Capítulo XXVII. El tercer mensaje

Las muestras de cansancio se le acumulaban en el rostro, lo que le daba un aire envejecido. Un cerco oscuro, una especie de aureola grisácea, rodeaba sus ojos, produciendo una sensación de profundidad que acentuaba su imagen cansina. En el reloj de pesas del portal habían sonado, lentas y solemnes, doce campanadas, anunciando que había llegado la medianoche, que comenzaba otro día, aunque para el común de las gentes el inicio de una nueva jornada no se producía hasta que despuntaba el alba y la luz ganaba su cotidiano pulso a las sombras de la noche.

El conde de Cantillana estaba ahora solo en su gabinete de trabajo, de donde hacía pocos minutos acababa de marcharse el capitán Mendieta, el segundo jefe del regimiento que él mandaba, un hombre honrado, valiente y capaz. Se conocían desde hacía cuatro años, los mismos que llevaban siendo compañeros de armas en aquel regimiento. Javier de Mendieta, primogénito de un hidalgo navarro, caballero de hábito, le debía la vida a Cantillana, al igual que Cantillana se la debía a él. Era la consecuencia lógica y casi natural que se derivaba de los gajes de la guerra, pero aquello les había unido por encima del compañerismo de las armas y había forjado entre ellos una amistad que superaba con mucho las relaciones propias de la milicia.

La reunión entre los dos militares, entre los dos amigos, se había alargado de forma considerable, porque Mendieta contaba y no paraba aspectos, detalles, actitudes y acciones relacionadas con la grave derrota que habían sufrido. No podía explicarse ni la estrategia ni las órdenes que habían emanado del estado mayor de Villadarias y que habían conducido al desbaratamiento absoluto de las tropas borbónicas. La confusión fue tal que no podía dar cifras válidas, pero la mitad del ejército debió de quedar prisionero en manos del enemigo como consecuencia de la incapacidad e incluso la cobardía con que se había maniobrado y actuado.

Cantillana, que siguió con reposada indignación los comentarios y afirmaciones de su compañero, preguntó si pensaba que la batalla estaba amañada de antemano, si ante la forma y manera en que se desarrollaron los acontecimientos podía pensarse que existía una sombra siquiera de traición. Mendieta no fue capaz de manifestarse. La conversación se prolongó generosamente, en torno a aquellos graves sucesos, hasta casi la medianoche, en que el capitán se había marchado. Cuando se quedó solo, Cantillana pensó por un momento en la ingente tarea que en tan poco tiempo había caído sobre sus espaldas. Recordó sus años mozos, cuando galanteaba, era algo torero y peleaba en Flandes contra los franceses; ya entonces había tenido la responsabilidad de mandar un regimiento, pero eran otros tiempos y otras circunstancias. Recordó también aquella extraña misión que le encargara el conde de Oropesa, en la que estaba en juego el futuro de la monarquía, y que aun no creyendo en ella la llevó a cabo impulsado por su afán aventurero. Era entonces rey Carlos II, el Hechizado, y aquella misión, una verdadera aventura, cambió su vida y determinó una buena parte de su futuro. Habría negado con energía a cualquiera que entonces —habían pasado algunos años— le hubiese pronosticado que se encontraría en la presente situación: con la responsabilidad de salvar a una monarquía acosada y casi abatida por la suma de fuerzas de enemigos muy poderosos. Una monarquía traicionada por muchos de los que tenían obligación de guardarle fidelidad y a cuyo frente se encontraba un demente de costumbres atrabiliarias que junto a escasos ratos de lucidez vivía la negrura y el aislamiento de profundas melancolías.

Sólo la atracción de aquella mujer que había conocido en Roma y que ejercía sobre él una fascinación que resultaba difícil de explicar, le había llevado a la posición de abrumadora responsabilidad en la que se encontraba. A fuer de sinceros, sabía que existía otra razón: una reina soñadora que, a diferencia de su marido, quería ser reina de España y había puesto sobre la mesa todo lo que tenía para conseguirlo. Por aquella reina, casi una niña en el momento de llegar al trono, merecía la pena asumir el reto que tenía por delante.

Se desperezó estirando brazos y piernas en un intento de alejar el cansancio que le mortificaba. Se puso de pie y paseó por el gabinete con el propósito de despejarse y alejar aquellos pensamientos de otras épocas que habían embargado su espíritu.

El silencio de la noche quedó roto por unos golpes en la puerta de su casa. Quien fuese tenía prisa y, desde luego, dada la hora que era debía de tratarse de un asunto urgente. Reaccionó encaminando sus pasos hacia la puerta, sin aguardar a que ningún criado acudiese a la llamada; ya estaba descorriendo los cerrojos que aseguraban las pesadas hojas cuando, presurosos y agitados, llegaron dos sirvientes…

—Excelencia, dejadnos a nosotros.

—Haceos a un lado, señor, no sabemos quién está ahí… Podría resultar peligroso.

Quien hacía esta advertencia abrió un ventanuco que había en una de las puertas y que permitía conocer quién tan a deshoras armaba aquel revuelo, sin necesidad de franquearle la entrada.

