La última madrugada del año más sangriento en Virginia desde la Guerra de Secesión, encendí la chimenea y me senté ante una ventana en la que sabía que, al amanecer, divisaría el mar. A la luz de una lámpara, envuelta en una bata, estaba revisando las estadísticas anuales de mi oficina relativas a accidentes de coche, ahorcamientos, palizas, tiroteos, apuñalamientos y demás, cuando el teléfono sonó desconsideradamente a las cinco y cuarto.
—Maldita sea —murmuré. Empezaba a arrepentirme de mi ofrecimiento de atender las llamadas al doctor Phillip Mant—. ¡Está bien, está bien!
La desvencijada casa de campo de Mant estaba escondida tras una duna en un austero municipio de la costa de Virginia llamado Sandbridge, entre la base naval anfibia de la Marina y el refugio nacional de la vida salvaje de Back Bay. Mant era mi forense ayudante jefe en el distrito de Tidewater y, desgraciadamente, su madre había fallecido la semana anterior, en Nochebuena. En circunstancias normales, el regreso a Londres para poner en orden los asuntos familiares no habría constituido una emergencia para el sistema forense del estado de Virginia, pero la patóloga forense ayudante de Mant ya estaba de baja por maternidad y el supervisor del depósito de cadáveres había dejado su puesto de trabajo hacía poco tiempo.
—Domicilio de los Mant —respondí mientras el viento agitaba las siluetas oscuras de los pinos tras los cristales.
—Aquí el agente Young, de la policía de Chesapeake —dijo una voz que sonaba a la de un varón blanco criado en el Sur—. Querría hablar con el doctor Mant.
—Está en el extranjero —respondí—. ¿Puedo ayudarle en algo?
—¿Es usted la señora Mant?
—Soy la doctora Kay Scarpetta, forense jefe. Sustituyo al doctor Mant.
Tras un titubeo, la voz continuó:
—Nos ha llegado información sobre una muerte. Una llamada anónima.
—¿Sabe dónde se ha producido la supuesta muerte? —Empecé a tomar notas.
—Según parece, en el varadero de naves fuera de servicio de la Marina.
—¿Perdón?
El hombre repitió lo que acababa de decir.
—¿Estamos hablando entonces de un submarinista de la Marina?
Me sentí desconcertada, porque tenía entendido que los únicos buceadores autorizados a sumergirse entre los viejos buques amarrados en el varadero eran los especialistas de la Marina cuando estaban de maniobras.
—No sabemos quién es, pero quizá buscaba recuerdos de la Guerra de Secesión.
—¿De noche?
—Señora, la zona está prohibida a menos que uno disponga de autorización, pero eso no ha impedido que algún curioso haya entrado en anteriores ocasiones. Se cuelan con los botes cuando ya ha anochecido.
—¿Es eso lo que el comunicante anónimo ha insinuado que había sucedido?
—Más o menos.
—Eso es bastante interesante.
—Lo mismo pienso yo.
—Y todavía no se ha encontrado el cuerpo… —murmuré. Me intrigaba que aquel agente llamara a un médico forense a una hora tan temprana, cuando aún no se tenía constancia de que existiera un cuerpo ni había siquiera una denuncia de desaparición.
—Ya estamos dando una batida y la Marina enviará unos buceadores, de modo que tendremos controlada la situación si aparece, pero quería que usted lo supiera. Y haga el favor de expresarle mis condolencias al doctor Mant.
—¿Sus condolencias? —repetí con perplejidad, pues no entendía que el hombre llamara preguntando por Mant si ya conocía su situación.
—Me he enterado de que ha fallecido su madre.
Apoyé la punta del bolígrafo en el papel.
—¿Me puede dar su nombre y un número donde llamarlo?
—Soy el agente S. T. Young.
Tomé nota de su número de teléfono y colgamos. Contemplé el fuego mortecino de la chimenea y me levanté a añadir leña. Me sentía inquieta y sola. Me hubiera gustado estar en Richmond, en mi casa, con velas en las ventanas y el árbol de Navidad decorado con felicitaciones de mi pasado. Deseaba escuchar a Mozart y a Haendel en lugar de oír el ulular del viento en el tejado y lamenté haber aceptado el amable ofrecimiento de Mant para que me quedase en su casa en vez de alojarme en un hotel.
