EL SENTIDO HISTÓRICO

EN el siglo XIX, el sentido histórico se ha abierto como una nueva pupila, como un nuevo órgano humano, el más humano de todos, porque con él el hombre percibe al hombre.

El recién nacido no sabe de distancias: su mundo es un plano pegado a sus ojos. Necesita un aprendizaje de la acomodación ocular para ir situando los objetos en perspectiva. Al cabo de él, el plano del mundo se hace cóncavo y adquiere profundidad. Parejamente, la comprensión que el hombre tiene de los pueblos pasados y presentes comienza por ser plana; quiero decir que los tiempos y razas más diversos son interpretados según un esquema único: el modo de ser humano propio del presente. Todavía en el siglo XVIII, el europeo ve al griego del siglo V a. de J. C., o al chino, como un “alter ego”. Racine, al contemplar las almas antiguas que introduce en sus tragedias, no acomoda su visión psicológica a la lejanía de aquellas exigencias. No sale de sí mismo para trasladarse a aquel otro modo de vida que fué Grecia y fué Roma, sino, al revés, trae lo distante cerca de sí, hace de lo diferente un similar de sí mismo y supone que el ánima antigua funciona en todo lo esencial como la de un caballero o una dama de Luis XIV.

El sentido histórico comienza cuando se sospecha que la vida humana en otros tiempos y pueblos es diferente de lo que es en nuestra edad y en nuestro ámbito cultural. La diferencia es la distancia cualitativa. El sentido histórico percibe esta distancia psicológica que existe entre otros hombres y nosotros.

Para conocer la fauna personal de nuestro tiempo no necesitamos trasponer nuestro horizonte vital. Las bases de nuestra existencia —las ideas mayores, el perfil de nuestros sentimientos, los intereses tópicos— son las mismas que las del resto de nuestros conciudadanos. Toda variación se mueve dentro de este ingente polígono. Pero el historiador necesita justamente elevarse sobre lo que constituye el armazón mismo de su existencia, necesita trasponer el horizonte de su propia vida, desvalorar las convicciones y tendencias más radicales de su espíritu. Lo que es más evidente para nosotros, no lo fué para un hombre de la Edad Media, no lo es aún para un oriental.

Esto indica que el sentido histórico progresa en la medida en que va admitiendo menos cosas comunes entre el ayer y el hoy, entre el hombre de nuestro círculo histórico y el de otros círculos históricos. Así, en el siglo XIX no se advierten aún más que diferencias externas y adjetivas; se estudian las costumbres, los estilos artísticos, las instituciones, los cultos; pero se sigue creyendo que tras todo eso el hombre ha sido siempre el mismo. Grote y Mommsen buscan en Atenas y en Roma al demócrata moderno y tienden a explicar las luchas públicas de la antigüedad como conflictos entre factores parejos a los que contienden en la política de su tiempo. En cierto modo, el sentido histórico que despierta en los comienzos del siglo con la sensibilidad romántica, no hizo sino perder terreno en la segunda mitad. La historia cayó en manos de los progresistas liberales, de los darwinistas y de los marxistas. Ahora bien: estas tres castas de pensadores coinciden en creer que la estructura esencial de la vida humana ha sido siempre idéntica. Los primeros dirán que las variaciones históricas provienen de la lucha entre el espíritu de libertad y el de opresión; los segundos sostendrán que, dondequiera, se ha luchado por vivir, y han triunfado los mejor adaptados; los terceros pensarán que el hecho económico ha sido ayer, como anteayer y como hoy, el substrato de la vida histórica.

En general, el espíritu evolucionista, tan característico del siglo pasado, tiende a ignorar las diferencias y a subrayar lo que hay de común entre las cosas.

