—… Hemos de tener pruebas muy concluyentes para que se hayan efectuado todas esas detenciones y… lo que es no menos importante, el que dada la calidad de las personas detenidas, se les haya encerrado en la cárcel de la villa, como si se tratara de vulgares malhechores.
Luisa Gabriela de Saboya daba la sensación de estar ausente; sentada en la presidencia de la mesa del Consejo de Estado ofrecía una imagen hierática, sólo el pequeño tamborileo de los dedos de su mano derecha sobre el tapete daba vida a la misma. Sin embargo, los que la conocían, como era el caso de todos los presentes, sabían que no estaba perdiendo detalle de lo que se decía en aquella sesión, convocada con carácter de máxima urgencia con la finalidad de discutir y, en su caso, elevar una consulta, ante los acontecimientos que habían tenido lugar aquel día.
—Hay razones fundadas para ello, ya que estamos hablando de un caso de alta traición. —Era Grimaldo quien contestaba de esta forma a las dudas formuladas por el consejero. Tras las dos últimas palabras, el silencio de los presentes se hizo absoluto, sólo se oía la fatigosa y asmática respiración de Mancera.
—¿Alta traición habéis dicho?
—Eso es lo que he dicho Frigiliana, alta traición. ¡Alta traición y lesa majestad!
Hubo una pequeña conmoción entre los consejeros, todos se removieron en sus sillones. Era la manera de manifestar la sorpresa que les producía lo que acababan de oír y que parecía tenerles enmudecidos. El único que pareció reaccionar fue el cardenal Portocarrero.
—¡Por el amor de Dios! ¡Queréis explicaros! Lo que acabáis de decir es… extremadamente grave. ¿Tiene relación con la detención y arresto del señor duque de Medinaceli?
Grimaldo miró fijamente al purpurado antes de realizar una exposición detenida de todo aquello que había levantado tan generalizado revuelo entre los madrileños y obligado a convocar a toda prisa al máximo órgano de gobierno de la monarquía.
—Hemos tenido noticia, y comprobado su veracidad, de que existía en esta corte una conspiración para destronar al rey nuestro señor. —El silencio de los presentes era tenso y expectante, estaba claro que Grimaldo no se andaba por las ramas y había entrado de lleno en materia—. No se trata, como vuestras excelencias pudiesen creer, de un complot austracista, al estilo del que algunos indeseables y desleales vasallos de su majestad promovieron en Granada para proclamar soberano de esta monarquía al archiduque Carlos de Austria. Tampoco se trata de que los partidarios de la casa de Austria hayan promovido un amotinamiento en esta corte en favor del hijo del emperador, sino de algo más profundo, ya que sus ramificaciones y maquinaciones llegan hasta extremos verdaderamente increíbles. Estamos en presencia de una acción combinada de largo alcance que iba mucho más allá de promover la sedición en una población, aunque esa población fuese Madrid, el mismísimo corazón de la monarquía. Lo que los conjurados se proponían era actuar combinadamente con los jefes del ejército inglés y holandés para sentar en el trono a un nuevo rey…
El silencio con que los presentes habían seguido las palabras de Grimaldo se rompió. Casi todos se agitaron de una u otra forma en sus asientos y dejaron escapar algún suspiro, alguna exclamación que ponía de relieve su estado de ánimo. En todos anidaba, como sustrato común, la sorpresa y el estupor. Fue Portocarrero quien interrumpió el discurso del ministro.
—Decís que hay pruebas de la conjura y que se conoce el alcance y las ramificaciones de la misma. ¿Dónde están las pruebas? ¿Hasta dónde alcanza lo que habéis insinuado? ¿Qué garantías tenemos de que sea cierto todo eso que estáis diciéndonos? ¿Quién es ese… ese…? —Portocarrero no encontraba la palabra adecuada; fue la reina quien vino a sacarle del apuro.
