimenea, sucio de hollín, mientras Lucy echaba más leña al fuego. Observé cómo destacaban las venas hinchadas de sus manos y cómo se flexionaban los músculos de su espalda. Mi sobrina tenía un gran talento para la ciencia de los ordenadores, y muy recientemente había demostrado que también lo tenía para la robótica, que había estudiado en el MIT. Eran áreas del saber que habían hecho de Lucy un elemento muy atractivo para el Grupo de Rescate de Rehenes del FBI. Pero la expectación que despertaba era sólo cerebral, no física. Ninguna mujer había superado nunca los severísimos requisitos del Grupo de Rescate de Rehenes y me preocupaba que mi sobrina no fuera a aceptar sus propias limitaciones.
—¿Cuánto trabajo haces? —le pregunté.
Lucy cerró la pantalla de protección y se sentó ante el hogar, vuelta hacia mí.
—Mucho.
—Si sigues rebajando tu reserva de grasas, vas a tener un aspecto nada saludable.
—Estoy muy sana, y realmente tengo demasiada grasa corporal.
—Como te note tendencias anoréxicas, no enterraré la cabeza en la arena, Lucy. Sé muy bien que los trastornos en la alimentación matan. He visto a sus víctimas.
—No sufro ningún trastorno en la alimentación.
Me senté junto a ella. El fuego nos calentó la espalda.
—Supongo que tengo que aceptar tu palabra.
—Bueno.
—Escucha —le di unas palmaditas en la rodilla—, se te ha asignado al Grupo de Rescate como consejera técnica. Nadie ha pensado que debas descolgarte de un helicóptero o correr el kilómetro a la misma velocidad que los hombres de la unidad.
Lucy me miró con un destello en los ojos.
—¡Y tú me hablas de limitaciones! Nunca he visto que dejaras de hacer algo por razón de tu sexo.
—Conozco perfectamente mis limitaciones —repliqué—, y las tengo presentes en todo momento. Es así como he sobrevivido.
—Escucha —declaró ella con vehemencia—, estoy cansada de programar ordenadores y robots y de que cada vez que sucede algo gordo, como lo del atentado de Oklahoma City, los demás salgan corriendo hacia la base Andrews de las Fuerzas Aéreas y yo me quede en tierra. Y si me desplazo con ellos, entonces me encierran en cualquier sala como si sólo fuera una empollona inútil. ¡Y yo no soy ninguna empollona inútil ni quiero ser una agente de despacho! —De pronto los ojos se le llenaron de lágrimas y apartó el rostro—. Puedo superar cualquier pista de obstáculos que me pongan delante. Sé hacer rappel, disparo de precisión y submarinismo. Pero sobre todo sé encajar cuando algún tipo se pone gilipollas. Ya sabes, los hay que no es que estén precisamente contentos de tenerme con ellos.
De eso no me cabía duda. Lucy siempre había sido una persona que despertaba sentimientos extremos porque era brillante, aunque también podía ser difícil. Además resultaba atractiva con sus facciones algo duras y angulosas, y francamente me parecía sorprendente que pudiera sobrevivir entre un equipo de las fuerzas especiales de cincuenta hombres, con ninguno de los cuales tendría jamás una cita.
—¿Qué tal Janet?
—La han trasladado a la Oficina de Campo de Washington para que se ocupe de la delincuencia de cuello blanco. Por lo menos no está muy lejos.
—El traslado debe de ser reciente —comenté sorprendida.
—Muy reciente. —Lucy apoyó los antebrazos en las rodillas.
—¿Y esta noche dónde está?
—Su familia tiene una casa en Aspen.
Mi silencio formuló la pregunta y noté la irritación en su voz cuando la respondió:
—No, no me invitaron. Y no es porque Janet y yo no nos llevemos bien. Sencillamente, no habría sido buena idea.
—Entiendo. —Titubeé antes de añadir—: Eso quiere decir que sus padres aún no lo saben, ¿no?
—¿Y quién coño lo sabe? ¿Crees que no lo ocultamos en el trabajo? Así que cuando vamos a alguna parte juntas, cada una tiene que ver cómo los hombres acosan a la otra. Es un placer especial —añadió con amargura.
—Ya sé cómo son las cosas en el trabajo —comenté—. Es precisamente como te dije que sería. Lo que me interesa más es lo de la familia de Janet.
Lucy se miró las manos.
