38

Los enanos avanzaron unos cuantos pasos vacilantes hacia el interior de la cámara. El calor y los vapores eran sofocantes. El pozo de magma brillaba y ardía con más fuerza que el fuego más tórrido de una fundición. Los que se atrevieron a mirarlo vieron lava burbujeando y agitándose. La salida estaba a su izquierda, en un ángulo de unos noventa grados, y el pozo se encontraba directamente al frente.

Los enanos se pegaron a la suave pared de la caverna y avanzaron por el borde del agujero. El calor hirviente rebosaba del pozo, y una sensación de temor exprimió todo vestigio de valor en los enanos del mismo modo que ellos exprimieron el sudor de sus barbas. Aferraron sus hachas con más fuerza y continuaron avanzando.

—¡He visto unos ojos! —gritó Barreno, señalando—. ¡Unos ojos en el pozo!

Los otros enanos se pararon; sus rostros brillaban por el sudor, y el resplandor rojo de la lava se reflejaba en las hojas de las hachas.

Selquist tragó saliva con esfuerzo, intentando encontrar alguna humedad en su boca reseca. En toda su vida había tenido tanto miedo; jamás habría creído que sería capaz de estar tan aterrorizado. Soltó una risita corta que no resultó muy convincente al interrumpirse con el brusco movimiento de su nuez para pasar el nudo que tenía en la garganta.

—¡Qué imaginación tienes, Barreno! —dijo al tiempo que volvía a tragar saliva otra vez e intentaba contener el temblor nervioso de sus manos. También él había visto los ojos, pero prefería hacer caso omiso de ellos—. Tendrías que ir a Palanthas y estudiar para bardo. Ésos no eran ojos, sólo eran… sombras. Vamos, sigamos adelante.

La orden fue obedecida de buena gana. Lo que más deseaban los enanos era salir de este sitio. Habían dado veinte pasos y todavía se encontraban a cierta distancia de su punto de destino cuando un terrible bramido retumbó al otro lado de la cámara.

Los enanos se volvieron a parar y se miraron los unos a los otros.

—¡Ésa era la voz de un draconiano! —chilló Majador.

—Primero, un grell; luego, unos ojos con llamas por cejas; y ahora, draconianos aullando —rezongó Selquist—. ¡Esos malditos daewars! No era necesario que escondieran el tesoro en un sitio tan conflictivo.

—¡Mira! ¡Allí, a la derecha! —gritó Mortero.

Selquist miró en la dirección señalada, pero una estalactita enorme le tapaba la vista. El draconiano volvió a gritar, pronunciando palabras que ninguno de ellos entendía. A esto le siguió un fuerte destello de luz, una luz azul que no era natural, y el ruido de agua corriendo, sonando a su derecha, al otro lado del pozo de lava.

Los enanos no estaban dispuestos a quedarse allí para ver qué pasaba a continuación, así que echaron a correr. Casi estaban a mitad de camino de su meta cuando ésta desapareció repentinamente tras una densa nube de vapor.

Los enanos se atragantaron, jadearon y parpadearon. Todo desapareció en el espeso vapor, incluidos ellos mismos.

—¡Quedaos quietos donde estáis! —chilló Selquist—. ¡Manteneos juntos!

Todos los enanos que oyeron la orden dedujeron que se refería a los demás, pero no a ellos en particular. Cada cual pensaba que era el que tenía que correr hacia la salida, y, en consecuencia, avanzaron a trompicones en medio de la niebla, gritando e intentando encontrar la salida a tientas.

Sumándose al miedo y a la confusión estaban los ruidos terribles que venían de la niebla: los gritos de un draconiano y unos sobrecogedores siseos y rugidos. La niebla empezó a disiparse, y, cuando finalmente pudieron ver, los enanos descubrieron que estaban dispersados por toda la cámara, algunos a punto de precipitarse en el pozo de magma. En ese momento, el suelo y las paredes empezaron a sacudirse.

El ruido de un desprendimiento retumbó a su derecha. La caverna se estaba desplomando.

Los enanos se dirigieron, una vez más, hacia la salida, con Selquist a la cabeza. Él era el único que había seguido su propio consejo, y, cuando las volutas de vapor lo envolvieron, se quedó parado y esperó a que se disiparan. Tan pronto como pudo localizar la salida, corrió en esa dirección. Un grito a su espalda le hizo volver la cabeza y, de forma involuntaria, frenó el paso.

Un enano estaba delante del ardiente pozo; parecía haberse vuelto de piedra, ya que no se movía mientras que, en el agujero, había algo que sí se movía. Una cabeza de fuego y humo, con los ojos tan vacíos como la eternidad, surgió entre los vapores.

