Mucho después de que Green desapareciera en el interior del edificio que tenía un ancla en la fachada, yo estaba sentada en el embarcadero pugnando por colocarme un grueso traje isotérmico sobre el mono de buceo. No lejos de mí, varios miembros del grupo de rescate preparaban una lancha de fondo plano que tenían amarrada a un pilote. Algunos trabajadores del astillero de desguace merodeaban por las cercanías con curiosidad. En la plataforma de buceo, dos hombres con trajes de neopreno azul marino probaban unos equipos de comunicaciones y parecían llevar a cabo una inspección sumamente minuciosa de las escafandras autónomas, incluida la mía.
Observé que los buceadores hablaban entre ellos, pero no conseguí descifrar una sola palabra de lo que decían mientras desenroscaban tubos y preparaban lastres de plomo para los cinturones. De vez en cuando miraban en mi dirección y me sorprendí cuando uno de ellos decidió subir la escala que conducía al embarcadero donde me encontraba. Se acercó y se sentó a mi lado en la estrecha franja de frío cemento.
—¿Está ocupado este asiento?
Era un joven atractivo, negro y con el cuerpo de un atleta olímpico.
—Hay mucha gente que se lo disputa, pero no sé dónde se han metido. —Seguí pugnando con el traje isotérmico—. ¡Maldita sea, no soporto estas cosas!
—Imagine que es como meterse en una cámara de aire.
—Sí, eso es de una enorme ayuda.
—Tengo que hablar con usted del equipo submarino de comunicaciones. ¿Lo ha utilizado alguna vez?
Observé su expresión grave y le pregunté si pertenecía a algún cuerpo de policía.
—No —respondió—. Soy un simple marinero. Y no sé usted, pero le aseguro que no era así como pensaba pasar la Nochevieja. No entiendo por qué alguien querría bucear en este río, como no tuviera alguna extraña fantasía de ser un renacuajo ciego en un lodazal, o le faltara hierro en la sangre y creyera que todo ese óxido de ahí abajo le sentaría bien.
—Lo único que hará ese óxido es provocarle el tétanos. —Miré a mi alrededor—. ¿Quién más del grupo es de la Marina?
—Los dos del bote de rescate son policías. El único marinero, además de nuestro intrépido investigador del SIM, es Ki Soo, ése de ahí abajo, en la plataforma de buceo. Ki es bueno. Es mi colega. —Dirigió una señal a Ki Soo, indicándole que todo iba bien, y su colega le respondió con el mismo gesto. Todo aquello me resultó bastante interesante y muy diferente de lo que había experimentado hasta aquel momento—. Ahora, preste atención. —Acababa de conocerme, pero me hablaba como si lleváramos años trabajando juntos—. El equipo de comunicaciones resulta engorroso si no lo has usado nunca. Incluso puede ser peligroso.
Lo decía en serio.
—Estoy familiarizada con él —le aseguré, con más tranquilidad de la que sentía.
—Tiene que estar más que familiarizada. Tiene que ser colega de ese aparato, ¿entiende? Porque puede salvarle la vida, como su compañero de inmersión. —Hizo una pausa—. Y también puede matarla.
Sólo había utilizado el equipo de comunicaciones submarino en otra inmersión y aún me ponía nerviosa la idea de reemplazar el regulador por una escafandra firmemente sellada y dotada de una boquilla sin descompresor. Me preocupaba que se inundara la escafandra y que tuviera que romperla mientras buscaba frenéticamente la fuente de aire alternativa, el «pulpo». Pero no estaba dispuesta a expresar mis inquietudes, por lo menos allí.
—No se preocupe —le repetí.
—Está bien. He oído que es usted profesional —continuó el marinero—. Por cierto, me llamo Jerod y ya sé quién es usted. —Sentado al estilo indio, el muchacho arrojaba grava al agua y parecía fascinado con las ondas que se extendían lentamente en la superficie—. He oído muchas cosas agradables de usted. De hecho, cuando mi mujer sepa que la he conocido se pondrá celosa.
No entendía por qué un submarinista de la Marina habría de saber algo de mí, aparte de lo que aparecía en los noticiarios, que no siempre resultaba agradable. Con todo, sus palabras fueron un agradable bálsamo para mi maltrecha sensibilidad. Estaba a punto de hacérselo saber cuando el muchacho echó una ojeada a su reloj, se volvió hacia la plataforma y cruzó una mirada con Ki Soo.
—Doctora Scarpetta —dijo Jerod mientras se incorporaba—, ¿cuál será la mejor estrategia?
—La mejor…, la única, en realidad, es seguir la manguera hasta llegar al cuerpo.
Nos acercamos al borde del embarcadero y el marino señaló la batea.
—Ya he estado ahí abajo una vez, y si no se sigue la manguera es imposible de encontrar. ¿Alguna vez ha avanzado por una alcantarilla sin luces?
—Eso todavía no me ha pasado.
—Pues no se ve una mierda. Y aquí sucede lo mismo.
—Que usted sepa —dije—, nadie ha tocado el cuerpo.
—Soy el único que se ha acercado a él.
Me observó mientras cogía el chaleco compensador de flotación y guardaba una linterna en el bolsillo.
—Yo en su caso, ni me molestaría —comentó—. En las condiciones de ahí abajo, la linterna no hará sino estorbar.
Pero estaba decidida a llevarla porque quería todas las ventajas con que pudiera contar. Jerod y yo descendimos la escalerilla hasta la plataforma de buceo para ultimar los preparativos e hice caso omiso de las miradas directas de los hombres del astillero mientras me aplicaba crema en el pelo y me colocaba la caperuza de neopreno. Sujeté un cuchillo en la cara interna de la pierna derecha y agarré por ambos extremos el cinturón, con siete kilos de lastre, y lo ceñí rápidamente en torno a la cintura. Comprobé los controles de seguridad y me puse los guantes.
—Preparada —dije a Ki Soo.
El marinero acercó el equipo de comunicaciones y el regulador.
—Sujetaré la manguera de aire a la escafandra. —No le noté ningún acento—. Ya ha utilizado un equipo así en otras ocasiones, ¿verdad?
—Sí-respondí.
Se acuclilló a mi lado y bajó la voz como si estuviéramos conspirando.
—Usted, Jerod y yo estaremos en contacto permanente por el circuito de sonido.
El equipo parecía una máscara antigás rojo brillante con cinco cinchas en la parte posterior. Jerod se colocó detrás de mí y me ayudó a colocarme el chaleco compensador de flotación y el tanque de aire mientras su compañero seguía hablando.
—Como ya sabe —decía Ki Soo—, se respira normalmente y se pulsa el botón de la boquilla cuando se quiere comunicar. —Hizo una demostración—. Ahora tenemos que pasar esto sobre la caperuza y asegurarlo bien. Así, recoja el resto de la melena y deje que me asegure de que está bien sujeto por detrás.
El intercomunicador resultaba aún más incómodo fuera del agua porque costaba respirar. Aspiré como pude mientras contemplaba a través del plástico a los dos buceadores a los que acababa de confiar mi vida.
—Habrá un bote con dos miembros del equipo de rescate que controlarán nuestro avance con un transductor que introducirán en el agua. Todo lo que digamos será escuchado en la superficie, ¿entendido?
Ki Soo me miró y comprendí que acababa de recibir una advertencia. Asentí con la cabeza. Mi respiración, estridente, me ensordecía.
—¿Quiere ponerse las aletas aquí? —continuó Ki Soo. Dije que no con la cabeza y señalé el agua—. Bueno, pues entonces se las daré cuando esté en el agua.
Cargada con treinta y cinco kilos más que a mi llegada, avancé con cautela hasta el borde de la plataforma y comprobé de nuevo que tenía la máscara bien sujeta a la caperuza. Los protectores catódicos, parecidos a los bigotes de un barbo, descendían de los enormes barcos adormilados hasta el agua rizada por la brisa. Me preparé para el paso de gigante más aterrador que daba en mi vida.
