24

Selquist regresó a casa magullado y vapuleado, pero por lo demás ileso y con el preciado libro sujeto con fuerza entre sus brazos. Al girar en una esquina vio a la mitad de la población de Celebundin que iba hacia él.

—¡Rayos y centellas! —masculló Selquist. Primero, draconianos, y ahora, sus vecinos. Lo único que le faltaba para que la noche fuera completa era que un puñado de kenders le cayera del cielo.

Se guardó el libro debajo de la camisa. A la cabeza de la multitud iban el jefe de combate y el gran thane, este último armado con un rodillo de amasar.

Al ver a Selquist, Milano hizo que el grupo se parara y extendió los brazos en un gesto protector delante del gran thane.

—Cuidado, señor, yo me encargaré de esto. ¡Podría ser uno de ellos! ¡No des un paso más! —le gritó a Selquist.

Éste soltó un suspiro de fastidio y se detuvo.

—¿Quién va? —Milano adelantó la antorcha y casi se la metió a Selquist en la cara.

—Soy yo, Cernícalo, Selquist —contestó, irritado—. ¡Cuidado con esa antorcha, casi me has prendido fuego a la barba!

—¿Cómo puedo estar seguro de que eres quien dices? —Milano observaba fijamente al otro enano.

—Atraviésalo con la espada —sugirió Vellmer, el maestro destilador y uno de los lugartenientes de Milano—. Si muere, entonces es que es Selquist, y si se convierte en un draconiano, entonces sabremos que no es él.

—Quizás es a ti a quien deberían atravesar con una espada, Vellmer —respondió Selquist al tiempo que lanzaba una mirada venenosa al maestro destilador—. Te noto un cierto tinte verdoso en la piel. Por casualidad no te estarán saliendo escamas, ¿verdad?

Los que estaban cerca de Vellmer lo observaron con gestos de alarma y se apartaron de él rápidamente.

—Y ya puestos, Cernícalo, ¿cómo sé que eres tú realmente? —demandó Selquist, que venteó el aire—. Tienes un cierto olorcillo a pescado.

—La verdad es que lo tiene, ¿sabéis? —dijo el gran thane en voz baja.

Los otros enanos empezaron a alejarse del jefe de combate.

Milano se volvió hacia sus tropas.

—¡Comí pescado salado para cenar, así que dejaos de tonterías! Esto es exactamente lo que quieren que pase esos hombres lagarto. ¡Si empezamos a desconfiar los unos de los otros, puede que acabemos prendiendo fuego a este pueblo como hicimos con el suyo! Y, hablando de draconianos —se volvió hacia Selquist—, he estado charlando con esos inútiles amigos tuyos. Aseguran que unos draconianos irrumpieron en tu casa. ¿Adónde fueron? ¿Los has visto?

Selquist se encogió de hombros y adoptó una actitud de falsa modestia.

—Los perseguí calle adelante. Consiguieron escapar, pero antes me las ingenié para darle una cuchillada a uno de ellos. —Mostró la daga manchada de sangre—. Ese hombre lagarto será uno de los que lo pensarán dos veces antes de volver a Celebundin.

—Es la hazaña más valerosa que he visto en mi vida, ¿no es cierto, jefe de combate? —preguntó el gran thane, que miraba a Selquist con respeto.

Milano resopló con desdén y observó a Selquist con desconfianza.

—¿Desde cuándo te has convertido en un héroe?

—Desde que los míos están amenazados —respondió el enano al tiempo que adoptaba una actitud orgullosa.

El gran thane y todos los demás enanos aplaudieron. El jefe de combate estaba tan rabioso que por la comisura de los labios le salió un poco de espuma.

—Y ahora regreso a mi casa —añadió Selquist—. Estoy muy cansado. Luchar contra los draconianos es agotador, sobre todo cuando hay que hacerlo solo. Qué curioso que aparecieras después de que hubiera pasado el peligro, Cernícalo.

