19

Para cuando salió el sol al día siguiente, los draconianos tenían abierta una trinchera alrededor del perímetro de su campamento, y habían construido refugios en cada esquina. El acceso estaba guardado por otros dos refugios. En el interior, las tiendas se habían levantado en ordenadas hileras, separadas por escuadrones. La tienda grande que había en el centro era la de mando, donde durmió Kang.

Al comandante draconiano lo despertó el olor a carne asada. La marcha le había abierto un voraz apetito. La noche anterior se había saltado la cena, ya que había pasado mucho tiempo en comunión con su soberana. Como era costumbre, ella lo recompensó con su magia, aunque al draconiano le pareció que la diosa estaba algo distraída. Probablemente se debía a los afanes de la guerra. Se puso el correaje, pero dejó la armadura en la tienda. Salió mientras se colgaba la espada al cinto.

Slith se encontraba junto al agujero de la lumbre, mordisqueando un hueso medio roído. Al ver acercarse a Kang, el sivak dio un codazo al cocinero.

—Mueve el trasero, soldado. Ahí viene el comandante.

Encima del fuego se asaba una pata de venado ensartada en un espetón. El baaz cortó un buen pedazo y se lo ofreció a Kang. Debajo de la piel tostada, la grasa mantenía jugosa la carne.

—¡Buenos días, señor! —dijo Slith mientras saludaba con el hueso.

—Buenos días, Slith. —Kang devoró en dos mordiscos el trozo de carne—. ¡Excelente! ¿De dónde ha salido esto?

—Es un obsequio del caballero lord Sykes. —Slith sonrió—. Es el modo de darnos la bienvenida al vecindario. Comed, señor, que hay más. Esta pata no vino sola. ¿Sabéis una cosa? El tal Sykes empieza a caerme bien, después de todo.

Kang cortó otro trozo de carne, y Slith y él se apartaron del cocinero para mantener una conversación en privado. Kang conocía bien a su lugarteniente. Probablemente Slith llevaba varias horas levantado o quizá ni siquiera se había ido a dormir. Era incapaz de descansar hasta haber curioseado todo, descubierto el último cotilleo, y averiguado cuanto pasaba en el campamento.

Como lo de seguir a aquellos cuatro enanos sólo para enterarse de lo que se traían entre manos. Kang había dicho siempre que Slith era más curioso que un kender, y que esa curiosidad le acarrearía graves problemas algún día. Pero, hasta que eso ocurriera, les venía muy bien.

—Bueno, ¿cómo va todo? —preguntó Kang sin dejar de masticar.

Slith señaló hacia abajo, a la calzada por la que habían venido.

—El caballero lord Sykes tiene su cuartel general en la casa del alcalde, que está en el centro de ese pueblo. Se llama Mish-ka, en honor a esa diosa del Bien.

Slith puso cara de desprecio, y los dos draconianos escupieron en el suelo.

—El ejército se instaló aquí hace tres días —continuó Slith—. Los caballeros acabaron con todos los que opusieron resistencia, aunque la mayoría no lo hizo. Se mantiene un control férreo sobre la población.

Kang entrecerró los ojos y escudriñó la calzada.

—No veo humo. ¿Es que no están arrasando el pueblo?

—No. Y nada de masacres de la población civil. Ni torturas ni flagelaciones públicas ni confiscación de bienes. —Slith esbozó una sonrisa torcida. Ése era el término educado utilizado en lugar de «saqueo».

—Que me condene. —Kang le devolvió la sonrisa—. ¿Quieres decir que de verdad van a concentrarse en combatir una guerra, para variar?

—Escuchad esto. —Slith se acercó más a su comandante—. Al parecer en esa villa hay un templo para los fieles de Mishakal.

De nuevo, los dos draconianos escupieron en el suelo.