Reanudé la lectura del informe estadístico, pero no dejaba de darle vueltas al asunto. Imaginé las aguas lentas del río Elizabeth, que en esa época del año estarían a menos de quince grados y en las que la visibilidad quedaría reducida, como mucho, a medio metro.
Una cosa era sumergirse en invierno a pescar ostras en la bahía de Chesapeake o salir a treinta millas de la costa en pleno océano Atlántico para explorar un porta aeronaves alemán hundido u otras maravillas por las que merecía la pena ponerse un traje de buceo, y otra muy distinta sumergirse en el río Elizabeth, donde la Marina varaba las embarcaciones decomisadas. No me cabía en la cabeza que alguien buceara solo en aquellas aguas, de noche y en invierno, para buscar cualquier curiosidad o artefacto, y pensé que la denuncia resultaría una broma.
Me levanté de la butaca y me dirigí al dormitorio principal, donde mis pertenencias se habían dispersado por toda la estancia, pequeña y gélida. Me desnudé deprisa y tomé una ducha rápida pues el primer día había descubierto que el calentador de agua tenía sus limitaciones. En realidad no me sentía a gusto en la ventosa casa del doctor Mant, con las paredes de pino nudoso de color ámbar y los suelos pintados de marrón oscuro en los que destacaba cada partícula de polvo. Daba la impresión de que mi ayudante jefe, el británico doctor Mant, vivía en las oscuras garras de las rachas de viento. Cada instante que pasé en su casa, amueblada con lo indispensable, me sentí perturbada por sonidos cambiantes que a veces me hacían incorporarme en la cama en plena noche y buscar a tientas mi arma.
Envuelta en la bata y con los cabellos recogidos en una toalla, inspeccioné el dormitorio y el baño de invitados para asegurarme de que todo estaba en orden para la llegada a mediodía de mi sobrina Lucy. Después pasé revista a la cocina, que resultaba penosa en comparación con la mía. Parecía que no me había olvidado nada el día anterior, cuando fui en coche hasta Virginia Beach para comprar, pero lo cierto es que tendría que pasarme sin trinchador de ajos, amasador de pasta, procesador de alimentos y horno a microondas.
Empezaba a preguntarme seriamente si Mant comía allí alguna vez, e incluso si pasaba alguna noche en la casa. Por lo menos me había preocupado de meter en el equipaje parte de mi cubertería y de mi batería de cocina, y eran pocas las cosas que no podría improvisar con mis cazuelas y cuchillos.
Leí un rato más y me quedé dormida a la luz de una lámpara de brazo flexible. El teléfono me sobresaltó de nuevo y descolgué el auricular mientras mis ojos se acostumbraban a la luz diurna que me daba en el rostro.
—Aquí el detective C. T. Roche, de la policía de Chesapeake —dijo otra voz de varón que no reconocí—. Tengo entendido que sustituye al doctor Mant y necesitamos rápidamente una respuesta de usted. Parece que ha habido un accidente de buceo en el varadero de naves fuera de servicio de la Marina, con un fallecido. Tenemos que ir allí y recuperar el cadáver.
—Un agente suyo me informó hace unas horas por teléfono. Supongo que se trata del mismo caso, ¿no?
A su largo silencio siguió un comentario bastante a la defensiva.
—Según todas mis noticias, yo soy el primero en notificárselo.
—Un agente llamado Young me ha llamado a las cinco y cuarto de la madrugada. Déjeme ver… —Repasé la lista de llamadas—. Las iniciales eran S, de Sam, y T, de Tom.
Tras otra pausa, el hombre al teléfono respondió en el mismo tono:
—Mire, no sé a quién se refiere, porque aquí no tenemos a nadie con ese apellido.
Mi corazón empezó a bombear adrenalina mientras tomaba notas. Eran las nueve y trece minutos. Estaba perpleja por lo que el hombre acababa de decirme. Si el primer comunicante no era policía, ¿quién era y por qué había llamado? Además, ¿cómo era que conocía a Mant?
—¿Cuándo se ha descubierto el cuerpo?
—Hacia las seis, un guardia de seguridad del varadero observó la presencia de una batea de fondo plano anclada detrás de uno de los barcos. Había una larga manguera que penetraba en el agua, como si hubiera algún buzo en el otro extremo. Cuando comprobaron que pasaba una hora sin que el individuo asomara, nos llamaron. Bajó un submarinista y, como le he dicho, hay un cuerpo.
