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El señor Rail y Hector Horeau, uno sentado enfrente del otro, en el corazón del invierno, en el corazón de la enorme casa, silenciosa. No habían vuelto a verse nunca. Años. Después Horeau había aparecido.

—No había nieve, en París.

—Esto está lleno de nieve.

Uno enfrente del otro. Grandes sillones de mimbre. Respiraban el silencio, sin buscar palabras. Estar allí, eso ya es un gesto. Tiene su belleza. Minuto tras minuto, quizás una hora así. Después, casi imperceptiblemente, empieza a deslizarse la voz de Hector Horeau.

—Creían que no se mantendría en pie. Cuando llegue la multitud a la inauguración, miles y miles de personas, se doblará como si estuviera hecho de papel, y en el fondo está hecho de papel, peor aún, de cristal. Eso decían. Se caerá en cuanto apoyen el primero de esos enormes arcos de hierro, lo apoyarán y todo se vendrá abajo, escribían los expertos. Llega ese día y hay una buena parte de la ciudad que ha venido a propósito para ver cómo se derrumba todo. Son enormes esos arcos de hierro, los nervios que sostendrán el transepto, hacen falta decenas de árganas y garruchas para levantarlos, lentamente, deben subir hasta veinticinco metros de altura y después apoyarse sobre columnas que parten del suelo. Hace falta al menos un centenar de hombres. Trabajan ante los ojos de todos. Todos allí, esperando la catástrofe. Emplean una hora. Cuando al final no falta apenas nada para el momento crucial, hay quien no lo aguanta, y baja los ojos, no quiere ver, y por lo tanto no verá, cómo los enormes arcos de hierro descienden dulcemente y se posan sobre las columnas, como pájaros gigantescos emigrados desde lejos para reposar allí. Ahora aplaude la gente. Dice yo ya lo había dicho. Después vuelve a casa y lo cuenta, y los niños se quedan allí, con los ojos muy abiertos, escuchando. ¿Me llevarás un día a ver el Crystal Palace? Sí, te llevaré un día, ahora, a dormir.

El señor Rail ha cogido en la mano un libro nuevo y corta las páginas, una a una, con un abrecartas de plata. Libera las páginas una a una. Como si engarzara perlas en un hilo, una después de la otra. Horeau se retuerce las manos y mira hacia adelante.

—Trescientos soldados del Corps of Royal Sappers. A su mando, un hombre de unos cincuenta años, con una voz estridente y grandes bigotes blancos. No creían que se mantendrían en pie las galerías colgantes bajo el peso de toda la gente y todas las cosas que llegarían para la Exposición Universal: de modo que habían avisado a los soldados. Todos son muchachos, quién sabe si tienen miedo. Querían hacerlos subir allá arriba y marchar sobre los ejes de madera que según todo el mundo deberían derrumbarse. Suben caminando sobre las pasarelas, en fila de dos en dos. Una procesión que no parece tener fin. Quién sabe si tienen miedo. Al final los alinean arriba, como si fuera un desfile, hasta llevan fusiles, cada uno el suyo, y una mochila llena de piedras. Los obreros los miran desde abajo, y piensan qué guerra más ridícula. El hombre de los bigotes blancos grita una orden y los soldados se ponen rígidos. Otro grito y empiezan a marchar, alineados perfectamente, implacables. A cada paso podría estallar todo, pero en aquellas trescientas caras no hay nada dibujado, miedo, estupor, nada. Perfectamente adiestrados para marchar al encuentro con la muerte. Un espectáculo. Viéndolo de lejos, podría parecer una guerra encerrada dentro de una botella, un trabajo fino, dejémonos de veleros o cosas por el estilo. Una guerra metida en una enorme botella de cristal. El estrépito rítmico de los pasos retumba en las paredes de cristal, vuelve hacia atrás, gira en el aire. Uno de los obreros tiene una armónica en el bolsillo. La saca y empieza a tocar God save the Queen al mismo ritmo que esa marcha sin sentido. No se destrozará nada, llegarán vivos hasta el final. Es bonito el sonido de la armónica. Llegan hasta el fondo de la galería y allí se detienen. Los detiene un grito del hombre de los bigotes blancos. Otro hace que den la vuelta. Volverán a pasar, por segunda vez y después por tercera. Adelante y atrás, a diez metros del suelo, sobre un suelo de madera que no se derrumbará. Una historia divertida. Acabará también en los periódicos. Como la otra, la de los pájaros. Llegó una inmensa bandada de pájaros y se posó en las vigas del Crystal Palace. Miles de pájaros, ya no se podía trabajar. Disfrutaban de la templanza detrás de los cristales que ya habían sido montados. No había manera de alejarlos de allí. Un perenne estrépito, y además aquellos continuos, enloquecedores vuelos por todas partes, te trastornaban la cabeza. No se les podía disparar, con todos aquellos cristales a su alrededor. Probaron con venenos, pero no caían en la trampa. Se detuvo todo, faltaban dos meses para la inauguración y se tuvo que parar todo. Era ridículo, pero no se podía hacer nada. Cada cual, obviamente, decía algo, pero no había sistema, ni uno solo, que funcionara. Y se habría ido todo al diablo si la reina no hubiera dicho llamad al duque de Wellington. Él. Llegó una mañana a las obras, y estuvo un rato observando los miles de pájaros que campaban a sus anchas detrás de los cristales y en el aire. Miró y luego dijo: «Un halcón. Traed un halcón». No dijo nada más y se marchó.