—Bueno, pues, lo primero que hizo Sykes fue visitar ese templo. No entró en él, por supuesto, pero se quedó plantado allí, admirándolo, y pidió ver al clérigo. Cuando éste salió, estaba medio muerto de miedo, y suplicó a Sykes que no destruyera el templo, argumentando que había un puñado de enfermos en su interior. ¿Qué creéis que ocurrió, comandante?

—Que Sykes le cortó la cabeza al clérigo, entró a saco en el templo, asesinó a los heridos, y después le prendió fuego y lo arrasó hasta los cimientos.

—¡Pues no, señor! —Slith se dio una palmada en el muslo—. Sykes dice que considera sagrados a todos los dioses, así que sus templos también lo son y que garantiza personalmente su seguridad siempre y cuando el clérigo y los feligreses obedezcan las leyes establecidas por los caballeros.

—En verdad los tiempos han cambiado —se maravilló Kang.

—Claro que los caballeros tienen una lista de leyes tan larga como mi cola —añadió el lugarteniente con un guiño—. Hay toque de queda. Todo el mundo debe tener papeles que demuestren su identidad. Nadie saldrá de la villa sin permiso expreso del propio Sykes. Nadie entra en la población sin ser interrogado. A los civiles no se les permite poseer ni llevar armas. Todos los objetos mágicos tienen que entregarse a los hechiceros de Sykes, los Caballeros Grises. Nada de peleas ni juego ni embriaguez en público.

Slith le dio un codazo a Kang.

—Eso va también por los soldados, señor.

—Supongo que tendremos que andarnos con cuidado —gruñó el comandante—. ¿Dónde guardaste el barril de aguardiente enano?

—En mi tienda, señor. Debajo del catre.

—Buen chico. ¿Algún comentario sobre Thorbar…?

Slith miró por encima del hombro de Kang, se puso firme y saludó.

—La jefe de garra Huzzud, señor —anunció.

Kang se volvió, complacido de ver a la mujer.

—¡Buenos días, jefe de garra! —saludó—. ¿Habéis desayunado?

—Buenos días, comandante. Sí, gracias, he desayunado. Tenéis que presentaros en el cuartel general esta mañana. Si estáis dispuesto, puedo mostraros el camino.

—Muy bien —repuso Kang—. Vayamos.

Los dos abandonaron el campamento draconiano y se encaminaron hacia el pueblo. Los dos regimientos de tropas por los que pasaron en su camino hacia la villa estaban bien protegidos con trincheras cavadas en forma de cuadrado así como torres de vigía de madera construidas precipitadamente en cada esquina. En todas ellas había arqueros apostados. Las dos unidades estaban una frente a la otra a cada lado de la calzada. El comportamiento de las tropas, por lo que Kang pudo ver, era muy profesional. El draconiano sintió un remordimiento culpable al pensar en el aguardiente enano.

Sykes había transformado la casa del alcalde en un puesto de mando. No quería correr riesgo alguno con la población civil. Huzzud y Kang tuvieron que pasar dos controles de vigilancia antes de que se les permitiera entrar. Una vez en el interior y junto con otros oficiales, fueron conducidos hacia lo que en otros tiempos debía de haber sido un salón de banquetes elegantemente equipado. La mesa se había utilizado ahora para desplegar un gran mapa. Huzzud presentó a Kang a un oficial, que estaba sentado ante un escritorio, anotando una serie de columnas numéricas en un libro encuadernado en piel.

—Comandante Kang, éste es el jefe de escuadra Mumul, comandante de logística del segundo ejército. Jefe de escuadra, éste es el comandante Kang, de la Brigada de Ingenieros Draconianos. —Huzzud saludó y después se marchó.

Mumul alzó la vista de sus anotaciones.

—Toma aisento, por favor, comandante Kang. Quiero discutir contigo cuál será el papel de vuestra unidad dentro del segundo ejército.

—Sí, jefe de escuadra. —Kang apenas podía contener el nerviosismo. Colocando la cola, tomó asiento en la silla, que no había sido diseñada para draconianos. Era condenadamente incómoda, le aprisionaba las alas si las plegaba, y se clavaba en ellas si las abría. Sin embargo, la incomodidad era un pequeño precio para pagar.