Tras hincar su lanza verbal para que se retorciera en el estómago del jefe de combate, Selquist hizo una respetuosa reverencia al gran thane, que le palmeó la espalda y le dijo que era un tipo muy valeroso. Después la multitud se dispersó para ir en busca de más draconianos, en especial los que podrían haberse escondido en las tabernas.

Selquist echó a andar calle adelante. Estaba disgustado, cansado y de mal humor, una combinación que le hizo dejar de lado su habitual cautela. No miró hacia atrás para ver si lo seguían, como tenía por costumbre; en lo único que pensaba era en estar de vuelta en casa y comprobar los daños sufridos por su preciado libro.

Al llegar se encontró con la casa muy iluminada, ya que sus tres compañeros estaban convencidos de que los draconianos podían saltar sobre ellos desde las sombras en cualquier momento. Selquist se paró un instante ante la puerta para examinar las cerraduras rotas. Sacudió la cabeza tristemente, entró en su casa, y cerró la puerta tras él.

—¡Selquist! —exclamó Majador, con los ojos muy abiertos—. ¡Has vuelto!

—¡Selquist! —Barreno corrió hacia su amigo y lo estrechó en un fuerte abrazo—. ¡Pensé que no volvería a verte!

—Qué gran valentía la tuya —manifestó Mortero, que lo miraba pasmado—. Nunca vi a nadie actuar con tanto coraje, corriendo tras esos draconianos sin más armas que un cuchillo para defenderte.

—¿Los mataste? —preguntó, anhelante, Barreno.

—¿Recuperaste el libro? —demandó Majador.

—¿Oíste algo en el jardín al entrar? —inquirió Mortero atemorizado mientras echaba una ojeada a la ventana.

—No, sí y no —respondió Selquist—. Sólo era el gato. Por amor de Reorx, Mortero, no dejes correr tu imaginación como el resto de esos idiotas. —Rezongando, metió la mano en la camisa, sacó el libro y lo puso sobre la mesa.

Dio un respingo, se puso pálido, hizo unos ruidos extraños, como si se ahogara, y se agarró a los bordes de la mesa para no desplomarse en el suelo.

—¿Estás seguro de que es nuestro libro? —preguntó Barreno—. No parece el mismo.

—Eso es porque le falta la cubierta —repuso Majador mientras abría el volumen y pasaba las páginas—. ¿Qué te pasa, Selquist? Falta la cubierta, eso es todo. Todavía podemos ir en busca del tesoro. El resto del libro no ha sufrido daño alguno…

—¡El mapa! —dijo Selquist, o le pareció que decía, ya que articuló las palabras como un borboteo incomprensible.

—¿Qué? —preguntó Barreno a Majador.

—Creo que ha dicho algo del jardín —intervino Mortero, que empezó a incorporarse para ir a echar un vistazo por la ventana.

Entonces Selquist lanzó un grito angustiado que frenó en seco a su amigo. Temiéndose lo peor, Mortero giró rápidamente sobre sí mismo esperando ver un ejército de draconianos irrumpiendo en la casa.

—¿Dónde? ¿Qué? —exclamó.

A Selquist no lo estaba atacando nadie. Había cogido el libro y lo examinaba frenéticamente, dándole la vuelta, poniéndolo en posición invertida, sacudiéndolo.

—¡Nada!

Con un gemido angustioso, se dejó caer pesadamente en la silla y hundió la cabeza entre los brazos.

—¡Ah, oh! —exclamó Barreno, que finalmente había entendido lo que pasaba—. El mapa ha desaparecido.

—¿Eso es todo? —Mortero resopló—. Pensé que te estaban estrangulando como poco. En cuanto al mapa, lo recuerdo perfectamente. Puedo dibujarte otro igual. —Chasqueó los dedos.

Selquist alzó el rostro lleno de lágrimas hacia su amigo.

—¿Puedes hacerlo? —susurró sin atreverse a albergar esperanzas.