—¿Está identificado?
—Recuperamos una cartera en la batea. El permiso de conducir va a nombre de un varón blanco llamado Theodore Andrew Eddings.
—¿El periodista? —dije incrédula—. ¿Ted Eddings?
—Treinta y dos años, pelo castaño y ojos azules, según la foto. Tiene una dirección en Richmond, en West Grace Street.
El Ted Eddings que conocía era un prestigioso periodista de investigación de la Associated Press. Apenas pasaba una semana sin que me llamara por algo. Me quedé tan sorprendida que por un momento fui incapaz de pensar de un modo coherente.
—También recuperamos una pistola de nueve milímetros —añadió el policía.
—Esa identificación no debe facilitarse a la prensa ni a nadie más, bajo ningún concepto, hasta que esté plenamente confirmada —dije con tono muy firme.
—No se preocupe por eso. Ya se lo he advertido a todo el mundo.
—Bien. ¿Y nadie tiene idea de qué hacía ese individuo buceando en ese varadero? —pregunté.
—Quizá buscaba objetos de la Guerra de Secesión.
—¿En qué se basa para decir eso?
—Mucha gente busca balas de cañón y otras cosas de esa época en los ríos de por aquí —respondió—. Bueno, seguimos adelante y lo sacamos para que no permanezca en el agua más tiempo del necesario.
—No. No quiero que nadie lo toque. Y además no cambiará nada si lo dejamos un rato más en el agua.
—¿Y qué hará usted? —La voz volvía a tener un tono defensivo.
—No lo sabré hasta que llegue ahí.
—Bueno, no creo necesario que venga…
—Detective Roche —lo interrumpí—, no es usted quién para decidir si es necesaria mi presencia, o qué puedo hacer o dejar de hacer cuando llegue.
—Verá, tengo a toda esa gente aguardando y para esta tarde se espera una nevada. A nadie le apetece rondar por los embarcaderos.
—Según el código de Virginia, el cadáver es jurisdicción mía, no de ustedes ni de ningún otro cuerpo de policía, de bomberos, de rescate ni de ningún servicio de pompas fúnebres. Que nadie toque el cadáver hasta que yo lo diga.
Lo dije con suficiente énfasis como para que el detective comprendiera que sabía ser muy dura.
—Tendré que decirle a todo el equipo de rescate y a los del varadero que habrá que esperar, y la noticia no les va a gustar. La Marina ya me está presionando para que despeje la zona antes de que se presente la prensa.
—Este caso no es jurisdicción de la Marina.
—Eso, dígaselo usted. Los barcos son suyos.
—Se lo diré encantada. Mientras tanto, dígales a todos que voy para ahí-le indiqué antes de colgar.
Pensé que podía tardar muchas horas en volver a la casa y dejé una nota en la puerta con crípticas instrucciones a Lucy para que pudiera entrar si yo no estaba. Escondí la llave donde sólo ella podría encontrarla, preparé el maletín médico y cargué el equipo de inmersión en el portaequipajes del Mercedes negro. A las diez menos cuarto la temperatura había subido a nueve grados, y mis intentos de ponerme en contacto con el capitán Pete Marino, en Richmond, habían resultado infructuosos.
—¡Gracias a Dios! —murmuré cuando por fin sonó el teléfono del coche. Descolgué—. Scarpetta.
—Soy yo.
—¡Has conectado el intercomunicador! ¡Estoy asombrada!
—Si tanto te asombra, ¿por qué me has llamado? —Por su tono de voz parecía contento de hablar conmigo—. ¿Qué sucede?
—¿Sabes ese reportero que te cae tan mal? —Tuve buen cuidado de no dar detalles porque tal vez nuestra comunicación estaba intervenida mediante aparatos de escucha.
—¿Cuál de ellos?
—Ése que trabaja para la AP y que siempre ronda por mi oficina.
Marino hizo una pausa, pensativo, antes de preguntar:
—¿Y qué sucede? ¿Tienes una cita con él?
—Es probable que sí, por desgracia. Voy camino del río Elizabeth. Acaban de llamar de Chesapeake.
—Espera un momento. No se tratará de esa clase de citas, ¿verdad? —Su tono de voz estaba cargado de malos presagios.
