CONVIENE, sin embargo, mostrar con alguna mayor precisión cuál ha sido la ruta por la cual se ha llegado a esa ampliación del punto de vista.
Hasta fines del siglo pasado la etnología emplea métodos que arrastran un error inicial. Sólo pueden atacar hechos aislados. Toman un utensilio, o una costumbre, o una institución, y, desintegrándolo de las demás manifestaciones vitales de un pueblo, lo someten a su química particular. De esta manera no se llegará nunca a descubrir una ley etnológica. Porque el hecho etnológico es un fenómeno biológico que sólo existe y posee sentido en la unidad de un organismo. La vida no se puede atomizar. El “á-tomo” vital es precisamente el in-dividuo. Ambos términos encierran una sabia amonestación para que no dividamos lo in-divisible. El hecho de que el cuerpo físico tolere su división en unidades independientes —los átomos— demuestra simplemente que el cuerpo físico no es un individuo; pero no asegura que acontezca lo mismo con el cuerpo vivo. El siglo XIX, obsesionado por la física, quiso llevar el atomismo a toda la realidad; por esta razón ha fracasado tan gravemente en cuanto se refiere a la vida, así en biología animal como en biología histórica.
Para no hablar sino de esta última, es de advertir que hoy se halla bajo la impresión de un amplio fracaso, el cual sería triste si en ciencia una desilusión no implicase una nueva ilusión, ya que el reconocimiento de un error es la posesión de una nueva verdad. La ciencia histórica se da ahora cuenta de que tiene que volver a empezar. Había dejado a su espalda, sin resolver, una cuestión previa, a saber: ¿cuál es el objeto histórico? Porque un uso o una creencia religiosa, una fórmula jurídica o un modo de edificar no son propiamente objetos históricos, como no lo son el asesinato de César o la partida de las carabelas colombianas. Todas esas cosas son sólo trozos, fragmentos de un objeto histórico. Según se presentan, en su estado fragmentario, carecen de realidad histórica, y es inútil buscar en ellos su ley, como sería inútil buscar el sentido de una palabra suelta en un lenguaje desconocido. Cada vocablo es un pedazo del gran organismo expresivo del lenguaje, que no se ha formado sumando a una palabra otra, sino al revés, por la prolificación de un núcleo complejo, es decir, de un lenguaje ya completo. En lo viviente es el todo antes que las partes, y éstas sólo viven mientras se hallan juntas en el todo. El rabo de la lagartija ha sido la gran broma de la naturaleza para desorientar a los biólogos. Fenómenos secundarios de pseudo-vitalidad fueron interpretados como prototipos de vida primaria. (El caso extremo fué el “darwinismo”, haciendo de la adaptación, que es tan evidentemente una función secundaria, la función vital por excelencia).
Entra hoy la ciencia histórica en una época de más rigoroso positivismo, y no se permite decretar “a priori” la independencia o individualidad de los hechos y datos que el azar de la observación arroja ante nosotros, sino que, siguiendo dócilmente su estructura, espera que ellos mismos revelen su fisonomía completa y la línea donde terminan o donde se articulan en otros. Así puede ocurrir que un uso económico tenga su raíz en una creencia mágica, y sea, por tanto, inseparable, indivisible de ésta.
No haya duda: la pregunta mayor que hoy puede hacerse la historia suena así: ¿cuál es el verdadero “in-dividuo” histórico?
Supóngase que tenemos delante una serie de mapas mudos de Africa. Tomamos dos de ellos y en uno marcamos, con una mancha de color, todos los lugares donde sabemos que se conserva el grano en silos o cavidades subterráneas; en el otro, los lugares donde el granero es hórreo o palafito. En otros dos indicamos los puntos donde el lecho se halla sobre la tierra, o, por el contrario, elevado sobre estacas o pies de madera. En otros, los sitios donde las familias se rigen por herencia materna o paterna, y así sucesivamente cuanto se refiere a la vida material o moral de los pueblos africanos. Al terminar nuestro trabajo nos encontramos con un resultado sorprendente. Los puntos que hemos marcado no se hallan repartidos al azar, sino que, por ejemplo, los lugares donde se usa el silo forman una zona compacta y los de hórreo otra. Pero más todavía: los puntos donde la herencia es maternal, no sólo forman también una región cerrada, sino que esta región coincide exactamente con la de los silos. De esta manera descubrimos que en cada región existe un repertorio íntegro de formas culturales —desde el utensilio hasta la religión—, que es exclusivo de ella. Esto indica que cada producto humano —material o moral— tiene una misteriosa afinidad con todo un sistema de ellos, y que sólo aparece normalmente junto con los demás, como la trompa del elefante no aparece en zoología sino complicada con los demás órganos del paquidermo.
