Capítulo XXXI. Más conjurados

Había ocurrido ya en otras ocasiones; la alcoba de la reina se había convertido aquella noche en sala de consejo, donde se había juntado un grupo reducido de personas para analizar la situación. Esas reuniones informales servían para tomar iniciativas y decisiones en momentos de gravedad, en circunstancias difíciles y comprometidas.

El dormitorio de Luisa Gabriela de Saboya, separado del de su esposo por un pequeño pasillo interior cerrado con puertas que daban a ambas dependencias, ofrecía un aspecto de cierto desorden. Los presentes, a tenor de los restos, debían de haber tomado algún refrigerio a modo de cena. Ahora formaban un círculo en torno a una mesa vestida con faldillas de terciopelo morado. Allí tomaban asiento, además de la reina, la princesa de los Ursinos, el secretario Ubilla y el joven y atildado confesor de la primera, el padre Jerónimo de Celaya. Todos escuchaban los comentarios del secretario acerca del impacto producido por el sermón que el canónigo Guillén había pronunciado aquella tarde. Ubilla daba numerosos detalles de lo ocurrido. Cuando hubo concluido, la reina le pidió noticias de la situación en que se encontraba el intento de desarticulación de la conjura. El leal funcionario se mostraba optimista por primera vez en muchos días.

—Considero que la situación está controlada. Además de las catorce detenciones practicadas entre gentes principales, avecindadas en esta corte, incluidos los tres eclesiásticos, hoy han sido apresados los dos agentes franceses que movían los hilos de toda la trama y servían de enlace entre los conjurados residentes en esta villa y la cabeza de la conspiración. En estos momentos están siendo interrogados en la cárcel de la villa y corte…

—¿Han confesado ya? —preguntó, inquieta, la reina.

—Aún no tenemos noticias de ello, majestad. Sin embargo, si del interrogatorio se derivase alguna noticia o algún detalle que no conocemos, nos será comunicado de forma inmediata.

—¿A estas horas? —inquirió el joven sacerdote.

—A estas horas, reverencia. La guardia tiene instrucciones concretas al respecto y franqueará el paso. —La camarera mayor, que era quien había contestado, hablaba con gran seguridad.

El jesuita hizo una mueca extraña.

—¿Os ocurre algo? —preguntó la princesa de los Ursinos.

—¡Oh, no! ¡Nada, nada en particular! Simplemente que podemos tener una noche muy agitada.

—¿Una noche muy agitada? ¿Por qué dice eso vuestra reverencia? —preguntó Ubilla.

El jesuita tardó unos segundos en contestar.

—Sencillamente —dijo al fin—, porque si están interrogando a esos agentes franceses, acabarán dando algunas respuestas a las preguntas que nos hacemos.

—Es posible que desde ese punto de vista tengáis razón, pero también puede ocurrir que no suceda nada esta noche y debamos aguardar más tiempo del que vuestra reverencia piensa para que se despejen nuestras dudas.

El eclesiástico volvió a hacer otra mueca idéntica a la anterior; era como si no pudiera controlarse, al secretario del despacho universal aquel gesto le producía repulsa. Desconocía el motivo, pero así era. La razón de su disgusto tal vez se encontrase en que no le resultaba simpático aquel clérigo jovencito, pulcro, un punto impertinente y que, sin que todavía se lo explicase, se había ganado la confianza de la reina, quien le había admitido en su círculo de íntimos más restringido. De eso hacía sólo unos meses, cuando se había convertido en su confesor, tras la muerte del venerable fray Diego de Sahagún, un capuchino anciano y bonachón que había dirigido la conciencia de Luisa Gabriela de Saboya desde que se convirtió en reina de España. Nadie sabía muy bien cómo aquel joven jesuita se había hecho con el codiciado puesto.

—¿Vos tenéis alguna duda acerca de toda esta tramoya, padre? —preguntó Ubilla con tranquilidad, como si no buscase una respuesta sino dar cuerda a una conversación.

—En el asunto que nos ocupa, mi querido secretario, caben ya muy pocas dudas. Con las detenciones tenemos completa toda la malla de esta fea traición, a falta de algunos detalles.

—Y… ¿cuáles diríais vos que son esos detalles? La formulación del secretario del despacho estaba cargada de interés. Al parecer el confesor no deseaba contestar a aquella pregunta. Unos golpecitos, tenues, suaves, apenas perceptibles, salvaron la situación.

