Impresionaba la muchedumbre que se agolpaba en el interior del sagrado recinto de la iglesia conventual de los padres Jerónimos donde se habían dado cita gentes de la más variada condición y rango. Abundaban los hábitos de las órdenes, cuyos representantes hacían alarde de las veneras que les identificaban como caballeros de Santiago, de Alcántara o de Calatrava, aunque ante la multitud congregada no podían lucir por falta material de espacio. También eran numerosísimos los hábitos de seculares o regulares de muy diversas órdenes que habían buscado acomodo de la mejor forma que les había sido posible. El lugar reservado a las mujeres hervía de rumores y comentarios. Algunas señoras habían enviado a sus sirvientas al templo, desde poco después del mediodía, a tomar sitio y asiento. Algunos grandes habían acudido con gran acompañamiento de criados y servidores, como si de un profano acontecimiento social se tratase, en el que cada cual hacía ostentosa exhibición de su poder. En realidad, el acontecimiento que estaba a punto de comenzar, pues de un verdadero acontecimiento se trataba, tenía mucho de social, así como de político y hasta de religioso.
También se habían congregado en los Jerónimos gentes sencillas que en muchos casos habían optado por perder una parte de su jornal, y ello por no quedarse sin lugar en el templo. Era como en los viejos tiempos, cuando se producía un estreno de comedias salido de la pluma del Fénix y todo Madrid se conmocionaba. La diferencia estribaba en que para acceder al corral de las representaciones había que pagar la entrada, y aquí la entrada era gratis, aunque había a quien no le hubiera importado pagar. Por lo demás, existían muchos paralelismos: la expectación de los grandes acontecimientos, la concurrencia multitudinaria, las pendencias propias de las aglomeraciones, sin que importase lo sagrado del recinto donde se habían concentrado los madrileños, o al menos todos los que habían tenido la suerte de conseguir un lugar, donde iban a estar aprisionados y de pie; sólo los más afortunados, que eran los menos, podrían asistir sentados al sermón del padre Guillén.
Desde las cinco, una hora antes de la señalada para que la gigantesca humanidad del canónigo sevillano ocupase la sagrada cátedra y tomase la palabra, el templo estaba a rebosar. Si una prédica, en circunstancias normales, de aquel ciclón de la oratoria ya era razón suficiente para levantar oleadas de expectación, en las condiciones en que su actuación iba a tener lugar aquella tarde, su sermón se había convertido en uno de los acontecimientos con mayor capacidad de convocatoria que podían darse en Madrid. Estaba anunciado desde hacía varias fechas, pero el rumor que se había difundido por la villa y corte desde la tarde del día anterior, era lo que había llegado incluso a desatar las pasiones. Se decía que la Santa Sede había reconocido al archiduque Carlos como rey de la Monarquía Católica, o al menos de aquellos territorios que habían ocupado las tropas que lo sostenían en sus pretensiones.
Los madrileños estaban atónitos.
«¿Cómo podía el Papa admitir un rey cuyos aliados eran unos herejes?».
«¿Cómo podía aceptar la Santa Sede semejante disparate?».
«¿Cómo era posible que la Iglesia hiciese aquello?».
Ése era el tenor de las exclamaciones que aquel día habían circulado por todas partes, y ésa era la razón de que el sermón del canónigo Guillén hubiese alcanzado una expectación de semejantes proporciones. Se añadía el hecho de que hacía unos días se habían detenido numerosas personas de calidad que estaban implicadas en una conjura contra el rey.
Cuando hizo su aparición en la puerta de la sacristía principal del templo, los rumores que configuraban un murmullo generalizado se elevaron un tono. Con dificultad, ante el gentío que todo lo inundaba, se abrió paso hacia el púlpito que se alzaba junto a las gradas que daban acceso al presbiterio. Su tez cetrina parecía, en su color, una prolongación de los tonos oscuros de sus vestimentas, sólo rotos por el carmesí de la beca que en forma de uve flotaba sobre su pecho. En una de las manos portaba un pliego doblado, y en la otra sus antiparras, redondas y negras, que cuando tenía puestas daban al óvalo de su rostro un aspecto de búho, acentuado por los dos promontorios de pelo canoso que flanqueaban una calvicie generosa y brillante. En esta ocasión brillaba más que de costumbre al estar perlada de sudor.