—Sí, y de lo que no me acuerde, estoy seguro de que Majador podrá completarlo —añadió Mortero.

—Puedes apostar a que sí —manifestó su hermano—. Soy muy bueno con los mapas.

—¿Recuerdas dónde está el tesoro y… y los huevos draconianos y todo lo demás? —preguntó Selquist frenético—. ¿Recuerdas cómo ir allí? ¿Todas las advertencias sobre los tramos peligrosos?

—¡Otra vez ese ruido! —exclamó Mortero—. ¡Te digo, Selquist, que hay algo ahí fuera, en el jardín!

—¡Oh, al infierno con el maldito jardín! —barbotó Selquist. Se incorporó de un salto, se abalanzó sobre Mortero, lo agarró por la pechera de la camisa y lo sacudió—. ¡Dime si puedes dibujar mi mapa!

—Pues claro que sí —aseguró su amigo mientras hacía que Selquist le soltara la camisa—. Dame algo donde escribir.

Selquist encontró una página en blanco —aparte de estar un poco chamuscada y manchada de sangre— en el libro daewar y se la tendió a Mortero.

Barreno corrió a buscar un trozo de carboncillo, y Majador trajo unas jarras con cerveza para ayudar en la ejecución del trabajo artístico.

Mortero cogió el carboncillo y empezó a dibujar. Los otros tres enanos se inclinaron sobre él, echándole el aliento en el cogote.

—¡No! —dijo Selquist, apuntando con el dedo—. Eso está mal. Esta bifurcación va hacia la izquierda.

—Ni hablar —se opuso Mortero con irritación.

—Pues claro que sí. Barreno, ¿tú que opinas?

—Creo que aquí es donde los tres caminos se bifurcaban…

—No, aquí es donde la pared estaba cegada —argumentó Majador.

La discusión y la ejecución del mapa continuó.

Mortero no oyó más ruidos procedentes del jardín.

A Milano no le gustaba Selquist. No confiaba en él. Y tampoco le gustaban sus amigos ni confiaba en ellos. El jefe de combate estaba al tanto de las salidas que Selquist hacía de vez en cuando, cosa que era en sí misma muy sospechosa. A diferencia de sus parientes lejanos, los kenders, a los que aquejaba una enfermedad conocida como «ansia viajera» y cuya permanencia en un sitio se limitaba por lo general al tiempo que durara su sentencia en prisión, a los enanos no les gustaba viajar. Eran gentes muy hogareñas, aferradas al terruño. La mayoría nacía, vivía y moría en el mismo pueblo y probablemente en la misma casa o en una cercana.

El propio Milano era uno de los pocos enanos que habían viajado, y en una ocasión había estado en Pax Tharkas por accidente, durante la Guerra de la Lanza. Su intención no era ir allí, pero durante una batalla contra las tropas del Señor del Dragón Verminaard, defendiendo Celebundin, un Dragón Rojo hizo un picado, atrapó a Milano con sus garras y se lo llevó volando hasta la fortaleza, donde fue interrogado por el Señor del Dragón.

Lo que más vio Milano de Pax Tharkas fueron sus mazmorras, que en opinión de los kenders eran muy bonitas, pero que no se hallaban en las mejores condiciones por aquel entonces, ya que estaban sucias, apestosas y abarrotadas. Milano había perdido toda esperanza de escapar cuando un arrojado grupo de aventureros se presentó en la fortaleza y cortó de raíz la prometedora carrera de Verminaard como un auténtico dictador perverso. Pax Tharkas fue liberada del ejército de los Dragones, y Milano fue rescatado de las mazmorras.

Cuando el enano cruzó la puerta de la celda ya no dejó de caminar hasta que llegó a su pacífico valle, del que juró que jamás volvería a salir. La triste experiencia vivida lo afirmó en su convicción de que las únicas personas de este mundo que viajaban eran mala gente y criminales.