Todos guardaron un silencio expectante y cruzaron miradas entre ellos. Los golpes repitieron otra vez su cadencia: toc, toc, toc.

No había duda, procedían de la puerta que daba al pasillo que comunicaba con las habitaciones del rey. Las miradas eran de extrañeza, porque, aunque era cierto que aquella puerta podía cerrarse con un cerrojo, como éste no estaba echado se podía abrir sin tener que llamar y… la única persona que podía aparecer por allí no tenía necesidad de hacerlo por la sencilla razón de que… era el rey.

La princesa de los Ursinos se levantó y sin hacer ruido se acercó a la puerta; Ubilla y el jesuita tenían pintado el estupor en el rostro, mientras que la reina miraba sin pestañear en dirección a la puerta. Otra vez sonaron los golpecitos —toc, toc, toc—, que casi coincidieron con el tirón que la princesa dio para abrir. La silueta que se recortó ante sus ojos causó el asombro de los presentes. No había duda de que aquella persona era el rey, su majestad Felipe V, pero su aspecto era el de una caricatura que tenía mucho de visión espectral. Al jesuita se le escapó un gemido de horror que no fue capaz de contener mientras se ponía de pie; también asombrado, pero con más aplomo, Ubilla se había levantado.

La figura del rey era macilenta, cadavérica. Su rostro estaba tan pálido que casi había perdido el color, y tenía los ojos hundidos. Su mirada era inexpresiva, muerta y su labio inferior, carnoso y grande, colgaba flojo, dándole aspecto de bobalicón. Iba sin peluca, lo que colaboraba a hacer aún más desolador el aspecto que ofrecía, porque su pelo natural eran auténticas greñas enredadas y apelmazadas por el sudor y la suciedad. Sus vestiduras estaban deterioradas, por todas partes se veían rozaduras, rotos, manchas, descosidos y desgarros. Más que el atuendo de un rey parecían los andrajosos harapos de un mendigo a quien le hubiesen regalado un rico traje desechado por su propietario. Lo peor, sin embargo, no era el lastimoso aspecto que ofrecía el soberano, sino el hedor que despedía.

Nada más abrirse la puerta una pestilencia nauseabunda, insoportable, inundó la alcoba de la reina. Era un olor profundo, apestoso e indefinido, tan acre que el jesuita a duras penas podía contener el vómito que le subía hacia la garganta. Ubilla se había inclinado respetuosamente ante la presencia del soberano, mientras que la camarera apretaba la boca en un intento vano de contener la respiración, a la vez que se agarraba al pomo de la puerta, que en aquella situación le estaba sirviendo de soporte. La reina, con el rostro conmovido, avanzaba hacia su marido, que a duras penas se sostenía en pie, aferrado al marco de la puerta.

—¡Felipe, Felipe! ¡Dios mío, qué os sucede! ¡Ayudadme! ¡Ayudadme! —La reina había tomado a su marido por un antebrazo, a la vez que la princesa de los Ursinos le asía por el otro, tratando de que la regia mano, cerrada como un garfio, soltase el marco. Ubilla ayudó a que su majestad llegase hasta uno de los sillones y se acomodase en él. Felipe V parecía sin vida; quedó desplomado sobre el sillón, como una marioneta a la que le han aflojado los hilos que le dan forma y movimiento. Ahora, el olor era más intenso e insoportable; el jesuita no pudo contener la náusea y una arcada sonora le trajo residuos de alimentos a la boca, que a duras penas atinó a arrojar en un pañuelo. Se le habían enrojecido los ojos y las lágrimas se le derramaban en abundancia; estaba pasando por un trance amargo. Los presentes no le prestaban atención, porque todo su interés estaba centrado en la persona del rey.

En aquel momento, en un reloj comenzaron a sonar, lentas y monótonas, las doce campanadas que señalaban la medianoche. El joven confesor de la reina tuvo una sacudida y, haciendo un esfuerzo, trató de recuperar la compostura y con andares indecisos abandonó la alcoba.

A la misma hora que esto acontecía en el viejo alcázar real, en un palacio que se levantaba en la confluencia de la carrera de San Jerónimo con el paseo del Prado todo eran nervios y tensión contenida. En el amplio patio trasero de la aristocrática mansión dos carruajes estaban aprestados, con los caballos enganchados a los tiros y los cocheros preparados, sentados en los pescantes. Medio centenar de hombres esperaban ansiosos las órdenes de partida. Iban armados hasta los dientes y tenían las cabalgaduras embridadas y listas. Esperaban, impacientes, a que pasasen los minutos; unos acariciaban a sus monturas, tranquilizándolas, otros repasaban su armamento en silencio, algunos hacían comentarios en voz baja.