Véase cómo la necesidad puramente técnica de fijar en mapas topográficos las manifestaciones de los pueblos africanos llevó a Frobenius, como de la mano, a descubrir que cada hecho etnológico es inseparable de un complejo de ellos, de lo que cabe llamar una cultura. Arrancarlo del cuerpo íntegro de ésta es anular su sentido y hacerlo inexplicable. Ahora se comprende por qué los métodos anteriores no conducían nunca a soluciones convincentes. Que en el centro africano aparezca un escudo de igual forma que los australianos puede obedecer a tantos azares, que el entendimiento se perdería intentando abarcarlos todos Pero que en la Nigeria, en tierra de los Yórubas, se encuentren juntos una edificación, una religión, un sistema burocrático, un modo de atar la cuerda al arco y una técnica para fabricar las cuentas de vidrio —idénticos a los que un tiempo tuvieron los etruscos y, en general, las costas del Mediterráneo— no puede atribuirse al azar. Si en lugar de un dato único de coincidencia tomamos complejos culturales, y, mejor aun, culturas íntegras, lo fortuito queda eliminado. Una cultura entera no se transmite de pueblo a pueblo. Nace en una región y se extiende por expansión de la raza que la creó. En el ejemplo citado se trata evidentemente de una cultura colonial, que unos dieciséis siglos antes de Jesucristo es trasplantada, por vía marítima, del Mediterráneo al golfo de Guinea.
Este es el principio de los «ámbitos o círculos culturales» (Kulturkreise), que Frobenius introdujo en la etnología hace veinticinco años[2] y tan fecundas cosechas ha producido.
Según él, cada elemento etnográfico deja de ser un objeto histórico independiente, y se convierte en mero atributo o síntoma de una cultura, lo mismo que el color y el sabor, la forma y el peso no son cosas por sí, sino meros ingredientes o cualidades de una cosa. El objeto, el individuo histórico, sería, pues, la cultura. Usos, trebejos, formas jurídicas, nociones religiosas son articulaciones de esa cultura. Cada uno de ellos supone a los otros como un miembro animal, el resto de la estructura específica. Las culturas aparecen así como organismos, esto es, como unidades suficientes.
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En el prólogo a la traducción de La decadencia de Occidente, la famosa obra de Spengler, he afirmado que las ideas de este autor, casi sin excepción, preexistían en el ambiente, aunque él haya sabido darles una expresión original, prominente y hasta un poco frenética. He aquí una prueba de aquella afirmación. El pensamiento capital del libro es considerar que las culturas son organismos independientes, y, a la par, los verdaderos sujetos históricos. Pues bien: antes de 1900 había formulado Frobenius pareja doctrina. En 1914, cuando aún desconocía yo la labor de este último, insinuaba una opinión parecida en las «Meditaciones del Quijote». Sin embargo, ciertos puntos esenciales me separan radicalmente de ambos pensadores, como luego he de insinuar. Precisamente aquellos que les conducen hasta un relativismo extemporáneo.
Según su opinión, las culturas, no los hombres, no las razas o pueblos, serían los protagonistas históricos. Los pueblos quedan como meros portadores de ellas, como los vientos del polen vegetal. Un mismo individuo humano sería históricamente distinto si, en vez de nacer en el ámbito de una cultura, naciera en el de otra. El ser humano representa el mismo papel que el instrumento de música donde pueden tañerse las más diversas melodías. Cada cultura sería eso: una melodía con su ritmo y su línea sonora inconfundible. Fué un error de Bastian suponer que hay «ideas elementales» comunes a todos los hombres. No; las culturas se diferencian muy principalmente en lo más elemental, en las nociones primigenias. Por ejemplo, el espacio.