En nuestros días parece anunciarse dondequiera un notable progreso del sentido histórico. Hemos perdido la propensión de buscar a toda costa la continuidad entre los fenómenos, y donde hallamos que éstos se resisten a ser unificados, los dejamos pulcramente separados, sin molestarlos. Aceptamos el hecho de la discontinuidad y del pluralismo siempre que el ensayo de reducción monista trae consigo una violación de las diferencias radicales. Esto se hace patente en la situación actual de la ciencia histórica. Es curioso: después de cien años de ocupación ditirámbica con la vieja Grecia, sentimos hoy, de pronto y como una fecunda iluminación, que no entendemos a los griegos. A primera vista parece tal averiguación una conquista negativa. Mas no es así: reconocer una ilusión que padecíamos es conseguir una nueva verdad. La desilusión sólo es dolorosa en la vida. En la teoría, la desilusión es un renacimiento y un estallido de luz. Habíamos acercado a nosotros con demasía el hecho griego. Ahora lo alejamos, lo distanciamos para verlo en más adecuada perspectiva. Los juzgábamos más parecidos a nosotros de lo que son en verdad.

Hoy notamos que son muy diferentes; es decir, que apenas si los entendemos. Conste, por lo menos, una cosa que ningún conocedor puede negar: no existe un solo libro estimable sobre la historia griega. Tal resultado, después de cien años de enorme labor filológica en torno a la Hélade, es bastante digno de meditación. Casi todos los grandes temas del helenismo, en vez de ganar transparencia, se han ido haciendo opacos a nuestros ojos. ¿Qué era la religión griega? No tenemos ninguna idea clara sobre ello. De la tragedia ática sólo sabemos que no sabemos lo que significaba. Los supuestos espirituales de que era clara emergencia nos son aún desconocidos. ¿Y Platón? El gran Willamowitz, en las últimas lindes de su ancianidad, acaba de publicar un enorme volumen sobre Platón. El fracaso de esta obra ha sido ejemplar y fecundo. En otro tiempo, menos sincero intelectualmente, habría parecido una obra definitiva. Hoy ha servido para hacernos notar que Platón está lleno de misterios impenetrables. Su diálogo más grave, el «Parménides», no ha sido aún entendido por nadie. Sólo creen lo contrario algunos “magíster” con cabeza de cartón, que no habiendo visto nada claro en su vida, no echan de menos esa luminosa penetración que es el “intus-legere”, el entender.

En cambio —¿quién lo diría?—, las zonas de la historia griega y romana que hasta ahora se habían mantenido más oscuras, comienzan poco a poco a esclarecerse. Me refiero a las épocas primitivas de ambas naciones. Comienza a entreverse algo de la Roma inicial, de la Grecia preclásica. ¿Por qué? Muy sencillo: porque se empieza a estudiarla bajo una iluminación etnológica.

Nótese bien. La etnología era, hasta hace poco, la ciencia histórica de los pueblos sin dignidad histórica, de los llamados “salvajes”. La calificación de salvajismo era una fórmula de desdén. Salvaje significaba aquella manera de ser hombre tan distinta de la nuestra, que nos resulta incomprensible. Todavía a fines del siglo XVIII, Azara discute muy seriamente la cuestión de si los indios paraguayos son hombres o no. Un ejemplo espléndido de falta de sentido histórico —no en Azara, sino en la mente general de su tiempo—. En lugar de esforzarse por penetrar en las almas diferentes como tales, sólo se busca lo similar. Y cuando falta esta semejanza y, quieras que no, el espíritu se encuentra ante el hecho bruto de la diferencia, se arroja a ésta fuera de la historia humana y se la consigna a la zoología. La óptica etnológica se habitúa a mirar las extremas diferencias dentro de lo humano y es como una nueva distancia ante lo histórico. Es la larga vista histórica.

Aplicar el punto de vista etnológico a los pueblos cultos equivale, pues, a distanciarse de éstos, a empujarlos lejos de nuestra proximidad, desentendiéndose de presuntas comunidades.