—¿Puedo hacer una pregunta antes de que empecemos, jefe de escuadra?

—Desde luego, comandante.

—¿Cuál es la situación actual del ataque a Thorbardin? Según tengo entendido, el caballero oficial hizo avanzar a marcha forzada al ejército para llegar pronto aquí, y ahora, en lugar de atacar, nos limitamos a quedarnos sentados.

—Llegamos demasiado tarde —dijo el jefe de escuadra mientras se encogía de hombros—. Los enanos habían sido advertidos, y tenían cerrado el acceso de la montaña.

—¿Vais a sitiarlos, señor?

—No. No disponemos de tiempo para eso. Los malditos enanos podrían aguantar el asedio durante un año. Sería una pérdida inútil de potencial humano. Dejaremos que se queden esperando, enterrados en su montaña, si es eso lo que quieren. Entre tanto, nos haremos con el control de todas las calzadas hacia Thorbardin y desde Thorbardin. Disponemos de tiempo. Algún día, tendrán que salir —explicó el jefe de escuadra.

Kang estaba impresionado. Era una estrategia sencilla, pero buena.

—Y ahora, comandante, ¿a qué número ascienden vuestras fuerzas? —preguntó mientras pasaba a la página siguiente, dispuesto a anotar la información.

Kang respondió. El jefe de escuadra hizo una pregunta tras otra, interesándose por el tamaño, la composición, el entrenamiento, el equipamiento y la índole del regimiento draconiano. A Kang le complació el interés que el oficial demostraba en la evaluación del regimiento. El caballero anotó las respuestas en el libro, haciendo una lista. Por fin, dejó la pluma y se recostó en la silla.

—Gracias, comandante. Lo primero que quiero que hagáis esta mañana es llevar todo ese equipamiento para construcción de puentes que habéis traído a la tercera garra.

Kang sintió una punzada entre los omóplatos, una punzada dolorosa que no tenía nada que ver con la incómoda silla.

—Sí, señor —dijo—. ¿Es que necesitan que se construya un puente, señor?

—No, comandante. Es mi unidad de ingenieros. Pueden utilizar los materiales y herramientas que habéis traído. Podéis dejar las carretas a la tercera garra, ya que no las necesitaréis.

—Ah, entiendo, señor. Queréis que construyamos máquinas de asedio. Catapultas, balistas, sabemos cómo construirlas todas. Precisamente, una vez, durante la Guerra de la Lanza, construimos una catapulta lo bastante grande para lanzar a un minotauro…

Kang enmudeció. No le gustaba la forma en que el jefe de escuadra estaba sonriendo: una sonrisa paciente, desdeñosa.

—La tercera garra es muy experta en la construcción y el manejo de máquinas de asedio, comandante.

—Señor —empezó Kang, que respiró hondo para deshacer el nudo de decepción que se le estaba formando en la boca del estómago—, todos nosotros somos ingenieros muy bien preparados. Probablemente los mejores que encontraréis en ninguna parte. Además, tenemos experiencia en la batalla. ¿Vuestra tercera garra ha construido un puente alguna vez mientras la sobrevolaban Dragones Plateados, insuflándole el miedo al dragón, en tanto que desde la orilla opuesta los elfos descargaban andanada tras andana de flechas?

El oficial se limitó a seguir sentado allí, sonriendo.

—Mirad, señor —propuso Kang—. ¿Por qué no venís a visitar nuestro campamento? Así comprobaréis cómo trabajamos. ¡Llegamos aquí hace sólo diez horas, y sin embargo ya hemos excavado las trincheras y los refugios de defensa de nuestro campamento!

Por primera vez, el jefe de escuadra demostró cierto interés.

—¡Ah, muy bien, comandante! ¡Eso es estupendo!

—¿Qué queréis decir, señor? —preguntó Kang, desconcertado.