Cuenta Frobenius que, en uno de sus viajes, hablaba una vez con varios africanos sobre la extensión del antiguo reino de Gana, y en general, sobre la expansión de los diferentes pueblos. Entre los interlocutores había un moro de Trazza que, allá en el Oeste, al norte del Senegal, en los confines del desierto, solía vivir su vida nómada. «Conocía bien las tierras de su región natal y proporcionaba muchas noticias fidedignas. Como muslim fanático que era, sustentaba enérgicamente la opinión de que los fundadores del reino de Gana eran de origen sud-arábigo». Otro interlocutor era un sudanés castizo, el viejo Diarra que tantas viejas cosas de su país sabía. Imperturbable, afirmaba que los Gana —probablemente residuo de los semifabulosos Garamantas— habían sido un pueblo vetusto, muy anterior al deslizamiento de los árabes y del Islam por aquellas comarcas. El Trazza, según temperamento de su raza, se incomodó pronto y en su excitación dejó escapar estas palabras: «Los árabes y el Islam dominan la tierra toda hasta su “término”». Frobenius le preguntó dónde terminaba la tierra, y el nómada respondió: «Donde la tierra toca con el cielo». Entonces el Diarra se interpuso diciendo: «El cielo no toca nunca la tierra».
He aquí dos concepciones elementales frente a frente. El nómada habita en tierras móviles, el sudanés en casas de barro. Para éste es su aposento un espacio confinado por los muros, más allá del cual se extiende un espacio libre y sin fin. Para el nómada es la tienda más bien un traje que casi se ciñe a su cuerpo; no es raro que en sus canciones la llame «el vestido de la familia». En cambio, el espacio cósmico le parece finito, cerrado por la cúpula del cielo que encaja sobre la tierra. El mundo es para él una concavidad, una gigantesca cueva, en tanto que el sudanés vive con un sentimiento de libres lontananzas. Paralelamente, el nómada cree en un poder que fataliza la conducta humana mientras el negro confía en la voluntad del hombre, en el heroísmo de la libertad frente a todas las mágicas potencias.
Encontramos, pues, las culturas, como orbes cerrados hacia dentro de sí mismos, sistemas completos y herméticos, sin comunicación entre sí; una interna unidad, pareja a la que actúa en la simiente, les da vida, expansión, desarrollo. Todo hecho humano es un brote de ellas y en ellas radica su sentido. Por eso, el etnólogo, el historiador tienen que acostumbrarse a considerar las culturas como los fenómenos fundamentales. Lo demás es sólo fragmento de ellas.
En el libro de Boy Alexander —«Del Níger al Nilo»— se narra una escena que no hace aquí mal papel. En la región de los “munchi”, pueblo del Níger, quiere un día el viajero inglés sorprender a los indígenas con la destreza del europeo. A este fin sale de caza acompañado por algunos de ellos. Pronto descubren una manada de antílopes. El europeo apunta desde una distancia de doscientas yardas y mata uno. Pero se sintió desilusionado ante los escasos elogios de un viejo cazador “munchi” que le había seguido. «Para un blanco no ha estado mal —había dicho el negro—. Pero nosotros lo hacemos mejor». Entonces ató a su cabeza el cuello y la cabeza de una especie de grulla y con la flecha dispuesta en el arco se arrastró, agachándose, hasta el rebaño, del cual hizo destacarse un espléndido macho. Luego se levantó súbitamente y se fué acercando a él mientras movía su cabeza enmascarada de un lado a Otro, imitando al ave con perfecta pantomima. De esta manera, llegó a pocos pasos del animal y disparó hiriéndole en la paletilla. El antílope dió un gran brinco, y cayó al punto en redondo, muerto instantáneamente por el veneno de la flecha.
He aquí dos técnicas opuestas, frente a frente. El europeo, amigo de la mecánica, mata por medio de una ley física. El negro, más próximo a las fuentes de la vida, se finge ave, es decir, mata con una metáfora.