En un salón cuyas ventanas y una puerta accesoria se abrían al patio donde hombres y bestias aguardaban, dos hombres paseaban nerviosos e intercambiaban frases. Vestían ropa de viaje y también estarían armados, como para una batalla, cuando tomasen las pistolas, dagas y espadas que en perfecto orden habían sido dispuestas en una mesa adosada a una de las paredes.

—Ya sólo quedan diez minutos —afirmó el más joven de los dos. El otro asintió en silencio con un leve movimiento.

—Supongo que los tiempos están bien medidos, que no habrá ningún fallo —dijo. El tono de sus palabras estaba a medio camino entre la afirmación dudosa y la interrogación.

El mayor de los dos hombres, que debía de rondar la cincuentena, detuvo sus pasos y miró con firmeza a la cara del joven. Los dos quedaron frente a frente.

—Mi querido amigo, todas las disposiciones se han tomado con la mayor precisión y nada se ha dejado al azar. A estas horas, si todo está desarrollándose de acuerdo con el plan previsto, nuestros hombres habrán entrado en palacio y estarán ganando los aposentos del duque de Anjou. Está previsto que la operación se desarrolle en veinte minutos. Nosotros necesitamos diez para llegar a la plaza de armas de palacio. Si todo sale como está planeado, allí coincidiremos con los que, cumplida su misión, abandonarán el alcázar.

El joven caballero, que había escuchado sin pestañear las palabras de su interlocutor como si fuera la primera vez que las oía, bajó la cabeza e hizo un ademán que denotaba la preocupación que embargaba su ánimo.

—No sé, no sé; algo me da mala espina.

El hombre mayor, a quien el joven había expresado sus temores, se acercó y le cogió por los hombros con fuerza, casi sacudiéndolo. Sus rostros quedaron muy cerca el uno del otro.

—Es natural que estés preocupado —dijo—. Estos días han sido terribles. Sólo llegar a Madrid ya ha supuesto, tanto para vos como para mí, un peligro grave. Los dos sabemos que nos jugamos la vida y que en el envite tenemos tantas posibilidades de conservarla como de perderla. —Hizo una pausa y continuó—: En estos momentos Cifuentes está asumiendo los mayores riesgos. Ya estará con sus hombres tratando de quitar la vida a Anjou y poner fin a esta guerra que dura demasiados años y que sólo concluirá cuando hayamos acabado con él, porque Anjou es el obstáculo mayor y casi único para que las potencias lleguen a una paz general, universal y estable.

—Todo lo que decís es cierto, pero no puedo evitar que la preocupación me abrume… ¡Al fin y al cabo, estamos tratando de matar al rey!

—¡En determinadas circunstancias el regicidio está justificado! ¡Nos hallamos ante una de esas circunstancias porque la ambición del duque de Anjou nos ha llevado a la triste situación que hoy sufre esta monarquía y sus súbditos! —Volvió a sacudir con fuerza por los hombros a aquel joven que parecía sentirse tan apesadumbrado que estaba como ausente. Miró por encima del hombro y vio que las agujas de un reloj de pared y largo péndulo ya marcaban las doce y cinco—. No tengas más dudas. Además, ya poco importa; lo que tenga que ser ya está siendo, son las doce y cinco. ¡Pongámonos en marcha! Cifuentes y sus hombres nos necesitan, y cuando tengamos el aviso no podremos perder tiempo, si no queremos llegar tarde.

Las últimas palabras se confundieron con el ruido que produjo la agitada entrada de un criado en la estancia:

—Señor, señor —dijo dirigiéndose al mayor de los dos hombres—, un caballero pregunta por vos con urgencia. Desea…

No pudo acabar la frase, porque el aludido entró como un torbellino:

—¡Todo está en marcha! ¡Ahora nos toca a nosotros!

Por toda respuesta los dos hombres tomaron las armas que había depositadas sobre la mesa. Acomodaron, cada cual a su parecer, las pistolas y dagas, después engancharon las espadas de los tahalíes que cruzaban su pecho, tomaron las capas y los tres salieron al patio. Cuando los hombres que allí aguardaban les vieron aparecer, cesaron los comentarios y se deshicieron los corrillos; los cocheros tomaron las riendas y prepararon sus látigos.