Al principio el frío me produjo una gran conmoción, y mi cuerpo tardó algún tiempo en calentar el agua que se coló en mi envoltura de goma mientras me calzaba las aletas. Peor aún, no alcanzaba a ver la pantalla del ordenador ni la brújula. Ni siquiera veía mi propia mano delante de la cara, y entonces comprendí la inutilidad de llevar linterna. El sedimento en suspensión absorbía la luz como un papel secante y me obligaba a emerger a frecuentes intervalos para orientarme mientras nadaba hacia el lugar en que la manguera de la batea desaparecía bajo la superficie del río.
—¿Todos dispuestos? —La voz de Ki Soo resonó en el auricular apretado contra el cráneo.
—Dispuesta —dije por la boquilla, e intenté relajarme mientras agitaba lentamente las aletas bajo la superficie.
—¿Está sobre la manguera? —Esta vez fue Jerod quien habló.
—La toco con las manos.
Noté el tubo extrañamente tenso y procuré moverlo lo menos posible.
—Siga bajando, quizá diez metros. El hombre debería estar flotando casi en el fondo.
Empecé el descenso, con pausas espaciadas para equilibrar la presión de los oídos, e intenté dominar el pánico. No veía nada. El corazón se me disparó mientras intentaba concentrarme en mantener la calma y respirar profundamente. Me detuve un instante, flotando, cerré los ojos y tomé aire despacio. Después seguí el descenso junto a la manguera, y el pánico se volvió a apoderar de mí cuando un grueso cable oxidado se materializó de pronto ante mí.
Intenté pasar por debajo, pero no alcanzaba a ver de dónde venía ni hacia dónde iba. Me noté demasiado ligera y pensé que no habría sido mala idea poner más peso en el cinturón o en los bolsillos del chaleco compensador de flotación. El cable me golpeó por detrás e impactó con fuerza en la válvula del regulador primario. Noté un tirón del regulador secundario, como si alguien lo agarrara por detrás, y el tanque empezó a escurrirse a lo largo de mi espalda, tirando de mí. Abrí las sujeciones de velero del compensador de flotación y me desembaracé de él a toda prisa mientras intentaba apartar de mi cabeza cualquier pensamiento, salvo la maniobra que me habían enseñado a realizar.
—¿Todo va bien? —dijo la voz de Ki Soo por el auricular.
—Problema técnico —respondí.
Coloqué el tanque entre las piernas para flotar sobre él como si lo hiciera sobre un misil en un espacio frío y lóbrego. Ajusté de nuevo las cinchas y contuve el miedo.
—¿Necesita ayuda?
—No. Cuidado con los cables —respondí.
—Hay que tener cuidado con todo —añadió él.
Me vino a la cabeza el pensamiento de que había muchas maneras de morir allí abajo. Introduje los brazos en el chaleco compensador de flotación, me lo pasé por la espalda y conseguí ajustármelo de nuevo.
—¿Todo en orden? —insistió Ki Soo.
—Todo en orden, pero no se distancien tanto.
—Demasiadas interferencias. Con todos esos grandes cascos desvencijados alrededor… Bajamos detrás de usted. ¿Quiere que nos acerquemos más?
—Todavía no.
Los dos marineros se mantenían a una distancia prudente porque sabían que quería ver el cuerpo sin distracciones ni interferencias. No era necesario que nos interpusiéramos en nuestros respectivos caminos. Poco a poco me dejé caer a más profundidad y, ya cerca del fondo, me di cuenta de que la manguera debía de haberse enganchado en algún obstáculo, lo que explicaría que estuviera tan tensa. No sabía muy bien en qué dirección moverme e intenté desplazarme unos palmos a la izquierda, donde algo me rozó. Al volverme me encontré con el muerto cara a cara. Di un respingo y su cuerpo me golpeó y me dio un leve codazo debido a mi gesto involuntario. Toqué la manguera. Impulsado por el tirón y con movimientos lánguidos, el muerto se volvió y flotó a la deriva hacia mí al extremo de su atadura, con los brazos enfundados en goma extendidos como los de un sonámbulo.
Dejé que se acercara y volvió a chocar conmigo, pero esta vez no me asusté porque no me cogió por sorpresa. Era como si intentara llamar mi atención o como si quisiera sacarme a bailar en la infernal oscuridad del río que se había cobrado su vida. Mantuve una flotación neutra, sin apenas mover las aletas, porque no quería remover el fondo o cortarme con las piezas de desguace corroídas por el óxido.
—Lo tengo. O tal vez debería decir que él me tiene a mí. —Pulsé el botón del intercomunicador—. ¿Me han oído?
—Apenas. Estamos a unos tres metros por encima de usted. Esperamos.
—Sí, esperen un poco más. Lo sacaremos después.
Intenté utilizar de nuevo la linterna pero otra vez me di cuenta de su inutilidad y comprendí que tendría que ver aquella escena con las manos. Guardé la linterna en el chaleco y acerqué la pantalla del ordenador hasta casi tocar las gafas. Apenas pude distinguir que estaba a diez metros de profundidad y que me quedaba más de la mitad del tanque. Empecé a rodear el cuerpo, inspeccionándolo, pero a través de las aguas turbias sólo pude distinguir la forma vaga de sus facciones y un mechón de pelo que escapaba de la capucha.
Cogí el cadáver por los hombros y le palpé el pecho con cuidado, siguiendo la manguera. Ésta se enroscaba en torno al cinturón de lastres y empecé a seguirla hacia el lugar donde se había enganchado con algo. Una enorme hélice oxidada apareció de pronto ante mis ojos a unos tres metros. Toqué la plancha metálica del casco de un barco, cubierta de percebes, y maniobré para no seguir acercándome. No quería colarme bajo una embarcación tan grande como una pista de deportes y tener que buscar a ciegas la salida antes de quedarme sin aire.
La manguera estaba enredada y la palpé para comprobar si se había doblado o comprimido de forma que hubiese interrumpido el flujo de aire, pero no encontré ninguna señal de tal cosa. De hecho, cuando intenté liberarla de la hélice, descubrí que podía hacerlo sin dificultad. No vi ninguna razón por la que el buceador no hubiera podido liberarse y sospeché que la manguera se había enredado después de su muerte.
—La manguera del aire estaba enganchada en uno de los barcos —anuncié por el micrófono—. No sé cuál.
—¿Necesita ayuda? —preguntó Jerod.
—No. Ya tengo el cuerpo. Pueden empezar a tirar.
Noté que la manguera se tensaba.
—Muy bien, voy a guiarlo hacia arriba —comenté—. Sigan tirando. Muy despacio.
Me coloqué detrás del cuerpo, lo agarré por debajo de las axilas y me impulsé con los tobillos y las rodillas en lugar de hacerlo con las caderas, porque tenía bastante limitados los movimientos.
—Despacio —avisé por el micrófono, porque no me era posible ascender a más de un palmo por segundo—. Despacio, despacio…
De vez en cuando levantaba la vista, pero no conseguí distinguir nada hasta que emergí en la superficie. Para entonces, bruscamente, el cielo se había teñido de nubes gris pizarra y el bote de rescate se mecía en las proximidades. Hinché el chaleco de control de flotación del muerto, procedí a hacer lo mismo con el mío, volví el cadáver boca arriba y le desabroché el cinturón de lastres, que casi se me escapó de las manos debido a su peso. Finalmente, conseguí entregárselo a los miembros del grupo de rescate que, enfundados en trajes isotérmicos, parecían saber lo que se hacían a bordo de su viejo bote de fondo plano.
Mis dos compañeros y yo nos dejamos puestas las gafas porque todavía teníamos que volver a nado a la plataforma, de modo que continuamos hablando por el micrófono y respirando aire de los tanques mientras colocábamos el cuerpo en una cesta de tela metálica. Acercamos la cesta al bote y ayudamos a los rescatadores a subirlo a bordo mientras el agua chorreaba por todas partes.