Yo tendría muy graves reparos que hacer a la afirmación de Frobenius-Spengler, según la cual, las culturas son entidades independientes entre sí y de toda otra cosa. Ellos dan a esta tesis un sentido absoluto, metafísico, que no se sabe de dónde viene y en qué se funda.
Ampútese a la idea todo su superlativo metafísico y déjesela como la intuición de un hecho, del hecho básico donde el historiador tiene hoy que tomar su arrancada. El siglo XIX ha sido, como su padre el XVIII, radicalmente unitarista. En su primera mitad vive bajo la constelación de Hegel, para quien la historia es el desarrollo de la Idea, término que exige ser escrito con mayúscula a fin de recalcar que no tolera pluralidad ninguna. El sujeto de la historia es el Espíritu, un espíritu único que, en cierto modo, es el heredero de la «Humanidad» dieciochesca (la cual a su vez se perpetúa en la «Humanidad» de Augusto Comte). En su segunda mitad vive el siglo XIX bajo el doble signo de Darwin y Carlos Marx. Este último es el hijo pródigo de Hegel, que cambia en moneda la ideal herencia paterna. Para él, también es la historia un proceso unitario, salvo que el protagonista no es el Espíritu, sino la Materia Económica. Hegel y Marx hablan de una evolución, que en, ambos presenta carácter dialéctico. Darwin habla asimismo de una evolución, pero de carácter biológico. El acontecer histórico es el mismo siempre y en todas partes: lucha por la existencia, selección, triunfo de los mejor adaptados, proceso unidimensional. ¿Se puede dudar de que para el siglo XIX no existía más que una realidad histórica, o, dicho en otra forma, que la historia era para él una realidad homogénea —como es homogénea la materia física—?
Sin embargo, a la hora de la verdad —como dicen los taurófilos—, al elaborar efectivamente la historia, ocurría siempre que el principio unitario, que el supuesto de homogeneidad fallaba y era preciso recurrir —velada o claramente, pero ya tarde y a modo de complemento—, a la peculiaridad de las razas, al “espíritu nacional”, etc., etc. Es decir, que el historiador partía caprichosamente de una quimera: la unidad humana —la Humanidad homogénea—, y luego se daba de bruces con el hecho bruto, irracional, alógico, pero innegable, de la pluralidad de las formas humanas, de la heterogeneidad de los espíritus colectivos, de la incomunicación efectiva entre ellos.
Ahora bien, el rasgo más característico hasta ahora de la época que en nosotros comienza es —varias veces lo he dicho— la alegre aceptación de lo real, cualquiera que sea nuestra ulterior resolución sobre esa realidad. Por lo pronto, se toman las cosas según son y no según deseamos que sean o creemos que deben ser. Esto no implica desdén hacia lo que debe ser pero no es; significa meramente una enérgica pulcritud mental que repugna la confusión entre ello y lo que, en efecto, es. Puede que la unidad espiritual de los hombres merezca ser ambicionada, que constituya un ideal; pero esa Humanidad no ha sido ni es un hecho. La situación verdaderamente ominosa, ridícula, caquéctica, en que se hallan aún las ciencias históricas —tan retrasadas respecto a las naturales— procede de que en el estudio de los astros y de la electricidad, de los cuerpos químicos y de la geología, nadie hace ya intervenir los “ideales”, la ética ni la religión. Esta pulcra disociación no fué obra mollar. Ha costado siglos de lucha. Recuérdese que hasta después de 1800 la Iglesia no retira del índice, oficialmente, los libros en que se sostiene la mecánica copernicana. La tierra —pensaban muchos— no debe moverse. Y, sin embargo, se movía. Igualmente, el positivismo de viejo cuño, que es una divinización de lo sensible, se negaba y se niega a admitir como hecho cuanto no sea fenómeno táctil o visual. Y, sin embargo, la idea pura, los fenómenos espirituales existen con no menor evidencia: son hechos que se dan al lado de los sensibles y con pareja espontaneidad.
