Por la calle de Alcalá subían los primeros soldados avanzando en dirección a la puerta del Sol y la plaza Mayor. Madrid estaba desierto, los postigos y puertas de las casas permanecían cerrados, no había nadie en las calles. A la cabeza de aquella tropa dos jinetes trataban de refrenar el brío de sus caballos para adaptarlos a la cansina marcha de los soldados que les seguían, con el paso acompasado al redoblar de los tambores que en apretada fila formaban la primera línea de los infantes que entraban en la capital. Detrás de los tamborileros venían las banderas, portadas por varios jinetes; las enseñas estaban sucias y desgarradas, pero enhiestas y alzadas. Entre los azulados pliegues podían vislumbrarse las doradas lises que, como estrellas, llenaban los estandartes del ejército borbónico.
—Mendieta, aquí pasa algo extraño. —El conde de Cantillana, que vestía un impecable uniforme de coronel del ejército real, no se explicaba aquella soledad en las calles y aquella cerrazón en medio del estruendoso repicar de las campanas madrileñas—. Ordena que una escuadra se adelante y recoja información. Esto no es normal.
El capitán Mendieta, ayudante del coronel Cantillana en el regimiento de infantería número dos, más conocido como regimiento de la Reina, tiró de las riendas de su caballo, haciéndole girar, con lo que Cantillana quedó solo al frente de sus tropas. Era la única unidad del ejército borbónico destrozado en los alrededores de Zaragoza que no había quedado desorganizada. Como en otras ocasiones, la bravura y la disciplina de unos hombres que habían hecho de su unidad un mito entre las tropas que sostenían la causa de Felipe V les habían salvado del naufragio general a que les condujo la incapacidad del marqués de Villadarias. El capitán ayudante, Mendieta, había dirigido, en ausencia de su coronel, los movimientos del regimiento en aquella aciaga jornada. Tras el desastre, una vez que la desbandada se hizo general, logró mantenerlo cohesionado, y a falta de otras instrucciones por haber desaparecido el estado mayor, decidió replegarse ordenadamente hacia Madrid. Fue de gran ayuda para su propósito la actitud del general Stanhope, que inexplicablemente se entretuvo en Zaragoza en lugar de marchar sobre la villa y corte. Luego, por el camino, un número creciente de hombres fue sumándose a su regimiento, procedentes todos ellos de las desaparecidas unidades del ejército que había mandado Villadarias. A pocas millas de Madrid había enviado recado a su coronel, quien, sin pérdida de tiempo, salió al encuentro de sus hombres, a cuyo frente entraba ahora en la capital de España. Era una abigarrada tropa integrada por más de tres mil hombres que, bien lo sabía Cantillana, iban a constituir el núcleo del ejército que su majestad la reina le había encomendado organizar.
Pasaban a la altura de la parroquia del Salvador cuando se abrió la puerta de la iglesia con un portazo tal que lanzó los batientes de par en par. Como impulsados por un resorte, surgió del cancel un clérigo seguido de dos sacristanes revestidos con roquete y sotanas rojas, portando cruces alzadas.
—¡Son los nuestros! ¡Son los nuestros!
El sacerdote, que se había recogido la sotana hasta media pierna, se hincó de hinojos al pie de las gradas que daban acceso al templo.
—¡Son los soldados del rey nuestro señor! ¡Viva Felipe el quinto! ¡Viva el rey! ¡Viva Felipe el quinto!
Al ver a los clérigos, Cantillana, que había refrenado el paso de su caballo casi hasta detenerlo, comprendió lo que había ocurrido. Poco a poco las puertas de las casas empezaron a abrirse y la gente a salir a la calle. Muy pronto se formó una turbamulta, que avanzaba, cada vez más numerosa, al compás de los soldados que, ante el cariz que tomaban los acontecimientos, dieron un aire más marcial a su marcha. Tanto que, en medio de las aclamaciones, no parecían un ejército derrotado.
Cerca de una hora emplearon las tropas en subir por la calle de Alcalá, cruzar la puerta del Sol y avanzar por la calle Mayor hasta desembocar en la explanada delantera del alcázar real. Cuando los soldados llegaron ante el palacio, les acompañaba ya una verdadera muchedumbre, que se desparramó por aquella zona, donde muchos habían tomado posiciones para no perderse detalle de la improvisada parada militar en que se había convertido el arribo de las tropas, último vestigio de un ejército al que todos daban por desaparecido.
En el balcón principal del alcázar apareció Luisa Gabriela de Saboya. Sólo la acompañaba su camarera mayor, quien se situaba detrás de la soberana en una discreta penumbra. Cuando los madrileños se dieron cuenta de la presencia de su reina, fue la locura.
—¡La reina! ¡Es la reina!
—¡Mira; mira! ¡Allí, allí! —exclamaba una mujer al tiempo que señalaba a su majestad.
—¡Viva la reina!
—¡Viva la Saboyana!