—¡Unos excelentes cavadores! —dijo Mumul mientras daba un puñetazo en la mesa, llevado por el entusiasmo—. Me alegra oír que sois buenos cavadores.

—¿Perdonad, señor?

—Los draconianos. Que sois excelentes cavadores. Ya que no podemos hacer salir a los enanos, este ejército ha recibido la orden de ponerse en movimiento y conquistar a los elfos de Qualinesti. Tenemos ingenieros de sobra, pero siempre viene bien contar con buenos cavadores. Os asigno al oficial de abastos del ejército, el jefe de garra Stonchwald.

Kang se quedó boquiabierto, con la lengua colgando por un lado de las fauces. Volvió a meterla en la boca, irritado, al tiempo que cerraba las mandíbulas con un seco chasquido.

—¿Abastos, señor? ¡No somos cocineros, sino ingenieros!

El jefe de escuadra había cogido la pluma otra vez y estaba enfrascado de nuevo en su trabajo.

—Sí, sí, muy bien, comandante Kang. El mando de abastos también es responsable de la higiene de las tropas. Por favor, presentaos al jefe de garra Stonchwald después de que hayamos llegado a nuestro campamento base en la región meridional de Qualinesti. Hasta entonces, intentad no estorbar a las tropas en movimiento. Ya es bastante difícil mantener en marcha a este ejército sin que vuestro regimiento entorpezca los trabajos. Que los hombres, quiero decir, los draconianos —dijo, curvando ligeramente la comisura de los labios— estén preparados para partir. Eso es todo, comandante.

»Ah, por cierto —añadió el jefe de escuadra, como si se le acabara de ocurrir—, cada uno de vosotros puede quedarse con una espada corta para defenderse, pero debéis entregar el resto de las armas. Les harán falta a las tropas de primera línea. Puedes marcharte.

Kang se puso de pie; iba a saludar, pero decidió que al infierno con el saludo.

Trabajo de letrinas. El jefe de escuadra lo había llamado por un nombre elegante, «higiene de las tropas», pero Kang sabía lo que significaba.

El draconiano buscó a Huzzud mientras salía. No la vio y, al pensarlo mejor, se alegró de no haberla encontrado. Sabía que la mujer comprendería sus sentimientos, pero era incapaz de arrostrar la vergüenza de decirle cuál era la tarea que les habían asignado. Regresó solo a su campamento, y a cada paso que daba la cólera que sentía se hacía más intensa, de manera que iba pisando con más y más fuerza, como si sus pies fueran martillos golpeando una barra de acero fundido.

Para cuando llegó al campamento, la ira lo hacía ir dando latigazos con la cola y agitando las alas. Sus soldados, al interpretar esas señales por lo que eran, se apelotonaron unos contra otros para quitarse de su camino. Haciendo caso omiso de todos, se dirigió hacia la tienda de mando pateando el suelo.

—¡Slith! —El grito de Kang retumbó en todo el campamento.

El lugarteniente estaba en la tienda de Yethik, y al oír el bramido de su comandante comprendió que algo había ido mal. Salió corriendo, y vio que los otros draconianos hablaban en voz baja entre sí, con expresiones sombrías, preocupadas.

—¿Qué ocurre, señor? —preguntó—. ¿Qué ha pasado? ¿Están atacando los enanos?

Kang empezó a contárselo, pero le faltaban las palabras. Tuvo un estallido de cólera y, dando un salto, cogió una silla de campaña y la estrelló contra la mesa; la silla quedó reducida a astillas. Kang descargó tal puñetazo sobre la mesa que la partió en dos. Iba a cargar contra el poste de la tienda cuando Slith lo sujetó.

—Señor, yo que vos no golpearía eso. Podrías derrumbar la tienda sobre nuestras cabezas.

—¡Bien! ¡Estupendo! —gritó Kang—. ¡Siempre podríamos salir cavando! ¡Para eso es para lo que valemos! ¡Para cavadores! ¡Que estos bastardos se pudran en el Abismo!