El imperativo de pulcritud mental hace que nuestro tiempo parta en toda ciencia —y tal vez no sólo en ciencia— de la pluralidad que es el hecho. La geometría se ha pluralizado. La física de los quanta y de Einstein es discontinua y pluralista; la biología se ha instalado en el pluralismo. Por fin, la historia, en vez de tropezar a la postre como con una roca de irracionalidad, como con un misterio, con la peculiaridad de los pueblos, que son de hecho irreductibles, hace de ella el punto de partida; es decir, toma el hecho según se presenta[3]. El chino y el francés se diferencian demasiado para que, desde luego, afirmemos su identidad y supongamos prejuiciosamente que en el valle del Yang-Tse actúan los mismos mecanismos psíquicos que en la Isla de Francia.
La intuición del pluralismo universal, como puro hecho, como fenómeno, es la gran innovación en la cultura europea. A ella se debe que, contrastando con la enorme decadencia de casi todas las demás potencias históricas —economía, política, arte—, la ciencia actual abra infinitas perspectivas y festeje una simpar ampliación de horizontes. Si al analizar la pluralidad que los hechos reales presentan se encuentra en ellos síntomas de una ultra-realidad unitaria, el triunfo será completo. Porque, en efecto, el pensamiento debe ser unitario. Pero es preciso dejar siempre abierta la posibilidad de que los hechos se nieguen a coincidir con ese ideal de unidad que alienta en el interior del pensamiento.
Sería, pues, un craso error dar a esta situación de la ciencia el nombre de “pluralismo” y oponerla a un supuesto “unitarismo”. Frobenius y Spengler, que se hallan con un pie fuera de la mesura científica, merecen acaso la denominación de pluralistas; pero su exceso habitual les impide representar la norma del presente. No se trata de que los pensadores actuales quieran ser pluralistas. Aspiran, como los de todo tiempo, a la unidad. Lo que les distingue es su castidad ante los hechos, los cuales —no los pensadores— son, por lo pronto, un abismático plural, un universo de radicales diferencias.
Si Frobenius y Spengler no hubiesen abandonado la latitud del puro empirismo histórico, que es donde sus ideas resultan fecundas y comprobables, habrían realizado una labor ejemplar. Pero al darles una dimensión metafísica y, por tanto, absoluta, han quitado la razón a sus propios pensamientos. El problema histórico de las culturas ni resuelve, ni siquiera plantea el problema filosófico de la cultura —de la verdad, de la norma última y única moral, de la belleza objetiva, etcétera.
La historia, en cuanto intención, es siempre universal. Volvamos a las ideas iniciales de estas páginas sobre el horizonte histórico. Nuestra vida es ineludiblemente una gesticulación hacia el universo —se entiende hacia lo que para nosotros es el universo—. El acto más nimio, el que se refiere al objeto más próximo, nace ya localizado en una perspectiva universal. De modo que la configuración de nuestro horizonte viene a ser como un molde cuya forma se imprime en todos nuestros movimientos, pasiones e ideas. Y viceversa, el síntoma más hondo de una grave transformación histórica será el cambio en la configuración del horizonte étnico, su contracción o su dilatación. En España, desde el siglo XVIII, se ha producido un angostamiento de la línea cósmica hacia la cual el español vivía. En 1900, aproximadamente, vuelve el círculo vital a ampliarse, cuando menos para ciertas minorías.
Sin embargo, la crisis mayor de horizonte se produce actualmente en la totalidad europea.