Selquist no había visto un dragón hasta ese momento, y menos uno como éste, pero de inmediato supo identificar a la criatura como un dragón de fuego. Lo único que sabía de ellos era que no se consideraba recomendable quedarse mucho tiempo cerca de uno.

El dragón lanzó una bocanada de fuego al enano, que al instante ardió en llamas. Gritando por el torturante dolor, el enano se tambaleó, dio un mal paso, y se precipitó con un espantoso aullido al pozo de magma.

El terror y el sobrecogimiento dejaron a Selquist y a los demás incapaces de moverse o pensar. Otro de ellos se convirtió en una antorcha viviente, prendida por el aliento del dragón. La bestia estaba saliendo del pozo mientras giraba la cabeza para no perder de vista a sus víctimas.

Selquist comprendió de repente que, a menos que alguien hiciera algo, iban a morir todos.

—¿Qué estamos haciendo? ¿Qué nos está pasando? —se preguntó en voz alta mientras se golpeaba la frente varias veces para librarse de la horrible sensación de impotencia.

Conseguido su propósito, se esforzó en sacar a sus amigos del estupor que los paralizaba.

—¡Barreno, corre! ¡Majador, pedazo de idiota, lárgate de aquí! ¡Mortero, imbécil, espabila! ¡Oh, que Reorx os lleve, papanatas! ¿Qué haríais sin mí?

Los negros, vacíos ojos, se enfocaron en Vellmer, que estaba inmóvil, temblando como una hoja al viento. Su hacha cayó al suelo con un sordo golpe metálico. El dragón inhaló.

Selquist enarboló su hacha y la lanzó.

Por desgracia, nunca había sido muy bueno en el lanzamiento de hacha, ya que siempre había tenido mejores cosas en las que emplear el tiempo que entretenerse en practicar lanzamientos sobre troncos de árboles, una de las diversiones preferidas entre los enanos más belicosos. Sus brazos no eran particularmente musculosos, y eran más aptos para trepar a ventanas de pisos altos que para arrojar armas pesadas. Erró el tiro, ya que no le dio suficiente impulso hacia arriba para que el hacha volara en arco por el aire, como era aconsejable al lanzar un hacha contra un dragón.

El arma no acertó a la bestia en absoluto, pero sí que dio en un blanco. Acertó a Vellmer, aunque por fortuna lo golpeó con la parte roma de la hoja.

El maestro destilador se derrumbó de bruces como un árbol talado, y el chorro de fuego expulsado por el dragón pasó por encima de él sin causarle daño.

El lanzamiento de Selquist había errado la diana, pero encendió el coraje en los corazones de los otros enanos.

—¡Al ataque! —gritó Mortero, que, siendo un lanzador mucho mejor que su amigo, arrojó el hacha contra el dragón y alcanzó a la bestia en el ojo izquierdo.

El dragón se agitó, sacudiendo la cabeza a uno y otro lado. El ojo era una masa sanguinolenta que empezó a escurrir por la mejilla del monstruo.

Envalentonados, aprovechando la ventaja del momento de distracción de la bestia, los otros enanos lanzaron sus hachas y todo lo que tenían a mano contra el dragón de fuego. Cubierto por el ataque de sus compañeros, Selquist corrió hacia el pozo, donde Barreno y Majador estaban inclinados sobre Vellmer, intentando en vano hacerlo volver en sí.

—¡Deprisa! ¡Arrastradlo hacia la salida! —Selquist agarró al inconsciente maestro destilador por el cuello de la camisa—. ¡Espero contar con aguardiente gratis durante un año por este favor! Vosotros dos, cogedlo por los brazos.

Majador y Barreno lo agarraron uno de cada brazo y empezaron a arrastrar a Vellmer hacia la salida.

Los enanos se habían quedado sin armas que arrojar al dragón, pero continuaron atacando lanzando piedras, odres, e incluso sus botas claveteadas.

Aturdido por la andanada de proyectiles, el monstruo empezó a agacharse. Pero no estaba acabado y, sacudiendo la llameante cresta, buscó con el ojo sano en derredor para encontrar y destruir a estos molestos latosos.

—¡Retirada! —gritó Selquist cuando fue evidente que ya no tenían nada más para arrojar.

Los enanos dieron media vuelta y huyeron, deteniéndose sólo para recoger a sus compañeros heridos.

El dragón se abalanzó repentinamente al tiempo que escupía un chorro de fuego. La llamarada alcanzó a varios de los que estaban más cerca del pozo. Las ardientes brasas prendieron en sus ropas, su cabello y sus barbas. Trastabillaron y cayeron, gritando a sus compañeros que nos los abandonaran.

