EL HORIZONTE HISTÓRICO

LA historia es una de las ciencias que en los últimos años han sufrido más hondas variaciones. El horizonte histórico de Europa se ha ampliado súbitamente y en proporciones gigantescas. Yo considero que este hecho es de una importancia incalculable, y errará en sus previsiones sobre el futuro de los pueblos occidentales todo el que no acierte a atribuirle su debido rango. Pocas peripecias más graves pueden acontecer en el seno de una civilización que una mudanza de su horizonte. Esta línea lejana, y, en apariencia, inerte, que circunscribe la existencia del hombre, es uno de los máximos agentes del proceso histórico. Por eso conviene formarse de él una idea más exacta, y en vez de interpretarlo como algo exánime y externo a la vida, ver en él un órgano vivo que colabora activamente en los destinos del hombre.

Cuando el historiador quiere penetrar en la intimidad de alguna vieja civilización, cuando intenta verdaderamente comprenderla, se ve forzado a hacerse tres o cuatro preguntas previas, siempre las mismas. Como para orientarnos en el espacio tenemos ante todo que fijar los cuatro puntos cardinales, esas tres o cuatro cuestiones, una vez resueltas, permiten determinar la polarización de aquella vida antigua. Pues bien; la primera de esas preguntas se refiere al horizonte: ¿qué horizonte planetario existe para los hombres de esa civilización? ¿Qué porción del mundo les era conocida; de qué otros pueblos sabían? A primera vista es esta la cuestión más externa y superflua que cabe plantearse. Parecería natural que para entender el espíritu de un pueblo bastase con averiguar lo que él mismo y su tierra fueron. ¿A qué viene tomar ese rodeo y filtrarse en el alma de una raza, partiendo de lo más periférico de ella, de sus ideas sobre lo extraño y distante?

La vida es siempre ecuménica, universal. Cada gesto que hacemos, cada movimiento de nuestra persona, va hacia el universo, y nace ya conformado por la idea que de él tengamos. El poderoso impulso con que el buitre enjaulado hace su magnífico despliegue de alas no corresponde a la angostura de su prisión, sino que nace inspirado por la idea vulturina del mundo —una idea amplísima, vasta, de enormes espacios libres—. Hecho a volar sobre continentes, no sabe reprimir su ímpetu, y las fuertes plumas remeras se le despeinan una y otra vez, heridas por los barrotes confinantes. Siempre acontece así: en la formación de nuestras ideas más elementales, de nuestras acciones, empresas, usos, ha intervenido como un factor primario la fisonomía que al universo atribuíamos. El equilibrio casi imperturbable que caracteriza a la historia egipcia y que da forma a sus instituciones, creencias, costumbres, es incomprensible si no se advierte que el horizonte del pueblo egipcio era muy reducido, y de configuración tal, que pudo prácticamente creerse solo en el mundo. Se debiera haber observado que la profunda inquietud de las instituciones sucede siempre a épocas muy viajeras: la ampliación del círculo vital, el hallazgo de otros pueblos fuertes, distintos del propio, obran como un fermento en la sociedad que hasta entonces había permanecido encerrada dentro de sí misma. Como dice el adagio alemán, «cuando se hace un largo viaje, se trae algo que contar». El retorno de los cruzados suscita en la Europa del siglo XIII una transformación tan honda, que acaso sea la mayor de toda su historia. La convivencia de los feudales emigrantes con los pueblos de Oriente quiebra la ingenuidad del horizonte medieval, perfora en él inquietadoras brechas hacia un trasmundo exótico, y deja para siempre instalado en las razas germanolatinas un fecundo desequilibrio. Los judíos son, dondequiera, un ingrediente de desasosiego —a mi juicio, benéfico—, porque han rodado mucho por el planeta, se sienten más cosmopolitas que ningún otro pueblo, y la circunferencia de su horizonte no coincide nunca con la del país donde se hospedan, siempre más reducida. Cuando dos hombres entran en relación, perciben al punto, más o menos claramente, la diferencia o igualdad de sus radios cósmicos. La distinción que suele hacerse entre el “espíritu provinciano” y el “espíritu de capitalidad” se reduce a una cuestión de dimensiones horizontales.

