Era muy temprano. Las primeras luces del alba no habían logrado romper los últimos retazos de la noche que terminaba. El conde de Cantillana estaba meditabundo y prestó poca atención a los comentarios de Julián, quien como cada día, antes del amanecer, tomaba en la cocina chocolate bien espeso y caliente. La mortecina luz de los candiles había alumbrado pobremente la charla del señor y el viejo criado, ajenos ambos al ajetreo que ya empezaba a producirse entre los peroles y los pucheros.
El conde apenas había tomado unos sorbos de café, que calentaron sus tripas, y escuchado distraídamente a aquel anciano medio ciego contarle, una vez más, las historias que tantas veces le había repetido. Por los amplios ventanales entraron las primeras luces del alba indicando a Cantillana que debía ponerse en movimiento. Dio al viejo criado un apretón de manos y se despidió. Tomó su capa y rápidamente salió a la calle, donde los primeros viandantes caminaban, con escurridiza rapidez, hacia sus destinos. En pocos minutos Madrid estaría en plena ebullición, en las plazuelas y lugares donde se instalaban a diario los mercados ya se iniciaba el movimiento que precedía al comienzo de las actividades cotidianas.
Llevaba el paso presuroso y decidido; cualquiera que le viese podía afirmar que aquel hombre sabía a donde caminaba y que quería llegar pronto.
Iba al único sitio donde podría encontrar una solución al problema de las palabras ilegibles del mensaje que la noche anterior había llegado a su poder. Durante las horas que, tendido en la cama, había pasado en vigilia, mientras su cabeza daba vueltas en torno al mismo asunto, recordó que Ana María, con motivo del escándalo del padre Daubenton, le había dicho que detrás de todo aquello estaba la visita que la reina y ella habían hecho a una adivinadora que vivía a la espalda del colegio Imperial. No tenía la seguridad de que no fuese una de las muchas embaucadoras que pululaban por la villa y corte en busca de buenos ducados sacados a los incautos, pero no se le ocurría qué otra cosa hacer.
No sabía cuál era la casa de aquella mujer de la que sólo recordaba su nombre pero la calle de referencia era pequeña y pensaba que la encontraría fácilmente. Desde luego, había rechazado la posibilidad de hablar de este mensaje con Ana María. Intuía el grave riesgo que entrañaban aquellas líneas manchadas y deseaba alejar, en la medida de lo posible, el peligro que acecharía a la mujer que amaba. Mientras caminaba no podía apartar de su mente a personas que había conocido hacía años, dotadas de saberes sobrenaturales. Ese conocimiento, que sabía real, era lo que le conducía allí. Tal vez, aquella Ana, cuyo apellido no lograba recordar, fuese alguien de esa condición. Sacudió la cabeza, como alejando un pensamiento, y para animarse se dijo a sí mismo que, en todo caso, sería cuestión de poco tiempo el salir de dudas. De todas formas, ahora le interesaba mucho más lo que no sabía de aquel mensaje, que las claves que el mismo le había desvelado.
Embebido como iba en estos pensamientos, subió la Carrera de San Jerónimo y casi sin darse cuenta cruzó la plaza Mayor, donde la animación era ya intensa; dejó a su izquierda la ronda de Curtidores y se introdujo en el dédalo de callejones y callejuelas que quedaban entre la calle Mayor y la de la Colegiata, donde se asentaba el colegio de los padres de la Compañía. Una de aquellas callejas sería la que albergase la casa que buscaba.
La tarea de localizarla se presentó mucho más dificultosa de lo que había imaginado en un principio. Al llegar allí se dio cuenta de que preguntar por la casa de Ana, sin más, era poco concreto, y que aludir a sus actividades presentaría más inconvenientes que ventajas. Podría incluso levantar alguna mala sospecha y ya había tenido problemas con el Santo Oficio, con el que las cuentas no estaban saldadas. Pensaba en cómo abordar aquella situación cuando un hecho inesperado vino en su ayuda.
—Una limosna, por caridad. Que Dios os lo premiará. —Quien demandaba aquella ayuda era un hombre de mediana edad que no tenía aspecto de mendigo, aunque estaba lisiado. Se había dirigido directamente a él, extendiendo un platillo.
