UNO de los fenómenos en que más sutilmente se reflejan las mudanzas de la sensibilidad histórica es el cambio de colocación, dentro de la perspectiva intelectual, de ciertas disciplinas. En el siglo XIX, por ejemplo, se hallaba instalada en el centro de las ciencias históricas la filología clásica. Gramática, literatura, historia de griegos y romanos constituían la disciplina reguladora para toda investigación histórica. Ellas imponían sus métodos y puntos de vista, sus problemas y corolarios, dondequiera que surgía alguna cuestión de humanidad pretérita. La vieja idea de que griegos y romanos eran los pueblos “clásicos”, corroborada por el hecho de que nuestra civilización ha recibido de ellos profundas influencias, dió origen a este pernicioso favoritismo.
Pues bien: hoy las cosas han cambiado. La filología clásica parece haber caído en súbita esterilidad, al tiempo que en su derredor surgen nuevos problemas gigantescos, de dimensiones vastísimas, ante los cuales el helenista y el latinista nada o muy poco tienen que decir. Ha producido esto un rápido desplazamiento de la filología clásica hacia un plano más modesto de la atención científica. En su lugar, jóvenes disciplinas avanzan y atraen la curiosidad de los mejores. Así la prehistoria y la etnología.
Estas dos ciencias de última hornada, aun en su iniciación, han dilatado incalculablemente la línea del horizonte histórico en las dos dimensiones de espacio y tiempo. Si antes la historia era casi exclusivamente la historia del Mediterráneo, hoy se extiende horizontalmente a todo el planeta. Parejamente, en la dimensión vertical, las excavaciones y el estudio etnológico de residuos culturales en los pueblos primitivos han agrandado cronológicamente el ámbito histórico. ¡Qué son los seis mil años de la historia tradicional, comparados con las vastas lontananzas de la prehistoria!
El progreso de la etnología ha ocasionado, además, una trasmutación radical en nuestra idea de la cultura. Mientras teníamos del cosmos histórico una visión provincial, mediterránea y europea, cultura quería decir una cierta manera ejemplar de comportarse. No había más que una cultura, la nuestra, del presente. La Edad Media, Grecia, Roma, Egipto eran sólo etapas al través de las cuales se había llegado a la actual perfección. Cualquier otro sistema de formas religiosas, intelectuales, políticas era automáticamente desvalorado como inculto. Habíamos, pues, hecho de la cultura un concepto estimativo y una norma.
Pero el etnólogo, obligado a entrar en el secreto de pueblos completamente dispares de los europeos y mediterráneos, ha tenido que intimar con sus modos de pensar y sentir. Poco a poco fué advirtiendo que aquellos usos “bárbaros” y aun “salvajes”, aquellas ideas grotescas o absurdas, tenían un profundo sentido, una exquisita cohesión. Eran, a la postre, una manera de responder al cosmos circundante muy distinta de la nuestra, pero no menos respetable. Eran, en suma, otras culturas.
Gracias a la etnología, el singular de la cultura se ha pluralizado, y al pluralizarse ha perdido su empaque normativo y trascendente. Hoy la noción de cultura deriva hacia la biología y se convierte en el término colectivo con que denominamos las funciones superiores de la vida humana en sus diferencias típicas. Hay una cultura china y una cultura malaya y una cultura hotentote como hay una cultura europea. La única superioridad definitiva de ésta habrá de ser reconocer esa esencial paridad antes de discutir cuál de ellas es la superior. El hotentote, en cambio, cree que no hay más cultura que la hotentote.