Capítulo XXXIII. Un paseo otoñal

Era una tarde deliciosa y tibia; con toda seguridad aquel año traería ya muy pocas así. Las jornadas templadas del otoño madrileño tocaban a su fin y con la puesta del sol se refrescaba tanto el ambiente que las noches eran frías; de allí en adelante lo que esperaba, durante meses, era el duro invierno que estaba a las puertas. El sol hacía rato que había iniciado su declinar. La luz de la que todavía quedaba por lo menos una hora, era limpia y brillante, sus tonos invitaban al optimismo y la alegría. Por los jardines del Campo del Moro la reina y su camarera mayor, acompañadas del conde de Cantillana, paseaban placenteramente. Hasta ellos llegaba, como un eco lejano, el ruido de los madrileños que también paseaban por las inmediaciones de los reales jardines.

Había transcurrido casi un mes desde el incidente del asalto al alcázar. Aunque no era mucho tiempo para que se aquietasen los ánimos ante un suceso tan extraordinario como aquél, el sosiego había ganado terreno y se respiraba cierta tranquilidad, si bien las medidas de seguridad y vigilancia eran impresionantes. En la quietud de los ánimos habían tenido especial influencia dos sucesos acaecidos el mismo día, de ello hacía apenas veinticuatro horas. Ese día, antevíspera de san Andrés, su majestad la reina había acudido a la basílica de Nuestra Señora de Atocha a dar gracias una vez más al Todopoderoso y a su Santísima Madre por haber salvado su vida y la del rey en el difícil trance vivido, y porque los negros presagios que las derrotas de Aragón habían traído se hubiesen disipado en gran medida. Sin duda, a este último hecho había colaborado la actuación de los madrileños, que con su decisión de levantar un ejército para defender a su reina habían evitado la marcha sobre la villa y corte de las victoriosas tropas del archiduque Carlos.

La soberana había vuelto a vivir una jornada singular que sólo tenía parangón con otra que, en circunstancias muy difíciles, había revestido el mismo carácter. Luisa Gabriela de Saboya había concurrido a pie, con un escaso acompañamiento de damas, al templo que concitaba las mayores devociones de los madrileños. Su recorrido había sido, otra vez, una marcha triunfal en medio de las aclamaciones del gentío que se agolpaba a lo largo del itinerario. Colaboró al ambiente de exaltación vivido en aquella jornada la convicción de los vecinos de que la inminencia de un ataque sobre la capital había desaparecido. Las semanas transcurridas desde las derrotas en tierras de Aragón, cuando Madrid estaba indefensa, habían hecho que las disposiciones tomadas por la oficialidad de aquella improvisada y heterogénea masa de gente que se había concentrado al otro lado de la ribera del Manzanares, diese un aire de organización a los nuevos soldados que, mezclados con los cada vez más numerosos restos del ejército derrotado, empezaban a tomar, al menos en apariencia, la forma de una milicia. Nunca se sabría cuál podría haber sido su eficacia en el combate, pero era seguro que todo aquello había servido como elemento disuasorio para la acción de los enemigos, que tras la victoria de Zaragoza creyeron tener el camino libre hacia Madrid.

El segundo de los sucesos era de mayor alcance en relación con el futuro, aunque los madrileños no lo manifestasen abiertamente. A nadie se le escapaba la importancia de la llegada de un correo de París que traía, en valija diplomática, cartas del embajador en aquella capital. Una de ellas decía lo siguiente:

… en el momento presente las circunstancias que concurren en esta capital han hecho cambiar de forma notoria la situación de las cosas, lo que nos pone de manifiesto, una vez más, la mudanza de los tiempos que nos han tocado vivir y que los designios de la Divina Providencia son insondables… Las reiteradas e insoportables exigencias de las Potencias Marítimas para alcanzar una paz que ponga fin a la guerra presente, han dispuesto el ánimo del Cristianísimo de tal forma que, contra el parecer más extendido de esta corte, ha decidido romper las negociaciones y prepararse para una nueva campaña en todos los frentes, incluida la Monarquía Católica.