—Es su madre sobre todo. A decir verdad, creo que a su padre le daría igual. Desde luego no pensaría que lo de su hija se debe a algo que hizo mal, como da por sentado mi madre, aunque ella opine que quien hizo las cosas mal fuiste tú, pues te ocupaste de criarme y, según ella, eres mi auténtica madre.
Era inútil que me defendiera de los necios comentarios de Dorothy, mi única hermana, que por desgracia era la madre de Lucy.
—Ahora, mamá tiene otra teoría. Dice que eres la primera mujer de quien me enamoré, y que de algún modo eso lo explica todo —continuó Lucy con tono irónico—. No importa que eso pudiera calificarse de incesto o que tú seas heterosexual. Recuerda que mamá escribe esos libros infantiles tan perspicaces y lúcidos, de modo que es una experta en psicología y, a lo que se ve, también en terapia sexual.
—Lamento mucho que tengas que pasar por todo esto, además de por todo lo demás —dije de corazón. Cuando teníamos aquellas charlas, nunca sabía muy bien qué hacer. Todavía me resultaban muy novedosas, y en cierto modo me daban miedo.
—En fin —Lucy se puso en pie ante la entrada de Marino en el salón—, hay cosas con las que una ha de convivir, eso es todo.
—Tengo noticias —anunció Marino—. El pronóstico del tiempo es que esta mierda de nevada se convertirá en lluvia. Si es así, mañana por la mañana podremos marcharnos.
—Mañana es Año Nuevo —dijo Lucy—. Además, ¿por qué hemos de marcharnos?
—Porque necesito llevar a tu tía a la guarida de Eddings. —Marino hizo una pausa antes de continuar—. Y Benton también tiene que mover el culo hasta allí.
No hubo la menor reacción visible por mi parte. Benton Wesley era el jefe de unidad del programa de Análisis de Investigaciones Criminales del FBI, y yo abrigaba la esperanza de no verlo durante las vacaciones.
—¿Qué intentas decirme? —murmuré sin alterarme.
Pete se sentó en el sofá y me miró, pensativo, mientras hacía otra pausa. Después respondió a mi pregunta con otra:
—Siento curiosidad por una cosa, doctora. ¿Cómo envenenarías a alguien bajo el agua?
—Quizá no sucedió bajo el agua —apuntó Lucy—. Quizá tragó el cianuro antes de ponerse a bucear.
—No, así no pudo suceder —contesté tajante—. El cianuro es muy corrosivo. Si lo hubiera ingerido por vía oral presentaría amplias lesiones en el estómago, y probablemente también en el esófago y en la boca.
—Entonces, ¿qué pudo suceder? —preguntó Marino.
—Creo que inhaló cianuro en forma de gas.
—¿Cómo, a través del compresor? —Parecía desconcertado.
—El compresor toma aire a través de una válvula de admisión que va cubierta con un filtro —le recordé—. Alguien habría podido mezclar un poco de ácido clorhídrico con una tableta de cianuro y acercar el frasco a la válvula lo suficiente como para que ésta aspirase el gas.
—¿Qué habría pasado si Eddings hubiera inhalado gas de cianuro a través del regulador? —preguntó Lucy.
—Habría sufrido un colapso, y en cuestión de segundos le habría sobrevenido la muerte.
Recordé la manguera de aire enredada y me pregunté si Eddings estaría cerca de la hélice del Exploiter cuando de repente inhaló el gas de cianuro a través del regulador. Eso tal vez explicaría la postura en que lo había encontrado.
—¿Podrás comprobar la presencia del veneno en el aparato?
—Por lo menos lo intentaré —respondí—. Pero no espero encontrar nada, a menos que esa tableta de cianuro se colocara directamente en el filtro de la válvula. Y en este caso incluso cabe la posibilidad de que ya se hubieran manipulado las pruebas cuando me presenté allí. Quizá tengamos más suerte con la sección de manguera que quedaba más próxima al cuerpo. Empezaré las pruebas toxicológicas mañana si consigo que alguien acuda al laboratorio en un día festivo.
Mi sobrina se acercó a una ventana y miró el cielo.
—Sigue nevando fuerte. Es asombroso cómo los copos iluminan la noche. Distingo el océano. Es esa pared negra —añadió en tono pensativo.
—Eso que ves es una pared de verdad —intervino Marino—. Es el muro de ladrillos del fondo del jardín.
