Capítulo XXXII. El asalto

Ha sido algo espantoso. Era difícil de explicar cómo había podido suceder algo tan grave. Nadie daba razón de cómo aquellos hombres entraron en palacio y llegaron hasta los mismísimos aposentos regios. Nadie se explicaba cómo era posible que se les hubiese franqueado la entrada, que hubieran burlado la guardia y atravesado medio alcázar sin que se les detuviese… Nadie se lo podía explicar, pero… había ocurrido. Terribles fueron las escenas de pánico vividas después de que aquellos asesinos llegasen a su objetivo y se trabase una lucha feroz. La sangre que había por muchos lugares, manchando muebles y paredes, tapices y cortinas, era la prueba más elocuente de la dureza con que se había combatido hasta en las habitaciones de la reina.

Los cadáveres de los que habían perdido la vida en aquella refriega todavía estaban tirados por el suelo en diversos sitios, aunque en su mayor parte se encontraban en la antecámara de la alcoba de Luisa Gabriela. Allí, por lo que podía verse, se había desarrollado la parte más dura de la lucha. En el rellano de la escalera principal dos soldados de la guardia eran atendidos de sus heridas por unas criadas. Muy cerca de donde les estaban curando —uno en la mano y otro en un muslo— colgaba el cadáver de otro soldado, que había quedado enganchado en los adornos de forja de la baranda; tenía segado medio cuello y la cabeza colgaba hacia atrás —parecía a punto de desprenderse— dejando ver las arterias, las venas y los músculos seccionados. Gotas de sangre caían pausada y regularmente de la terrible herida, formando un charco.

—¡Querían también matar a la reina! —exclamaba compungida una de las doncellas, que sostenía una palanganilla donde su compañera mojaba los paños que aplicaba a las heridas. El líquido que contenía el recipiente tenía ya un color ocre rojizo poco a propósito para la tarea que realizaban.

—¡Deja de gimotear y cambia el agua, Isabel! ¡Tendremos que arreglárnoslas solas, porque el doctor está en las habitaciones de su majestad!

La requerida miró alrededor sin saber muy bien qué hacer, como alelada. La otra mujer dio un tirón a la palanganilla y arrojó su contenido por las escaleras.

—¡Llénala de agua limpia en ese cubo! —le gritó mientras se la tendía.

Isabel obedeció y volvió a repetir:

—¡Querían también matar a la reina! —Y rompió a sollozar.

El ajetreo en palacio era intenso. Había voces, gritos, prisas, carreras, órdenes, contraórdenes y mucha angustia. Casi nadie sabía exactamente qué era lo que había ocurrido. Conocían del revuelo que se había organizado y de los gritos proferidos. Sabían que se había producido una matanza como consecuencia de la encarnizada refriega. ¡En el mismísimo alcázar! ¡En la residencia de los reyes! Había muchos comentarios y nadie era capaz de confirmarlos ni de desmentirlos. Unos decían que habían intentado matar a la reina, como gimoteaba una doncella que en las escaleras principales estorbaba la cura de un par de soldados heridos. Otros decían que no habían querido matarla, sino que la habían matado. Una versión diferente señalaba que el objetivo del intento de regicidio era el rey, y que había tenido éxito. Algunos comentarios ponían el acento en la identidad de los asaltantes del palacio; ahí existía unanimidad, aunque con pequeños matices que no carecían de importancia: según unos, partidarios del archiduque Carlos de Austria; según otros, el grupo asaltante estaba en conexión con la conjura descubierta en la corte. Para otros el interés residía en las posibles —algunos las daban como seguras— connivencias que los atacantes habían tenido en el interior de palacio.

Fue una noche larguísima. Parecía imposible que en el espacio delimitado por los muros del alcázar pudiesen afirmarse tantas falsedades y tantas mentiras. En medio de aquella locura se había tomado una sabia disposición, y además se había cumplido a rajatabla: cerrar todos los accesos al palacio.