—Hay que quitarle la escafandra —indiqué al grupo de rescate. Los hombres me miraron con desconcierto. Evidentemente no disponían de equipo de transmisión y no habían oído una palabra de lo que decíamos.
—¿Necesita ayuda para quitarse la escafandra? —preguntó uno de ellos al tiempo que me tendía la mano.
Rechacé su ofrecimiento y sacudí la cabeza. Me agarré al borde de la embarcación y me encaramé para alcanzar la cesta. Retiré la escafandra del muerto, la vacié de agua y la dejé junto a la cabeza encapuchada, de la que asomaba un mechón de largos cabellos rubios. Fue entonces cuando lo reconocí, pese a la profunda marca ovalada que habían dejado las gafas en torno a sus ojos. Reconocí la nariz recta y el bigote oscuro que enmarcaba su boca de labios carnosos. Pertenecían al periodista que siempre había sido tan justo conmigo.
Uno de los hombres del grupo de rescate se encogió de hombros.
—¿Todo bien? —preguntó.
Asentí, aunque me di cuenta de que no comprendían la importancia de lo que acababa de hacer. Mi motivo era estético, porque cuanto más tiempo permaneciera la escafandra presionando la piel del cadáver, cuya elasticidad desaparecía rápidamente, menos posibilidades habría de que se borrara la marca. Un detalle que carecía de importancia para investigadores y auxiliares médicos, pero no para los seres queridos que desearan ver por última vez las facciones de Ted Eddings.
—¿Llega bien mi transmisión? —pregunté entonces a Ki Soo y a Jerod mientras flotábamos en el agua.
—Perfectamente. ¿Qué quiere que hagamos con esta manguera? —dijo el segundo.
—Córtenla a unos tres metros del cuerpo y suelten el extremo —contesté—. Guarde eso y el regulador del difunto en una bolsa de plástico.
—Tengo una en el chaleco —se ofreció Ki Soo.
—Muy bien. Ya la pueden utilizar.
Una vez hecho cuanto estaba en nuestra mano nos tomamos un pequeño descanso, flotando en las aguas legamosas y contemplando la batea y el aparato de bombeo de aire. Al inspeccionar la zona en la que nos habíamos sumergido advertí que la hélice en la que se había enredado la manguera de Eddings pertenecía al Exploiter. El submarino parecía posterior a la Segunda Guerra Mundial; tal vez era de la época de la guerra de Corea, y me pregunté si habría sido despojado de sus mejores piezas y estaría destinado al desguace. Me pregunté también si Eddings se habría sumergido allí por alguna razón o si la corriente lo habría llevado a aquel lugar después de muerto.
El bote de rescate estaba a medio camino del embarcadero de la orilla opuesta del río, donde esperaba una ambulancia que llevaría el cuerpo al depósito. Jerod me indicó con un gesto que todo iba bien. Le devolví el gesto aunque no compartía su optimismo. Deshinchamos los chalecos de control de flotación y el aire salió con un silbido mientras nos hundíamos bajo las aguas del color de los centavos viejos.
Había una escala que conducía del río a la plataforma de buceo y otra que llevaba al muelle. Las piernas me temblaban mientras subía. Mi fuerza no era comparable con la de Jerod ni la de su compañero, que cargaban con todo su equipo como si no pesara nada, pero conseguí despojarme del chaleco y del tanque por mí misma y no pedí ayuda. Un coche patrulla ronroneaba junto a mi vehículo, y alguien remolcaba la batea de Eddings hasta el amarradero. Habría que verificar la identidad del fallecido, pero yo no tenía ninguna duda.
—Bueno, ¿qué opina usted? —soltó de pronto una voz.
Levanté la mirada y vi al capitán Green en el embarcadero, junto a un hombre alto y delgado. Esta vez Green debió de sentirse caritativo porque me tendió la mano para ayudarme.
—Vamos —dijo—. Déme su tanque.
—No sabré nada hasta que examine el cuerpo —indiqué mientras ponía a su alcance el tanque del aire, primero, y luego el resto del equipo—. Gracias, capitán. La batea con la manguera y todo lo demás debe enviarse directamente al depósito —añadí.
—¿Sí? ¿Qué piensa hacer con ello? —quiso saber.
—El compresor también será sometido a una autopsia.
—Desde luego su equipo de buceo va a necesitar una buena limpieza, señora-comentó su flaco acompañante como si supiera de buceo más que el mismísimo Jacques Cousteau. Su voz me resultó familiar—. Tiene un montón de aceite y de óxido.
—Tiene usted razón —asentí mientras me encaramaba al muelle.
—Soy el detective Roche —se presentó el hombre, que vestía una estrafalaria combinación de tejanos con cazadora vieja de cuero—. ¿Ha dicho usted que la manguera estaba enredada en algo?
—Sí, y me pregunto cuándo me ha oído decirlo —respondí. Ya en el muelle, no me hacía ninguna gracia la idea de llevar de nuevo a mi coche el equipo de buceo, sucio y mojado.
—Hemos seguido la recuperación del cuerpo, naturalmente —declaró Green—. El detective Roche y yo estábamos en el edificio, pendientes de lo que decían ustedes.
Recordé la advertencia de Ki Soo y bajé la mirada a la plataforma, donde él y Jerod estaban recogiendo sus respectivos equipos.
—La manguera estaba enganchada —confirmé—, pero no sabría decir cuándo se enredó. Tal vez sucediera antes de producirse esa muerte, o quizá después.
Roche no parecía interesado en el asunto lo más mínimo, aunque siguió contemplándome de un modo que me hizo sentir incómoda. El detective era muy joven y casi guapo, con facciones delicadas, labios generosos y cabellos oscuros, cortos y rizados, pero me desagradaron sus ojos, agresivos y presuntuosos. Me quité la caperuza y me pasé los dedos por los cabellos resbaladizos. El muchacho continuó mirándome mientras abría la cremallera del traje isotérmico y me despojaba de la parte superior tirando de ella hasta las caderas. Debajo llevaba el traje de buceo ligero, y el agua atrapada entre éste y la piel se estaba enfriando rápidamente. Muy pronto estaría aterida de frío. Ya tenía las uñas de las manos amoratadas.
—Uno de los hombres del grupo de rescate dice que el cadáver tiene la cara muy encarnada —dijo el capitán mientras yo ataba las mangas del traje isotérmico en torno a mi cintura—. Me pregunto si eso significa algo.
—Es la lividez por frío —respondí. Green me miró, expectante—. Los cuerpos expuestos al frío adquieren un tono rosa brillante —añadí, al tiempo que empezaba a tiritar.
—Ya. Entonces, no es…
—No —lo interrumpí. Me sentía tan incómoda que no podía soportar la conversación un segundo más—. No significa nada. Oiga, ¿hay por aquí algún lavabo donde me pueda quitar todo esto?
Miré a un lado y a otro y no vi nada prometedor.
—Por ahí. —Green señaló un pequeño remolque junto al edificio de administración—. ¿Quiere que el detective Roche la acompañe y le enseñe dónde está todo?
—No es necesario.
—Esperemos que no esté cerrado —añadió el capitán.
Si lo estaba, mala suerte para mí. Pero no. El lugar era horrible: apenas un lavamanos y un retrete que daban la impresión de no conocer una limpieza en su historia reciente. Una puerta que daba al lavabo de hombres estaba cerrada con candado y cadena, como si un sexo u otro estuviera escrupulosamente preocupado por preservar la intimidad.
No había calefacción. Cuando estuve desnuda descubrí que tampoco había agua caliente. Me limpié como pude y me apresuré a ponerme un chándal de entrenamiento, unas botas para después de esquiar y un gorro. Era la una y media. Lucy ya habría llegado a casa de Mant, y yo ni siquiera había empezado a hacer la salsa de tomate. Estaba agotada y ansiosa por conseguir una buena ducha caliente, o un baño.