Lucy no dijo nada durante un rato. Yo pensé en cuánto la echaba en falta. Aunque no la había visto mucho durante sus años de universitaria, ahora nos veíamos menos aún porque nunca tenía la seguridad de disponer de un momento para visitarla, incluso cuando algún caso me llevaba a Quantico. Me apenaba que la infancia de Lucy hubiera quedado atrás, y una parte de mí deseaba que mi sobrina hubiera escogido una vida y una profesión menos duras de lo que posiblemente eran las suyas.
Entonces, con la mirada perdida todavía al otro lado del cristal, murmuró en tono pensativo:
—Así que tenemos un periodista experto en el armamento de los supervivencialistas que de algún modo ha sido envenenado con gas de cianuro mientras buceaba entre barcos decomisados, de noche y en una zona de acceso restringido…
—Todo eso sólo es una posibilidad —le recordé—. El caso está pendiente de investigación. Debemos ser escrupulosos y no olvidarlo.
Lucy se volvió.
—Si una quisiera envenenar a alguien, ¿dónde podría conseguir cianuro? ¿Sería muy difícil hacerse con él?
—Se puede conseguir en muchas instalaciones industriales —respondí.
—¿Por ejemplo?
—Pues por ejemplo se utiliza para separar el oro de la mena. También se emplea para el chapado de metales y como fumigante. Y para preparar ácido fosfórico a partir de huesos. En otras palabras, cualquiera podría tener acceso a ese veneno, desde un joyero a un obrero de una fábrica o a un exterminador de alimañas. Además, en cualquier laboratorio químico encontrarás cianuro y ácido clorhídrico.
—Bien —intervino Marino—, si Eddings murió envenenado, quien lo hizo tenía que saber dónde y cuándo iba a salir en la barca.
—Sí, alguien tenía que conocer muchas cosas —asentí—. Por ejemplo, tenía que saber qué clase de aparato respirador se proponía usar Eddings porque si hubiera utilizado otra modalidad de escafandra, el modus operandi habría tenido que ser completamente distinto.
—Ojalá supiéramos por lo menos qué coño hacía allí abajo. —Marino apartó la pantalla protectora para avivar el fuego.
—Fuera lo que fuese —apunté—, parece que tenía que ver con la fotografía. Y a juzgar por el equipo para la cámara que seguramente llevaba consigo, iba muy en serio.
—Pero no se ha encontrado ninguna cámara submarina —indicó Lucy.
—No —respondí—. La corriente podría haberla llevado a cualquier parte, o quizá todavía esté enterrada en el limo. Por desgracia, el equipo que supuestamente llevaba no flota.
—Me encantaría conseguir el carrete.
Lucy seguía contemplando la noche nevada y me pregunté si estaría pensando en Aspen.
—De una cosa podemos estar seguros: no se dedicaba a tomar fotos de peces. —Marino colocó en la chimenea un grueso tronco que aún estaba un poco verde—. Eso sólo deja los barcos. Para mí que estaba preparando un reportaje que alguien no quería que hiciese.
—Tal vez sea cierto lo del reportaje —concedí—, pero eso no significa que tenga relación con la muerte. Puede que alguien aprovechara la oportunidad de que estuviera buceando para matarlo por otras razones.
Pete se dio por vencido con el fuego.
—¿Dónde tienes la leña menuda?
—Fuera, bajo una lona —respondí—. Mant no quiere guardarla en la casa. Tiene miedo de las termitas.
—Más miedo debiera tener de los incendios y los destrozos del viento en esta casucha.
—Ahí atrás, junto al porche —le indiqué—. Gracias, Marino.
Salió con guantes pero sin abrigo mientras el fuego se empeñaba en humear y el viento lanzaba espeluznantes gemidos en la inclinada chimenea de ladrillo. Me volví hacia mi sobrina, que aún seguía junto a la ventana.
—Deberíamos ocuparnos de la cena, ¿no te parece? —le dije.
—¿Qué hace? —preguntó ella, de espaldas a mí.
—¿Marino?
—Sí. Ese idiota se ha perdido. Mira, ha llegado hasta la pared del fondo. Espera un momento. Ahora no lo veo. Ha apagado la linterna. ¡Qué raro!
Se me puso la carne de gallina y me levanté al instante. Corrí al dormitorio y cogí la pistola de la mesilla de noche. Lucy me pisaba los talones.
—¿Qué pasa? —exclamó.
—¡Pete no lleva linterna! —dije, y eché a correr.