Lo ocurrido quedó recogido con numerosos detalles en una relación pormenorizada que el marqués de Bedmar confeccionó con los testimonios y declaraciones de las personas que vivieron lo acaecido. A las cuatro de la madrugada algunas cosas se habían puesto en claro gracias a la actuación enérgica del capitán que tenía a su cargo la guardia, don Pedro de Sotomayor, y del marqués de Bedmar, quien en su condición de gentilhombre de cámara de servicio, había tomado las disposiciones convenientes ante un caso tan insólito.

Entre los muertos habidos como consecuencia de la lucha, cinco de ellos correspondían a la guardia real —un sargento y cuatro soldados—, además del padre confesor de la reina, el conde de Cifuentes, que era quien mandaba la pandilla de atacantes, y cuatro de los cinco individuos que integraban la misma. El único superviviente de entre los asesinos había sido detenido. Se trataba de un individuo de mala catadura al que le faltaba un ojo, cuya cuenca vacía tapaba con un parche de cuero negro. Había cuatro heridos, aunque ninguno de consideración, salvo complicaciones posteriores. Tres eran soldados de la guardia y el cuarto don Antonio de Ubilla, el secretario del despacho universal.

La ayuda que los asesinos habían tenido en el interior del palacio era, por lo que se sabía hasta el momento, la del padre confesor de la reina, según el testimonio de los soldados que montaban guardia en la puerta principal. La presencia del religioso hizo que la llegada de los apandillados no levantase las sospechas de los centinelas, que fueron engañados por el jesuita, quien respondió de aquellos hombres, dándose la circunstancia de que los centinelas tenían noticia de que podía llegar gente a palacio a cualquier hora. La garantía dada por el padre confesor de que aquellos hombres eran los que se esperaban, fue lo que les franqueó la entrada sin mayores problemas. Confirmaba la versión de los soldados la propia declaración del confesor, quien, herido mortalmente en la refriega, quiso descargar su conciencia con el marqués de Bedmar, en cuyos brazos admitió su traición y felonía antes de expirar. También le entregó un pliego cerrado dirigido a la reina.

En plena lucha llegó a la explanada de la fachada principal de palacio, cuya puerta ya estaba defendida por numerosos soldados, un carruaje escoltado por al menos cincuenta hombres a caballo, en actitud hostil. Al percatarse, sin embargo, de la alerta de los centinelas, cuyo número era crecido, abandonaron el lugar a toda prisa, perdiéndose en dirección a la plaza Mayor.

Los asaltantes, una vez ganado el interior del recinto, avanzaron rápidamente hacia la escalera, lo que levantó las sospechas del sargento de guardia, quien llamó al padre confesor. Este requerimiento puso nervioso al clérigo, que gritó a los que le acompañaban:

—¡El rey está en la alcoba de la reina! ¡Es la última habitación de la galería donde desemboca la escalera! ¡Están acompañados!

Fue aquella última expresión, «están acompañados», la que confirmó las sospechas del sargento, que dio la voz de alerta.

—¡Alarma! ¡Alarma! ¡Hay intrusos en palacio!

Los hombres que estaban de guardia y los que en aquel momento prestaban servicio en las galerías superiores acudieron a la llamada. A partir de ese instante se entabló un violento combate cuyo desarrollo tuvo lugar en las escaleras y en la galería principal de la planta primera. La lucha fue encarnizada y como consecuencia de ella se produjeron numerosas muertes.

Dos de los asaltantes lograron abrirse paso hasta las mismas puertas de los aposentos de su majestad la reina, nuestra señora. Se trataba del conde de Cifuentes y de un individuo no identificado, todavía, los cuales a punto de lograr sus malvados propósitos, se encontraron con el conde de Cantillana, quien se enfrentó a ellos con la ayuda que pudo dispensarle el secretario del despacho universal, don Antonio de Ubilla, que resultó herido en el lance.