La historia vive y progresa merced a una aguda antinomia. La historia no es, como la física, un ensayo de explicar los fenómenos materiales que por sí carecen de sentido: el movimiento de los cuerpos, la luz, el sonido, etc. En vez de explicar, la historia trata de entender. Sólo se entiende lo que tiene sentido. El hecho humano es precisamente el fenómeno cósmico del tener sentido. Mas, por de pronto, nuestra mente sólo se entiende a sí misma. Entiende cada época lo que para ella es la verdad. La nuestra entiende la teoría de la relatividad. En cambio, la metafísica medieval ya casi no tiene buen sentido para nosotros y la magia del salvaje carece de él por completo para la conciencia espontánea de nuestros contemporáneos. Sin embargo, el gesto mágico es incomprensible en otra forma que lo es un movimiento físico. En aquél columbramos un sentido latente que no se nos alcanza; en éste vemos con toda claridad la absoluta ausencia de sentido. He aquí todo el problema de la ciencia histórica: dilatar nuestra perspicacia hasta entender el sentido de lo que para nosotros no tiene sentido. En muchos pueblos africanos existe el asesinato ritual del rey. Tal uso nos parece absurdo. Mas el historiador no habrá concluído su faena mientras no nos haga entrever que no hay tal absurdo, que, dada una cierta estructura psicológica, dada una cierta idea del cosmos, el asesinato ritual de los reyes es cosa tan “lógica”, tan llena de buen sentido, como el sistema parlamentario. Esta es la antinomia de la óptica histórica. Tenemos que distanciarnos del prójimo para hacernos cargo de que no es como nosotros; pero a la vez necesitamos acercarnos a él para descubrir que, no obstante, es un hombre como nosotros, que su vida emana sentido. La admirable palabra griega «nous» significa precisamente eso: sentido.

Para ello hace falta que la razón histórica avance en dos direcciones. Una de ellas sería lo que empieza ahora a llamarse “psicología de la evolución”. Se trata en ella de reconstruir la estructura radicalmente diferente que ha tenido la conciencia humana en sus diversos estadios. No se trata, repito, de que el hombre antiguo y el primitivo poseyeran creencias distintas de las nuestras. Es preciso ahondar más y advertir que no sólo los contenidos de su espíritu se diferencian de los nuestros, sino que el aparato mismo espiritual es muy otro. Mientras no se llega a esta diferenciación radical, el sentido histórico se hallará en puro balbuceo. Es él la conciencia de la variabilidad del tipo hombre. Cuanto más radical se admita esta variedad, más agudo es ese sentido histórico. Por tal motivo, hace falta ir hasta el fondo y reconocer que las categorías de la mente humana no han sido siempre las mismas. La “psicología de la evolución” se propone reconstruir esos varios sistemas de categorías que históricamente han aparecido.

El australiano del “tótem” canguro se cree a sí mismo a la vez hombre y canguro. Para nosotros, esta confusión es ininteligible. Por lo mismo, constituye un problema histórico. Sin entrar de lleno en la cuestión, he de decir que, a mi juicio, las categorías de la mente primitiva son, en parte, las mismas que aún actúan en nosotros cuando soñamos. En los sueños son, en efecto, muy frecuentes esas contradicciones. A lo mejor nos parece ver una persona amiga que, sin dejar de ser quien es, resulta ser un árbol. La génesis de los mitos sólo así podrá un día averiguarse. Durante milenios fué el ensueño maestro, guía y poeta del hombre.

Frobenius y Spengler ignoran esta decisiva dimensión del progreso histórico. Por ello significan sólo una fugitiva actualidad de la ciencia y no un porvenir cargado de promesas.

Pero no basta, para acercarse a su plenitud, con que el sentido histórico perciba esas profundas diferencias que ha presentado el alma humana a lo largo del tiempo. Cuando hayamos entendido agudamente cada época y cada pueblo en su personalidad diferencial, no habremos agotado la posible perfección de la sensibilidad histórica. Es menester que de esta fina comprensión se saquen consecuencias de orden estimativo.

Adviértase la enorme ampliación del mundo espiritual que este afinamiento de la inteligencia trae consigo. Hasta ahora, el mundo de lo que tiene sentido se reducía a nuestra época y a un pequeño círculo de pueblos afines. (El alma oriental nos es todavía un arca cerrada). Tal privilegio del “tener sentido” se extenderá pronto a los pueblos y edades más diversos y remotos. Será la gran conquista de nuevos mundos espirituales, será dotar de la plenitud humana que hoy goza sólo el presente de ciertas naciones próximas a todos los ámbitos étnicos y a todos los siglos. Entonces, y sólo entonces, podrá decirse que existe en Europa una disciplina de Humanidades.