La vida es, esencialmente, un diálogo con el contorno; lo es en sus funciones fisiológicas más sencillas, como en sus funciones psíquicas más sublimes. Vivir es convivir, y el otro que con nosotros convive es el mundo en derredor. No entendemos, pues un acto vital, cualquiera que él sea, si no lo ponemos en conexión con el contorno hacia el cual se dirige, en función del cual ha nacido. Si creyésemos que los buitres han nacido para vivir en jaulas, su gesto de hercúleos voladores no parecería superlativo, frenético, absurdo. Y es que, naturalmente, para entender un diálogo hay que interpretar en reciprocidad los dos monólogos que lo componen. El ala del buitre responde al libre espacio de los cielos como la pinza de la hormiga a la cintura del grano cereal. A toda hora cometemos injusticias con nuestros prójimos juzgando mal sus actos, por olvidar que acaso se dirigen a elementos de su contorno que no existen en el nuestro. Cada ser posee su paisaje propio, en relación con el cual se comporta. Ese paisaje coincide unas veces más, otras menos, con el nuestro. La suposición de que existe un medio vital único, donde se hallan inmersos todos los sujetos vivientes, es caprichosa e infecunda. En cambio, la nueva biología reconoce que para estudiar un animal es preciso reconstituir antes su paisaje, definir qué elementos del mundo existen vitalmente para él; en suma, hacer el inventario de los objetos que percibe [1]. Cada especie tiene su escenario natural, dentro del cual cada individuo, o grupo de individuos, se recorta un escenario más reducido. Así el paisaje humano es el resultado de una selección entre las infinitas realidades del universo, y comprende sólo una pequeña parte de éstas. Pero ningún hombre ha vivido íntegro el paisaje de la especie. Cada pueblo, cada época, operan nuevas selecciones sobre el repertorio general de objetos “humanos”, y dentro de cada época y cada pueblo, el individuo ejecuta una última disminución. Sería preciso yuxtaponer lo que cada uno de nosotros ve del mundo a lo que ven, han visto y verán los demás individuos para obtener el escenario total de nuestra especie. Por esto decía genialmente Goethe que «sólo todos los hombres viven lo humano».

Evitemos, pues, el suplantar con “nuestro mundo” el de los demás. Otra cosa lleva irremediablemente a la incomprensión del prójimo. Un caso muy frecuente de ésta es, por ejemplo, nuestro erróneo juicio sobre el hombre enamorado. Como no solemos encontrar en la mujer que nos es indiferente las gracias y virtudes justificantes del ademán apasionado que sorprendemos en su amador, nos parece haber caído éste en frenesí. Decimos que el amor es ciego y creador de fantasmagorías. La teoría stendhaliana del amor —radicalmente falsa— supone que se trata de una faena de “cristalización” en que ilusoriamente depositamos sobre la persona querida cuantas perfecciones hemos imaginado. Esta opinión es típica del siglo XIX, que ha tendido en todos los órdenes y problemas a explicar los fenómenos normales como formas incipientes de lo patológico. Así, para Taine, viene a ser la percepción sana un caso de alucinación colectiva, como para Lombroso era el genio una cierta demencia. Esta predilección por lo patológico emana simplemente del pesimismo preconcebido, de la acritud y omnímodo resentimiento que actuaban en los senos del alma europea durante la pasada centuria.

¿Quién es el juez de la salud? —se preguntaba Aristóteles—. ¿Por qué se ha de considerar como decisivo el punto de vista del indiferente y no el del enamorado? Tal vez la visión amorosa es más aguda que la del tibio. Tal vez hay en todo objeto calidades y valores que sólo se revelan a una mirada entusiasta. «Hay que quitar la venda al Amor y devolverle el disfrute de sus ojos» —decía Pascal, oponiéndose a la opinión vulgar—. Según esto, el amor sería zahorí, sutil descubridor de tesoros recatados. No es cosa de que ahora, a la ligera, desarrollemos este asunto de tan alta sugestión, sobre el cual circulan las ideas más toscas. Sólo diré que, a mi juicio, si se analiza el fenómeno de este sublime sentimiento, se encuentra pronto que el amor no ve, pero no porque sea ciego, sino porque su función no es mirar. El amor no es pupila, sino, más bien, luz, claridad meridiana que recogemos para enfocarla sobre una persona o una cosa. Merced a ella queda el objeto favorecido con inusitada iluminación y ostenta sus cualidades con toda plenitud. Podrá, pues, darse el caso de que el enamorado crea ver lo que en rigor no ve, como a veces nos pasa en la visión material de las cosas, sin que por eso nos declaremos ciegos habituales. Pero lo normal es que el hombre amador de un ser o de un objeto tenga de ellos una visión más exacta que el indiferente. No; el amor ni miente, ni ciega, ni alucina: lo que hace es situar lo amado bajo una luz tan favorable que sus gracias más recónditas se hacen patentes. Cuando voy con un extranjero por la tierra castellana, nuestras impresiones divergen, pero no porque yo atribuya a mi gleba nativa gracias ficticias que en realidad no posee, sino porque mi mirada fervorosa sorprende en la campiña recatados encantos, que el forastero indiferente no acierta a descubrir. El amor, es, por lo pronto, un grado superior de atención. Fuera, pues, más agudo y más sabio envidiar al hombre apasionado que tacharle de iluso. Su paisaje es tan real como el nuestro, sólo que es mejor.

Esta doctrina del paisaje vital es, en mi entender, decisiva para la historia, que, a la postre, no consiste sino en una hermenéutica o interpretación de las vidas ajenas. Pues bien; el horizonte es un elemento de ese paisaje, y representa el dato de su amplitud y variedad.

