Transatlántico Atlas
14 de febrero de 1922
Las primeras veces, el capitán Abegg se quitaba el uniforme y hacíamos el amor. Nos cruzábamos en el puente, me sonreía y yo bajaba al camarote. Al poco rato llegaba. Cuando habíamos acabado, a veces se quedaba. Me hablaba de él. Me preguntaba si me hacía falta algo. Ahora es distinto. Entra y ni siquiera se desnuda. Me mete mano por debajo de la ropa, para excitarse, después hace que me siente en la cama y se desabrocha los pantalones. Permanece de pie frente a mí. Se masturba y después me la mete en la boca. No sería tan asqueroso si por lo menos se estuviera callado. Pero él tiene que hablar. Si no, no se le pone dura. «Te gusta, ¿eh, zorra? Pues entonces chúpala, perra asquerosa, métetela en la boca, venga, que te hace gozar, estúpida zorra». Quién sabe qué gusto hay en llamar zorra a una mujer que te la está mamando. ¿Qué sentido tiene? Sé perfectamente que soy una zorra. Hay muchas maneras de cruzar el océano sin pagar el pasaje. Yo he elegido el de chupar la polla del capitán Charlus Abegg. Un trueque justo. Él consigue mi cuerpo, yo consigo un camarote de su maldito barco. Antes o después llegaremos y todo habrá acabado. Esta mierda asquerosa. Al final, él se corre. Emite una especie de ridículos rugidos y me llena la boca de esperma. Tiene un sabor horrendo. El de Tool era distinto. El suyo tenía buen sabor. Por otra parte, él me amaba, y era Tool. Así que yo me levanto y corro a escupir todo al wáter, intentando no vomitar. A veces, cuando vuelvo de allí, el capitán ya se ha marchado. Sin una palabra. Entonces pienso «Se ha acabado, por esta vez se ha acabado», me acurruco en la cama y vuelvo a Quinnipak. Eso me lo enseñó Tool. Ir a Quinnipak, dormir en Quinnipak, huir a Quinnipak. De vez en cuando le preguntaba «¿Dónde estabas, que todos te andaban buscando?». Y él decía «Me he acercado un momento a Quinnipak». Es una especie de juego. Sirve cuando te sientes asquerosa por todas partes, y no hay modo de quitarte la sensación de encima. Entonces te acurrucas en cualquier parte, cierras los ojos, y empiezas a inventarte historias. Lo que se te ocurra. Pero hay que hacerlo bien. Con todos sus detalles. Y lo que la gente dice, y los colores, y los sonidos. Todo. Y poco a poco te sientes menos asquerosa. Luego todo vuelve, es obvio, pero durante un rato lo has conseguido. La primera vez que pillaron a Tool lo llevaron a la cárcel en un furgón. Tenía una ventanilla. Tool tenía miedo de la cárcel. Miraba afuera y se sentía morir. Pasaron por un cruce y al borde de la carretera había una flecha que indicaba el camino para un pueblo. Fue allí donde Tool leyó aquel nombre: Quinnipak. Para alguien que está yendo a la cárcel, ver una flecha que lleva a otro sitio debe de ser como mirar a la cara al infinito. Hubiera lo que hubiere allí, era en todo caso vida, y no cárcel. Así que aquel nombre se le quedó grabado en la cabeza. Cuando salió, su cara había cambiado. Había envejecido. Yo, sin embargo, lo había esperado. Le dije que lo amaba como siempre y que volveríamos a empezar desde el principio. Pero no era fácil salir de aquella mierda. La miseria te seguía los talones, no te perdía de vista ni por un instante. Prácticamente, habíamos crecido juntos Tool y yo, en aquel asco de barrio maravilloso. Cuando éramos pequeños, vivíamos uno al lado del otro. Nos habíamos construido un largo tubo de papel y por la noche lo sacábamos por la ventana y hablábamos a través de él: nos contábamos secretos. Cuando no los teníamos, nos los inventábamos. Era nuestro mundo, en resumidas cuentas. Desde siempre. Al salir de la cárcel, Tool fue a trabajar a una obra un tanto