3

Maldito Pekisch:

¿Cómo tengo que decirte que dejes de mandarme tus cartas a casa del señor Ives? Te lo he escrito y vuelto a escribir, ya no vivo allí. Me he casado, Pekisch, ¿te quieres enterar de una vez? Tengo una mujer, pronto tendré un hijo, si Dios quiere. Y, sobre todo, YA NO VIVO CON EL SEÑOR IVES. El padre de Dora nos ha regalado una casita de una planta y es allí donde me gustaría recibir tus cartas, visto que la dirección te la he dado ya cien veces. Lo que quiero decir es que el señor Ives empieza a perder la paciencia. Y además vive al otro lado de la ciudad. Cada vez me toca hacer un viaje de la leche. Aunque yo sé por qué te obstinas en mandarlas allí, y, para ser del todo sinceros, es eso lo que me saca de quicio, porque en realidad el viaje no me cuesta tanto hacerlo, y el señor Ives es en el fondo un hombre muy paciente, pero la cuestión real es que tú te obstinas en no querer pensar que yo estoy aquí y ya no estoy…

… un viento enloquecedor que lo ha puesto todo patas arriba, cabezas incluidas, me refiero a los pensamientos, no a las cabezas, ésas que están sobre los hombros. Y nada más. En cierto sentido, pensándolo bien, es estúpido que no se haya pensado nunca en el viento para transportar la música de un sitio a otro. Se podrían construir fácilmente molinos que, con algunas modificaciones, podrían filtrar el viento y recoger los sonidos que lleva en su interior con un aparato hecho a propósito, con el que luego poder hacérselos oír a la gente. Se lo he dicho a Caspar. Pero él dice que con el molino se hace harina. No hay poesía en la cabeza de Caspar. Es un buen chico, pero le falta poesía.

En fin.

No te vuelvas imbécil, manténte alejado de los ricos y no te olvides de tu viejo amigo

Pekisch

P.D.: Me ha escrito el señor Ives. Dice que ya no vives ahí con él. No es por meterme donde no me llaman, pero ¿qué narices ocurre?

… maravillosa, realmente maravillosa. Yo ni siquiera me imaginaba cómo podría ser, y aquí estoy ahora mirándolo, durante horas, y no me parece verdad que esa cosita tan pequeña sea hijo mío, es como para no creerlo, lo he hecho yo. Y Dora, claro está. En cualquier caso, yo también tengo que ver en ello. ¿Y cuando se haga mayor? Habrá que contarle algo a este niño. Pero ¿por dónde se empieza? Dime, Pekisch, ¿qué es lo que hay que contarle, la primera vez que se le cuenta algo? Justo lo primero: de todas las historias que existen, habrá una que vaya mejor para ser la primera historia que le toque oír. Habrá una, seguro, pero ¿cuál?

Soy feliz y ya no comprendo nada.

Sin embargo, ni siquiera por un instante dejo de ser tu

Pehnt

Escúchame bien, Pehnt:

Puedo incluso llegar a soportar la idea, en sí ridícula, de que te hayas casado con la hija del más rico agente de seguros de la capital. Puedo incluso llegar a soportar la idea de que, como consecuencia de ese gesto chusco y siguiendo una lógica que juzgo desoladora, te vayas a dedicar a los seguros. Puedo incluso, si tanto te importa, tomar nota de que has sido capaz de traer al mundo a un niño, lo que ineluctablemente te llevará a formar una familia y por lo tanto, en un plazo razonable, a alelarte. Pero lo que bajo ningún concepto puedo permitirte es que le pongas a esa pobre criatura el nombre de Pekisch, es decir, el mío. ¿Pero qué clase de idea es la que se te ha ocurrido? Ese pobre chico tendrá ya bastantes follones sin que te entrometas tú también para complicarle la vida con un nombre ridículo. Que, además, ni siquiera es un nombre. Un nombre de verdad, quiero decir No es que yo naciera llamándome ya Pekisch. Eso sucedió después. Si de verdad quieres saberlo todo, yo ya tenía un nombre antes de aquel maldito día en el que se presentó Kerr con su banda. Fue entonces cuando lo perdí todo, incluso mi nombre. Lo que ocurrió es que mientras huía y me hallaba en una ciudad que no recuerdo ni siquiera dónde estaba, acabé en un cuartucho horrendo con una putita de tres al cuarto, y ella se sentó en la cama y me dijo: Yo me llamo Fanny, ¿y tú? ¿Y qué sabía yo? Estaba quitándome los pantalones. Le dije: Pekisch. Lo había oído en alguna parte, pero quién se podía acordar de dónde. Me salió el decirle: Pekisch. Y ella: Qué nombre más extraño. Lo ves: hasta ella había comprendido que era un nombre de mentira, y tú quieres ponérselo a esa pobre criatura. ¿Es que no te das cuenta de que va derecho a convertirse en un agente de seguros? ¿Te parece que uno puede ser agente de seguros con un nombre como Pekisch? No le des más vueltas. La señora Abegg dice que le quedaría estupendamente Charlus. A mí me parece que no es que esté demostrado traer mucha suerte como nombre, pero en fin… Quizá pudiera bastar con un simple Bill. La gente se fía de los que se llaman Bill. Es un buen nombre para un agente de seguros. Piénsatelo.

Y además Pekisch soy yo, ¿Qué tiene que ver él?

Pekisch sr.

P.D.: El señor Rail dice que no quiere asegurar la línea férrea porque la línea férrea ya no existe. Es una larga historia. Ya te la contaré algún día.