Del primer interrogatorio efectuado al único superviviente de los asaltantes se ha sabido que se trata de un tal Sánchez, natural del reino de Córdoba. Es de pequeña estatura, pelo castaño, y tiene cicatrices de viruela. Afirma estar avecindado en esta villa y corte en uno de los callejones que dan a la calle de Carretas y no tener oficio fijo, viviendo de las faenas y trabajos que se le encomiendan. Se trata, a falta de confirmar algunos datos, de un matón a sueldo, de uno de los «valientes» que pululan por la ciudad. Ha confesado que recibió el encargo de hacer un «trabajo», ignorando que se trataba de atentar contra su majestad, y que no sabe nada acerca de la persona que le contrataba, que fue uno de los dos que vinieron con él y sus otros tres cofrades. Asegura también que uno de esos sujetos respondía al nombre de José y que no sabe el nombre del que les mandaba, quien le parece persona de calidad.

Al Sánchez se le encontró una bolsa conteniendo cien ducados en monedas de oro. Dice que era parte de la paga que habían de recibir por el encargo y que se los habían entregado esta misma noche poco antes de venir aquí, por lo que ni siquiera había tenido tiempo de ponerlos a buen recaudo. Parece confirmarse este extremo, porque a los otros compinches se les han encontrado bolsas similares con iguales cantidades. También ha declarado que quien entró en contacto con ellos fue el tal José, que lo hizo hace sólo dos días, y que les citó para la tarde de ayer, previniéndoles que acudiesen «acomodados» y dispuestos para ejecutar un encargo por el que les darían doscientos ducados. Que era un trabajo que, con suerte, podía estar concluido en un par de horas y que había que matar, aunque no se especificó a quién, si bien era persona de alcurnia, motivo por el cual la paga era tan elevada. Que la reunión de la tarde anterior, en que se cerró el trato, tuvo lugar en una casilla que hay en una callejuela próxima al puente de Segovia, que está en condiciones de identificar. Que allí apareció el tal José y también recibieron al que les ha conducido hasta aquí. Que cuando llegó a la casa le acompañaba un criado, o al menos parecía serlo, pero que no ha venido con ellos. Afirma no tener conocimiento ni poder dar razón ninguna de otra cosa.

Preguntado por los jinetes y la carroza que aparecieron en la explanada principal, mientras se producía el ataque, dijo no saber nada al respecto.

Cuando Ubilla, que tenía un brazo vendado y un pequeño corte encima de la ceja, acabó de contar la relación de lo sucedido y la declaración del asesino superviviente, preparada por el marqués de Bedmar, los primeros albores del día entraban por la ventana de la alcoba de la reina. Allí estaban junto a la soberana la camarera mayor y el conde de Cantillana. El rey no se encontraba presente. Felipe V parecía no haberse enterado de los graves sucesos que habían tenido lugar. Ni siquiera se inmutó en el momento más crítico de aquella terrible noche, cuando el conde de Cifuentes y uno de los esbirros lograron alcanzar la antecámara de la reina y plantarse ante las puertas de su alcoba, donde se sostuvo un duelo a muerte ante la defensa que de aquel umbral hizo el conde de Cantillana. Pasado el peligro las dos mujeres retiraron a aquel pelele rey a sus aposentos y le acostaron vestido, resistiendo las náuseas que su hedor producía y el temor que atenazaba sus corazones ante la angustiosa situación que acababan de vivir.

El ataque y su significado habían afectado profundamente a Luisa Gabriela, pero cuando su dolor pareció incontenible fue al enterarse de que su confesor, la persona a la que había desnudado su alma y a quien había confiado sus más íntimos sentimientos, estaba en la trama de la conjura y había sido quien facilitó el acceso al alcázar de aquel grupo de asesinos.

La reina había escuchado el relato puesta de pie junto a la ventana por la que ya entraba la primera luz del amanecer. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto y la vigilia de aquella larga noche. En el rostro de Cantillana se reflejaban sombras de preocupación, que se sumaban al cansancio. No había dormido, había matado a dos hombres y estaba atónito ante la facilidad con que un puñado de asesinos a sueldo había logrado llegar hasta los aposentos de la reina.