—Me temo que sí.
—¡Joder!
—Sólo tenemos un permiso de conducir, así que todavía no podemos asegurarlo con rotundidad. Voy a llegarme hasta allí y echar un vistazo antes de mover el cuerpo.
—Espera un momento —dijo Marino—. ¿Por qué tienes que hacerlo tú? ¿No puede ocuparse otro de ese asunto?
—No. Es preciso que vea ese cadáver tal como ha sido encontrado —repetí. Marino, siempre demasiado protector, estaba muy disgustado. No era preciso que dijera una palabra más para que yo me diera cuenta de ello—. He pensado que tal vez querrías echar un vistazo a su casa en Richmond.
—Sí, claro que quiero.
—No sé qué vamos a encontrar.
—Por mí, ojalá hubieras dejado que ellos lo descubrieran primero, fuera lo que fuese.
En Chesapeake tomé la salida del río Elizabeth, doblé a la izquierda por High Street y dejé atrás iglesias de ladrillo, recintos de exposición de coches usados y casas móviles. Más allá de la cárcel de la ciudad y del cuartel central de la policía, los barracones de la Marina se diseminaban por el panorama amplio y deprimente que formaba un recinto de desguace rodeado por una valla oxidada rematada con alambre de espino. En medio de varias hectáreas de terreno cubiertas de piezas metálicas y hierbajos se alzaba una planta de producción de electricidad que, al parecer, quemaba desperdicios y carbón para suministrar al astillero la energía necesaria para desarrollar su trabajo, lúgubre e indolente. Aquel día las chimeneas estaban apagadas y todas las grúas del dique seco permanecían inmóviles en sus raíles. Al fin y al cabo estábamos en Nochevieja.
Me dirigí hacia un edificio principal construido de bloques de hormigón con un enlucido ocre, más allá del cual se extendían largos malecones asfaltados. Cuando llegué ante la verja de entrada salió de la garita un joven con ropas civiles y casco de operario. Bajé el cristal de la ventanilla mientras las nubes se arremolinaban en el cielo barrido por el viento.
—Ésta es zona restringida —me dijo. Su rostro no mostraba la menor expresión.
—Soy la doctora Kay Scarpetta, la forense jefe —respondí al tiempo que le mostraba la placa que simbolizaba mi jurisdicción sobre cualquier muerte súbita, desasistida, inexplicada o violenta que se produjera en la demarcación de Virginia.
El hombre se inclinó hacia la ventanilla, examinó mi credencial y levantó varias veces la vista, para contemplarme y observar el coche.
—¿Usted es la forense jefe? —dijo por último—. ¿Y cómo es que no trae el coche de muertos?
Ya había oído aquella pregunta otras veces.
—El coche de muertos es cosa de las agencias funerarias y yo no trabajo para ninguna de ellas —respondí con paciencia—. Yo soy médico forense.
—Necesitaré algún otro documento de identificación, señora.
Le entregué el permiso de conducir, completamente convencida de que seguiría sufriendo obstáculos como aquél cuando el centinela me diera vía libre.
El hombre se apartó del coche y se acercó a los labios un intercomunicador portátil.
—Unidad once a unidad dos —dijo, y me volvió la espalda como si fuera a transmitir algún secreto.
—Aquí dos —llegó la respuesta.
—Tengo aquí a una tal doctora Scaylatta. —El tipo pronunció mi apellido peor que casi todo el mundo.
—Recibido. La estamos esperando.
—Señora-me dijo el centinela—, siga recto y encontrará un aparcamiento a la derecha. —Indicó la dirección con la mano—. Tiene que dejar el coche allí y caminar hasta el malecón dos, donde encontrará al capitán Green. Es a él a quien tiene usted que ver.
—¿Y dónde encontraré al detective Roche? —inquirí.
—A quien debe ver es al capitán Green —me repitió el hombre.
Subí el cristal de la ventanilla mientras él abría una cancela tachonada de rótulos que advertían de que iba a entrar en una zona industrial en la que corría el riesgo de impregnarme de pintura en aerosol, donde se requería equipamiento de seguridad y donde quien aparcaba lo hacía bajo su propia responsabilidad. A lo lejos, deslustrados cargueros grises y naves de desembarco de tanques, junto a dragaminas, fragatas e hidroaviones, parecían intimidar al frío horizonte. En el segundo malecón vi ambulancias y vehículos policiales, a cuyo alrededor se había congregado un pequeño grupo de hombres.