—¡Viva! ¡Viva! ¡Viva!
Cantillana, que había previsto girar a la izquierda para llevar sus tropas hacia el puente de Segovia y cruzar el Manzanares, decidió que sus hombres desfilasen ante la reina. Dobló a la derecha y tras él la línea de tambores, que intensificó sus redobles en medio del griterío de una muchedumbre que manifestaba una alegría exultante después de la tensión y el miedo que se había vivido con anterioridad. Los tres mil hombres pasaron por delante de su soberana, cuya presencia les estimuló de tal forma que más parecían ofrecerle una victoria, que ser los retales deshilvanados de un ejército aplastado y puesto en desorden y desbandada.
Cuando los últimos hombres cruzaron ante la fachada del alcázar, Cantillana, que había permanecido frente al balcón, escoltado por Mendieta y un tambor que no era otro que Ginesillo, saludó militarmente a la reina. Sabía que aquello era más artificio que otra cosa, pero sabía también que ahora contaba con un núcleo aguerrido de hombres —sus hombres— con los que componer e improvisar un ejército. Bien mirado, aquello era mucho más de lo que podía haber aspirado esa misma mañana. Después de saludar, espoleó su caballo y se perdió en la lejanía camino del puente de Segovia para ganar el otro lado del Manzanares. Allí, la llegada de las tropas fue apoteósica. Una animación que desbordaba vitalidad invadió hasta los más apartados rincones del improvisado campamento, en el que aumentaba el caos reinante a lo largo de la jornada.
Había que organizar una masa cercana a los once mil hombres, la mayoría de los cuales habían tenido muy poco en común hasta aquel día. A partir de medio regimiento que había mantenido el tipo tras la derrota de Zaragoza, dos compañías de la Guardia Real, soldados desorganizados, procedentes de muy variadas unidades, y más de cuatro mil voluntarios que se habían enrolado en las últimas horas, Cantillana tenía que improvisar en pocos días un ejército que era la última baza para que el Borbón se mantuviese en el trono de San Fernando. Aquellos hombres significaban la última esperanza de una reina para quien reinar se había convertido en una quimera.
También a lo largo de aquella jornada se difundió un rumor por todo el campamento:
—El conde de Cantillana ha sido nombrado general del ejército.
Una y otra vez se repetían las mismas palabras.
El rumor era falso. El conde de Cantillana aún no había sido nombrado general de aquel ejército que estaba por forjarse, y la decisión de la soberana sobre el asunto todavía era un secreto entre tres. Nadie sabía que el conde de Cantillana sería quien asumiese semejante responsabilidad; sin embargo, lo ocurrido aquel día le había asignado un nombramiento que se haría público en pocas horas.
Los madrileños habían vivido otro día cargado de emociones. Tras el miedo de aquella tarde, a muchos la llegada de la noche y la convicción de que en Madrid ya había concentrado un ejército con capacidad para hacer frente a los traidores y a los herejes les trajo la calma. No podía afirmarse que Madrid fuese un lugar tranquilo, pero ahora había algo de sosiego.
La llegada del recogimiento nocturno no fue obstáculo para que muchos noctámbulos, más de los habituales, se diesen a la celebración y el festejo en figones, mesones y burdeles. Un extraño que llegase a Madrid difícilmente podría imaginar que aquélla era la capital de una monarquía que había vivido una jornada tan incierta. En algunos lugares aparecieron luminarias —uno de los elementos oficiales de toda manifestación pública de alegría—, en las fachadas de las casas principales, de las parroquias y los conventos. En argollas empotradas en la pared se colocaron teas encendidas que aportaron alguna luminosidad a las tinieblas nocturnas.
Sin embargo, ocurrían también otras cosas que escapaban al atisbo de las gentes y cuyo curso y desenlace era de suma importancia para la vida de todos aquellos que se habían encerrado en sus domicilios, en iglesias o en otros lugares, y que luego se habían echado a la calle para protagonizar un hecho verdaderamente insólito: vitorear a los maltrechos restos de un ejército que había sido vencido y desbaratado unos días antes. En medio de la algarabía general había pasado casi inadvertida la llegada de un jinete a la posada de la calle de Carretas, el mismo lugar donde hacía pocos días un grupo de enmascarados había asesinado a un francés, una muerte ante la que no hubo pesquisas ni nadie fue a la posada a interesarse por lo ocurrido, sólo unos alguaciles que impusieron silencio y se llevaron el cadáver, que fue enterrado por los hermanos de la Caridad, que corrieron con los gastos.
Era ya muy tarde, hacía rato que habían dado las diez, cuando aquel jinete llegó.
—¿Monsieur Regnault? —preguntó al posadero nada más entrar y tras dejar su cabalgadura en manos de un mozalbete.
El preguntado no contestó, puso los brazos en jarras, en un claro gesto de desafío, y miró con dureza al individuo que tenía frente a él; éste repitió la pregunta en un correcto castellano, pero con un inconfundible acento francés.