Los peldaños de la escalera que daba acceso al púlpito crujieron bajo el peso de su reverencia, que no debía de bajar de las ocho arrobas aragonesas. Cuando hubo ganado la altura, oteó el panorama de cabezas que abarrotaban el templo, se caló los anteojos, desplegó con parsimonia el pliego que llevaba y lo alisó con la mano; después, se agarró con ambas manos al borde superior del exágono que conformaba el púlpito y tomó aire, lentamente, hasta henchir los pulmones. Su voz fue un trallazo que impuso el silencio de la concurrencia de manera inmediata, no hubo ni siquiera los siseos habituales en ocasiones semejantes. El canónigo prescindió de la habitual introducción, se limitó a signarse e invocar al Altísimo para entrar a continuación en materia.
—Al igual que el enemigo común, que nunca duerme, siempre procura, como infernal lobo, hacer presa de las almas, disimulándose con pieles de oveja para mejor aprisionar aquellas que halla menos cautas para recelar sus engaños, en estos días ha llegado a nosotros la noticia, como su astucia ha sido tanta, de que ha procurado valerse de algunos ministros de Dios para sembrar, no sólo en conversaciones privadas, sino hasta en el confesonario mismo, así en esta villa y corte como en otros lugares, el sacrílego error con que ha procurado turbar las inocentes conciencias de los más leales vasallos de nuestro gran monarca Felipe el Quinto, nuestro rey y señor natural, señalando que no tenían obligación de conservarle la debida obediencia, y que no sólo podían, sino que a riesgo de pecado mortal debían rendirla al archiduque Carlos, solicitar su entrada en estos reinos y ayudar a su entronización, y que fuese depuesto nuestro católico Felipe. Temeridad, la más sacrílega que ha podido inventar la malicia diabólica, y error, el más abominable que en el fuego de la pasión ha sabido forjar el atrevimiento. Y aunque no dudamos que en los leales pechos de estos fieles vasallos del rey nuestro señor no habrá hallado abrigo tan sacrílego arrojo, tememos que pueda haber entre la gente sencilla algunos que, incautos, se hayan dejado llevar por este engaño, ya por la autoridad del estado y profesión de las personas, ya por las conveniencias propias, les aseguran, se les sigue de su deslealtad, con que han procurado paliar y vestir su error, y no pudiendo, quizá, penetrar éstos la malicia y veneno que envuelven estas proposiciones, las gravísimas culpas que en sí encierran y de ellas se siguen y de las ruinas que en lo espiritual y temporal les atraen. Hallándonos investidos de esta dignidad en que el Señor nos ha puesto, es nuestra obligación, por nuestro pastoral oficio, desengañar a nuestras ovejas, y darles voces para que huyan de los precipicios que las llevan a la perdición temporal y eterna, y se contengan en el redil de la salud, en que su lealtad los tiene puestos. Asimismo, ha circulado el rumor malicioso y perverso de que el archiduque Carlos, ha sido reconocido como rey Católico por el Sumo Pontífice en los territorios de esta monarquía sometidos al dominio de los herejes ingleses y holandeses, por lo que hemos de salir al paso de tamaño dislate, fruto, con seguridad, de los diabólicos manejos de herejes y desleales sin palabra. Nuestro rey y señor don Felipe el Quinto es, por sanción de la Santa Sede, el único investido con los sagrados derechos que le otorgan los títulos valederos y verdaderos para el gobierno de esta monarquía, no sólo por haberlo dispuesto así la augusta voluntad de nuestro rey y señor don Carlos el Segundo, que gloria haya, sino por haberlo investido libremente el vicario de Cristo en la tierra…