Decía que toda historia es subjetivamente universal. El griego y el latino que emprendían la historia de los pueblos para ellos conocidos creían hacer historia universal, y si reducían su propósito a narrar el pasado de su ciudad situaban indeliberadamente a ésta en relación con su universo. Es menos notorio de lo que debiera el hecho de que la ciencia, la razón, nace en Grecia como historia universal y más taxativamente como etnografía. El primer pensador jónico, Hecateo de Mileto, se ocupa de inventariar los pueblos y su pasado. A este universalismo subjetivo, espontáneo, nada hay que echar en cara por lo mismo que es inevitable. Pero es el caso que en los últimos siglos el hombre europeo ha pretendido hacer historia en un sentido objetivamente universal. De hecho, siempre parecerá al hombre que su horizonte es el horizonte, y que más allá de él no hay nada. Mas si después de conocer esta relatividad, hacemos una excepción en nuestro provecho y declaramos que, por fin, se ha llegado a descubrir el verdadero y definitivo círculo del universo, nuestro universalismo sería imperdonable. Esto es, en efecto, lo que ha acontecido con la ciencia histórica europea durante tres siglos: ha pretendido deliberadamente tomar un punto de vista universal, pero, en rigor, no ha fabricado sino historia europea. Porciones gigantescas de vida humana, en el pasado y aun en el presente, le eran desconocidas y los destinos no-europeos que habían llegado a su noticia eran tratados como formas marginales de lo humano, como accidentes de valor secundario, sin otro sentido que subrayar más el carácter sustantivo, central, de la evolución europea. Más o menos, se hacía siempre eje de la visión histórica la idea del progreso. Todas las vicisitudes planetarias eran ordenadas según su colaboración en ese progreso. Cuando un pueblo parecía no haber contribuído a él, se le negaba positiva existencia histórica y quedaba descalificado como “bárbaro” o “salvaje”. Ahora bien, ese progreso era simplemente el desarrollo de las aficiones específicamente europeas: las ciencias físicas, la técnica, el derecho racionalista, etc.
Hoy empezamos a advertir cuanto hay de limitación provinciana en este punto de vista. Tal vez uno de los hechos más característicos de la época que ahora vivimos es el despertar de la sensibilidad europea, hasta ahora reclusa en su sueño “provincial”, a un horizonte de radio mucho más vasto y más “universal”. Estudios y curiosidades que venían largamente germinando en la oscuridad han conquistado de súbito la atención de las gentes. Diríase que de pronto le ha nacido al europeo un apetito extraño por percibir en su peculiaridad vital los pueblos más distantes y el pasado más brumoso. Hace años realizó el alemán Helmholt un primer intento de universalizar la historia. Con numerosos colaboradores compuso su «Weltgeschichte» donde se da a la historia una disposición geográfica a fin de hacerla universal en el sentido de planetaria. Por vez primera hallamos en este libro una historia oceánica, una historia africana, una historia de las altiplanicies asiáticas. A mi juicio el intento de Helmholt fracasa por insuficiencia de método. La universalidad que logra es sólo geográfica, no propiamente histórica. Su pupila recorre todo el globo terráqueo, pero dirige a lo que ve miradas puramente europeas.
Algo más sutil fué el ensayo de Kurt Breyssig en su Historia de la Cultura moderna, donde hallamos un primer capítulo «Sobre los pueblos eternamente primitivos», es decir, sobre los salvajes. La ejecución es pobre, pero siempre recaerá sobre Breyssig el honor de haber sido el primero que introduce al llamado «salvajismo» como personaje esencial en el gran drama humano. Su idea es que la realidad histórica se produce en grandes ciclos, cada uno de los cuales recorre una serie de estadios siempre idéntica. Así, hay en · Grecia una época primitiva, una antigüedad, una edad media, una edad moderna, una época reciente. Mas no todos los pueblos avanzan de un estadio a otro: los hay que se quedan perennemente en una determinada altura de su desarrollo histórico esperando la hora de desaparecer. Habría, pues, como razas “eternamente primitivas”, naciones irremediablemente medievales o antiguas. Nótese el parentesco que estos pensamientos tienen con la ideología de Spengler[4].
Ello es que en los últimos veinticinco años se ha ampliado gigantescamente el horizonte de la historia. Se ha ampliado tanto, que la vieja pupila europea, habituada a la circunferencia de su horizonte tradicional de que era ella centro, no acierta ahora a encajar en una única perspectiva los enormes territorios súbitamente añadidos. Si hasta el presente la “historia universal” había padecido un exceso de concentración en un punto de gravitación único, hacia el cual se hacían converger todos los procesos de la existencia humana —el punto de vista europeo—, durante una generación, cuando menos, se elaborará una historia universal policéntrica, y el horizonte total se obtendrá por mera yuxtaposición de horizontes parciales, con radios heterogéneos que hacinados formarán un panorama de los destinos humanos bastante parecido a un cuadro cubista.