Cuando la vida que queremos entender nos es muy distante y enigmática, el método más seguro de insinuarnos en ella será comenzar por su periferia y fijar su horizonte. Cuando, por el contrario, la vida de que se trata nos es próxima y afín, podemos desde luego inclinarnos sobre cualquiera de sus actos —ideas, gestos, usos— y ver en ellos preformada la forma de su horizonte, como en la curvatura de la espiga adivinamos el sesgo de los vientos reinantes. Este es nuestro caso frente a norte y suramericanos. Se puede partir de su modo de moverse, de la inflexión de su lenguaje, de sus escritos e instituciones, para reconstituir fácilmente el horizonte que se ajusta al corazón del hombre porteño o “yankee”. El tema sería atractivo porque en los dos grandes pueblos americanos —Estados Unidos y Argentina— el horizonte vital ofrece ciertas peculiaridades que hasta ahora no se habían dado en la historia.

Hay, en efecto, pueblos que nacen y se van formando en una relativa soledad. El mundo es su mundo, el pequeño círculo donde su existencia germina, dentro del cual son ellos el único pueblo; por lo menos, el único que cuenta. Esto aconteció con Egipto y China. El chino y el egipcio, en la época de su génesis, se creen la humanidad. En torno suyo hallan sólo algunas tribus bárbaras, sin poder ni prestigio, que contribuyen únicamente a subrayar la singularidad de su gran nación. Por esto, toda la civilización egipcia y china parte en sus principios básicos de suponer que es cada uno de ellos el pueblo central. Sólo así se explica, por ejemplo, la idea eje del Celeste Imperio: que el emperador es padre de los hombres y que de su conducta depende, no sólo la felicidad de su nación, sino el recto curso de los astros. El horizonte chino es cósmico, incluye todo el universo para ellos y tiene en la figura del emperador su centro dinámico. (Recuérdese, de paso, que los chinos distinguen cinco puntos cardinales, por añadir un quinto, que es el centro).

Pero hay otros pueblos que nacen en épocas y lugares de mucho tránsito. Antes de que se hayan formado saben de otras razas y de otros poderosos Estados. Tales pueblos comienzan desde luego con un vasto horizonte donde ellos se localizan excéntricamente. Este fué el caso de Roma. Etruscos, cretenses, fenicios, griegos, cartagineses, surcan el mar nativo, labrando con el arado de sus quillas un ámbito enorme que va de Siria al Atlántico. Roma se encuentra todo un mundo ya hecho sin ella, y no pudo nunca sentirse el centro de él. Al contrario, toda su alma se mantiene, tensa como un arco, bajo la inspiración de este propósito: conquistar ese mundo preexistente, anterior a ella. De aquí su conservatismo. Su horizonte está ya prefijado por el pretérito. La causa de la muerte de César fué la incomprensión, por parte del tradicionalismo romano, de la formidable ampliación de horizonte que la conquista de Galia significaba. El Estado romano no quería tierras nuevas. El viejo horizonte aprendido en la mocedad latina, cuando era Roma una aldea de cuatro barrios —Roma quadrata— y se había anquilosado, y dilatarlo equivalía a romperlo.

Los Estados Unidos o la Argentina pertenecen a esta clase de pueblos, nacidos excéntricamente, cuando un vasto mundo, un universo, estaba ya formado. Sin embargo, quien sepa interpretar los ademanes americanos advierte pronto que en ellos se oculta una germinal tendencia a sentirse centro. Esto es algo muy específico del alma americana. La doctrina de Monroe, que en apariencia se limita a dividir en dos mundos el mundo, significa, vitalmente proyectada hacia el mañana, un primer conato de desplazar el centro del universo desde Europa hacia América. ¿Cómo es posible en América esta corrección a posteriori del horizonte primitivo? ¿Cómo los grandes pueblos americanos, nacidos bajo condiciones en cierto sentido parejas a Roma, no se sienten en el fondo de sí mismos y allende las devociones o entusiasmos por otros pueblos más viejos, no se sienten, digo, excéntricos? La razón me parece clara. El espíritu romano, como toda la edad antigua, gravita hacia el pretérito. El europeo, en cambio, es, tal vez, la primera manifestación histórica de futurismo colectivo. La edad moderna, entre cosas menos valiosas, ha conseguido gloriosamente desviar la gravitación en sentido del porvenir. Todo el entusiasmo de chinos, griegos, latinos, por el pasado —la Edad de Oro, la Edad ejemplar era localizada en el comienzo de los tiempos— se convierte dentro del europeo moderno en fervor hacia el futuro. Lo bueno, lo mejor, no está para nosotros en el ayer, sino en el mañana. Ahora bien; el europeo tiene pasado, lo lleva en sí, acaso lo arrastra. Su futurismo es más bien un deseo de ser futurista. Esta dualidad, este no poder desasirse del ayer, y pretender, sin embargo, encajar en él la utopía del mañana, ha hecho de Europa el territorio revolucionario por excelencia. Ni en Asia ni en América ha habido propiamente revoluciones. Por el contrario, el americano es el europeo moderno que re nace en plena modernidad, exento de pasado. De aquí esa resuelta gravitación hacia el porvenir que observamos en todo americano “pura sangre”.

Esta inversión de la dinámica vital en el orden del tiempo complica la estructura del horizonte “yankee” o argentino. Porque resulta que el universo actual no es para ellos el definitivo; antes bien, el hecho de ser actual y, por tanto, precipitado del ayer, lo descalifica, lo condena a desaparecer y a ser sustituído por otro universo futuro, del cual América será el centro.