Aunque no nos ha sido confirmada personalmente, tenemos todos los pronunciamientos para comunicar a V.E. que la próxima primavera las tropas del Cristianísimo volverán a operar en España para defender el sostenimiento de la causa del rey nuestro señor (cuya vida Dios guarde)…

La principal novedad apunta a que será el señor duque de Vendôme quien marchará al frente de las tropas francesas, sustituyendo en el puesto a monsieur el duque de Orleans.

Alba.

P.D. Ha causado pavor y consternación en esta corte la noticia del criminal suceso del ataque al palacio real y el intento de asesinar a su majestad (cuya vida Dios guarde). No es descartable que tan execrable crimen haya predispuesto el ánimo del Cristianísimo en la presente disposición.

El paseo del conde de Cantillana junto a las dos mujeres tenía el aire de una despedida. Como general del nuevo ejército, y habida cuenta de que las tropas enemigas se habían retirado a sus cuarteles de invierno, con lo cual daban por concluida a todos los efectos aquella campaña, debía tomar las correspondientes disposiciones para la invernada de sus hombres. El flamante general, después de una larga serie de consultas con sus jefes y oficiales, había ordenado que ningún integrante del ejército fuese desmovilizado. Todas las unidades continuarían sus ejercicios de instrucción y adiestramiento durante el invierno en aquellos lugares donde quedasen establecidos sus alojamientos. Las más veteranas y avezadas de las mismas se situarían en las poblaciones que marcaban la ruta entre la villa y corte y la raya de Aragón, mientras que aquellas cuya instrucción era más precaria quedarían acantonadas en los alrededores de Madrid. Para la puesta en marcha del plan había decidido llevar a cabo personalmente la supervisión del mismo, lo cual le obligaba a abandonar la corte durante algunas semanas. Partiría al día siguiente.

La verdad era que Cantillana apenas había tenido un instante para el sosiego que procuraba a los demás. Los días siguientes al intento de asesinato del rey dedicó sus esfuerzos a detener a los jefes y oficiales que integraban el estado mayor del marqués de Villadarias, sobre los que pesaban graves acusaciones. La mayoría de ellos habían sido apresados y se les había abierto una investigación. Unos estaban arrestados en el alcázar de Segovia y otros fueron conducidos a Consuegra, todos ellos bajo prisión severísima hasta que se depurasen responsabilidades. A Villadarias, que tras la derrota de Zaragoza se había marchado a su casa de Antequera, se le mantenía incomunicado en su propia morada. Sólo un par de coroneles no habían sido localizados, y se ignoraba qué había sido de ellos. Todo apuntaba, sin embargo, a que habían cruzado la raya de Aragón y marchado a Barcelona para ponerse al servicio del archiduque Carlos. Para el nuevo general de las tropas borbónicas resultó penoso buscar y apresar a sus compañeros de armas, quienes en la clave de la conjura se conocía bajo el nombre de «Hijas», pero no tuvo ningún asomo de duda a la hora de cumplir con lo que era su obligación.

—Don Fernando, esperamos que vuestra ausencia no se demore más allá de los plazos previstos. —Mientras decía esto, la reina, miraba con intención a su camarera.

—Espero, majestad, que no surjan dificultades que alteren las previsiones.

La princesa de los Ursinos guardaba un silencio poco usual a la vez que tenía la mirada embargada de sentimiento. Luisa Gabriela de Saboya se detuvo por un momento y fijó su atención en las flores, ya marchitas, de un enorme parterre de forma abombada —semejaba una colina rodeada por un seto de verdor—, donde todo amarilleaba por efecto de los primeros fríos y acabaría por morir. Miraba las flores, pero por la expresión de su rostro resultaba evidente que tenía la mente muy lejos de allí.