Sabed que lo que se os ha dicho no sólo es falso —el canónigo ponía cada vez más énfasis en sus palabras—, sino un sacrilegio, un error y un delito, el más abominable a los ojos de Dios por el juramento que tenéis hecho, en la coronación de nuestro monarca, a la fidelidad, obediencia y amor debido al rey como nuestro señor natural, al celo de la religión y a la conveniencia propia vuestra, con que debéis mirar por la seguridad de vuestra alma, por la conservación de vuestra vida, por el punto de vuestra honra, por la manutención de vuestros bienes y quietud universal de todo el reino; pues por todos estos títulos estáis obligados a la lealtad, fidelidad, amor y obediencia debida a nuestro católico Felipe el Quinto, y a todo esto faltaríais con gravísimas ofensas a Dios si, dando crédito a este diabólico engaño, desleales e infieles, le negarais la debida obediencia y pretendierais y solicitarais que depuesto de su solio fuera entronizado el archiduque Carlos. Mirad cuan lejos está de que sea verdad lo que se os ha enseñado y aquello de que se os ha persuadido en orden a la obligación que os han pretendido imponer. Y para que más bien conozcáis el error y los precipicios a que éste os podía encadenar, os exhorto y digo que estáis obligados debajo de pecado mortal a esta fidelidad y obediencia a nuestro católico rey y repeler y contradecir a todos sus contrarios y a defender de todos los modos sus derechos, y el castigo e indignación que merecierais de Dios si hicieseis lo contrario…
Sus palabras habían ido progresivamente ganando en fuerza y vehemencia. Apenas si había dirigido alguna mirada de soslayo al papel que, al comienzo de su sermón, había desplegado ante sí, porque su discurso había discurrido por el camino de la espontaneidad. Ahora, cuando remataba sus últimas frases, el canónigo Guillén reparó en que estaba acalorado y que su cuerpo transpiraba sudor por todos los poros, hasta el punto de empapar sus vestiduras, que sentía húmedas al contacto con su piel. Las diminutas gotas de sudor que perlaban su calvicie cuando ganó la plataforma del púlpito habían crecido en tamaño y número, formando pequeños reguerillos que corrían por su rostro, mojándolo y volviéndolo brillante. Tomó un pañuelo que extrajo de sus vestiduras y enjugó su rostro, mientras entre la concurrencia explotaba una atronadora ovación, salpicada de gritos a favor del Borbón y vivas a Felipe V. Se rompía el silencio tenso y expectante que contra lo que era normal —lo más frecuente era que el auditorio comentase, cuchicheara o murmurase mientras se desarrollaba la prédica— se había impuesto durante los minutos de su alocución.
Guillén no tenía muy claro si su sermón había concluido al guardar silencio, porque el esquema que contenía el papel que iba a servirle de guía se había deshecho. En todo caso y, ante la reacción de los congregados, entendió que allí debía dar por concluidas sus palabras. Se santiguó de forma aparatosa, recogió el papel y se quitó los lentes. Con parsimonia estudiada, descendió por los escalones del púlpito, que volvieron a quejarse bajo el peso de su humanidad. Ante él se fue abriendo un pasillo y, con una dignidad absoluta, discurrió en medio de una muchedumbre que a sus lados guardaban un respetuoso silencio, que contrastaba con el auténtico escándalo que ya dominaba el templo. Tan pronto como el canónigo avanzaba, el pasillo se cerraba y el silencio de respeto se perdía.
La gente comenzó a salir del recinto sagrado y a desparramarse por el atrio y las gradas que daban acceso al mismo; todo el mundo hablaba de lo que acababan de decir desde el púlpito. Habían escuchado, además, lo que querían oír. Se les habían clarificado las dudas y borrado las inquietudes que los rumores de aquel día habían sembrado en sus mentes y en sus corazones. Para ellos estaba clara y exenta de cualquier duda la postura de la Santa Madre Iglesia. El canónigo don Juan Guillén lo había dicho sin ambages, y lo que don Juan decía iba a misa. ¡Cómo iban ellos a consentir un rey aupado por herejes, sacrílegos y traidores! El rey era el rey. Felipe V era el rey, y todo lo demás eran monsergas.
