Kang yacía boca abajo, contemplando con horror el burbujeante magma. Le recordaba aquella vez, durante una batalla cerca de Pax Tharkas, cuando había tropezado con un nido de víboras. Las serpientes estaban enroscadas entre sí en un retorcido nudo, de manera que era imposible calcular su número o siquiera ver dónde empezaba una serpiente y dónde terminaba otra.
Aturdido por el calor, Kang vio un sinnúmero de ojos, ojos vacíos, que lo observaban fijamente; vio incontables dragones de fuego agitándose y retorciéndose, trepando unos sobre otros, levantándose de la lava fundida de la que se encarnaban mágicamente.
Si estas criaturas escapaban no sólo invadirían Thorbardin, sino que diezmarían Krynn.
«Ésta —fue la conclusión a la que llegó paulatinamente— es la tarea que la Reina Oscura nos ha encomendado: no matar uno o dos dragones de fuego, sino destruir el nido de víboras».
Volvió los ojos, que le ardían de dolor, hacia la varita mágica.
«No pensó en ningún momento que saliéramos con vida de esta misión —comprendió Kang—. Somos su brigada de la muerte, como los legendarios caballeros que cabalgaron en la última batalla junto a… ¿Cómo se llamaba? —El comandante no podía pensar con claridad—. Huma o algo por el estilo». Tampoco es que eso importara mucho.
—¡Señor! ¡Señor! —Alguien le llamaba a voces—. ¡Comandante!
Kang deseó que la voz se callara. ¿Por qué no lo dejaban en paz alguna vez? ¿Qué querían ahora? ¿Que los volviera a sacar de un apuro? ¿Que salvara sus escamosos pellejos otra vez? Pues iban a sufrir una gran decepción, porque se estaba durmiendo y se precipitaría en el magma…
Una rociada de agua cayó sobre él y siseó al entrar en contacto con sus escamas chamuscadas, pero consiguió que volviera a ser consciente de lo que ocurría a su alrededor. Una garra lo tenía sujeto por el correaje y lo apartaba del pozo de lava a rastras.
Unos cuantos pasos más allá, la mano lo soltó en el suelo.
—¿Estáis bien, señor? —preguntó Slith. El lugarteniente tenía un odre de agua en la mano.
Kang se sentó. Tenía la garganta en carne viva y su respiración era trabajosa, por lo que no pudo responder con palabras, aunque se las ingenió para asentir con la cabeza.
—Quedaos aquí y descansad, señor. Nosotros nos ocuparemos de esos reptiles.
Slith se alejó antes de que Kang tuviera oportunidad de contestar y regresó a la batalla.
—Tenemos que acabar con ellos —dijo el comandante, hablando consigo mismo, atontado por el calor, los vapores nocivos y el dolor—. Tenemos que matarlos a todos. Ésas son mis ordenes.
Pero parecía que iba a ocurrir todo lo contrario. El dragón ensartó a un bozak con su garra, y Kang vio morir al draconiano. Tuvo la fuerza justa para arrastrarse sobre el suelo y apartarse antes de la explosión.
El dragón de fuego murió, pero la cabeza de otro asomó para ocupar su puesto. Kang oyó una segunda explosión, lo que significaba que otro bozak había muerto. ¿Cómo iban a combatir contra una criatura a la que ni siquiera podían acercarse sin que se les levantaran ampollas en la piel? Se sentó en el suelo, mirando en derredor a nada en particular, aquejado de un extraño y terrible letargo, esperando la muerte.
Su mirada errabunda se alzó hacia el abovedado techo de la enorme caverna. Unas estalactitas, consecuencia de la roca fundida por el calor, semejaban grandes dientes, y el resplandor del fuego se reflejaba en ellas, tiñéndolas de rojo. Era como si Kang se encontrara dentro de las fauces llenas de dientes de una criatura gigantesca. Unas fauces que estaban a punto de cerrarse sobre todos ellos…
—Eso es —dijo Kang.
Se puso de pie, superada la sensación de aletargamiento. Buscó y encontró a Slith, que estaba luchando a cierta distancia.
—¡Retirada! —gritó a pleno pulmón, y su voz estentórea retumbó en la cámara—. ¡Replegaos!
Slith miró a su alrededor y contempló fijamente a su comandante para asegurarse de que había oído bien.
Kang gesticuló, señalando la salida de la cámara que estaba justamente a la espalda de los draconianos.
—¡Replegaos! —gritó. Tenía la garganta en carne viva, y paladeó el gusto a sangre—. ¡Regresad por donde habéis venido!
Slith asintió con la cabeza, empezó a impartir órdenes concisas, y los draconianos iniciaron una retirada ordenada, llevándose consigo a los heridos, sin el pánico demostrado por los indisciplinados enanos. No era una desbandada. Los dragones de fuego se lanzaron sobre ellos, y las llamas crepitaron a su alrededor. Varios draconianos más cayeron, pero el resto no rompió filas ni vaciló.