Dejé el coche donde me había dicho el centinela y me dirigí hacia ellos con paso decidido. Había dejado el maletín médico y el equipo de inmersión en el vehículo, de modo que los hombres vieron acercarse a una mujer de mediana edad con las manos vacías y abrigada con botas de montaña, pantalones de lana y un tabardo verde oliva. En cuanto pisé el malecón, un hombre canoso y distinguido, de uniforme, me interceptó muy serio como si estuviera entrando en una propiedad privada.
—¿Qué desea? —preguntó en un tono que me obligaba a detenerme, mientras el viento le desordenaba los cabellos y daba color a sus mejillas.
Expliqué de nuevo quién era.
—¡Ah, bien! —Su tono de voz no decía lo mismo, desde luego—. Soy el capitán Green, del Servicio de Inteligencia de la Marina. En realidad, no es necesario que sigamos con esto. —Dejó de mirarme y se volvió hacia otro hombre que estaba cerca—. Tenemos que desalojar a esos agentes de policía…
—Disculpe, ¿quiere decir al SIM? —lo interrumpí, pues estaba decidida a aclarar aquello inmediatamente—. Según mis datos, este varadero no es propiedad de la Marina. Si lo fuera, yo no debería estar aquí; el caso sería jurisdicción de la Marina y la autopsia del cuerpo la llevarían a cabo sus patólogos.
—Señora —replicó el capitán, como si mi comentario hubiera puesto a prueba su paciencia—, el varadero es una instalación gestionada por un contratista civil, y efectivamente no es propiedad de la Marina, pero ésta tiene un comprensible interés por el asunto porque, según parece, algún submarinista buceaba sin autorización en torno a nuestros barcos.
—¿Se le ocurre alguna teoría sobre por qué alguien iba a hacer tal cosa? —pregunté mientras miraba a mi alrededor.
—Algunos buscadores de tesoros creen que en estas aguas van a encontrar balas de cañón, campanas de viejas naves u otros chismes y artefactos antiguos.
Nos hallábamos entre el carguero El Paso y el submarino Explorer, cuyos cascos flotaban en el río, deslustrados y rígidos. El agua parecía café con leche y pensé que la visibilidad sería aún peor de lo que había temido. Cerca del submarino había una plataforma de buceo, pero no observé rastro alguno de la víctima, del grupo de rescate ni de la policía que, al parecer, trabajaba en el suceso. Pregunté a Green al respecto mientras una racha de viento húmedo me dejó el rostro aterido. La respuesta del capitán fue volverme la espalda de nuevo.
—¡Joder! No puedo pasarme aquí todo el día esperando a Stu —comentó al otro hombre, que vestía pantalones de peto y una mugrienta chaqueta de esquí.
—Podríamos obligar a Bo a presentarse aquí, capitán —fue la respuesta.
—De eso, nada —replicó Green, que parecía conocer muy bien a aquellos trabajadores del varadero—. No tiene objeto llamar a ese muchacho.
—Todos sabemos que a esta hora de la mañana ya no lo encontraremos sobrio —dijo otro hombre, de barba larga y enmarañada.
—Quítate allá que me tiznas, dijo la sartén al cazo… —comentó Green, y todos se echaron a reír.
El hombre de la barba tenía unas facciones como carne picada para hamburguesas. Me observó con mirada astuta y penetrante mientras encendía un cigarrillo, protegiendo la cerilla del viento entre sus manos, ásperas y desnudas.
—No había tomado un trago desde ayer, ni siquiera de agua —aseguró entre nuevas risas de sus compañeros—. Hace un frío de cojones. Debería llevar un abrigo más grueso —añadió, abrazándose.
—El que está frío de verdad es ése de ahí abajo —apuntó otro trabajador del varadero con un castañeteo de dientes. Al oír el comentario me di cuenta de que se refería al buceador muerto—. ¡Frío, frío!
—Ahora ya no lo nota.
Dominé mi creciente irritación y dije a Green:
—Ya sé que está impaciente por empezar a actuar. Yo también lo estoy, pero no veo por aquí ningún policía ni equipos de rescate. Tampoco he visto la batea ni la zona del río donde se ha localizado el cuerpo.