No sabía cómo librarme de Green, que me acompañó hasta el coche y me ayudó a colocar el equipo de buceo en el portaequipajes. Para entonces, la batea ya había sido cargada en un camión e iba camino de mi oficina en Norfolk. No volví a ver a Jerod ni a Ki Soo, y sentí no poder despedirme de ellos.
—¿Cuándo hará la autopsia? —me preguntó el capitán.
Al observarlo me pareció la típica persona débil en un puesto de rango o poder. Había hecho todo lo posible por ahuyentarme, pero al ver que no conseguía nada con su actitud había decidido congraciarse conmigo.
—Ahora. —Puse en marcha el coche y conecté la calefacción al máximo.
—¿Tiene abierto el despacho? —preguntó Green, sorprendido.
—Acabo de abrirlo —respondí.
Aún no había cerrado la portezuela. Green apoyó los brazos en la parte superior del marco y bajó la mirada hacia mí. Lo tuve tan cerca que distinguí las venillas de sus mejillas y de las aletas de la nariz, e incluso los cambios de pigmentación producidos por el sol.
—¿Me pondrá al corriente de su informe?
—Cuando determine la causa y el modo de la muerte, estaré encantada en comentarle los resultados —asentí.
—¿El modo? —Green torció el gesto—. ¿Insinúa que existe alguna duda de que se trata de una muerte accidental?
—Siempre puede haber dudas, capitán. Mi trabajo consiste en plantearlas.
—Bueno, si encuentra un navajazo o una bala en la espalda, espero ser el primero en saberlo —apuntó con ironía al tiempo que me tendía una tarjeta de visita.
Me alejé. Mientras conducía, busqué el número del ayudante de Mant con la esperanza de encontrarlo en casa. Allí estaba.
—Danny, soy la doctora Scarpetta.
—¡Ah, doctora! —dijo el muchacho, sorprendido.
Se oía música navideña al fondo y voces que discutían. Danny Webster tenía veintipocos años y aún vivía con la familia.
—Lamento molestarte en Nochevieja pero tenemos un caso y debo hacer una autopsia con urgencia. Voy camino de la oficina.
—¿Me necesita? —Lo noté muy abierto a tal idea.
—No sabes cuánto te agradecería que me ayudaras. En este momento hay una embarcación y un cuerpo camino de allí y…
—No hay problema, doctora Scarpetta —se ofreció con gusto—. Enseguida estaré allí.
Llamé a casa pero Lucy no contestó. Luego marqué un código para comprobar los mensajes del contestador: dos amigos de Mant le expresaban sus condolencias. Había empezado a nevar bajo el cielo plomizo, y la interestatal estaba llena de gente que conducía más deprisa de lo que resultaba prudente.
Me pregunté por qué motivo se habría retrasado Lucy y por qué no me había llamado. Lucy tenía veintitrés años y acababa de graduarse en la Academia del FBI. Yo aún me preocupaba por ella como si necesitara mi protección.
Mi oficina en el distrito de Tidewater se encontraba en un anexo pequeño y abarrotado del recinto del Hospital General Sentara Norfolk. Compartíamos el edificio con el Departamento de Sanidad, en el que por desgracia se ubicaba la oficina de Control de Mariscos. Entre el hedor de los cuerpos en descomposición y el del pescado putrefacto, el aparcamiento no era un lugar recomendable en ningún momento del día ni del año. El viejo Toyota de Danny ya estaba allí, y cuando abrí la puerta del hangar, me alegró ver también la batea.
Fui rodeando la embarcación para observarla. La larga manguera de baja presión estaba enroscada cuidadosamente. Un extremo de ella, cortado, y el regulador conectado a él, habían sido introducidos en una bolsa de plástico sellada, siguiendo mis instrucciones. El otro extremo todavía estaba conectado al pequeño compresor. Junto a éste había una lata de gasolina y el previsible equipo de navegación y de buceo: lastres, un tanque con aire comprimido a tres mil libras por pulgada cuadrada, un remo, un chaleco salvavidas, una linterna, una manta y una pistola de señales.
Eddings también había añadido a la embarcación un motor extra, de cinco caballos, que sin duda había utilizado para entrar en la zona restringida en la que había muerto. El motor principal, de treinta y cinco caballos, estaba levantado y asegurado. Así que debía de llevarlo fuera del agua y recordé que, en efecto, lo había visto en aquella posición en el escenario del suceso. Pero lo que más me interesó fue una bolsa de plástico duro abierta en el fondo de la embarcación. Protegidos en sus correspondientes forros de gomaespuma había varios accesorios de cámaras fotográficas y cajas de carretes Kodak de 100 ASA. No vi ninguna cámara ni objetivos, e imaginé que estarían perdidos para siempre en el lecho del río Elizabeth.
Ascendí una rampa y abrí otra puerta. Ted Eddings yacía bajo la cremallera de una bolsa de transporte de cuerpos, sobre una camilla aparcada junto a la sala de radiografías, en aquel pasillo de baldosas blancas. Sus brazos, rígidos, empujaban el negro vinilo como si quisieran romperlo, y unos lentos regueros de agua formaban pequeños charcos en el suelo. Me disponía a ir en busca de Danny cuando éste asomó tras una esquina, cojeando y cargado con un montón de toallas. En la pierna derecha llevaba una rodillera deportiva de color rojo brillante como consecuencia de una lesión cuando jugaba a fútbol, que había precisado la reconstrucción del ligamento cruzado anterior.
—Tendríamos que entrarlo enseguida en la sala de autopsias —le dije—. Ya sabes lo que opino de dejar los cuerpos sin vigilancia en el pasillo.
—Pensé que alguien podía resbalar —respondió Danny mientras extendía las toallas para secar el suelo.
—Hoy los únicos «álguienes» aquí somos tú y yo —comenté con una sonrisa—. Pero gracias por preocuparte. Y por lo que más quieras, ten cuidado, no vayas a ser tú el que resbale. ¿Qué tal la rodilla?
—Creo que ya no mejorará nunca. Hace casi tres meses, y apenas puedo bajar las escaleras.
—Paciencia. Sigue con la fisioterapia y verás cómo progresas. —No era la primera vez que se lo decía—. ¿Lo has pasado ya por rayos X?
Danny había trabajado en otros casos de muertes de submarinistas. Sabía que era sumamente improbable que buscáramos proyectiles o huesos rotos, pero las radiografías podían mostrarnos un neumotórax o un desplazamiento del mediastino causado por la fuga de aire de los pulmones debido a un barotrauma.
—Sí, doctora. Están revelando las placas. —Hizo una pausa y cambió de expresión—. Y el detective Roche, de Chesapeake, viene de camino. Quiere estar presente durante la intervención.
Aunque yo solía animar a los detectives a observar las autopsias de sus casos, no me gustaba la idea de ver a Roche en mi quirófano.
—¿Conoces al detective? —pregunté a Danny.
—Ha estado por aquí en otras ocasiones, pero prefiero que sea usted misma la que saque su propia opinión de él.
El muchacho se incorporó y recogió de nuevo sus cabellos oscuros en una cola de caballo, porque se le habían escapado unos mechones que le molestaban en los ojos. Ágil y agraciado, con una sonrisa luminosa, parecía un joven cherokee. A menudo me preguntaba por qué le gustaba trabajar allí. Le ayudé a entrar la camilla en la sala de autopsias. Él se quedó pesando y midiendo el cuerpo, y yo desaparecí en el vestuario y me di una ducha. Mientras me restregaba, Marino dejó un mensaje en el contestador.
—¿Qué sucede? —pregunté cuando respondió a mi llamada.
—Es quien pensábamos, ¿verdad?
—Aún es extraoficial, pero sí.