—No sabemos, eminencia, quién es la persona que los conjurados quieren imponer. —Su voz sonaba con una energía que resultaba impropia de su apariencia, pero que, desde luego, no extrañaba a ninguno de los presentes—. Sí sabemos, como ha apuntado Grimaldo, que la conjura tiene dimensiones internacionales; está confirmado que los ingleses y los holandeses están en el asunto… Tal vez, tal vez —la reina vaciló— haya otras, potencias complicadas que asombrarían a vuestras excelencias…
Ninguno de los presentes se atrevió a abrir la boca, aunque a alguno le costó trabajo reprimir el deseo de hacerlo; era la reina quien estaba hablando, pero por la cabeza de todos rondó el mismo pensamiento: su majestad se estaba refiriendo a Francia; ése fue el relámpago mental que cruzó sus cerebros durante el instante que Luisa Gabriela de Saboya empleó para hacer una breve pausa. Si Francia estaba patrocinando un nuevo candidato al trono de España, coincidiendo con ingleses y holandeses, la causa de Felipe V estaba perdida, pues era insostenible. Alguno pensó en los pasos que habría de dar para posicionarse ante una situación tan novedosa.
—… Esa potencia es la que todas sus excelencias están pensando: Francia.
Tras las palabras de la reina, el silencio fue total, ni se respiraba. Grimaldo y Ubilla miraban escrutadoramente a los restantes miembros del Consejo, tratando de calibrar el efecto producido por aquella revelación, intentando meterse en sus cabezas y hacerse con el curso de sus pensamientos. Sus rostros, sin embargo, eran todo un tratado de inexpresividad. En aquella corte, semillero de intrigas y mentidero universal de la monarquía, el disimulo y la doblez eran moneda de aquilatado valor. No se llegaba así como así al Consejo de Estado, no se sentaba cualquiera en uno de aquellos sillones. Era necesario, además de pertenecer a un esclarecido linaje, haber hecho todo un cursus honorum cortesano, un aprendizaje que llevaba incluido el dominio no ya de las pasiones o de las emociones, sino de la mínima reacción que delatase algo a unos cortesanos cuya mirada estaba adaptada para interpretar el significado y verdadero valor de una mueca, un gesto o el brillo de unos ojos.
—Las pruebas por las que ha preguntado su eminencia son concluyentes. —Grimaldo retomaba su discurso y hablaba ahora con más aplomo del que había mostrado con anterioridad; era indudable que la intervención de la reina le había dado alas—. De no haber sido así no se hubiesen producido las detenciones y arrestos que esta mañana se han efectuado. Asimismo, la gravedad del delito es lo que ha aconsejado el aislamiento y la incomunicación en cárcel pública, prescindiendo de la calidad de las personas detenidas…
Otra vez el cardenal Portocarrero intervino, interrumpiendo a Grimaldo:
—¿Quiénes son las personas detenidas? Porque… porque, ¡son tantas las habladurías que hoy han circulado…!
La respuesta que Grimaldo dio dejó boquiabierto al cardenal primado de las Españas.
—Siento deciros, eminencia, que no me es posible revelar los nombres de las personas que han sido detenidas e incomunicadas.
Los ojos de Portocarrero centelleaban, su brillo iracundo parecía impropio de la edad que había alcanzado y que por lo común suele doblegar la ira y atenuar las formas. A duras penas logró contener su indignación, que, pese a la presencia de la reina, se dejó traslucir en la forma en que contestó al ministro.
—Habéis de saber, señor mío, que estáis hablando en el más importante órgano de asesoramiento del rey nuestro señor, cuya vida Dios guarde. —Sus ojos glaucos lanzaron una intencionada mirada a la reina—. Que nuestra acrisolada fidelidad a su majestad no ofrece la más mínima mácula de duda y que en el caso concreto de quien os habla representa la máxima dignidad de nuestra Santa Madre Iglesia en los dominios de la Monarquía Católica. Vuestra respuesta, señor mío —añadió con retintín—, es no sólo una afrenta a los miembros de este Consejo, sino una falta de…
No terminó, porque la voz de la reina, enérgica a la vez que suave, le cortó en seco.
—Nadie duda, eminencia, de los valores que atesoran todos y cada uno de los miembros de este dignísimo consejo ni de las prendas que adornan a vuestra eminencia. Sin embargo, habréis de admitir que en las actuales circunstancias todas las precauciones que adoptemos no son baladíes ni responden a caprichos. Espero que los presentes entiendan las razones que obligan a ello…
La reina paseó la mirada, con lentitud, por todos y cada uno de los consejeros quienes, sin excepción, bajaron la cabeza.
¿Acatamiento a las afirmaciones de la soberana? ¿Ocultamiento de su desasosiego?
—Grimaldo —concluyó la Saboyana—, al contestaros así, ha seguido fielmente las instrucciones que ha recibido.