Transcurrió un rato, en que los tres permanecieron quietos y silenciosos. Cantillana y la camarera aguardaban, en actitud respetuosa, a que la reina rompiese aquella situación que se prolongó hasta que musitó unas palabras que provocaron en su camarera un breve estremecimiento que no pasó inadvertido al conde.

—El amarillo no será obstáculo, triunfará el azul, pese a otros azules. —Volviéndose hacia su amiga, le preguntó—: ¿Lo recuerdas, Ana María?

—Sí, majestad, Ana de Hoserín.

—¿Qué quería decirme? Esa frase ha permanecido en mi mente durante todo este tiempo, martilleando mi cabeza, pero por más vueltas que le doy no acabo de encontrarle sentido. —La reina suspiró profundamente y se encogió de hombros. Era como si se resignase al no poder llegar al fondo del significado de aquellas palabras—. A propósito, ¿qué sabes de aquella mujer?

—No podría deciros, majestad. Han corrido varios rumores y en su casa hubo un incendio, pero, al parecer, ella estaba ausente. ¿Acaso deseáis…?

La reina la interrumpió con energía:

—Ni hablar… Ni se te ocurra.

La camarera recordó el billete que Ana de Hoserín le había hecho llegar y la última frase del mismo: «No bajar la guardia ante el azul».

El sol había continuado su camino hacia la línea del horizonte, a la que estaba a punto de llegar. La luminosidad de la tarde había perdido gran parte de su brillo, anunciando la llegada de las primeras sombras de la noche, a la par que la agradable temperatura de que habían disfrutado los madrileños empezaba a esfumarse. En poco rato haría frío.

—Empieza a refrescar, es hora de volver a palacio, pero vosotros quedaos un rato más. Deseo estar sola. —La reina miró con picardía a sus acompañantes, dio a besar su mano al conde y se alejó con pasos ágiles.

Los dos enamorados quedaron solos. Tras la agitación de los sucesos que culminaron en el intento de regicidio, las semanas transcurridas apenas les habían deparado algunos ratos de intimidad. Ahora las obligaciones militares de él les separarían durante un tiempo.

—¿Qué ha querido decir su majestad con eso de: «El amarillo no será obstáculo, triunfará el azul, pese a otros azules»?

Por toda respuesta la princesa de los Ursinos tomó a su amante por las manos y, tirando suavemente de él, lo condujo hasta uno de los bancos de piedra que se perdían entre los recovecos y las formas caprichosas que tenían los setos que delimitaban las zonas ajardinadas de las de paseo en aquel paradisíaco lugar.

—Fueron las últimas palabras que a modo de presagio le dijo Ana de Hoserín, aquella embaucadora de quien te hablé y que su majestad visitó, buscando remedio para sus angustias.

«El amarillo no será obstáculo, triunfará el azul pese a otros azules». Cantillana meditaba en aquellas palabras que encerraban un enigma; sacudió la cabeza con gesto dubitativo, que cortó la princesa al abrazarle con fuerza y besarle apasionadamente. Estaban en plena efusión cuando Cantillana se levantó de un salto, tan intenso que parecía impulsado por un resorte.

—¡Fernando, qué te ocurre! —La princesa miró en todas direcciones pero no vio a nadie. Estaban solos en la inmensidad de aquellos jardines, donde empezaban a proyectarse las primeras sombras de la noche.

—Ana María, esa…, esa Ana de Hoserín sabía lo que decía. Tenía poderes extraordinarios.

—¿Por qué dices ahora eso? —preguntó la princesa entre malhumorada e incrédula.

—Por la frase de la reina…

—¿Quieres explicarte, Fernando, por el amor de Dios?

—Todo está muy claro.

—¿Qué es lo que está claro?

—Escúchame con atención. Yo conocí a esa mujer cuando acudí a ella para ver si podía leerme la parte de un tercer mensaje que llegó a mi poder y que quedó borrada por la sangre del mensajero que lo traía. Para mi sorpresa, fue capaz de desvelar el contenido de aquellas líneas perdidas. A decir verdad, no me extrañó…

El rostro de la princesa de los Ursinos reflejó, primero, incredulidad, y después una creciente crispación. A duras penas podía contener la ira que la invadía, hasta que estalló, colérica:

—¿Que hubo un tercer mensaje? ¡¡Que hubo un tercer mensaje!! —repitió, gritando, a la vez que se ponía de pie y trataba de golpear a su amante con los puños.