—¿Lo estás examinando ahora?
—Iba a empezar… —respondí.
—Dame quince minutos. Casi estoy ahí.
—¿Vienes hacia aquí?
—Hablo desde el coche. Ya te contaré. No tardo nada.
Me pregunté a qué venía todo aquello, pero tuve la certeza de que Marino había descubierto algo en Richmond. De otro modo, su presencia en Norfolk carecía de sentido. La muerte de Ted Eddings no era jurisdicción de Marino a menos que ya interviniera en el asunto el FBI, y eso tampoco tenía ninguna lógica.
Marino y yo éramos asesores del programa de Análisis de Investigaciones Criminales, más conocido como Unidad de Perfiles, un grupo del FBI especializado en asesorar a la policía en casos de muertes inusualmente atroces y difíciles. Era habitual que participáramos en investigaciones fuera de nuestro territorio, pero sólo por invitación y era un poco pronto para que Chesapeake hubiera comunicado nada al FBI.
El detective Roche llegó antes que Marino. Traía una bolsa de papel e insistió en que le proporcionara bata, guantes, mascarilla, gorro y fundas de calzado. Mientras estaba en el vestuario, ocupado con su armadura biológica, Danny y yo empezamos a tomar fotografías y a estudiar a Eddings exactamente como nos había llegado, todavía con el traje isotérmico entero, que seguía mojando el suelo con su lento goteo.
—Lleva un buen rato muerto —apunté—. Tengo la sensación de que lo que le sucedió, fuera lo que fuese, se produjo poco después de que se metiera en el río.
—¿Sabemos cuándo fue eso? —preguntó Danny mientras colocaba hojas nuevas de escalpelo.
—Suponemos que después de anochecer.
—No parece muy viejo.
—Veintinueve.
Contempló el rostro de Eddings, y el suyo adquirió una expresión de tristeza.
—Es como cuando llega aquí un niño, o ese jugador de baloncesto que cayó fulminado en el gimnasio la otra semana… —El muchacho me miró—. ¿No le afecta?
—No puedo dejar que me afecte porque tengo que hacer un buen trabajo. Por ellos —respondí mientras tomaba notas.
—¿Y cuando ha terminado? —insistió, mirándome fijamente.
—No terminamos nunca, Danny —le dije—. Nuestro corazón sigue roto el resto de nuestra vida y nunca termina del todo con la gente que ha pasado por aquí.
—Porque no podemos olvidarla… —El muchacho forró el interior de un cuenco con una bolsa para vísceras y lo colocó en el suelo, cerca de mí—. Por lo menos, yo no puedo.
—Si la olvidamos es que algo nos funciona mal —contesté.
Roche asomó desde el vestuario. Con su mascarilla y su traje de papel tenía el aspecto de un astronauta desechable. Se mantuvo a distancia de la camilla, pero lo más cerca que pudo de mí.
—He echado una ojeada a la barca —le dije—. ¿Qué objetos ha retirado de ella?
—Un arma y la cartera. He traído las dos cosas —respondió—. Están en la bolsa. ¿Cuántos pares de guantes lleva?
—¿Y una cámara, carretes, algo de eso?
—Todo lo que había está en la barca. Parece que lleva más de un par…
Roche se inclinó hacia delante y su hombro se apoyó en el mío.
—Sí, llevo dos. —Me aparté de él.
—Supongo que necesito otro par…
—Están en ese armario de ahí —le indiqué mientras abría la cremallera de las húmedas botas de buceo de Eddings.
Corté el traje isotérmico con un escalpelo y abrí el traje ligero por las costuras porque habría resultado demasiado difícil despojarlos del cuerpo ya completamente rígido. Mientras lo liberaba del neopreno, observé su tono rosado y uniforme debido al frío. Le quité el ceñido traje de baño azul. Danny me ayudó a subir el cuerpo a la mesa de autopsias, donde le rompimos la rigidez de los brazos y empezamos a tomar fotografías.
Eddings no tenía lesiones, salvo algunas viejas cicatrices, la mayoría en las rodillas. Pero la biología, mucho antes, le había asestado un golpe en forma de hipospadias, una anormalidad anatómica por la que el conducto de la uretra se abría en la parte inferior del glande y no en el centro. Este moderado defecto debía de haberle causado una gran angustia, sobre todo en la adolescencia. Ya adulto, quizá la vergüenza sufrida había sido suficiente para convertirlo en una persona reacia al sexo.
Durante nuestros encuentros profesionales nunca se había mostrado tímido ni pasivo. De hecho siempre lo había encontrado bastante seguro de sí mismo y encantador, aunque rara vez me dejaba encantar por nadie y menos aún por un periodista. No obstante, tampoco se me escapaba que las apariencias no significaban nada respecto al comportamiento de las personas cuando dos de ellas se encontraban a solas.
Intenté no ir más allá. No quería recordarlo con vida mientras tomaba medidas y realizaba anotaciones en los diagramas sujetos con clips a mi carpeta. Pese a mi propósito, una parte de mi mente se rebelaba contra mi voluntad y me llevó de nuevo a la última ocasión en que lo había visto. Era la semana antes de Navidad y me hallaba en mi oficina de Richmond, de espaldas a la puerta, escogiendo diapositivas de un carrete. No lo oí acercarse hasta que me habló, y al volverme lo encontré en la puerta; llevaba una maceta con un guindillo de Indias cargado de frutos de un rojo brillante.
—¿Le importa si entro? —me preguntó—. ¿O prefiere que me vuelva al coche con esto?
Lo saludé mientras me irritaba contra el personal de recepción. Todos sabían que no debían permitir el paso a los periodistas, sin avisarme, más allá de la barrera blindada y cerrada del vestíbulo, pero Eddings caía demasiado bien, sobre todo a las recepcionistas. Así que entró puso la planta en la moqueta del despacho. El rostro se le iluminó con una sonrisa.
—Se me ha ocurrido que en este lugar tenía que haber algo vivo y feliz. —Sus ojos azules me miraron fijamente y no pude evitar una risilla.
—Espero que no lo diga por mí.
—¿Preparada para darle la vuelta?
El diagrama del cuerpo en la hoja de la libreta reapareció ante mis ojos y me di cuenta de que Danny me estaba hablando.
—Lo siento —murmuré.
El muchacho aún me miraba con preocupación mientras Roche daba vueltas por la sala como si no hubiera estado nunca en un depósito de cadáveres, observando el contenido de las vitrinas y dirigiéndome una mirada de vez en cuando.
—¿Todo en orden? —me preguntó Danny con su tacto habitual.
—Ya podemos darle la vuelta —respondí.
Me estremecí por dentro como una pequeña llama. El día de nuestro último encuentro, Eddings llevaba unos pantalones caqui de montaña y una camiseta negra de comando.
Intenté recordar la expresión de sus ojos y me pregunté si habría en ella algo que presagiara lo que acababa de suceder.
El cuerpo estaba frío al tacto y empecé a descubrir otros aspectos de él que distorsionaban los que ya conocía, lo cual me perturbó todavía más. La ausencia de los primeros molares era signo de ortodoncias. Llevaba coronas muy extensas y muy caras, además de lentes de contacto tintadas que realzaban sus ojos, de un azul 'ya muy subido. Curiosamente, la lente del ojo derecho no se había desprendido al inundarse la escafandra y su mirada apagada resultaba extrañamente asimétrica, como si entre aquellos párpados soñolientos miraran dos muertos, y no uno.
Casi había concluido el examen físico, pero lo que quedaba era lo más ultrajante pues en cualquier muerte que no se debiera a causas naturales era necesario investigar las prácticas sexuales del paciente. Rara vez tropezaba con alguna señal evidente —como un tatuaje— que indicara las tendencias del cadáver, y por norma general nadie que fuera amigo íntimo del difunto se presentaba voluntariamente a proporcionar información. Aunque en realidad poco importaba lo que me dijera nadie, porque no por ello dejaría de buscar indicios de coitos anales.