Portocarrero, a quien la soberana había mirado fijamente mientras pronunciaba estas últimas palabras, sintió el aguijonazo. La única persona que podía dar instrucciones al ministro era la propia reina, dadas las condiciones en que se encontraba el rey. El viejo purpurado hubo de ocultar la mano derecha entre los pliegues de sus vestiduras para quitar de la mirada de los presentes el temblor que la agitaba y cuyo control se le escapaba. Era un movimiento nervioso que, desde hacía tiempo, le acometía cada vez que se veía en una situación embarazosa.
Fue el viejo marqués de Mancera quien rompió el difícil silencio que se había apoderado de la reunión, tras las últimas palabras de la reina, que a todos habían sonado —dichas con suavidad— a recriminación por la actuación del primado. Mancera había acudido a la convocatoria del Consejo en una silla de manos que le había llevado hasta la misma antesala de la cámara donde se celebraban las sesiones, y varios criados le habían acomodado, con grandes cuidados, en su sillón. A pesar de sus achaques físicos, mantenía una lucidez admirable. Además, y eso lo sabía toda la corte, gozaba no ya del favor de la reina, sino que ésta no se recataba de manifestar en público la simpatía que profesaba a aquel viejo gruñón que, sin embargo, era modelo de lealtad y cuyos servicios a la corona resultaba innumerables. Mancera, posiblemente, era el único personaje de la corte que podía permitirse, en determinadas circunstancias, ciertas iniciativas.
Ahora se daban esas circunstancias.
—Majestad, si me permitís…
—Adelante, Mancera. —Los ojos de la reina se alegraron de forma instantánea, pese a la veladura de pesadumbre que arrastraban.
—Es cierto, majestad, que en las actuales circunstancias se hace necesario extremar las precauciones. Yo aplaudo que se guarde el máximo de los sigilos posibles en un asunto que, en palabras de Grimaldo, ha sido considerado alta traición y lesa majestad… He creído entender, además, que en esta conjura hay extensas ramificaciones…
Grimaldo asintió en silencio a la mirada del marqués solicitando información:
—Lo cual hace no sólo aconsejables sino necesarias y saludables las disposiciones tomadas; pero… pero ¿cuál es la razón por la que con toda urgencia se nos ha convocado?
Grimaldo pidió con la mirada la autorización de la reina para responder. Ahora fue la soberana quien asintió sin abrir la boca.
—Dos son las razones que han llevado a esta convocatoria extraordinaria y urgente. La primera, dar a conocer la confirmación de los rumores que hoy circulan por esta corte… A saber, que se ha procedido a practicar varias detenciones de personas de calidad y que la causa de las mismas se encuentra en la conjura urdida contra el rey nuestro señor en los términos a los que anteriormente me he referido. No se trata de una conspiración austracista para promover los anhelos —utilizó la palabra con contundencia— del señor archiduque, sino de sustituir al rey nuestro señor por un pretendiente que sería visto sin recelos por las potencias marítimas y que, ya lo ha indicado su majestad, es visto también con buenos ojos por Francia, como solución a un conflicto que está suponiendo por su dureza y duración una sangría de hombres y dinero que el Cristianísimo no puede seguir soportando por más tiempo… —Hizo una pausa para escrutar los rostros de los presentes, sin que una vez más pudiese concluir nada de su observación. También le sirvió para preparar la exposición de la segunda de las cuestiones que ponía sobre el tapete—. El segundo de los asuntos que su majestad quiere someter a la consideración de este Consejo es la actitud adoptada por la Santa Sede en relación al conflicto que vive nuestra monarquía…
Contra lo que era norma, las noticias que Uceda había enviado desde Roma no habían trascendido fuera de un círculo muy reducido. Posiblemente ninguno de los miembros del Consejo de Estado tuviese conocimiento de la postura adoptada por el papado…, y en todo caso, si alguien había oído algo relacionado con aquella cuestión, aparentó hacerse de nuevas.
Otra vez fue su eminencia el cardenal primado quien se adelantó a preguntar:
—¿La actitud adoptada por la Santa Sede, decís?
Antes de que Grimaldo abriese la boca, el purpurado formulaba otra pregunta:
—¿Roma se ha pronunciado sobre el conflicto? —El rostro del primado toledano expresaba una extrañeza rayana en la incredulidad.