—¿Quién vive? —preguntó el fámulo al tiempo que levantaba un farol para tratar de escudriñar al otro lado de la mirilla. Efectivamente, enmarcada en el cuadrado de ésta, surgió de entre las sombras el rostro de un individuo, que jadeaba con fuerza.

—¡Soy Mateo, abrid pronto!

—¡Por los clavos de Cristo, Mateo! ¿Qué haces llamando así a estas horas?

—¡Traigo algo urgente para el señor conde! ¡Abrid de una vez, maldita sea!

Los criados descorrieron los cerrojos, completando el trabajo que Cantillana había iniciado, y abrieron una de las hojas, forradas con planchas de hierro, de la puerta. Cuando Mateo entró, se sorprendió al encontrar allí al conde.

—¿Qué ocurre Mateo? A estas horas habrá de ser algo importante.

—Espero que sí, señor.

Diciendo esto, sacó una carta que entregó a Cantillana. La carta estaba manchada de sangre.

—¿Qué es esto? —preguntó el conde mientras tomaba el pliego entre las manos.

—No lo sé, señor; pero la tenía un francés que hace poco llegó a la posada preguntando por los otros franceses.

—¿Y esta sangre?

Mateo contó lo que había ocurrido en la posada de la calle de Carretas.

—No he perdido un minuto y he venido a toda prisa —añadió.

Cantillana asintió con la cabeza y ordenó que se le atendiese, después se encerró en su gabinete, tomó asiento, rompió los lacres, sin reparar en mayores detalles, y fijó los ojos en el contenido de aquella carta.

Fue una cuestión de segundos; quedó paralizado hasta el punto de contener la respiración de manera instintiva. No pudo evitar exclamar:

—¡Santo cielo!

Se restregó los ojos con los puños en un gesto que buscaba despejar los sentidos por aquel procedimiento tan rudimentario. Volvió a leer el texto. Sus ojos pasaban con rapidez, con avidez, de una línea a otra, y cuando terminó esta segunda lectura, tomó lentamente aire por la nariz, pues mantenía la boca apretada, y después lo expulsó con fuerza por ésta, tratando de descargar la tensión que en tan pocos instantes se había acumulado en su organismo.

El papel que Cantillana acababa de leer era la clave de todo el embrollo y la trama de la conjura. Venía a poner en claro muchas de las oscuridades e incertidumbres que había en aquel asunto que amenazaba el trono de Felipe V.

Sacó de un cajón del bufete dos papeles, que desplegó y colocó por orden. Eran copias de los dos mensajes anteriores.

El primero decía:

Plutarco se impondrá a Homero.

Ha sonado la hora de la Justicia.

Las Damas y sus Hijas lo agradecerán.

Cicerón está dispuesto.

X y Y avisen a Cicerón.

El otro rezaba:

De la Justicia a X e Y.

El recibo de esta letra servirá para que todo se ponga en marcha.

Cicerón ha de estar dispuesto porque Plutarco se ha impuesto a Homero.

La Justicia está prevenida y las Damas y sus Hijas son conformes.

Para el acto final esperad a que Júpiter se decida a lanzar su rayo.

Comparó los textos y reflexionó sobre las conclusiones que de los mismos afloraban a la luz de la nueva información que acababa de recibir. Lo que hasta aquel momento habían sido dudas y cavilaciones, especulaciones y posibilidades, tenía ahora mayor solidez y consistencia. Sacó un pliego de papel, tomó recado de escribir y fue anotando cuidadosamente todas las claves que quedaban desveladas con el mensaje que había llegado a sus manos. Empleó en este trabajo un largo rato, porque no quería cometer ningún error, y para ello era necesario deducir con cautela y analizar todas las posibilidades.

Cuando terminó tenía en su poder nuevos datos, de gran importancia, en el entramado de aquella conjura. No todos, sin embargo, porque aquel último papel tenía algunas palabras ilegibles. Tal vez en ellas estuviera la solución a los cabos que quedaban sueltos, pero no le importaba demasiado. ¡Lo que había descubierto no tenía precio! Terminaba su tarea cuando en el silencio de la noche sonaron las campanas que anunciaban las cuatro; sólo entonces se dio cuenta de lo tarde que era. Se había ensimismado y embebecido de tal manera en su trabajo que había perdido la noción del tiempo.

Era demasiado tarde para ponerse en marcha y actuar, aunque sabía que el tiempo apremiaba y no podía perderse un instante. La base del éxito del plan que ya bullía en su cabeza radicaba en la rapidez con que se actuase y, desde luego, en anticiparse a la acción de los conjurados. «Menos mal —pensó— que mantuvimos bajo control la posada de la calle de Carretas, a pesar de que los dos franceses se marcharon. Si hubiésemos abandonado la vigilancia nunca habría llegado a nuestro poder este papel —miró el pliego que tenía delante— y andaríamos dando palos de ciego».

A pesar de la contrariedad que suponía no poder entrar en acción de inmediato, estaba contento y decidió echarse en la cama, aunque sabía que no podría conciliar el sueño. Así lo hizo, y durante las horas que transcurrieron no dejó de pensar en la forma de encontrar una solución para la lectura de las líneas que la sangre había manchado.