Roche se aproximó de nuevo a la mesa y se colocó detrás de mí, muy cerca.
—¿Qué busca? —preguntó.
—Proctitis, perforaciones anales, pequeñas fisuras, engrosamiento del epitelio por trauma… —respondí mientras procedía al examen.
—¿Supone usted que era marica?
Roche echó una mirada por encima de mi hombro. A Danny le subió el color a las mejillas y en sus ojos apareció un destello de cólera.
—El anillo anal y el epitelio no muestran señales notables —le indiqué mientras tomaba unas notas apresuradas—. En otras palabras, no presenta ninguna lesión que corresponda a una vida de homosexual activo. Y, oiga, detective, tendrá usted que dejarme más espacio libre.
Notaba su aliento en la nuca.
—Este hombre había estado muchas veces por aquí, haciendo entrevistas, ¿sabe?
—¿Qué clase de entrevistas? —pregunté. Roche me estaba poniendo nerviosa.
—Eso no lo sé.
—¿A quién entrevistó?
—El otoño pasado hizo un reportaje en el varadero de naves fuera de servicio. Probablemente el capitán Green podría darle más detalles.
—Acabo de estar con el capitán y no me ha dicho nada al respecto.
—Creo que el reportaje salió en El piloto virginiano de octubre pasado. No era gran cosa. El típico artículo —continuó—. Personalmente, opino que decidió volver para meter las narices en algo más importante.
—¿Como qué?
—A mí no me pregunte. Yo no soy reportero. —El detective dirigió una mirada a Danny, que estaba al otro lado de la mesa—. Para ser franco, detesto los medios de comunicación. Siempre salen con teorías desquiciadas sin hacer nada por demostrarlas. Y este tipo, un periodista de prestigio que trabajaba para la AP y tal, era bastante famoso por aquí. Se rumoreaba que sus salidas con chicas eran una mera pantalla. Ya sabe a qué me refiero: uno va un poco más allá y no hay nada.
Vi una sonrisa de crueldad en su rostro y me resultó increíble hasta qué punto me caía mal, teniendo en cuenta que nos habíamos conocido aquel mismo día.
—¿Dónde consigue su información? —le pregunté.
—Oigo cosas…
—Danny, vamos a tomar muestras de los cabellos y de las uñas —indiqué.
—Dedico tiempo a hablar con la gente por la calle, ¿sabe? —añadió el detective mientras me rozaba las caderas.
—¿Guardo también unos pelos del bigote? —Danny cogió fórceps y bolsas de un carrito quirúrgico.
—Quizá merezca la pena.
—Supongo que le hará la prueba del sida. —Roche volvió a rozarme.
—Sí.
—Eso quiere decir que sigue pensando que era marica, ¿no?
Ya tenía suficiente. Dejé lo que estaba haciendo.
—Detective Roche —le dije mirándole fijamente y con tono duro—, si quiere seguir en el depósito, déjeme espacio para trabajar. Deje de rozarme y muestre respeto por mis pacientes. Este hombre no ha pedido estar aquí, sobre esta mesa, muerto y desnudo. Y no quiero oír la palabra marica.
—Bueno, puede usted llamarlo como quiera, pero su orientación sexual quizá tenga importancia. —El tipo estaba desconcertado, o tal vez complacido, ante mi irritada reacción.
—No tengo constancia de si este hombre era o no gay —continué—, pero de lo que estoy segura es de que no ha muerto de sida.
Cogí un escalpelo de una carretilla de quirófano y la expresión de Roche cambió bruscamente. Retrocedió, amedrentado de pronto al ver que me disponía a cortar, de modo que ahora tenía un problema más del que ocuparme.
—¿Ha presenciado alguna vez una autopsia? —pregunté.
—Algunas. —Parecía a punto de vomitar.
—¿Por qué no se sienta por ahí? —le sugerí sin demasiada delicadeza mientras me preguntaba por qué Chesapeake lo había asignado a aquel caso—. O salga a recepción.
—¡Qué calor hace aquí dentro!
—Si ha de vomitar, hágalo en la cubeta de desperdicios… —Danny hizo lo posible por no echarse a reír.
—Me sentaré un momento. —Roche se acercó al escritorio situado junto a la puerta.
Efectué rápidamente la incisión en Y, desde los hombros hasta el esternón y de éste a la pelvis. Cuando la sangre entró en contacto con el aire, creí detectar un olor que me hizo detenerme.
—Lipshaw ha sacado un afilador excelente, ¿sabe, doctora? Me gustaría conseguirlo —decía Danny—. Actúa con agua. Uno coloca dentro el instrumento a afilar y lo deja allí.
El olor que captaba era inconfundible, pero me parecía increíble.
—He echado una ojeada a su nuevo catálogo —continuó el muchacho—. Todas esas maravillas que no podemos permitirnos me ponen los dientes largos.
No podía ser.
—Abre las puertas, Danny —le dije con una serena urgencia que lo sobresaltó.
—¿Qué sucede? —preguntó, alarmado.
—Que circule todo el aire posible. Enseguida —ordené.
Danny se movió deprisa, pese a la rodilla lesionada, y abrió las puertas de seguridad que daban al vestíbulo.
—¿Qué sucede? —Roche se irguió en la silla.
—Este hombre despide un olor especial. —No quería divulgar mis sospechas todavía, sobre todo en presencia del detective.
—Pues yo no huelo nada. —Roche se puso en pie y miró a su alrededor, como si aquel olor misterioso fuera algo que se pudiera ver.
La sangre de Eddings tenía un cierto olor a almendras amargas y no me sorprendió que ni Roche ni Danny pudieran detectarlo. La capacidad de captar el olor del cianuro es un rasgo recesivo asociado al sexo que es heredado por menos de un treinta por ciento de la población. Y yo estaba entre la minoría de afortunados.
—Créame —insistí mientras retiraba cuidadosamente la piel de las costillas para no dañar los músculos intercostales—, el cuerpo huele muy raro.
—¿Qué significa eso? —quiso saber Roche.
—No podré saberlo hasta que se efectúen pruebas. Mientras tanto, comprobaremos de nuevo el equipo de inmersión del difunto para asegurarnos de que todo funcionaba normalmente y de que, por ejemplo, no inhaló gases tóxicos por la manguera.
—¿Es usted experta en buceo con manguera?
—No lo he practicado nunca.
Amplié la incisión del centro del tórax en dirección a los costados. Levanté la piel y formé un bolsillo bajo el colgajo de epidermis, que Danny llenó de agua. Después sumergí la mano en el líquido y hundí el escalpelo entre dos costillas, pendiente de la aparición de unas burbujas que indicaran la infiltración de aire en la cavidad torácica debido a algún accidente de buceo, pero no observé ninguna.
—Traigamos el regulador y la manguera de la batea —decidí—. Sería conveniente ponerse en contacto con un experto en buceo para tener una segunda opinión. Danny, ¿conoces alguno por aquí cerca al que podamos llamar en un día festivo?
—En Hampton Roads hay una tienda de artículos de submarinismo que el doctor Mant visita a veces.
Danny buscó el número y llamó, pero aquella nevada Nochevieja la tienda estaba cerrada y al parecer el dueño no se encontraba en casa. El muchacho salió entonces a recepción. Cuando volvió, instantes después, oí una voz conocida que hablaba con él casi a gritos mientras sonaban unas firmes pisadas en el pasillo.
La voz de Pete Marino resonó en la sala de autopsias:
—Si fueras policía, no te dejarían.
—Ya lo sé, pero no lo entiendo —respondió Danny.
—Bueno, pues te daré una buena razón. Con los cabellos tan largos que llevas, los hijoputas de ahí fuera tienen una cosa más que agarrar. Yo me los cortaría. Además, gustarías más a las chicas.