Grimaldo abrió una carpeta de tafilete rojo adornada con una orla dorada, que tenía ante sí. Tomó un pliego y, tras calarse las antiparras, leyó con cierta solemnidad:
El aprieto en que los ministros austríacos han puesto al Pontífice le ha llevado, en primera instancia, a reconocer genéricamente por rey a Carlos de Austria y ordenado se forme una junta de quince cardenales para determinar el título. El Pontífice ha nombrado a los cardenales Accijoli, Carpegna, Marescoti, Espada, Panfiatici, San Cesáreo, Gabrieli, Ferrari, Paraciani, Caprara, Fabroni, Panfilio, Astali, Bicci y Renato.
Don José Molines, decano de la Sacra Rota por España, ha protestado ante el cardenal camarlengo y ha puesto en mi conocimiento que se han dado instrucciones al nuncio en Madrid, arzobispo de Damasco, para que ablande el ánimo del rey nuestro señor (que Dios guarde), exponiéndole que el Pontífice está violentado y le es imposible redimirse de la vejación, sin condescender en gran parte de lo que piden los austríacos.
He retenido este correo hasta tener conocimiento de la determinación de la Junta de Cardenales. Ya es voz pública en esta ciudad que el archiduque Carlos ha sido reconocido como Rey Católico en aquella parte de los dominios de España que posee, sin perjuicio del título ya adquirido y de la posesión de aquellos reinos de que goza el rey nuestro señor.
Tanto el embajador del Rey Cristianísimo, como yo en nombre de nuestro soberano, don Felipe V, Rey Católico, hemos elevado nuestra protesta y disconformidad por este nombramiento, reputándolo de falaz y no válido por contravenir uno anterior en plena posesión y gozo de su titular.
Espero instrucciones concretas del rey nuestro señor para obrar en consecuencia.
Uceda.
Grimaldo se quitó los lentes y guardó el pliego en la carpeta. Nadie abría la boca. Portocarrero dirigía sus ojos de soslayo a fray Juan de Santaelices; a Arias no se molestaba en mirarle, sólo diría amén a lo que él planteara.
—Los señores consejeros han de saber que, por razones que ignoramos, el nuncio de su santidad no ha solicitado audiencia para ser recibido por el rey nuestro señor.
Las palabras de Grimaldo sólo rompieron momentáneamente el silencio que había imperado tras la lectura de la carta. La reina había sacado el punto y hacía calceta con movimientos ágiles de las agujas, que sus dedos manejaban con experta habilidad, mientras todos los presentes parecían estar ensimismados en profundas meditaciones. Aquél era un asunto grave que venía a echar más lastre a una situación en extremo delicada, pero además planteaba una cuestión peliaguda, no sólo por lo que suponía el reconocimiento de la Santa Sede al pretendiente austriaco, sino porque uno de los ejes de la propaganda borbónica durante los largos años de contienda había sido la defensa de la religión católica, apostólica y romana frente a los herejes ingleses y holandeses.
—Sin embargo, esperamos que esa audiencia sea solicitada de un momento a otro. En las actuales circunstancias —continuó— eso es lo de menos, lo fundamental en este momento —miró alternativamente a Portocarrero y a Santaelices— es controlar las consecuencias que la decisión papal puedan tener en el estado eclesiástico. No debemos perder de vista la dimensión de cruzada contra los herejes —Grimaldo enfatizó su afirmación— que tiene la lucha sostenida por el rey nuestro señor. Lucha contra herejes, repito, que son quienes apoyan a un pretendiente que… que…
—¡Que un Papa político reconoce en un acto político! —Fue la vehemencia del conde de Santisteban la que lanzó aquella dura afirmación.
—¡Reportaos, Santisteban! Estáis refiriéndoos al vicario de Cristo en la tierra. —El tono de fray Juan de Santaelices era reprobatorio.
—¡El vicario de Cristo en la tierra reconociendo a un príncipe a quien sostienen los enemigos de la Santa Madre Iglesia! ¡Esa, fray Juan, es una decisión política!
—¡Además de política, es poco afortunada! —afirmó, contundente, el marqués de Mancera.
—¡Se trata del Papa! —Portocarrero elevó el tono de voz más de lo adecuado.
—¡También fueron papas Alejandro VI y Julio II, y en una ocasión nuestras tropas hubieron de saquear Roma! —Ahora Mancera también elevaba el tono.
—Señores, señores… —intervino la reina con voz sosegada—, así no resolveremos nada. Estamos ante una situación triste y complicada. Debemos, por nuestra conveniencia, ver la forma de afrontarla adecuadamente.