Con tranquilidad, pero no sin esfuerzo, Cantillana trató de calmarla:

—Déjame que te explique, Ana María, por favor.

No era suficiente para aquietar a aquella furia desatada a la que asía por las muñecas. Necesitó un largo forcejeo hasta que logró un cierto apaciguamiento.

—¡Escúchame, si quieres saber! —dijo con energía Cantillana cuando la princesa estaba algo menos agitada, pero muy lejos de la calma—. Sí, hubo un tercer mensaje —continuó—. Un tercer mensaje en el que se aclaraban muchas cosas, pero cuyo conocimiento resultaba extremadamente peligroso. Tanto que era un riesgo grave para la vida de todo aquel que supiese su contenido. —Miró con ternura a los ojos de la mujer que sujetaba por las muñecas y susurró—: Yo no podía consentir que asumieses ese riesgo. Te amo, te amo. —Aflojó la presión de sus manos y soltó a la mujer, que se desplomó sobre el banco, acansinada por el esfuerzo—. Sólo ahora puedes saber lo que decía aquel papel sin correr un peligro terrible. —Cantillana hizo una pausa que le permitió retomar su relato interrumpido—: Te decía que no me extrañó el poder de aquella mujer. Yo conozco gente capaz de hacer las cosas más extraordinarias e inverosímiles que puedas imaginar. Gentes para quienes la palabra imposible no existe. Tal vez esta Ana de Hoserín sea una de ellas. Aquel tercer mensaje, que utilizaba las mismas claves que los dos anteriores, Homero, Plutarco, la Justicia, Cicerón, fue descifrado por ella con una precisión asombrosa. No te lo había dicho…

La princesa hizo un mohín e iba a hablar, pero Cantillana se lo impidió:

—No te lo había dicho por las razones que te he dado… Sin embargo, ahora, tras la carta del embajador Alba, puedes conocer el contenido de aquel papel sin ningún riesgo para tu persona. Desde ayer, en que llegó el correo de París, he buscado la ocasión para explicártelo. Escúchame con atención.

Ana María de la Tremouille se cruzó de brazos, algo más relajada, y se dispuso a escuchar.

—El tercer mensaje no sabemos a quién venía dirigido —prosiguió él—, pero su portador acudió a la posada de la calle de Carretas y preguntó por Regnault. Al igual que el anterior, fue interceptado por mis hombres. En el mismo se indicaba que si «Cicerón», nombre en cifra del conjunto de conjurados que había en Madrid, no podía facilitar la llegada a la villa y corte de las tropas inglesas y holandesas que mandaba Stanhope (su nombre en clave era «las Damas», mientras que «sus Hijas» era el conjunto de oficiales compatriotas nuestros que había traicionado a su majestad, contribuyendo a nuestras derrotas en Aragón) se pusiese en marcha un segundo plan previsto en la conjura. Como quiera que nuestras pesquisas habían llevado al descubrimiento de «Cicerón» así como la detención de sus integrantes, y en el Madrid de aquellos días se levantaba un ejército que suponía un obstáculo para la llegada de Stanhope a la corte, decidieron ponerlo en marcha.

Ese segundo plan de la conspiración —continuó Cantillana— significaba asesinar al rey. El texto del tercer mensaje rezaba «eliminación de Homero». Esas palabras estaban entre las que la sangre del mensajero había hecho ilegibles. También este mensaje nos indicó que, si se ponía en marcha el segundo plan, la «Justicia» vendría hasta Madrid para encontrarse aquí cuando todo se desarrollase de acuerdo con las previsiones que tenían los conjurados, aunque, como era lógico, no intervendría directamente en el asesinato de su majestad. En aquel momento casi tenía la certeza de quién se escondía detrás de aquel nombre, aunque no contaba con la prueba que lo confirmase.