Pete había llegado oportunamente para ayudar a Danny a transportar el regulador y la manguera enroscada y estaba soltando una paternal admonición al muchacho. Nunca me había costado entender por qué Marino tenía problemas terribles con su propio hijo, ya crecido.
—¿Sabes algo de narguiles? —pregunté a Marino cuando entró. Pete contempló el cuerpo con rostro inexpresivo.
—¿El tipo tenía alguna enfermedad extraña?
—Eso que llevas en la mano es un narguile, en la jerga de los buceadores —respondí. Danny y él dejaron el equipo de buceo sobre una mesa de acero vacía, contigua a la que ocupaba el cadáver.
—Por lo visto las tiendas de submarinismo estarán cerradas los próximos días —añadí—, pero el compresor parece muy simple: una bomba impulsada por un motor de cinco caballos que insufla aire a través de una válvula de admisión con filtro y lo envía por la manguera de baja presión conectada al regulador secundario del buceador. El filtro parece que está bien y la entrada de combustible se encuentra intacta. Es lo único que puedo decirte.
—El depósito está vacío —indicó Marino.
—Creo que se le agotó cuando ya había muerto.
—¿Cómo lo sabe? —Roche se había acercado a nosotros y me miraba fijamente, como si en la sala sólo estuviéramos él y yo—. ¿Cómo sabe que no perdió la noción del tiempo, allá abajo, hasta agotar el combustible?
—Aunque le fallara el equipo de respiración —respondí—, tenía tiempo sobrado para salir a la superficie. Sólo estaba a diez metros de profundidad.
—Una distancia muy larga si a uno se le ha enganchado la manguera en alguna parte.
—Quizá, pero si le hubiera sucedido tal cosa podría haberse desprendido de su cinturón de lastres.
—¿Ya ha desaparecido el olor? —preguntó.
—No, pero ahora no es tan intenso.
—¿Qué olor? —quiso saber Marino.
—Su sangre huele muy raro.
—¿A alcohol, quizá?
—No, no se trata de eso.
Marino olisqueó el aire varias veces y se encogió de hombros mientras Roche pasaba por detrás de mí, desviando la mirada para no ver lo que había en la mesa. Ante mi incredulidad y a pesar de mis advertencias y a que disponía de espacio más que suficiente, el detective se atrevió a rozarme otra vez. Marino, corpulento y medio calvo bajo el abrigo forrado de lana, lo siguió con la vista.
—¿Quién es ése? —me preguntó.
—Creo que no os conocéis —murmuré—. Detective Roche, de Chesapeake. Éste es el capitán Marino, de Richmond.
Roche inspeccionaba detenidamente el regulador de buceo. El ruido que hacía Danny al cortar las costillas con las cizallas en la mesa contigua lo ponía nervioso. Su rostro, con una mueca de agobio, volvía a presentar el color del vidrio opalino.
Marino encendió un cigarrillo, y por su semblante deduje que ya había tomado una decisión respecto a Roche, una decisión que Roche conocería enseguida.
—No sé usted —dijo al detective—, pero una cosa que yo descubrí hace tiempo es que cuando uno ha estado en este antro nunca vuelve a ver un hígado como antes. Verá… —Marino guardó el encendedor en el bolsillo de la camisa—. Antes me encantaba comerlo con cebolla —exhaló una bocanada de humo—, pero ahora no me harían probarlo ni a palos.
Roche se inclinó aún más sobre el regulador, hasta casi hundir el rostro en el aparato, como si el olor a goma y a sal fuese el antídoto que necesitaba. Yo reanudé mi trabajo.
—Oye, Danny —continuó Marino—, ¿has vuelto a comer riñones, mollejas o hígado desde que empezaste a trabajar aquí?
—No he probado esas cosas en toda mi vida —dije mientras abríamos la caja torácica—. Pero sé a qué se refiere, capitán. Cuando la gente pide grandes filetes de hígado en un restaurante, salgo casi corriendo, sobre todo si tiene un color mínimamente rosado.
Al dejar los órganos internos al descubierto, el hedor me obligó a echarme atrás.
—¿Otra vez el olor? —preguntó Danny.
—Sí —respondí.
Roche se retiró al rincón más alejado y Marino, después de haberse divertido con él, se acercó hasta detenerse a mi lado.
—Entonces, ¿crees que se ahogó? —se apresuró a preguntar.
—De momento no me lo parece, pero desde luego voy a investigarlo.
—¿Qué puedes hacer para determinar que no ha muerto ahogado?
Marino no tenía gran experiencia con ahogados pues eran pocos los asesinatos que se cometían por tal sistema, y por ello mostraba una profunda curiosidad. Quería entender todo lo que me veía hacer.
—En realidad puedo hacer muchas cosas —comenté sin dejar de trabajar—. Ya he abierto un bolsillo de piel en un costado del tórax, lo he llenado de agua y he introducido el escalpelo en el tórax para comprobar si se producían burbujas. Ahora voy a llenar de agua el saco pericárdico e introduciré una aguja en el corazón para observar si también se forman burbujas. Después buscaré indicios de hemorragias petequiales en el cerebro y comprobaré la presencia de aire extraalveolar en el tejido blando del mediastino.
—¿Qué demostrará todo eso? —preguntó Marino.
—Posibles neumotórax o embolias gaseosas, que pueden producirse a menos de cinco metros de profundidad si el submarinista respira de forma inadecuada. El problema es que el exceso de presión en los pulmones puede provocar pequeños desgarros de los tabiques alveolares, lo cual causa hemorragias y entrada de aire en una o ambas cavidades pleurales.
—Supongo que algo así pudo matarlo.
—Sí-murmuré—. Muy probablemente, sí.
—¿Y no pudo descender o ascender demasiado deprisa? ¿Tú qué opinas? —Marino se había desplazado hasta el otro lado de la mesa de operaciones para observar mejor.
—Los cambios de presión, o barotraumas, asociados al descenso y al ascenso no son muy probables a la profundidad en la que se encontraba —respondí—. Y tal como se puede apreciar, no tiene los tejidos tan esponjosos como cabría esperar si la muerte se debiera a barotrauma. ¿Quieres ponerte ropa de protección?
—¿Para que parezca que trabajo en Terminex? —Marino volvió la mirada hacia Roche.
—Ojalá no pille el sida —apuntó Roche débilmente desde lejos.
Marino se puso bata y guantes mientras yo empezaba a explicar las diversas comprobaciones que necesitaba llevar a cabo para descartar también como causa del óbito la descompresión, la narcosis nitrogenosa o la asfixia por inmersión.
Cuando procedí a introducir una aguja del dieciocho en la tráquea para obtener una muestra de aire en la que investigar la presencia de cianuro, Roche no pudo aguantar más y decidió marcharse. Cruzó la estancia a toda prisa y, con un sonoro crujido del papel, recogió de un estante la bolsa de las pruebas.
—Entonces no vamos a saber nada hasta que tenga los resultados de los análisis, ¿no es así? —preguntó desde la puerta.
—Exacto. De momento están pendientes de determinar la causa y el modo de la muerte. —Hice una pausa y lo miré fijamente—. Tendrá una copia de mi informe cuando esté completo. Y antes de que se vaya, me gustaría ver los efectos personales del muerto.
Roche no estaba dispuesto a acercarse y yo tenía las manos ensangrentadas. Me volví a Marino.
—¿Te importaría? —le dije.
—Será un placer.
Se acercó al detective, cogió la bolsa y murmuró con tono áspero:
—Vamos. Inspeccionaremos esto en el pasillo, mientras toma un poco el aire.
Cruzaron el umbral y, mientras reanudaba mi trabajo, volví a oír los crujidos de la bolsa de papel. Luego oí que Marino desprendía el cargador de una pistola, abría la guía del arma y se quejaba de que no se hubiera comprobado si estaba descargada.