Noté media docena de pares de ojos fijos en mí y escruté los rostros, curtidos por la intemperie, de lo que habría podido ser una pequeña banda de piratas vestida para los tiempos modernos. Yo no estaba invitada a su club secreto y la escena me recordó un tiempo, años atrás, en que el aislamiento y el trato descortés aún conseguían hacerme llorar.
—La policía está dentro, utilizando los teléfonos —respondió finalmente Green—. Ahí, en el edificio principal, el que tiene la gran ancla en la fachada. Y es posible que los buceadores también estén dentro, tratando de mantenerse calientes. La brigada de rescate está en un embarcadero al otro lado del río, esperando su llegada. Tal vez le interese saber que la policía acaba de encontrar en ese mismo embarcadero un camión y un remolque, al parecer propiedad de la víctima. Si quiere seguirme… —El capitán echó a andar—. Le enseñaré el lugar que le interesa. Supongo que se propone bajar con los otros buceadores.
—Así es. —Avancé a su lado por el muelle.
—Realmente no sé qué espera descubrir.
—Hace mucho que aprendí a no esperar nada, capitán Green.
Al pasar ante los barcos viejos y desvencijados, observé una gran cantidad de cables metálicos que salían de los cascos y se hundían en las aguas.
—¿Qué son? —pregunté.
—Protectores catódicos —respondió el capitán—. Transportan una carga eléctrica para reducir la corrosión.
—Supongo que los habrán desconectado…
—Viene de camino un electricista que cortará la luz de todo el muelle.
—Tal vez el buceador tocó esos protectores. No creo que le resultara fácil verlos.
—Aunque los tocara, la carga eléctrica es muy débil —respondió el capitán, como si todo el mundo tuviera que saberlo—. Es como recibir un calambre con una pila de nueve voltios. Los protectores no lo mataron; eso ya puede tacharlo de su lista.
Nos habíamos detenido al final del muelle, donde quedaba a la vista la popa del submarino parcialmente hundido. Anclada a menos de diez metros había una batea de aluminio de fondo plano, de color verde oliva, con una larga manguera negra que salía del compresor, colocado en un tubo interior en el lado del copiloto. El fondo de la batea estaba lleno de herramientas, piezas de equipo de buceo y otros objetos que, sospeché, habían sido inspeccionados de forma bastante descuidada. Me sentí más irritada de lo que me hubiera gustado demostrar.
—Lo más probable es que se ahogara —decía Green—. Casi todas las muertes de buceadores que he visto han sido por asfixia. Es posible morir en aguas tan poco profundas como éstas. Y así resultará en este caso.
—El equipo de ese desgraciado es poco corriente, desde luego —dije sin hacer caso de sus dogmas médicos.
Green contempló la embarcación, que apenas se movía en la corriente.
—Un compresor. Sí, algo así no es nada habitual por aquí.
—Cuando encontraron la batea, ¿todavía funcionaba?
—No. Había consumido el carburante.
—¿Qué me puede decir del aparato? ¿Es un artilugio casero?
—No, es comercial —explicó el capitán—. Un compresor de cinco caballos de potencia, a gasolina, que aspira aire de la superficie a través de una manguera de baja presión conectada a un regulador secundario. El tipo podía quedarse abajo cuatro, cinco horas, mientras le durara el combustible.
Green no apartó la vista de la embarcación.
—¿Cuatro o cinco horas? —Me volví hacia él—. ¿Para qué? Lo entendería si estuviera pescando langostas u orejas marinas. —No obtuve respuesta y continué—: ¿Qué hay ahí abajo? Y no me diga que restos de la Guerra de Secesión, porque los dos sabemos que por aquí no se encuentra de eso.
—En realidad ahí abajo no hay nada de nada.
—Pues el tipo creía que sí-insistí.
—Por desgracia para él, se equivocaba. Fíjese en esas nubes que se acercan. Al final va a caer una buena. —Se subió las solapas del abrigo hasta las orejas—. Supongo que será usted una buceadora consumada…
—Desde hace muchos años.
—Tendré que ver su licencia de submarinismo.
Dirigí una mirada a la batea y al submarino próximo mientras me preguntaba hasta qué punto se proponía aquella gente regatearme su cooperación.
—Si quiere bajar, debe llevar encima el documento —insistió Green—. Pensaba que lo sabía.