Y, según los informadores de Milano, Selquist viajaba. No sólo eso, sino que estaba ausente durante varios días con sus noches. Y, por si fuera poco, se llevaba a otros enanos en sus correrías, con el agravante de que animaba a sus amigos a emular sus costumbres errabundas. Milano sabía de buena tinta que Majador y Mortero habían faltado de su casa durante casi una semana y que acababan de regresar.

Pero ahora el jefe de combate había adivinado toda la trama. Sabía dónde había estado Selquist y lo que se traía entre manos. Y también sus amigos.

¡Estaban confabulados con los draconianos!

Milano odiaba a los draconianos con una intensidad que sólo un enano era capaz de sentir y que perduraría a través de los siglos. Su raza era de las que no olvidaban un insulto jamás y rara vez lo perdonaban. Las disputas se transmitían de generación en generación, pasando de padre a hijo, de madre a hija. Los pleitos de sangre entre familias eran patrimonio de todos los enanos. Un hermano de Milano había muerto a manos de los draconianos durante la Guerra de la Lanza, y, aunque este grupo de draconianos no era el autor del asesinato, el jefe de combate culpaba de ello a toda la raza.

Sólo había otra etnia a la que Milano odiaba más que a la draconiana, sin pensar en la raza kender (que no incluía en la cuenta porque cualquier persona de Krynn que estuviera en su sano juicio odiaba a los kenders), y ésa era la de los enanos que habitaban Thorbardin. Los Enanos de las Montañas nunca habían hecho nada personal a Milano; el jefe de combate los odiaba por simple cuestión de principios.

Cuando los draconianos se instalaron en el valle, Milano se había encolerizado e insistió en lanzar varios asaltos para intentar acabar con ellos. Estos ataques no habían tenido mayor resultado que matar alguno que otro draconiano, en tanto que ellos perdieron a cinco enanos por cada enemigo muerto.

Entonces los draconianos, por razones desconocidas y sin duda siniestras, habían dejado de luchar. Dejaron de matar enanos, limitándose a golpearlos en la cabeza. El gran thane, con una cortedad de alcances que sólo podía tener un panadero limitado a cedazos de harina y artesas de masas, se había mostrado encantado con este giro en los acontecimientos y se había negado en redondo a tomar siquiera en consideración el plan de Milano de aprovechar esta oportunidad, regalo de Reorx, y destruir de una vez por todas a los draconianos.

Suya, y sólo suya, había sido la idea de incendiar el pueblo de sus vecinos. En esta ocasión, se había adelantado y había actuado por propia iniciativa antes de consultar al gran thane, que sin duda habría propuesto alguna estupidez como por ejemplo que los pobres del pueblo se hubieran instalado en las cómodas casas de los draconianos.

¿Y en qué posición habrían quedado entonces los enanos, eh?

Milano supo desde el principio que los draconianos volverían, pero no había imaginado que lo hicieran tan pronto. El jefe de combate había escapado con vida por pura casualidad, ya que se encontraba en el bosque atendiendo asuntos puramente personales cuando los draconianos cargaron colina abajo gritando y aullando. Milano se había subido los calzones rápidamente y regresó a toda carrera al pueblo. En el camino vio a Majador y a Mortero que bajaban de las colinas, viniendo de la misma dirección que los draconianos.

Y esta noche, ¿qué había descubierto? Que Selquist recibía draconianos en su propia casa. Oh, claro que cuando les preguntó a sus amigos rateros éstos contestaron que los draconianos habían irrumpido en la casa y los habían atacado, y que Selquist, con gran valentía, los había hecho huir. No sólo eso, sino que los había perseguido y supuestamente había acuchillado a uno de ellos.

Bonita historia.

Finalmente, Selquist había ido demasiado lejos. Finalmente, Milano dispondría de toda la evidencia necesaria para llevar a Selquist a juicio y hacer que lo declararan proscrito. Ni siquiera su madre se pondría de su parte cuando se enterara de que estaba confabulado con los draconianos.

—Ahora te tengo, redrojo de daergar —dijo el jefe de combate.