especial: montaban los raíles para el ferrocarril. Una cosa extraña. Yo trabajaba en el bazar, para Andersson. Después el viejo murió, y todo se fue al garete. Es ridículo, pero lo que me hubiera gustado hacer era cantar. Yo tenía una voz bonita. Habría podido cantar en un coro, o en uno de esos sitios en los que la gente rica bebe y pasa las veladas fumando cigarrillos. Pero no había cosas así donde vivíamos. Tool decía que su abuelo era maestro de música. Y que había inventado instrumentos que no existían antes. Pero no sé si era verdad. Su abuelo había muerto. Yo no lo había visto nunca. Y Tool tampoco. Tool decía también que algún día se haría rico y que me llevaría en tren, hasta el mar, para ver los barcos que zarpaban. Pero después no cambiaba nada, y todo seguía igual. A veces era horrible. Huíamos a Quinnipak, pero ni eso funcionaba ya. Tool estaba mal allí. Se le ponía una cara que daba miedo. Era como si odiara a todo el mundo. Sin embargo, era una cara muy hermosa. Yo fui a trabajar al barrio de los ricos. Estaba de cocinera en casa de uno que se había hecho rico con los seguros. Un asco allí también. Me ponía las manos encima ante los ojos de su mujer. Con su mujer allí delante, algo increíble. Pero no podía marcharme. Pagaban. Pagaban incluso bien. Después, un día murió uno que se llamaba Marius Jobbard, y dijeron que había sido Tool el que lo había matado. Cuando llegó la policía, Tool estaba conmigo. Lo cogieron y se lo llevaron. Me miró y me dijo dos cosas: Tú eres demasiado hermosa para todo esto. Y después: Nos veremos en Quinnipak. No sé si de verdad lo había matado él. Nunca se lo pregunté. ¿Qué importancia tenía? En todo caso, el juez decidió que había sido él. Cuando lo condenaron salió incluso la noticia en los periódicos. Me acuerdo bien, porque, al lado, venía la noticia de que un enorme edificio de cristal, no sé ya dónde, había ardido completamente la noche anterior. Y yo pensé: todo ha decidido convertirse en humo, hoy. Todo en mierda. Vi a Tool bastantes veces. Iba a visitarlo a la cárcel. Después ya no fui capaz. Ya no era él. Estaba todo el tiempo callado, y me miraba. Me miraba fijamente, como hipnotizado. Tool tenía unos ojos bellísimos. Pero me asustaba, mirándome así. No fui capaz de volver. Lo buscaba de vez en cuando, en Quinnipak, pero ni siquiera allí podía encontrarlo. Se había acabado. Se había acabado definitivamente. Así que tomé la decisión de marcharme. Quién sabe de dónde saqué la fuerza para hacerlo. Pero un día llené una maleta y me marché. Al capitán Abegg lo había conocido a través de una amiga. Él decía que al otro lado del océano era todo distinto. Y me marché. Mi padre no dijo nada. Mi madre lloraba y basta. Sólo Elena me acompañó hasta el final de la calle. Elena es una niña, tiene ocho años. «¿Por qué te escapas?», me preguntó. «No lo sé». No sé, Elena, por qué me escapo. Pero lo comprenderé. Poco a poco, cada día, lo comprenderé. «¿Y me lo dirás después, cuando lo hayas comprendido?». «Sí». Te lo diré. Esté donde esté, aunque esté muy lejos, cogeré lápiz y papel, un lápiz y miles de papeles, y te escribiré, pequeña Elena, y te diré por qué uno, en la vida, al final, se escapa. Prometido.
Dicen que dentro de tres días llegaremos. Tres mamadas más y estaré al otro lado del océano. Increíble. Quién sabe cómo será la tierra allí. A veces, estoy segura de que allí estará la felicidad. A veces, sólo con pensarlo, me entra una tristeza tremenda. Quién es el que entiende algo. He visto muchas cosas, pero solamente dos han sido capaces de hacerme sentir dentro tanto deseo y tanto miedo al mismo tiempo.
La sonrisa de Tool, cuando estaba Tool.
Y ahora, América.