El señor Rail cortaba las páginas de su libro, una a una. Página 26. Y escuchaba.

—Indescriptible. La gente vuelve a casa, después de haber visto el Crystal Palace, y dice: indescriptible. Hay que haber estado allí. Pero ¿cómo es? ¿Es verdad que hace un calor asfixiante? No, no es verdad. ¿Y cómo lo habrán hecho? No lo sé. ¿Es verdad que hay un órgano enorme? Hay dos, dos órganos. Hay tres. He oído sonar los tres órganos del Crystal Palace: indescriptible. Han pintado todas las pilastras de hierro, rojas, azules, amarillas. Y los cristales, háblame de los cristales. Es todo de cristal, como un invernadero, pero mil veces más grande. Tú estás dentro, y es como si estuvieras fuera, pero estás dentro. No hay necesidad de explicar nada a la gente, la gente ya sabe que aquello es algo mágico. Llegan desde lejos, caminando, y comprenden de inmediato, apenas lo ven desde lejos, que nunca se ha visto una cosa parecida. Y mientras se van acercando, empiezan a imaginar. Todo un mundo hecho de cristal. Todo sería tan ligero. Incluso las palabras, y los horrores, y hasta morir. Una vida transparente. Y después morir con unos ojos que puedan mirar a lo lejos, y otear el infinito. No hay necesidad de explicar estas cosas a la gente. La gente las sabe. Por eso también, cuando la Exposición Universal terminó, nadie pensó que de verdad el Crystal Palace pudiera permanecer allí para siempre. Le había quedado pegado encima el estupor de demasiados ojos, y las fantasías de miles de hombres. De modo que desmontaremos pieza a pieza el gigantesco palacio de cristal, y volveremos a montarlo fuera de la ciudad, con kilómetros de jardines a su alrededor, y además lagos y fuentes y laberintos. Se harán fuegos artificiales, por la noche. Y por el día enormes conciertos, o espectáculos maravillosos, o carreras de caballos, batallas navales, cosas de acróbatas, de elefantes, de monstruos. Está ya todo preparado. Lo desmontaremos en un mes y volveremos a montarlo allá. Idéntico. O quizá todavía más grande. Y la gente dirá: mañana iremos al Crystal Palace. Todas la veces que quieran irán allí para soñar lo que les apetezca. De vez en cuando lloverá y la gente dirá: vamos a oír cómo resuena la lluvia en el Crystal Palace. Y se reunirán a centenares bajo todo ese cristal, hablando en voz baja, como peces en un acuario, para escuchar la lluvia. El ruido que hace.

El señor Rail había dejado de cortar en la página 46. Era un libro que hablaba de fuentes. Traía también dibujos. Y algunos mecanismos hidráulicos increíbles. Había dejado el abrecartas sobre el brazo del gran sillón de mimbre. Miraba a Hector Horeau. Lo miraba.