Cantillana echó mano al bolsillo de su cinto y sacó un ducado —¡toda una señora limosna!— que relució en arcilla del cuenco; el solicitante, asombrado al comprobar lo que acababan de darle, alzó la mirada que hasta entonces había mantenido baja. Cuando vio el rostro de su bienhechor no pudo contener una exclamación de asombro.
—¡Por los cuernos de la luna! ¡Si es el mismísimo coronel Cantillana!
Instintivamente el conde llevó la mano a la empuñadura de su espada.
—¿Quién sois vos?
El mendigo, que se había retirado un paso, al percatarse del gesto contestó sin vacilar:
—Señor, un soldado que peleó a las órdenes de su excelencia en Flandes.
Cantillana se relajó.
—Así que eres un veterano de los tercios.
—Sí, excelencia.
—¿A qué te dedicas? —preguntó el conde.
—Malvivo, señor, de la caridad de buenas gentes como su excelencia. No puedo trabajar —enseñó el muñón de lo que fue su brazo derecho—, y ya sabe su excelencia que las pagas de los viejos soldados nunca llegan.
—¿Cuál es tu nombre?
—Álvaro de Mendoza, para serviros, señor, y tengo un aposento compartido con otro veterano en el callejón del Nuncio.
—Así es que vives por aquí.
—En efecto, señor. ¿Necesitáis algo?
—Sí, Álvaro, necesito una información que tal vez… tú puedas facilitarme.
El tullido adoptó un aire de cierta marcialidad y exclamó:
—¡A las órdenes de usía, mi coronel!
Cantillana sonrió con amabilidad y posó su mano enguantada sobre el hombro de aquel veterano, donde se había reflejado por un instante el orgullo del tiempo pasado en la milicia.
—¿Puedo confiar en ti?
—¡Señor, sin la menor duda!
—Bien, Álvaro; busco la casa de una mujer que vive por aquí. Su nombre es Ana…
—¿Por un casual, Ana de Hoserín?
A Cantillana se le iluminó el pensamiento. Ése era el apellido de la mujer, que no lograba recordar:
—¿La conoces?
—Sé dónde vive, señor. Os llevaré hasta su casa.
En pocos minutos el viejo soldado le condujo hasta el lugar que Cantillana deseaba. Éste tomó el bolsillo donde llevaba las monedas, pero cuando hizo ademán de entregarlas a su guía, fue parado en seco.
—¡De ninguna manera, señor! ¡No puedo aceptar ni un maravedí por un servicio a mi coronel! —Levantó la cabeza con gallardía y dando media vuelta, sin decir palabra, se marchó arrastrando su miseria con dignidad.
Cantillana, permaneció quieto, sin mover un solo músculo, hasta que le vio perderse por la primera esquina que había. Sólo entonces llamó con fuerza a la puerta de la casa de Ana de Hoserín.
Aquella calleja no era un sitio que atrajese a la concurrencia, ni un lugar de paso. Los golpes habían sonado con gran limpieza por encima del bullicio que llegaba de la lejanía. Su llamada no tuvo respuesta por lo que insistió otra vez. De nuevo los golpes sonaron con fuerza.
Transcurrido un cierto tiempo, el que parecía más que prudente para que desde el interior diesen respuesta, Cantillana dudó si habría alguien en aquel lugar. Decidió, antes de realizar un tercer intento, aguardar un poco más. Cuando consideró que era suficiente, realizó una tercera llamada, pero de nuevo el silencio fue la respuesta que obtuvo. Numerosas dudas le asaltaron entonces: ¿Habría alguien allí? ¿Sería aquélla la casa de Ana de Hoserín? ¿Le habría mentido el tal Álvaro de Mendoza? Rechazó esta última posibilidad. Aquel hombre le conocía, sabía que era coronel y, lo más importante, había rechazado el dinero que le ofreciera… No, Álvaro de Mendoza no podía ser un malandrín.
Decidió dar un paseo por los alrededores y volver más tarde. Apenas había caminado unos pasos cuando oyó que alguien hablaba a sus espaldas.
—¿Quién es el que arma tanto jaleo a deshoras? ¿Se puede saber quién…?
Una vieja había abierto la puerta y Cantillana volvió sobre sus pasos.
—¿Vive aquí Ana de Hoserín?
La vieja soltó, con un gruñido:
—¡Vive aquí Ana de Hoserín! ¡Vive aquí Ana de Hoserín…! ¿Y se puede saber quién pregunta por ella?