—¡Cinco hombres contigo, Juan, por delante, abriendo marcha! ¡Detrás de los coches los demás, a tus órdenes, Andrés! —Quien hablaba estaba hecho para mandar, no había duda.

Los tres aristócratas subieron en la primera de las diligencias; la otra iba vacía.

—¡Sin detenernos! ¡Al alcázar real! ¡Si alguien se opone, abrid fuego!

Las últimas instrucciones fueron dadas desde el estribo del vehículo. Cuando el mayor de aquellos hombres cerró la portezuela, tronó su última orden:

—¡En marcha!

La comitiva abandonó el patio y enfiló la calle a buen paso, con ruido estrepitoso que parecía aumentar a causa del silencio casi absoluto que llenaba la noche madrileña. A la altura de la plaza Mayor la carroza vacía torció a la izquierda, tomando la ronda de Curtidores, camino de una quinta de las afueras de Madrid, donde un nutrido grupo de hombres aguardaba impaciente el desarrollo de los acontecimientos. Aquella carroza haría su siguiente viaje en función de cómo transcurriese la operación que ya estaba en marcha.

En la plazuela de San Lorenzo, mucho antes, el conde de Cantillana había visitado a una prostituta en casa de la más famosa alcahueta de Madrid, respondiendo a la invitación que le había hecho mediante un billete. Quien le abrió la puerta era Marfisa, una vieja meretriz que había marcado época en el Madrid de Felipe IV y a quien todavía le quedaban arrestos para continuar en el negocio. Introdujo al visitante en la alcoba donde le esperaba la Barquillera, sin apartar ni su oído ni su atención de lo que ocurría en dicho aposento. Al poco rato se mostraba asombrada, porque oía mucha charla y poco movimiento. Así se lo manifestaba a las dos jovencitas que hacían con ella el pupilaje:

—¡Yo debo de estar majareta, o en esta corte sólo quedan maricones!

—¡Qué cosas decís «señá» Marfisa! —exclamó una de las pupilas.

—¡Qué cosas digo! Pues no lleva el cabrito un buen rato ahí dentro y aún no le ha metido mano a ésa. ¡Vamos, igual que en mis tiempos!

—¡Cuente, cuente «señá» Marfisa, que siempre hay mucha sabiduría en sus historias y a nosotras nos viene de perlas! —requirió la otra aprendiza del oficio.

Mientras la vieja, que ahora ejercía de alcahueta y facilitaba, previo pago, su casa a las pelanduscas que la requerían, contaba alguna de sus picantes historias a las aplicadas jovencitas, en el aposento contiguo seguía aquella larga conversación que tanto la había escandalizado.

—¿…Estáis completamente segura de todo lo que me habéis dicho? —La voz de Cantillana sonaba incrédula.

—No existe la menor duda de que así es como a mí me lo han contado. ¡Ya os dije en cierta ocasión que no podéis imaginaros lo lenguaraces que los hombres son en la cama!

—Tampoco tenéis dudas acerca de la identidad de quien os lo ha dicho.

—Ninguna, señor. Se trata de monsieur Amelot, el ministro francés del rey nuestro señor. No hay ninguna duda.

El conde de Cantillana, que tras las últimas afirmaciones de la ramera había quedado sumido en un profundo silencio, musitó en voz baja al cabo de un rato:

—Así que el duque puede estar ya en Madrid.

Lo dijo para sus adentros, pero la Barquillera oyó perfectamente la frase.

—Es muy posible, señor —señaló como si fuese una respuesta a las dudas de Cantillana.

—En ese caso, no podemos perder un instante si no queremos que todo se vaya al traste. —Se levantó, tomó su capa y se dirigió a la puerta de la habitación, al llegar a ella se volvió y añadió—: Ni una palabra de esto a nadie, y… gracias, es posible que estéis salvando un reino.

Ella hizo un gesto con la mano, dando a entender que quitaba importancia a su papel en aquel asunto.

El conde abandonaba ya la estancia cuando se volvió una vez más para preguntarle a la mujer que tan valiosa información acababa de proporcionarle:

—¿Por qué me habéis citado aquí, en casa de Marfisa?

—Por simples razones de seguridad… Algo he aprendido en estas semanas.

Cantillana se dirigió a toda prisa hacia el único sitio donde se podía encontrar el final de toda aquella historia.