Muy venerable y apreciado señor y profesor Pekisch:

Le quedaríamos muy agradecidos si se dignara comunicarnos qué graves acontecimientos de las narices han podido impedirle tomar su estimadísima pluma y hacernos llegar sus noticias. Por otro lado, no resulta en verdad muy amable por su parte el obstinarse en devolvernos, intonso, el modesto fruto de nuestro trabajo de meses, es decir, el humildísimo Manual del perfecto agente de seguros, que aparte de estar dedicado a usted, podría no ser del todo inútil para su cultura general.

Tal vez lo que ocurra es que el aire de Quinnipak esté haciendo que se oxide el afecto que en tiempos sentía usted por su devotísimo amigo, que jamás podrá olvidarle y que se llama

Pehnt?

P.D.: Recuerdos de parte de Bill

… especialmente allí donde se trata, en el capítulo XVII, del papel determinante que adquiere el uso de los botines para el decoro que «inapelablemente» debe caracterizar al auténtico agente de seguros. Os aseguro que páginas como ésa nos devuelven la fe en la capacidad de nuestra amada patria de parir inigualables escritores humorísticos. No subestimo, como es natural, la ironía incomparable de los párrafos dedicados a la dieta del perfecto agente de seguros y a los adverbios que el mismo no debiera usar jamás en presencia del estimado cliente (el cual, según veo confirmado en vuestro texto, tiene siempre razón). Tampoco me permitiría nunca negar el tono dramático de las páginas en las que vos, con pluma magistral, resumís los riesgos que conlleva el asegurar barcos que transporten pólvora. Pero consiéntaseme que os repita que nada consigue igualar la plástica comicidad de las líneas dedicadas a los citados botines. Como homenaje a ellas, estoy empezando a tomar en consideración la posibilidad de valerme de vuestros servicios, confiando a la irreprochable seriedad de vuestra Empresa Aseguradora lo que en la vida me es más precioso y que, en definitiva, es la única cosa que verdaderamente poseo: mis orejas. ¿Creéis que os sería posible mandarme el borrador de una póliza contra los riesgos de sordera, mutilaciones, lesiones permanentes y casuales extravíos? Podría tomar también en consideración, vista mi discutible disponibilidad económica, la eventualidad de asegurar una sola de las dos orejas. Preferentemente la derecha. Ved vos mismo qué se puede hacer. Permitidme ahora enviaros mis más sinceras felicitaciones y hacedme el honor de creerme infinitamente vuestro,

Pekisch

P.D.: Se me ha perdido un amigo que se llamaba Pehnt. Era un chico inteligente. ¿No sabréis vos algo al respecto?

Viejo, bendito, Pekisch:

Eso sí que no tenías que habérmelo hecho. No me lo merezco. Yo me llamo Pehnt, y sigo siendo aquél que se quedaba tumbado en el suelo para escuchar la voz de los tubos, como si pudiera llegar de verdad, cuando en realidad no llegaba. Nunca llegó. Y ahora yo estoy aquí. Tengo una familia, un trabajo y por la noche me acuesto temprano. Los martes voy a escuchar los conciertos que dan en la Sala Trater y oigo músicas que en Quinnipak no existen: Mozart, Beethoven, Chopin. Son normales y, sin embargo, son hermosas. Tengo algunos amigos con los que juego a las cartas, hablo de política fumándome un puro y los domingos salgo al campo. Amo a mi mujer, que es una mujer inteligente y bella. Me gusta llegar a casa y encontrarla allí, sea lo que sea lo que haya sucedido en el mundo ese día. Me gusta dormir a su lado y me gusta despertarme junto a ella. Tengo un hijo y lo amo, aunque todo haga suponer que de mayor será agente de seguros. Espero que sea un buen agente y que sea un hombre justo. Por la noche me acuesto y me quedo dormido. Y tú me has enseñado que eso quiere decir que estoy en paz conmigo mismo. No hay nada más. Ésta es mi vida. Sé que no te gusta, pero no quiero que me lo escribas. Porque quiero seguir acostándome, por las noches, y quedándome dormido.

Cada uno tiene el mundo que se merece. Yo tal vez haya comprendido que el mío es éste de aquí. Lo que tiene de extraño es que es normal. Nunca se ha visto nada parecido en Quinnipak. En Quinnipak se tiene en los ojos el infinito. Aquí, las pocas veces que miras a lo lejos, miras a los ojos de tu hijo. Y es distinto.

No sé cómo hacértelo comprender, pero aquí vivimos resguardados. Y no es algo despreciable. Es hermoso. Y, además, ¿quién ha dicho que hay que vivir necesariamente a la intemperie, siempre asomados al cornisón de las cosas, buscando lo imposible, escudriñando todas las escapatorias para evadirse de la realidad? ¿Es que de verdad es necesario ser excepcionales?

Yo no lo sé. Pero me aferro a esta vida mía y no me avergüenzo de nada: ni siquiera de mis botines. Hay una dignidad inmensa, en la gente, cuando sobrelleva sus propios miedos, sin trampas, como medallas de su propia mediocridad. Y yo soy uno de ellos.

Mirábamos siempre al infinito, en Quinnipak, los dos juntos. Pero aquí no hay infinito. Así que miramos las cosas, y con eso nos basta. De vez en cuando, en los momentos menos pensados, somos felices.

Me acostaré, esta noche, y no me quedaré dormido. Será culpa tuya, viejo, maldito Pekisch.

Te abrazo, Dios sabe cuánto te abrazo.

Pehnt, agente de seguros