—Majestad… Majestad… —dijo Ubilla con un hilo de voz—. Majestad… —insistió.

La reina, por toda respuesta, volvió la cabeza hacia él y le miró.

—Majestad —añadió Ubilla—, aquí tengo el papel que vuestro confesor entregó al marqués de Bedmar. —Levantó un pliego doblado y amarillento. La reina lo miró con desgana. Aquello era, como mucho, la confesión de un traidor. Por un instante pensó en quemarlo en la llama de uno de los cabos de vela que consumían sus últimas bujías tras arder toda la noche. Sin embargo, le pudo más la curiosidad. Tomó el papel con parsimonia y rompió el lacrecillo que garantizaba el secreto de lo que allí estaba escrito.

Majestad:

La lectura de esta carta por vuestra majestad será signo inequívoco de que mi alma ha abandonado mi cuerpo. Suplico vuestro real perdón por los males que pudieran derivarse de mis acciones hacia vuestra majestad, a quien sólo debo gratitud y reconocimiento.

No comparto esos sentimientos hacia vuestro esposo, el duque de Anjou. Miembro de una familia cuyas acciones y actuaciones desde el trono de san Luis han supuesto vejaciones continuadas y humillaciones sin límite hacia los sagrados derechos de Nuestra Santa Madre Iglesia y del vicario en la tierra de Nuestro Señor Jesucristo. Anteponer las regalías del poder temporal de la Corona a los legítimos derechos de los sucesores de san Pedro supone tan grandísimo pecado que ningún buen cristiano ni ningún hijo de Nuestra Santísima Madre, la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, puede consentir.

Cumplo con mi deber de cristiano y de hijo amantísimo de Nuestra Santa Madre Iglesia colaborando con mi esfuerzo y mi riesgo a poner fin a tan impía familia por el bien de todo el Orbe Católico.

Implorando vuestro perdón V. L. M. de V. Magd.

Padre Jerónimo de Celaya, S. I.

La reina arrugó el papel entre las manos y exclamó:

—¡Jamás creí que mi confesor fuese un fanático!

Cuando el conde de Cantillana salía por la puerta del alcázar, la residencia de los reyes parecía una fortaleza. Habían sido requeridas todas las compañías disponibles del regimiento de la Real Guardia Española y de la Guardia Valona. Había soldados, impecablemente uniformados y armados como para entrar en combate, en todas las puertas y en todos los accesos. El cuerpo de guardia rebosaba de hombres y en los patios numerosos corrillos de soldados comentaban lo ocurrido. En la explanada delantera de palacio ya se había congregado un gentío conformado por las personas que acudían, como cada mañana, a presentar solicitudes, requerir noticias, pedir una gracia, reclamar un derecho o simplemente a ver y dejarse ver en el lugar.

Todos se habían encontrado con aquella situación que convertía el alcázar en una fortaleza, y que a causa de ello se les impedía el paso. Éste sólo se le franqueaba a los funcionarios de los consejos y de los órganos administrativos ubicados en los bajos del edificio y que habían tenido la precaución de llevar consigo la cedulilla identificativa que les acreditaba. La mayoría, no pudo pasar.

Ya era de dominio público la causa que había dado lugar a aquella extraña situación: ¡habían intentado asesinar al rey en el transcurso de aquella noche!

Cantillana logró pasar entre el gentío, salvando la situación —temió verse abordado por alguien sabedor de que él tenía noticias de primera mano—. Antes de abandonar el alcázar se había cerciorado de que no se producirían más sorpresas. Aunque le costaba trabajo creer en aquellas cosas, no dejaba de pensar en que la mano de la providencia le había llevado la tarde anterior a casa de Marfisa, donde sostuvo una larga conversación con la Barquillera, quien le llamó porque tenía «una noticia urgente y capital que comunicarle», según rezaba el billete que le hizo llegar. Advertido, aún tuvo tiempo de ganar el alcázar antes de que Cifuentes y los suyos apareciesen.