Las sombras de la noche caían sobre la capital de España cuando aquellas gentes, partidarias del Borbón, encaminaron sus pasos hacia sus respectivas moradas, confortadas en sus creencias y reafirmadas en sus convicciones por lo que habían escuchado de boca de uno de los más cualificados y afamados clérigos de la villa y corte.
A aquellas horas cinco hombres se hallaban reunidos en una casucha de aspecto miserable que hacía esquina con la embocadura que conducía al puente de Segovia, cerca del alcázar real. Ocupaban una estancia pequeña y sucia, sin apenas ventilación, salvo la que podía entrar por un ventanuco estrecho y alargado, enrejado por dos barrotes cruzados en su centro y tapado por un papel encerado, oscurecido por la mugre. El aspecto de los congregados no desentonaba con el sitio de la reunión. Eran, en medio de la penumbra que todo lo invadía, unas negras sombras que apenas destacaban en la oscuridad del fondo. Cuatro de ellos estaban de pie, alineados casi de forma militar, y embozados con sus largas capas. Los cuatro tenían calados sombreros de alas amplias, que ayudaban a sus poseedores a ocultar el rostro, si ése era su deseo, mucho mejor que los tricornios que últimamente se habían puesto de moda. El quinto de aquellos individuos estaba sentado y embozado, pero no tenía puesto el sombrero. Cubría su rostro con un antifaz negro.
El silencio era total y recogía la tensión de quienes estaban esperando algo o a alguien. Entre los presentes había quien mostraba signos inequívocos de impaciencia: uno golpeaba con los guantes sujetos con una mano la palma de la otra; otro movía, levantando la puntera de su bota, uno de los pies. La tensión contenida que había en el ambiente subió de forma perceptible cuando un crujido desagradable anunció que la puertecilla que daba acceso a la estancia se abría. Fueron varios los que instintivamente se llevaron la mano a la cintura, buscando la empuñadura de la espada; el único que no pareció alterarse fue el individuo que había permanecido sentado, quien se levantó con agilidad y se acercó al lugar por donde habían aparecido otros dos hombres. Uno de ellos, con aspecto de criado, portaba un farol; el otro era un tipo alto y delgado que, a pesar de la larga y pesada capa que lo envolvía, no disimulaba sus aires de señor. Calzaba botas de piel que descubrían la calidad de su propietario. La capa estaba abotonada y tenía dos aberturas que permitían sacar por ellas las manos e incluso los brazos hasta el codo. La prenda, de paño oscuro de primerísima calidad, estaba cerrada hasta el cuello y tenía un corte y una caída impecables. Aquel individuo llevaba las manos enguantadas, usaba peluca y su rostro estaba cubierto por una careta, de una perfección tal que sólo cuando habló los presentes advirtieron que sus labios no se movían.
—Buenas noches nos dé Dios —dijo.
—Buenas noches… —contestaron los presentes al unísono. El que estaba sentado se había adelantado y saludado con una reverencia al recién llegado.
El criado que le acompañaba se situó en un rincón, sin soltar el farol, cuya luz disipó ligeramente la penumbra del tabuco. A ninguno de los presentes se le escapó el detalle de la descomunal espada que portaba y las dos pistolas, cuyas empuñaduras asomaban por encima del ancho cinturón que las ceñía. Muchas armas para un lacayo.
El del antifaz ofreció su asiento, el único que allí había, al recién llegado, quien rehusó con un movimiento de cabeza. Sin embargo, se situó en aquella parte de la mesa, de forma que la misma le separaba de los otros cuatro y a sus espaldas quedaba el del farol, mientras el del antifaz se puso al lado del señor, lo que hizo resaltar la estatura de éste, que le sacaba casi una cabeza.
—Bien, ya sabéis que el motivo de esta cita es el deseo que tenemos de encargaros un trabajo que requiere arrojo, decisión y rapidez. No voy a ocultaros que el riesgo es mucho, y tan alto —aunque su voz sonaba grave y clara, puso especial énfasis al pronunciar estas palabras— que todos nos jugamos el pellejo. —Esta última expresión sonó rara en su boca.