Slith agachó las alas, y miró a su comandante de hito en hito, con incredulidad.

—¿Habéis dicho «cavar», señor?

Kang rechinó los dientes. Puesto que no podía golpear el poste de la tienda, se puso a hacer trizas lo que quedaba de la mesa, arrancándole las patas de cuajo y golpeándolas después contra el suelo.

—¿Cavar como por ejemplo… letrinas, señor? —preguntó Slith.

La cólera de Kang se había consumido en su propio estallido, como la onda expansiva de una explosión. De repente se sentía muy cansado, y se dejó caer en el catre.

—Hemos sido asignados al mando de abastos para cavar letrinas y hoyos de cocina —dijo con rabia—. Disponen de humanos para los trabajos de ingeniería y combate, no nos necesitan. ¡De hecho, probablemente estemos reemplazando a algunos de esos salvajes pintados de azul que así les podrán ser útiles en alguna otra parte!

Slith se había sentado junto a su comandante. Su expresión ponía de manifiesto que estaba tan abatido como el propio Kang.

—Trabajo de letrinas. Que me condene. ¿Qué vamos a hacer, señor?

—No lo sé. —Kang sacudió la cabeza—. Esta vez, de verdad que no lo sé. Avisa que habrá una reunión de oficiales dentro de una hora. Informa a todos los mandos de lo que pasa. Entonces hablaremos del asunto.

Una hora después, todos los jefes de escuadrón draconianos y los oficiales especializados se encontraban sentados en sillas prestadas alrededor del espacio vacío que antes había estado ocupado por la mesa. Los restos del mueble, junto con los de la silla, estaban apilados en un montón fuera de la tienda, un mudo testimonio del arrebato del comandante. Kang abrió la sesión.

—Como ya habéis sido informados, caballeros, se nos ha asignado al servicio de letrinas. Sabéis tan bien como yo que tendremos entre manos una revuelta entre nuestros hombres si nos vemos obligados a cavar letrinas otra vez.

Todos los draconianos presentes sisearon y asintieron con murmullos. Kang continuó:

—No nos unimos a este ejército para cavar agujeros para la mierda de los humanos. No puedo creer que éste sea el modo en que nuestra soberana quiere que la sirvamos. La pregunta es: ¿qué hacemos? Se admite cualquier sugerencia.

Fulkth, el oficial jefe de ingenieros, fue el primero en hablar:

—¿Considerarían destinarnos a primera línea de infantería?

Kang resopló con desdén.

—Olvidé mencionar que tenemos que entregar nuestras armas —dijo. Esperó hasta que los gritos de indignación se apagaron para continuar—: No confían en nosotros. Eso salta a la vista.

Slith había permanecido en silencio, sumido en hondas reflexiones, tamborileando con las garras en los laterales de la silla. Kang no quiso molestarlo, pues sabía que, cuando su lugarteniente estuviera preparado para hablar, lo haría.

El comandante estaba contando todo lo que el jefe de escuadra había dicho cuando Slith lo interrumpió de repente:

—¿Qué es lo que dijisteis exactamente cuando ofrecisteis nuestros servicios al tal lord Sykes, señor?

Kang se quedó pensando un momento.

—Creo que dije que ofrecía a nuestro regimiento para el servicio en el segundo ejército, y él aceptó. ¿Por qué?

—Os conozco, señor, y sé que os sentís orgulloso de nosotros. —Los ojos de Slith relucían—. ¿Estáis seguro de que no dijisteis algo de servir como ingenieros?

—Creo que lo hice. No, estoy seguro de que lo dije —afirmó Kang, recordando su conversación con el caballero oficial—. Dije que serviríamos como ingenieros en su ejército.

—Entonces, no hay más que hablar, señor. —Slith se echó hacia adelante en la silla—. No se nos ha empleado como ingenieros y, por lo tanto, los términos del acuerdo quedan cancelados. No tenemos que quedarnos.