—¡Andar por ahí con esta pistola cargada! ¡Es increíble! —resonó la voz estentórea de Marino—. ¡Como si lo que lleva en la bolsa fuera el bocata para el almuerzo!
—El arma todavía no ha pasado por el laboratorio de búsqueda de huellas.
—¡En ese caso uno se pone unos guantes y quita la munición, como acabo de hacer! ¡Y luego vacía la recámara, como yo he hecho! ¿Dónde estudió usted, en la misma academia de los Keystone Cops donde le enseñaron educación y buenos modales?
Marino continuó en el mismo tono y quedó muy claro por qué se había llevado a Roche al pasillo. Desde luego, no había sido para que tomara el aire. Danny me miró de reojo desde el otro lado de la mesa y ensayó una sonrisa.
Momentos después, volvió Marino, moviendo la cabeza. Roche no apareció más. Me sentí aliviada con su marcha y se notó.
—¿Pero se puede saber qué pasa con ese tipo? —pregunté.
—Que piensa con la cabeza que Dios le ha dado —respondió Marino—. La que tiene en la entrepierna.
—Como les decía, el detective ha estado por aquí un par de veces para molestar al doctor Mant respecto a algún asunto —dijo Danny—. Lo que no he precisado es que siempre han hablado arriba, en el despacho. En todas las ocasiones se ha negado a bajar al depósito.
—¡Vaya sorpresa! —exclamó Marino, burlón.
—Me han contado que cuando estaba en la Academia se hizo el enfermo el día que estaba programada la sesión práctica de autopsias —continuó Danny—. Además, hace muy poco que lo trasladaron de la sección de delitos juveniles. En realidad apenas lleva un par de meses como detective de homicidios.
—¡Maravilloso! —exclamó Marino—. El tipo ideal para encargarle un caso como éste.
—¿Hueles el cianuro? —le pregunté.
—No. Lo único que huelo ahora mismo es mi cigarrillo. Y eso es exactamente lo que quiero.
—¿Y tú, Danny?
—No, doctora. —Me pareció decepcionado.
—Hasta el momento no encuentro ninguna prueba de que fuera un accidente de buceo. No hay burbujas en el corazón ni en el tórax, no presenta enfisema subcutáneo ni tiene agua en el estómago ni en los pulmones. Todavía no sé si presenta congestión… —Corté otra sección del corazón—. Bueno, sí, ahí se ve la congestión cardíaca, pero se debe a que el lado izquierdo del músculo cardíaco falló antes que el derecho. En otras palabras, debido a la propia muerte. Y también se aprecia cierto enrojecimiento del tabique estomacal, lo cual concuerda con los efectos del cianuro.
—Doctora —dijo Marino—, ¿hasta qué punto lo conocías?
—En el plano personal, en realidad no sabía nada de él.
—Bien, voy a contarte qué había en la bolsa porque Roche no sabía lo que tenía entre manos y no he querido decírselo.
Por fin se despojó del abrigo y buscó un lugar seguro donde colgarlo. Se decidió por el respaldo de una silla y encendió otro cigarrillo.
—Estos suelos me matan los pies, maldita sea —masculló mientras se acercaba a la mesa donde estaban el regulador y la manguera—. Y deben de ser una tortura para tu rodilla —le dijo a Danny.
—Una auténtica tortura.
—Eddings llevaba consigo una pistola Browning de nueve milímetros con un acabado Birdsong pardo terroso —dijo Marino.
—¿Qué es eso del acabado Birdsong? —preguntó Danny.
—El señor Birdsong es el Rembrandt de las armas. Es el hombre a quien uno envía su arma cuando quiere impermeabilizarla y pintarla de modo que se confunda con el paisaje —explicó Marino—. En pocas palabras, lo que hace Birdsong es desmontarla, limpiarla con un chorro de arena y luego rociarla con teflón, que se endurece al horno. Todas las pistolas del GRR llevan un acabado Birdsong.
El GRR era el Grupo de Rescate de Rehenes del FBI. Dada la cantidad de artículos que había escrito Eddings sobre las fuerzas del orden, estaba segura de que habría tenido contactos con la Academia del FBI en Quantico y con sus agentes mejor preparados.
—Por lo que explica, yo diría que los submarinistas de la Marina también deben de usarlo —apuntó Danny.
—Ellos, los equipos SWAT, los grupos antiterroristas y tipos como yo. —Marino repasó de nuevo el conducto de combustible del compresor y las válvulas de admisión—. Y la mayoría utilizamos también miras Novak como la que él llevaba. Pero lo que no tenemos es munición KTW para penetrar metal, a la que llaman «matapolicías».
Levanté la mirada hacia él.
—¿Llevaba munición recubierta de teflón?
—Diecisiete balas. Una en la recámara. Todas con laca roja en el fulminante, para impermeabilizarlas.
—Pues esa munición no la consiguió aquí. Por lo menos no la adquirió legalmente, porque lleva varios años prohibida en Virginia. Y en cuanto al acabado de la pistola, ¿estás seguro de que es de Birdsong, la misma empresa que utiliza el FBI?
—Sí, me parece que tiene el toque mágico de Birdsong —replicó Marino—. Aunque también hay otras firmas que hacen trabajos similares, por supuesto.
Abrí el estómago del cadáver mientras el mío seguía agarrotado. Eddings siempre había parecido un gran defensor de las fuerzas del orden. Había oído que solía viajar en coches patrulla y que acudía a las fiestas campestres de la policía y a sus bailes. Nunca me había parecido un experto en armas y me asombraba que hubiera cargado una pistola con una munición ilegal que tenía la infame reputación de que se utilizaba para asesinar y lisiar a los mismos agentes que le servían de fuente de información y con los que, tal vez, mantenía amistad.
—El contenido gástrico se reduce a una pequeña cantidad de fluido pardusco —continué—. No había comido antes del momento de la muerte. Era de esperar, si se proponía sumergirse.
—¿Hay alguna posibilidad de que le llegaran los humos de escape del compresor? Supongamos que el viento soplaba en la dirección precisa… —apuntó Marino, sin dejar de estudiar el aparato—. ¿Eso podría explicar su tono rosado?
—Investigaremos la presencia de monóxido de carbono, desde luego. Pero eso no explica el olor que noto —insistí.
—Usted cree que es un caso de asesinato, ¿verdad? —intervino Danny.
—Nada de esto debe salir de aquí. —Tiré de un cable eléctrico que pendía de un carrete colgado del techo y enchufé la sierra de Stryker—. Ni una palabra a nadie, ni a la policía de Chesapeake, hasta que estén terminados los análisis y redacte el informe oficial. No sé qué ocurre aquí ni qué sucedió en la escena de la muerte, de modo que aún debemos ser más cautos de lo habitual.
Marino miraba a Danny.
—¿Cuánto tiempo llevas trabajando en este tugurio? —le preguntó.
—Ocho meses.
—Has oído bien lo que ha dicho la doctora, ¿verdad?
Danny lo miró, sorprendido ante el cambio de tono de Marino.
—Sabrás tener la boca cerrada, ¿verdad? —continuó Marino—. Eso significa no darse importancia ante los amigos ni intentar impresionar a la familia o a la novia. ¿Te enteras bien?
Danny contuvo la cólera mientras practicaba una incisión en torno a la coronilla, de oreja a oreja. Marino continuó su ataque, que parecía completamente inmotivado.
—Mira, si se produce alguna filtración, la doctora y yo sabremos de dónde procede.
Danny tenía una expresión tensa mientras retiraba una parte del cuero cabelludo hacia atrás y levantaba la otra hacia adelante, hasta los ojos, para dejar a la vista el cráneo. Al hacerlo, el rostro de Eddings se desmoronó, triste y flojo, como si supiera lo que estaba sucediendo y lo lamentara. Puse en marcha la sierra y la sala se llenó con el agudo aullido del metal al cortar el hueso.