—Sí que se puede saber; soy yo quien pregunta. —Cantillana estaba ya frente a ella.
—¿Y quién sois vos?
—Soy alguien que necesita de vuestros servicios.
La vieja soltó una risotada estridente:
—¡De mis servicios…! Ja, ja, ja, ja.
Aquella risa provocó la cólera de Cantillana, que no acertaba a comprender la actitud de la vieja.
—¡Pardiez! ¿Se puede saber de qué os reís?
—Señor, es que, ja, ja, me ha hecho gracia la confusión. Yo no soy la persona que buscáis.
Cantillana aguardó unos instantes y después preguntó, retador:
—¿Y bien…?
—¿Y bien, qué?
—¡Que si está Ana de Hoserín, por los clavos de Cristo!
La vieja hizo un extraño ademán y preguntó:
—¿Quién habéis dicho que sois?
—¡Yo no he dicho quién soy, pero os lo voy a decir! ¡Soy el conde de Cantillana, y ahora, si no os importa, respondedme!
—Esta bien, está bien. Aguardad un momento —dijo la vieja, y dando un portazo lo dejó plantado en medio de la calle. Así transcurrieron no menos de cinco minutos hasta que la puerta volvió a abrirse de nuevo y la vieja, sin decir palabra hizo un gesto a Cantillana indicándole que pasase. Aquella vieja, que se movía con una mayor agilidad de la que pudiese creerse, le condujo a la misma habitación donde la reina y su camarera mayor se habían reunido con su ama.
Cantillana hubo de esperar algunos minutos más en aquella sala donde Ana de Hoserín recibía sus visitas. No dejó de ir de un lado para otro, hasta que la enigmática mujer apareció. El conde decidió no perder el tiempo en preámbulos y sin mayores formalidades le expuso cuáles eran las razones que le habían conducido a solicitar su ayuda. Acto seguido, sin esperar respuesta, le enseñó el mensaje.
Se produjo un largo silencio que a Cantillana se le hizo eterno. Por fin, la mujer contestó afirmativamente a su demanda.
—Bien, en ese caso ¿podéis decirme qué es lo que está escrito en las zonas manchadas?
—No tengo inconveniente, pero antes hemos de fijar el precio de mis servicios.
Cantillana se dio cuenta del olvido y sacó de entre sus ropas una bolsa de cuero.
—Hay cien ducados, creo que será suficiente. En todo caso…
—Señor —la mujer le interrumpió, cortante—, no se trata de dinero; mi trabajo tiene otro precio.
El conde se puso instintivamente en guardia:
—¿Qué es lo que queréis? —preguntó.
—Algo muy simple y que para vos no supone ninguna dificultad.
—Decidme, pues.
—Quiero un carruaje, un salvoconducto, una escolta que me conduzca hasta Sevilla y un pasaje para embarcar a las Indias.
Tras la petición, Cantillana miraba atónito a la mujer.
—¿Es que acaso…?
—Sí, me marcho de Madrid. Si no lo he hecho antes es porque en las actuales circunstancias un viaje es asunto complicado, además de peligroso.
—Está bien, tendréis lo que pedís. Ahora leedme el texto completo de esa carta.
—Señor, eso no es posible hasta que tenga a mi disposición lo que os he pedido, y también vuestra palabra de caballero.
—Tenéis mi palabra; ahora leed.
—No sin antes tener lo que os he pedido.
Cantillana a duras penas podía contener el malhumor que le embargaba. Buscó otra fórmula para vencer la tenacidad de aquella mujer.
—¿Cómo sé yo que no sois una de tantas embaucadoras?
Una chispa de malévola intención brilló en los ojos de la mujer.
—Yo no os he ofrecido mis servicios —dijo—, sois vos quien ha venido a requerirlos. Eso es suficiente. Pero os daré una prueba, ¿os suena el nombre de «Homero»?
Cantillana le arrebató a la mujer el papel que tenía en las manos y leyó con avidez. La palabra «Homero» no figuraba en el texto, en todo caso estaría entre las que la sangre había manchado. Levantó la mirada y, sin pestañear, exclamó:
—A mediodía tendréis lo que me habéis pedido. El coche, la escolta, el salvoconducto y el pasaje os estarán aguardando y yo vendré a por el texto.
—Estaré esperándoos.