—Un día me llega una carta y en su interior está escrito: Quiero conocer al hombre que ha concebido el Crystal Palace. Caligrafía femenina. Una firma, Rebecca. Después me llega otra, y otra más. Así que al final acudo a la cita, a las cinco, justo en el punto central del nuevo Crystal Palace, el que hemos reconstruido en medio de kilómetros de jardines y lagos y fuentes y laberintos. Rebecca tiene una piel blanquísima, casi transparente. Paseamos junto a las grandes plantas ecuatoriales y de carteles que anuncian el próximo combate de boxeo entre Robert Dander y Pott Bull, el desafío del año, entradas a la venta en la puerta este, precios populares. Soy yo quien ha concebido el Crystal Palace. Yo soy Rebecca. La gente, a nuestro alrededor, camina hacia adelante y hacia atrás, se sienta, charla. Rebecca dice Estoy casada con un hombre maravilloso, un médico, hace un mes desapareció, sin decirme nada, sin dejar ni una línea, nada. Tenía un hobby algo especial, prácticamente era una manía, trabajaba en ello desde hacía años: escribía una enciclopedia imaginaria. Lo que quiero decir es que se inventaba personajes famosos, qué sé yo, artistas, científicos, políticos, y escribía sus biografías y lo que habían hecho. Millares de nombres, usted puede no creerme, pero así era. Iba en orden alfabético, había empezado por la A y antes o después habría llegado a la zeta. Tenía decenas de cuadernos llenos. Él no quería que los leyera, pero cuando desapareció cogí el último cuaderno y lo abrí donde se había detenido. Había llegado a la H. El último nombre era Hector Horeau. Allí estaba su historia y después todo el asunto del Crystal Palace, hasta el final. ¿Final? ¿Qué final? Hasta el final, dijo Rebecca. Y así supe qué final le esperaba al Crystal Palace, de la voz de aquella mujer que caminaba con infinita elegancia y que tenía la piel blanquísima, casi transparente. Yo le pregunté ¿Qué final? Y ella me lo contó.

El señor Rail permanecía allí, inmóvil, mirándolo. Había dejado en el suelo su libro sobre fuentes y jugueteaba con el abrecartas de plata entre las manos, dejando resbalar los dedos por la hoja sin punta, sin filo. Una especie de puñal cobarde. Para asesinos cansados. Hector Horeau miraba hacia adelante y hablaba con dulce imperturbabilidad.