Nuestra predilección actual por la cultura grecoeuropea sería respetable como efusión espontánea de nuestro sentimiento. Se comprende que el pequeño burgués de Occidente sienta una especie de ideal patriotismo europeo. Pero elevar esa preferencia espontánea a dogma científico es un puro capricho. La valoración de las distintas culturas, su jerarquización en una escala de rangos, supone la previa comprensión de todas ellas. Pero es harto probable que una mayor intimidad con el alma de otros tiempos y razas, nos proporcione fértiles descubrimientos. Verosímilmente hallaremos que cada cultura ha gozado de una genialidad sobresaliente para algún tema vital. Y entonces, de esa gigantesca inducción histórica que estas páginas postulan y anuncian, nacerá un nuevo clasicismo, muy diverso del que se arrastra estéril sobre el pensamiento moderno, un clasicismo verdaderamente ecuménico de radio planetario. Cada época, cada pueblo será nuestro maestro en algo, será en un orden o en otro, nuestro clásico. Cesará el privilegio arbitrario que otorgamos a nuestro rincón del espacio y el tiempo, privilegio que convierte en absurda superfluidad la existencia de pueblos y edades “bárbaros”, “salvajes”, etc. La “barbarie”, el “salvajismo” adquirirán su punto de razón y de insustituíble magisterio.

Esas perfecciones espumadas de todo el pasado humano, esas normas y módulos ejemplares, tendrán un carácter sobrehistórico, precisamente por haber sido descubiertos mediante la historia.

La obra de Spengler se estrangula a sí misma no advirtiendo que mostrar la relatividad de las culturas —de los hechos humanos históricos— es hacer faena absoluta. La historia al reconocer la relatividad de las formas humanas inicia una forma exenta de relatividad. Que esta forma aparezca dentro de una cultura determinada y sea una manera de ver el mundo surgida en el hombre occidental, no impide su carácter absoluto. El descubrimiento de una verdad, es siempre un suceso con fecha y localidad precisas. Pero la verdad descubierta es ubicua y ucrónica. La historia es razón histórica, por tanto, un esfuerzo y un instrumento para superar la variabilidad de la materia histórica, como la física no es naturaleza sino, por el contrario, ensayo de dominar la materia.

Nada más extemporáneo que el relativismo de Spengler y nada más contradictorio de su hazaña intelectual que es, con todos sus errores, sus ligerezas y sus aspavientos, un gran empujón hacia lo absoluto.

Más allá de las culturas está un cosmos eterno e invariable del cual va el hombre alcanzando vislumbres en un esfuerzo milenario e integral que no se ejecuta sólo con el pensamiento sino con el organismo entero, y para el cual no basta el poder individual sino que es menester la colaboración de todo un pueblo. Períodos y razas —o en una palabra, las culturas— son los órganos gigantes que logran percibir algún breve trozo de ese trasmundo absoluto. Mal puede existir una cultura que sea la verdadera cuando todas ellas poseen sólo un significado instrumental y son sensorios amplísimos exigidos por la visión de lo absoluto.

La obra de Spengler, que, lejos de ser una última palabra es sólo la primera, balbuciente y enfática, sobre una gran cuestión, nos invita a corregir el equívoco con que hablamos de la “cultura europea”. Por un lado aludimos bajo este nombre a un cierto repertorio de propensiones espontáneas que con suficiente continuidad hallamos activas en la vida occidental. Esta acepción se refiere certeramente a un fenómeno histórico, como tal limitado y en cuyo recinto todo tiene un carácter relativo. Pero, al mismo tiempo, subentendemos bajo la misma denominación el sistema absoluto de las verdades y de las normas, que es una idea; si se quiere, un ideal sobrehistórico. Uno y otro significado son incomportables. Si ante un problema queremos reaccionar a la europea, tenemos que desentendernos de la aspiración a lo absoluto y orientarnos, no en el ideal transhistórico de verdad, sino en la línea histórica de los gestos europeos. Viceversa, si ante un problema buscamos su solución absoluta, nos desentenderemos del módulo europeo e intentaremos muy deliberadamente, merced a una violenta reflexión, libertarnos de nuestro europeísmo. Esta reflexión que nos liberta de la limitación histórica es precisamente la historia. Por esto decía que la razón, órgano de lo absoluto, sólo es completa si se integra a sí misma haciéndose, además de razón pura, clara razón histórica.