Después de decir aquello se detuvo un instante, tratando de escrutar los rostros desagradables de aquellos cuatro hombres. Dos de ellos estaban marcados por cicatrices, en un caso dos cuchilladas en cada carrillo, sin duda un ajuste de cuentas; en otro una línea horrenda que bajaba desde la mitad de la frente hasta la mandíbula; sólo el ojo de aquel sujeto interrumpía la línea de la cicatriz, era un milagro que la cuenca no estuviese vacía. Otro tenía marcado el rostro por profundas cicatrices de viruela, y el cuarto tapaba su ojo izquierdo con un parche negro que sostenía una cinta anudada en la nuca.
La pausa fue apenas perceptible, pero todos los presentes la notaron. Eran gentes que sabían que su vida dependía de pequeños detalles.
—José ya os ha comunicado —el recién llegado miró hacia donde estaba el del antifaz— que tendréis una paga de doscientos ducados. La mitad se os entregará ahora, y la otra mitad cuando hayamos concluido el trabajo. —Otra vez miró al del antifaz, quien reaccionó sacando de entre sus ropas cuatro bolsas de cuero que colocó sobre la mesa.
—¡Ahí están! ¡Tomadlos y contadlos! —ordenó el de la careta.
Dos de los cuatro hombres hicieron ademán de adelantarse y coger lo que se les ofrecía, pero les detuvo la voz del individuo que tapaba su ojo izquierdo con el parche.
—¡Un momento! Doscientos ducados es mucho dinero… excelencia. —Había dudado a la hora del tratamiento, pero pensó que quien pagaba de aquella forma tenía que ser por lo menos excelencia—. Sin embargo, ignoramos cuál es el trabajo que hemos de hacer. Sólo sabemos lo que ése nos ha dicho —señaló al del antifaz, a quien «su excelencia» había llamado José—, y lo que nos ha dicho es que es muy peligroso… Vamos, que nos jugamos la vida… Pero debéis comprender, excelencia, que antes de cerrar el trato tenemos que saber con quién y por qué nos jugamos la vida… Otra cosa: su excelencia ha dicho antes que «todos nos jugamos el pellejo». ¿También se incluye a su excelencia en el juego? —Hubo un deje de ironía chulesca en sus últimas palabras.
Ninguno de los presentes pudo ver el efecto que aquella pregunta produjo en el caballero, porque la careta ocultaba su rostro de la mirada de los presentes, pero el tono de su respuesta, por la contundencia, no admitía dudas.
—Yo estaré al frente de la operación y correré la misma suerte que todos; eso responde a tu última pregunta. En cuanto a lo primero, no puedo revelar el trabajo que hemos de hacer; sabéis que será esta misma noche, y en caso de que no pueda ser esta noche no será nunca.
El del parche iba a hablar, pero el caballero no le dio opción:
—Eso no será obstáculo para que cobréis los otros cien ducados.
—¿Doscientos ducados por un trabajo de una noche que se nos pagarán aunque no lo hagamos? —inquirió el tuerto con tono de incredulidad.
—Yo no he dicho eso. Yo no he dicho si no lo hacemos, sino para el caso de que no sea posible hacerlo, que no es igual.
—Bueno, bueno… yo me entiendo.
—Comprenderéis que no se trata de cualquier cosa.
—Excelencia, yo por doscientos ducados haré lo que me digáis…
—¿Fuera lo que fuese? —Ahora la ironía la ponía el caballero. El otro le miró esquinado, dudó y al fin respondió:
—¡Por ésta —y besó una cruz que hizo con el pulgar y el índice de la mano derecha—, que hasta mataría a mi madre! ¡Estamos a vuestras órdenes, excelencia! ¿Cuándo ponemos manos a la obra?
—Aún no he terminado. Hay más…
Los cuatro matones, que se habían acercado a la mesa para coger las bolsas, se detuvieron.
—Si la operación sale bien…, los ducados serán doblados.
—¡Cuatrocientos ducados! —La codicia estaba implícita en aquella exclamación.
—Cuatrocientos ducados —confirmó el caballero.