—No nos quieren aquí —comentó Yethik mientras asentía con gesto aprobador—. Eso es evidente. Yo voto porque nos marchemos.

Kang los miró a todos. Esto era terriblemente serio. Cuando habló, lo hizo en voz baja.

—Supongo que os dais cuenta de que Sykes lo considerará como una deserción o quizás algo peor. Tal vez piense que somos espías. Sabemos demasiado de sus estrategias, su número, sus planes. Si nos marchamos y nos atrapan, nos matarán.

—Hemos luchado contra Caballeros de Solamnia, señor —manifestó Slith mientras se encogía de hombros y sonreía—. No veo por qué no podemos hacer lo mismo con ellos si no queda más remedio. Pero no lucharán, señor. Dudo que vayan siquiera tras nosotros. Tienen que pescar un pez elfo, señor. Y si vienen tras nosotros, bien, en lo que a mí respecta, prefiero morir con una espada hincada en las tripas, señor, antes que cavar letrinas otra vez. Yo voto porque volvamos al monte Dashinak.

Kang se quedó pensativo. Detestaba la idea de desertar… otra vez. Imaginó lo que pensaría Huzzud: que había huido por cobardía. No comprendería lo que no había forma de explicar. Pero ¿acaso importaba lo que ella pensara?, ¿lo que pensara ningún humano? Mientras que él, sus hombres y Takhisis supieran la verdadera razón por la que se habían marchado, lo que los humanos pensaran tenía menos valor que un escupitajo.

—De acuerdo, caballeros —dijo al cabo—. Está decidido. Mañana, el ejército de los caballeros negros marcha hacia Qualinesti, sólo que nosotros no estaremos aquí para ir con ellos. Nos vamos esta noche, cuando Solinari esté baja, y marcharemos hasta que nos derrumbemos o lleguemos al monte Dashinak, lo que ocurra antes. Tomaremos una ruta indirecta, para despistarlos. No dejaremos nada, ni nuestras herramientas ni nuestras armas. Volved a cargar las carretas.

—¿Y si alguien pregunta qué estamos haciendo, señor? —quiso saber Fulkth.

—No lo harán. Creerán que actuamos siguiendo órdenes especiales. Recordad que el ejército parte mañana por la mañana, así que habrá gente yendo y viniendo toda la noche. Nadie se fijará en nosotros. Yethik, manda grupos de abastecimiento para reponer nuestras provisiones de comida y agua. Slith, cierra la entrada a nuestro campamento. Cualquier visitante humano que haya, tráelo a mi presencia. Dudo que venga nadie, pero nunca se sabe. Fulkth, que los hombres estén preparados para la orden de marcha con las últimas luces del día. Muy bien, pongámonos a trabajar.

Los oficiales se dirigieron a cumplir las tareas asignadas.

Ya a solas, Kang se dirigió hacia el catre y se sentó, con la vista fija en el suelo de tierra. Seguía mirándolo cuando una sombra oscureció la solapa de entrada de la tienda, y Kang alzó los ojos.

Era Slith. Y a su lado estaba la jefe de garra Huzzud.

—Un oficial visitante —anunció Slith.

Kang se puso de pie. Huzzud entró en la tienda y miró en derredor. Debía de haber visto los restos de la mesa y la silla rotas que estaban amontonados fuera.

La mujer vaciló, y luego, enderezando los hombros, hizo el parlamento que venía a comunicar.

—Ningún trabajo es pequeño a los ojos de nuestra soberana, comandante. Todo cuanto hacemos, lo hacemos por su gloria.

—Veo que lleváis una espada, jefe de garra, no una pala —replicó Kang secamente.

La mujer abrió la boca, pero volvió a cerrarla. Giró sobre sus talones y se marchó.

Kang suspiró y se sentó de nuevo en el catre.

—Sólo espero que estemos haciendo lo correcto.

Cerró los ojos y se tendió en la cama. No durmió, sino que se quedó tumbado, pensando.

Y estuvo tumbado allí mucho, mucho tiempo.