Una salmodia sonó en algún sitio detrás del dragón, y de la oscuridad teñida de rojo salió corriendo un draconiano al tiempo que entonaba su grito de guerra. Sostenía una varita reluciente en una mano y su espada en la otra; su cabeza y su pecho estaban protegidos por una capa de reluciente escarcha que relucía como una armadura. A medida que el draconiano se aproximaba al dragón, el grito aumentó de volumen y se hizo más y más penetrante. Su grito de guerra fue coreado y repetido por los otros draconianos que llegaban en ayuda de su comandante.

El dragón intentó encontrar a los nuevos enemigos, pero parecían estar atancándolo desde todas direcciones. El primer draconiano llegó junto a él y se agachó para esquivar la dentellada que le lanzó. La armadura de escarcha mágica empezó a derretirse por el terrible calor, pero protegió al draconiano el tiempo suficiente para hincar su espada en el ojo derecho de la bestia.

El dragón sacudió la cabeza hacia un lado en un intento de quitarse la espada clavada, pero el draconiano aguantó, hundiendo aún más la afilada hoja hasta que pareció que iba a precipitarse en el pozo ardiente. Soltando la empuñadura en el último instante, cayó pesadamente al suelo. El dragón abrió las fauces y estaba a punto de devorarlo cuando los demás draconianos llegaron allí y formaron un frente defensivo alrededor de su comandante caído. Uno de ellos agarró al corpulento draconiano y lo arrastró lejos del pozo.

—¡Ahora! —gritó Mortero, y con los pocos enanos que quedaban ilesos corrieron a rescatar a los que habían caído y los pusieron a salvo.

Las espadas de los draconianos centellearon bajo el rojizo resplandor mientras descargaban tajos y estocadas. El dragón levantó bruscamente la cabeza y lanzó zarpazos con sus poderosas garras delanteras. Una de las arremetidas alcanzó a uno de los bozaks en la espalda y lo atravesó de parte a parte. El bozak forcejó un momento y después quedó inerte.

—¡Poneos a cubierto! —gritó Selquist, que había visto morir a un bozak en una ocasión y sabía lo que venía a continuación—. ¡Agachaos todos!

Evidentemente, los draconianos también sabían lo que iba a ocurrir, y echaron a correr de vuelta hacia la entrada. El draconiano que tenía la varita gateó en dirección opuesta.

La piel y los músculos del bozak se deshicieron, dejando al aire el esqueleto. El dragón sacudía la pata delantera intentando librarse de los restos del draconiano enganchados en su garra cuando los huesos explotaron. La cabeza de la bestia reventó, y el fuego brotó de su cráneo. El dragón se hundió en el pozo de magma.

—¡Por Reorx, hay más! —gritó Mortero, desesperado.

La lava del agujero borbotaba, y unas olas de lava ardiente sobrepasaron el borde y rompieron sobre la roca de la orilla.

—¡Tiene que haber cientos de ellos! —jadeó Majador.

—Estupendo —dijo Selquist mientras se frotaba las manos.

—¿Estupendo? —chilló Barreno—. ¿Es que estás loco?

—No, estoy muy cuerdo —replicó fríamente su amigo—. Esto significa que ya no tenemos que preocuparnos por los draconianos. Van a estar muy ocupados en los próximos minutos. —De pie en el umbral de la cámara, Selquist gritó—: ¡Corred hacia el túnel! ¡Por aquí! ¡Deprisa!

Un tercer dragón empezaba a salir del pozo, y parecía mucho mayor que los anteriores; además, detrás de él venían más.

—Eh, vosotros, confío en que hayáis acabado con esas bestias para cuando volvamos, ¿queréis? —les gritó a los draconianos.

Los enanos ayudaron a los heridos a ponerse de pie; esto incluía a Vellmer, que exigía saber quién lo había golpeado en la cabeza.

—Un draconiano —dijo Selquist rápidamente, y señaló—. Aquel tipo grande de allí, el que tiene un ala rota.

Vellmer gruñó rabioso mientras se frotaba la cabeza.

—Se va a enterar —amenazó, encolerizado.

—Tendrás que ponerte a la cola. El dragón tenía amiguetes. Además, ¿no tienes un trabajo pendiente?

Vellmer recordó que, efectivamente, así era. Se dio media vuelta y, a pesar de las piernas temblorosas, echó a correr en pos de los demás enanos túnel adelante, el túnel que, finalmente, iba a conducirlos hasta el tesoro.

Selquist estaba a punto de ir tras ellos cuando se le ocurrió algo.

—¡Mortero! ¡Majador! ¡Esperad aquí un momento! —gritó—. Tengo una idea.