—Había sólo ocho músicos que estaban ensayando. Era ya tarde, de noche, y en el Crystal Palace sólo estaban ellos, ellos y algunos vigilantes. Ensayaban para el concierto del sábado. Parecía pequeñísima, aquella música, perdida en medio de aquella enormidad de hierro y cristal. Parecía como si tocaran un secreto. Después una cortina de terciopelo empezó a arder, nadie ha sabido jamás decir por qué. El violonchelista vio con el rabillo del ojo cómo aquella extraña antorcha se encendía en el otro extremo del edificio y levantó el arco de las cuerdas. Dejaron de tocar, uno por uno, sin decir una palabra. No sabían muy bien qué hacer. Parecía una tontería. Dos vigilantes habían acudido inmediatamente y se afanaban para que las cortinas cayeran al suelo. Se movían rápidamente, en las lenguas de fuego que las llamas arrojaban a su alrededor. El violonchelista recogió las partituras del atril. Dijo Quizá convenga llamar a alguien. Uno de los violinistas dijo Yo me voy de aquí. Metieron sus instrumentos en los estuches y se largaron a toda velocidad. Alguno permaneció atrás para mirar las llamas que se alzaban cada vez más altas. Después ocurrió todo en un instante: el parterre de un seto, a pocos pasos de la cortina, se encendió como un rayo y empezó a crepitar con ferocidad hasta alcanzar una araña de petróleo que colgaba del techo y que se vino abajo haciéndose pedazos, de manera que en un instante el fuego pareció extenderse por los alrededores como una maraña de arroyuelos en llamas que se lanzaran enloquecidos contra cualquier cosa, en un contagio fulminante de fuego y luz y humo y ardiente destrucción. Un espectáculo. Las llamas devoraron en un puñado de minutos quintales de cosas. Desde fuera, el Crystal Palace empezaba a parecer una enorme lámpara encendida por una mano gigante. En la ciudad hubo quien se acercó a las ventanas y dijo ¿Qué es aquella luz? Un ruido sordo empezaba a bajar por los senderos del parque y a llegar a las primeras casas. Acudieron decenas de personas, y después centenares, y después millares. A ayudar, a ver; a gritar, todos con las cabezas hacia arriba para mirar aquellos desatinados fuegos artificiales. Arrojaban agua a barriles, claro está, pero nada podía detener aquella invasión de fuego. Todos decían Resistirá, porque no podía desvanecerse así un sueño como aquél. Todos pensaron Resistirá, y todos, absolutamente todos, se preguntaron ¿Cómo puede arder algo de hierro y de cristal?, en efecto, cómo era posible algo así, el hierro no arde, el cristal no arde, y sin embargo allí las llamas se lo están tragando todo, absolutamente todo, tiene que pasar algo, no es posible. No tiene sentido. Y, en efecto, no tenía sentido, absolutamente ningún sentido, sin embargo, cuando la temperatura de dentro se volvió insoportable, estalló la primera lámina de cristal, de lo que casi nadie se dio cuenta, no era más que una entre las miles, como si fuera una lágrima, nadie la vio, pero aquélla era la señal, la señal del acabose, y así fue, en efecto, como todos lo comprendieron cuando, una detrás de la otra, empezaron a estallar todas las láminas de cristal, literalmente a estallar en pedazos, chasquidos como latigazos, sembrados en el enorme crepitar del inmenso incendio, los cristales volaban por todas partes, algo fascinante, una emoción que te clavaba allí, en la noche iluminada como si fuera de día, en los ojos las salpicaduras de cristal por doquier, trágica fiesta, un espectáculo para echarse a llorar; allí mismo, de repente, sin saber bien por qué. Estallan los diez mil ojos del Crystal Palace. Por eso es. Y entonces llegó el final, sólo quedaba una gigantesca hoguera que siguió pulverizando emociones durante toda la noche, desaparecía el Crystal Palace, poco a poco, de aquella manera tan absurda, pero a lo grande, eso hay que admitirlo, a lo grande. Se dejó consumir poco a poco, casi sin resistencia, y al final se dobló en dos, vencido para siempre, se le rompió en dos la espina dorsal, quebrada ferozmente, la gran viga de hierro que lo recorría todo, desde el principio hasta el final, se partió después de haber resistido durante horas, agotada, se desgarró con un estrépito tremendo que nadie olvidaría, lo oyeron a kilómetros de distancia, como si hubiera estallado una bomba inmensa, para destrozar la noche que la rodeaba y el sueño de cualquiera, Mamá, ¿qué ha sido eso? No lo sé, Tengo miedo, No tengas miedo, duérmete. Pero ¿qué ha sido eso? No lo sé, hijo mío, se habrá caído algo, se ha caído el Crystal Palace, ésa es la verdad, se ha venido abajo de rodillas y se ha rendido, desvanecido para siempre, desaparecido, disipado, y basta, así han ido las cosas, todo ha acabado, esta vez para siempre, acabado en la nada, para siempre. Quienquiera que lo haya soñado, ahora está despierto.

Silencio.

El señor Rail ha bajado los ojos. Se araña la palma de una mano con la punta redondeada del abrecartas de plata. Parece como si estuviera escribiendo algo. Una letra detrás de otra. Letras como jeroglíficos. Sobre la piel quedan signos que luego desaparecen como letras mágicas. Escribe y escribe y escribe y escribe y escribe. Ni un ruido, ni una voz, nada. Pasa un tiempo infinito.

Después el señor Rail deja el abrecartas y dice

—Un día… algunos días antes de que muriera… vi a Mormy… vi a mi hijo Mormy haciendo el amor con Jun.

Silencio.

—Ella estaba encima de él… se movía lentamente y era bellísima.

Silencio.

Al día siguiente Hector Horeau se marchó. El señor Rail le regaló un abrecartas de plata. No volverían a verse nunca más.