Todos guardaron silencio ante las palabras de la reina. Grimaldo retomó la situación:
—En mi opinión, la cuestión fundamental estriba en la postura que el estado eclesiástico ha de mantener ante la decisión del Papa, y me gustaría conocer vuestra opinión sobre el asunto, fray Juan.
Las miradas de los presentes apuntaron hacia el teólogo, quien, recostado en su sillón, mantenía las manos metidas cada una en la manga contraria del hábito, ocultándolas a la vista. Se tomó tiempo para responder a la requisitoria que Grimaldo le había planteado, tomó aire, con una profunda inspiración, y se aclaró la garganta.
—Hecha la salvedad y sentada la premisa de que mi opinión en este momento no constituye un dictamen —dijo—, cuyo pronunciamiento requeriría una reflexión más meditada y, desde luego, que también se pronunciasen sobre la cuestión otras voces autorizadas, hemos de considerar dos aspectos. El primero, que para emitir un juicio sólo disponemos de una única fuente de información: la carta del embajador de su majestad ante la Santa Sede. El segundo, que en dicha carta se señalan aspectos de posibilismo o probabilismo. Sentadas estas premisas, que sin duda cuestionan de forma casi determinante cualquier pronunciamiento y plantean serias reservas al mismo, podemos manifestar que, aparte de la disquisición acerca de si el Papa actúa como vicario de Cristo en la tierra o como señor temporal y, consecuentemente, su acción quedaría determinada en un ámbito concreto de su actuación, hay dos elementos en el texto del señor embajador a los que hemos de dedicar una particular atención. Uno de esos elementos se refiere a las presiones ejercidas sobre el Papa para que tome la decisión objeto de análisis. ¿Ha sido ésta una decisión tomada al libre albedrío de su santidad, o, por el contrario, es la consecuencia de una presión moral o física? Y también, ¿hasta dónde se ha producido esa presión? El otro elemento se refiere a que el hipotético reconocimiento del señor archiduque, de haberse producido, y suponiendo que el mismo no haya estado sometido a coacciones, sólo lo es para aquellos territorios de la monarquía que se hallan al presente sometidos a su dominio… En mi opinión, y salvo un más meditado y contrastado dictamen, a la par que reitero no ser procedente, por las circunstancias que concurren sobre el carácter que pudiese tener la decisión del Sumo Pontífice, el supuesto reconocimiento al señor archiduque, desde luego, no tiene valor ninguno en esta corte, ni en aquellos territorios de esta monarquía que permanecen fieles al rey nuestro señor. Asimismo, es mi opinión que dicho reconocimiento también es cuestionable, dadas las circunstancias que concurren y en cuyo prolijo examen no entramos ahora, en los territorios de esta monarquía ocupados por los herejes ingleses y holandeses, enemigos irreconciliables de la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana.
Fray Juan respiró profundamente en una inequívoca manifestación de autocomplacencia.
—Hemos de colegir de las palabras de vuestra paternidad —señaló Grimaldo en tono consultivo—, que aun cuando el nuncio de su santidad comunicase oficialmente la decisión pontificia, el estamento eclesiástico no tiene por qué asumir la misma.
—A reserva del dictamen que elevase una junta de teólogos, donde con detenimiento y reflexión se analizase el caso, ésa es mi opinión.
Grimaldo, que apenas podía disimular la satisfacción que experimentaba, porque era la primera noticia buena que recibía en medio de las angustias que le atenazaban en su quehacer de los últimos días, miró con intención a Portocarrero. El primado se dio por aludido con aquella mirada y se sintió en la obligación de decir algo, aunque ello no supusiera definirse y romper la ambigüedad calculada que siempre le caracterizaba. No obstante, eligió cuidadosamente las palabras.
—Con todas las reservas que fray Juan ha puesto de manifiesto al emitir su opinión particular y singular —dijo—, dejando el asunto para el superior criterio que pudiese darse en un dictamen razonado, por nuestra parte no tenemos ninguna salvedad que hacer a la opinión de un teólogo tan reputado y experimentado.
El arzobispo Arias se limitó a señalar que se conformaba con el parecer de su eminencia el cardenal primado.
Con un tono burlón, el conde de Santisteban apostilló, tras las palabras del arzobispo:
—Está visto que será el canónigo Guillén quien nos saque de dudas cuando predique en los Jerónimos.