—¿Quién estaba detrás de ese nombre? —preguntó mademoiselle con interés.

Parecía que su cólera anterior se había desvanecido por completo.

—Ten calma, ten calma. Todo a su debido tiempo. —Cantillana prosiguió—: El mensaje señalaba que «Júpiter» había dado su autorización para que aquel plan diabólico se pusiese en marcha. «Júpiter ha dado su consentimiento», decía el texto, donde las palabras «Júpiter» y «consentimiento» no eran legibles a causa de la sangre. Cuando Ana de Hoserín me dio el texto completo del mensaje, éste decía así:

Si la situación de Cicerón no permite alcanzar el objeto de las Damas y sus Hijas, disponedlo todo para el segundo plan. Júpiter ha dado su consentimiento. Poned en marcha la eliminación de Homero. La Justicia estará en ésa para su proclamación.

—Tampoco tenía la prueba material que señalase quién se escondía detrás de «Júpiter» —añadió Cantillana—, pero no había muchos candidatos, y uno era el que concentraba la práctica totalidad de las posibilidades; detrás de «Júpiter» sólo podía estar el rey de Francia. ¿Quién, si no, tiene poder para que todos estén pendientes de su decisión? «Júpiter» tenía que ser el abuelo del rey nuestro señor.

La amargura se reflejaba en los ojos de la camarera mayor. Cantillana se percató del difícil trance por el que pasaba en aquel momento. Tomó una de sus manos y le susurró:

—¿Ves ahora, amor mío, las razones de mi actitud y de mis reservas? Según aquel mensaje era el mismísimo Rey Sol quien estaba en el extremo final del hilo de la conjura.

Cantillana guardó unos instantes de silencio y luego prosiguió:

—Lo que me impresionó vivamente de Ana de Hoserín fue que me entregó un papel aparte en el que me señalaba los nombres en clave y sus correspondencias. En ellas indicaba quién era cada cual y afirmaba que «Júpiter» era el rey de Francia y que la «Justicia» era el duque de Orleans.

—¿Monsieur de Orleans era la «Justicia»?

—Así es, pero permíteme concluir. Todo aquello me produjo una gran inquietud; sin embargo, serenó algo mi espíritu el saber que aquel mensaje no había llegado a su destino y por lo tanto el plan no podría ponerse en marcha de inmediato, lo que nos daba cierta ventaja y la posibilidad de tomar las previsiones necesarias para abortar aquellas pretensiones. En esa estrategia estaba cuando recibí un billete de… —Cantillana titubeó antes de pronunciar el nombre— de la Barquillera, en el que me decía que acudiese a una cita ante un asunto de extrema gravedad. Fui de inmediato, y por su boca supe que Amelot…

—¿Amelot? —preguntó intrigada la camarera.

—Sí, Amelot, el ministro que Luis XIV tenía puesto en Madrid como consejero del rey nuestro señor, visitaba a la Barquillera.

—Hummm, vaya, vaya —dijo la princesa con una sonrisa cargada de malicia.

—Como digo, Amelot fue ligero de lengua. Tal vez quiso presumir, sin saber que aquella mujer a la que sólo conocía por su oficio, disponía de una información que su indiscreción complementaba. Por esta vía supe que el duque de Orleans viajaba hacia Madrid. Esto último fue lo que Amelot dijo, y eso fue lo que a mí se me reveló. Si el duque de Orleans estaba camino de Madrid significaba que toda la operación se encontraba en marcha, aunque el mensaje que obraba en mi poder no hubiese llegado a su destino. Por lo tanto, tenía que haber otra vía de contacto que nosotros no habíamos controlado. Hoy sabemos que era Amelot, y eso explica que abandonase Madrid a toda prisa, alegando una llamada urgente de Versalles, lo que aquí se interpretó como un paso más en el aislamiento a que se nos sometía. Decidí dirigirme a palacio y desde allí organizar la protección del rey, pero todo fue tan rápido…

Después del relato quedaron en silencio; Cantillana esperaba la reacción de la camarera ante la revelación que acababa de hacerle, pero ésta guardaba silencio. Sólo cuando hubo pasado un largo rato, ella preguntó:

—¿Sabes si Orleans estuvo en Madrid?