—Y yo pensaba que este recinto no era jurisdicción de los militares.
—Cierto, pero conozco las normas del lugar. No importa quién tenga la jurisdicción. —El capitán me miró fijamente.
Le sostuve la mirada.
—Ya veo —repliqué—. Y supongo que necesitaré otro permiso si quiero aparcar el coche en el embarcadero para no tener que cargar con mi equipo casi un kilómetro, ¿no?
—Efectivamente, necesita un permiso para aparcar en el embarcadero.
—Pues no tengo ninguno. Y tampoco llevo encima los títulos de submarinista avanzada y de experta en rescates, ni la licencia de buceo. Tampoco llevo conmigo las licencias para practicar la medicina en Virginia, en Maryland y en Florida.
Hablé con toda calma y serenidad, y al ver que no conseguía sacarme de mis casillas se mostró aún más terco. Parpadeó varias veces y noté que me detestaba.
—Es la última vez que le pido que me deje hacer mi trabajo —continué—. Se ha producido una muerte no natural y estamos en mi jurisdicción. Si no está dispuesto a colaborar, con mucho gusto llamaré a la policía del estado, al juez de guardia o al FBI. Tengo el teléfono móvil aquí, en el abrigo. —Indiqué el bolsillo con unas palmaditas.
—Si quiere bucear, por mí se puede lanzar de cabeza. —El capitán se encogió de hombros—. Pero tendrá que firmar un documento que libere al varadero de cualquier responsabilidad si sucede alguna desgracia, y dudo mucho que tengamos aquí un impreso adecuado para la declaración.
—Comprendo. Ahora debo firmar un documento que usted no tiene.
—Exacto.
—Bien —murmuré—. En ese caso redactaré esa nota librándolo de responsabilidad.
—Tendrá que hacerlo un abogado, y hoy es festivo…
—Yo soy abogada y trabajo todos los días.
Al capitán se le tensaron los músculos de la mandíbula y me di cuenta de que no iba a molestarse en exigir más documentos porque había comprobado que podía proporcionárselos. Empezamos a desandar lo andado y noté un nudo de aprensión en el estómago. No deseaba hacer aquella inmersión y no me gustaba la gente que había encontrado aquella mañana. Desde luego no era la primera vez que me veía enredada en una alambrada burocrática por algún caso que involucraba al Gobierno o a grandes negocios. Pero esto era distinto.
—Dígame una cosa —Green empleaba de nuevo un tono de voz desdeñoso—, ¿los forenses jefes siempre examinan personalmente los cuerpos en el lugar donde los encuentran?
—No, casi nunca.
—Entonces, dígame por qué es necesario en esta ocasión.
—El escenario de la muerte desaparecerá en el momento en que se retire el cuerpo. Creo que las circunstancias son lo bastante insólitas como para merecer una inspección ocular mientras sea posible. Y como me ocupo provisionalmente del distrito de Tidewater, resulta que atendí en persona la llamada de aviso.
Green guardó silencio unos instantes, y a continuación hizo otro comentario irritante:
—Déle al doctor Mant mis condolencias por lo de su madre. ¿Cuándo volverá al trabajo?
Intenté recordar la llamada telefónica de aquella madrugada y la voz de aquel tipo, el tal Young, con su exagerado acento sureño. Green no parecía natural del Sur pero yo tampoco, y eso no significaba que no pudiera imitar el acento.
—No estoy segura de cuándo regresará —respondí con cautela—. ¿Pero cómo es que lo conoce?
—A veces los casos se superponen, quieras que no.
No supe muy bien a qué se refería.
—El doctor Mant entiende la importancia de no entrometerse —continuó Green—. Trabajar con gente así es estupendo.
—¿La importancia de no entrometerse en qué, capitán?
—En si un caso es de la Marina, por ejemplo, o si corresponde a tal o cual jurisdicción. La gente puede entrometerse de muchas maneras distintas. Todas son problemáticas y pueden resultar peligrosas. Ese buceador, por ejemplo. Se metió donde no debía y vea qué ha sucedido.
Yo me había detenido y lo miraba con incredulidad.
—Deben de ser imaginaciones mías —murmuré—, pero creo que me está amenazando…
—Vaya a buscar su equipo. Puede aparcar más cerca, junto a esa verja de ahí —dijo él mientras se alejaba.