El conde de Cantillana tuvo una mañana febril, pero a las doce una carroza y un piquete de soldados de caballería aguardaba en la puerta de la casilla de aspecto miserable que daba la espalda al colegio Imperial. Había bajado del vehículo y entrado en la casa, donde quedó atónito, al borde del espanto, cuando Ana de Hoserín, que le estaba esperando, leyó completo el texto de aquella misiva. A pesar de su estado de ánimo, preguntó a la mujer las razones de su marcha.
—Es conveniente que así sea —fue la respuesta que obtuvo.
—¿Conveniente por qué? —insistió.
—De acuerdo. Ya que me habéis facilitado los medios y dado vuestra palabra, os diré algo más. Mi vida está en peligro, tengo ese presentimiento, y sé que sólo me encontraré a salvo fuera de la ciudad y, mejor aun, fuera de España.
—¿Qué es lo que os amenaza?
—Eso no voy a decíroslo, pero os pediré un favor que os resultará fácil de hacer.
El conde indicó con un gesto de asentimiento que esperaba la petición.
—¿Os importaría hacer llegar a la princesa de los Ursinos este billete? —Ana sacó de su pechera un papel cuidadosamente doblado y lacrado.
—Será como queréis.
—Una cosa más. No lo entreguéis antes de mañana, y hacedlo llegar de forma anónima.
Cantillana asintió con un movimiento de cabeza.
—¿Tengo vuestra palabra de caballero?
—La tenéis.
Instantes después la carroza escoltada tomaba camino del puente de Toledo, mientras el conde espoleaba su caballo hacia su casa. Tenía en sus manos las claves de aquella conjura. Estaba aterrado porque el asunto era mucho más grave de todo lo que había podido imaginarse. Cada minuto podía ser determinante.
Aquella tarde dos individuos de mala catadura llamaron una y otra vez a la puerta de una casucha de la calleja que corría a la espalda del colegio de los jesuitas; pese a su insistencia sólo obtuvieron el silencio como respuesta. Después intentaron forzar la puerta disimuladamente y para su sorpresa comprobaron que ésta cedió al primer impulso. No estaba cerrada. Entraron con sigilo y comprobaron, sorprendidos, que había comenzado un pequeño incendio provocado por un braserillo de quemar plantas aromáticas que estaba volcado. Los carbones debían llevar horas consumiendo con su lengua incandescente la madera de una tarima; a poco que se le ayudase, aquel incendio alcanzaría proporciones que harían arder toda la casa.
Los dos rufianes buscaron por todos los rincones y no encontraron lo que esperaban; entonces decidieron avivar el fuego hasta convertirlo en una candela y abandonaron rápidamente el lugar. En pocos minutos la casa, cuyas maderas habían prendido con gran facilidad, era una tea que amenazaba a las construcciones colindantes. Entre el horrorizado vecindario y los criados de la Compañía a los que se sumaron los alumnos del colegio Imperial, lograron apagar el fuego con grandes esfuerzos. No hubo desperfectos en otras viviendas, pero la casa siniestrada quedó destruida hasta los cimientos, convertida en un montón de escombros. Cuando se removieron los restos no se encontró ningún cadáver, aunque el vecindario sabía que allí vivían dos mujeres, que no aparecieron por ninguna parte. En la villa y corte nunca más se supo de ellas, y tampoco nadie preguntó.
Al otro día, sin que supiese cómo, la camarera mayor de la reina recibió un billete en el que se leía:
Si la reina hubiese usado mi bálsamo se habrían ahorrado muchos sinsabores y yo no tendría que temer vuestros rencores.
A pesar de todo, os doy gratis un consejo: no bajar la guardia ante el azul.
No estaba firmado ni tenía otra señal, salvo el nombre de la destinataria, pero la princesa de los Ursinos sabía quién estaba detrás de aquellas líneas. Hizo indagaciones para tratar de averiguar cómo había llegado el billete a su poder, pero no sacó nada en limpio. Tuvo noticia del fuego de una casa que había quedado destruida, pero que sus moradoras no habían perecido en el incendio. Supo entonces que, pese a su poder, alguien le había ganado por la mano y, además, la dejaba sumida en un mar de confusiones. La última frase de aquel escrito que la ponía en guardia contra el azul, le recordó otra frase que la reina le comentaba con frecuencia: «El amarillo no será obstáculo; triunfará el azul, pese a otros azules».