Kang los observó mientras se retiraban, y sintió en su pecho un cálido sentimiento de orgullo por sus hombres. Era una sensación agradable, la mejor para un adiós. Esperó hasta que el último draconiano hubo salido. Entonces Slith se volvió y fue en ese momento cuando se dio cuenta de que su comandante no los había seguido.
El lugarteniente pareció a punto de regresar corriendo a rescatarlo, pero, gracias a la Reina Oscura, se quedó donde estaba. Sabía que Kang tenía un plan, y confiaba en su buen juicio.
Kang deseó tener tanta seguridad como él.
Uno de los dragones de fuego, furioso por haber perdido a su presa, se volvió y vio a Kang. Abrió las fauces de par en par y se lanzó sobre él.
El draconiano levantó la varita y apuntó, no al dragón, sino al techo de la caverna.
—La próxima vez, decidnos la verdad, majestad —musitó—. No es preciso recurrir al engaño para que os sirvamos.
La varita emitió un fuerte destello azul que se intensificó y se ramificó en pequeños rayos que se entretejieron sobre su superficie. Kang sintió cólera, la cólera de su soberana. No iba dirigida contra él, sino a la fatalidad que estaba aniquilándola y que pronto la expulsaría de su trono, de su mundo. Él no lo supo ni lo comprendió entonces, pero éste fue un último acto airado de Takhisis, un último estallido de cólera, una bofetada al rostro del Padre que había vuelto para vengarse de sus hijos, los dioses.
Un relámpago blanco azulado, zigzagueante, salió disparado de la varita y se descargó en el techo, exactamente encima del pozo de lava. Las estalactitas explotaron y se precipitaron sobre el agujero del magma en una lluvia de cascotes, que machacó los cuerpos de los dragones de fuego. Algunos quedaron aplastados cerca de borde del agujero mientras que otros consiguieron escapar y desaparecieron rápidamente, sumergiéndose en las ardientes profundidades del pozo.
Los pedruscos también cayeron alrededor de Kang, pero el draconiano aguantó firme, manteniendo el rayo de cegadora luz apuntado al techo. El mismo haz de energía lo protegía de los cascotes que se precipitaban sobre él, una ventaja que fue una sorpresa para Kang y por la que se sintió muy agradecido. Los trozos de roca que chocaban en el halo de luz que lo rodeaba rebotaban inofensivos y caían al suelo dando tumbos.
Siguió el desprendimiento, y una nube de polvo se alzó en el aire al tiempo que grandes cantidades de magma viscoso salpicaban el suelo de la caverna. Kang ya no veía el techo, pero siguió apuntando en esa dirección.
Un sordo retumbo sacudió la caverna. A los pies de Kang apareció una grieta que se extendió hasta el borde del pozo de lava. El suelo se estaba resquebrajando.
—¡Señor!
Era la voz de Slith, gritando en medio del caos.
Kang empezó a retroceder paso a paso, en dirección a la salida que había a su espalda, la misma por la que los enanos se habían marchado, pero mantuvo su mirada y su mente concentradas en la destrucción de la caverna.
La cámara estaba ahora mucho más oscura, ya que la cegadora luz iba perdiendo intensidad a medida que el pozo se llenaba de rocas y escombros. Con suerte, esto significaría que los dragones estaban muriendo. Poco después, la única luz que brillaba en la caverna era el resplandor azul que lo rodeaba y, de repente, también se apagó.
La varita era un objeto muerto en la mano de Kang.
Las rocas lo alcanzaron, piedras pequeñas y esquirlas que habían salido disparadas por el aire y que laceraban su escamosa piel. Un gran pedrusco cayó junto a él, muy cerca. Una piedra del tamaño de un puño lo golpeó en un hombro, y otra roca le desgarró un ala.
La caverna se estaba desplomando, y Kang dio un salto desesperado hacia la seguridad de la salida. Aterrizó de bruces, se rompió las costillas y se quedó sin respiración. No podía moverse, no podía coger aire. El suelo empezó a sacudirse y a combarse bajo él. Las rocas se estrellaban a su alrededor con gran estruendo.
Unas figuras oscuras, bajas, lo rodearon; unas manos, manos con dedos, no con garras, lo asieron; unos rostros velludos se inclinaron sobre él. Los enanos lo levantaron tirando del correaje y lo llevaron a rastras hacia la salida. Una vez allí, lo soltaron en el suelo.
Kang levantó la cabeza y los miró con ojos nublados. Apenas le restaban fuerzas.
Uno de los enanos se agachó y recogió la varita de la mano inerme del draconiano.
—Ha sido un placer hacer negocios contigo —dijo, y salió corriendo.
Entonces, alrededor de Kang todo fue oscuridad.
Y también dentro de él.