Cantillana sacudió la cabeza con expresión de duda:

—Ése es uno de los dos cabos que no he podido atar en esta complicada historia. Tal vez nunca lo sepamos con certeza, aunque no existen dudas acerca de que él era la «Justicia» y la baza que los conjurados tenían para sustituir al rey. Creo que si hubiésemos sabido quién iba en la carroza que se presentó ante palacio la noche de la refriega, tendríamos la respuesta a tu pregunta.

—¿Crees que…?

—Creo que en ella iba Orleans.

—Has dicho que ése era uno de los dos cabos que quedaban sueltos en esta historia, ¿cuál es el otro?

El conde tardó en responder, parecía estar eligiendo cuidadosamente sus palabras. Después de mucho pensarlo, contestó:

—No sé si el rey Luis llegó a dar instrucciones en las que autorizaba a atentar contra la vida de su nieto. Parece increíble que actuase así contra su propia sangre; sin embargo, en sus decisiones, tú, Ana María, bien lo sabes, la razón de Estado tiene fuerza de ley…, y…

—¿Sí…? —inquirió mademoiselle, esperando el final.

—No me extrañaría que lo hubiese ordenado —repuso él—. Es más, entonces estaba convencido de que así era, y temí por tu vida. Esa fue la razón por la que decidí mantenerte al margen de este asunto. Sólo hoy, cuando sabemos que la alianza entre el abuelo y el nieto está a salvo, se han disipado mis temores.

»También ahora comprendo el sentido de la frase de Ana de Hoserín, era una forma de señalar que el problema para el rey no venía del archiduque Carlos, cuya bandera como miembro de la casa de Austria es amarilla, sino del color azul de la bandera de los Borbones, definiendo así las intrigas de Versalles y las ambiciones del duque de Orleans contra Felipe V.

Otra vez Ana María de Tremouille recordó la última frase que contenía el mensaje de Ana de Hoserín: «No bajar la guardia ante el azul». Se puso de pie lentamente y, sin decir palabra, encaminó sus pasos hacia palacio. Las sombras del atardecer dominaban ya el ambiente, en pocos minutos el manto de la noche caería sobre Madrid. El conde de Cantillana marchaba a su lado; los dos guardaban silencio, ensimismados en sus pensamientos. Faltaba poco para alcanzar la puerta que daba acceso a palacio por aquella parte cuando ella se detuvo y, mirándole fijamente, le espetó:

—No tengas dudas de que el Cristianísimo había autorizado esa acción.

Cantillana abrió desmesuradamente los ojos:

—¡Que no tenga dudas!

—¡Ninguna! —remarcó la camarera—. Además, ya es hora de que sepas que en la carroza que apareció ante el palacio no iba monsieur de Orleans. La ocupaban el conde de Corzana, el de Erill y el señor de Baños, quienes tenían encomendada la misión de controlar la situación en palacio una vez que Cifuentes y los suyos hubiesen acabado con la vida del rey. Monsieur de Orleans aguardaba el desarrollo de los acontecimientos en una quinta a las afueras de Madrid, acompañado de un numeroso contingente de hombres armados. Cuando se enteró de que toda la operación había fracasado, huyó con tanto sigilo como había llegado.

Cantillana escuchaba atónito lo que acababa de oír por boca de aquella mujer. Con un hilo de voz, preguntó:

—¿Cómo sabes todo eso?

La princesa le miró maliciosamente:

—¡Pregúntale a la Barquillera! —respondió y siguió andando con el cadencioso ritmo que era capaz de dar a sus pasos.

FIN