—¿Está aquí monsieur Regnault o, tal vez, monsieur Flotte?
Siguieron unos instantes de silencio, antes de que el posadero contestase con tono desabrido:
—No, no están. Ni tampoco sé donde andan. —Giró sobre los talones y dio la espalda al francés, acentuando la insolente actitud de que había hecho gala. El recién llegado se acercó y posó una mano en su hombro, lo que provocó una sacudida en el posadero, que se volvió con una agilidad impropia de su voluminosa humanidad. En su mano apareció un cuchillo tocinero que llevaba oculto bajo el mandil.
—¡Quítame la mano de encima! —Sus palabras eran una amenaza en toda regla.
El francés, sorprendido, dio un paso atrás y llevó instintivamente la mano a la empuñadura de su espada; la cogió con fuerza, pero no desenvainó el acero.
—Sólo os he preguntado por dos personas a quienes busco, y ésta es la dirección donde me han dicho que viven… o al menos han vivido. —Tenía modales correctos y parecía un hombre decidido. Miró alrededor y vio que no era mucha la gente que había: dos mozas, una mujer mayor que éstas, tres individuos y dos jovenzuelos. No eran muchos en un lugar como aquél, pero todos estaban pendientes de lo que ocurría. Retrocedió varios pasos, sin perderle la cara al posadero, buscando protegerse la espalda. Por su indumentaria se veía que era un soldado, y quedaba claro que en caso de pelea conocía el terreno que pisaba. El posadero, a quien no se le escapó el detalle, sacó conclusiones: aquel individuo no se dejaba intimidar, y si había bronca sería peligroso.
—¡Ya os he dicho que no están aquí!
—Eso ya lo sé, porque efectivamente me lo habéis dicho, pero ¿se han alojado aquí?
El posadero pareció dudar por un instante, luego se decidió a contestar:
—Así es, pero se marcharon hace unos días… ¡No han dejado razón ninguna!
El francés no soltaba la mano de la empuñadura de la espada; con la otra registró en sus ropas y aparecieron en su palma dos monedas de oro.
—¿No recordáis nada más?
La codicia brilló en los ojos del posadero, que instintivamente pasó la yema de los dedos por el filo del cuchillo que sostenía.
—Os juro que no lo sé; os he dicho la verdad. No sé adonde han podido ir, ni siquiera podría deciros si están en Madrid.
El francés guardóse el dinero y miró hacia la salida, sin bajar la guardia. El posadero comprendió que se quedaba sin aquellas monedas. A todos sorprendió la agilidad con que de un salto salvó la distancia que le separaba de su objetivo y se abalanzaba sobre el francés, que no tuvo tiempo de desenvainar. Su espada quedó a medio salir, con la mano crispada en la empuñadura, porque la vida se le escapó de forma instantánea al haberle entrado dos palmos de la hoja del cuchillo en el corazón. El impulso con que aquel hombretón se le había echado encima fue mortal, ya que al cuchillo matador se sumaron la fuerza del brazo y el peso del cuerpo.
Cuando el herido cayó al suelo por el propio impulso del que le asestó la cuchillada, ya estaba muerto. El arma que le había provocado la muerte sólo dejaba ver la empuñadura y actuaba como tapón de la herida que le había segado la vida, de modo que apenas si salía sangre. Otra cosa sería si le quitaban el cuchillo. Los presentes habían quedado paralizados por el horror y la rapidez con que todo se había desarrollado. El posadero, que también había rodado por el suelo, se incorporó lentamente; los ojos parecían salírsele de las órbitas y tenía contraído el semblante. La mujer de más edad, que era su esposa, se tapó la cara con las manos y rompió en sollozos.
—¡Deja de gimotear y vamos a lo que vamos! —le gritó el posadero.
La mujer dejó ver su rostro lloroso.
—¿Qué has hecho Manuel? —exclamó. Presa de una profunda consternación no dejaba de gritar—. ¡Le has matado! ¡Le has… asesinado!
—¡Déjate de monsergas! ¡Vamos! ¡Ayudadme!
Su mujer, las dos mozas y los dos jovenzuelos se acercaron vacilantes al posadero y al cadáver que yacía a su lado.
—¡Vosotros también! ¡Venga! —El hombretón invitaba a los otros tres individuos a que acudiesen—. ¡Habrá oro para todos! ¡Ya lo veréis! ¡No hay que preocuparse, la muerte de un gabacho no interesa a los alguaciles!
Dos de los tres parroquianos se acercaron ante la invitación del posadero, que ya empezaba a registrar los bolsillos y recovecos de la vestimenta del muerto, con avidez y nerviosismo; del bolsillo de donde había sacado las dos monedas, que después había guardado, salieron nueve piezas de oro; eran luises franceses. También sacó una bolsilla de tafilete en la que había veinticuatro monedas más, igualmente luises de oro. En otro bolsillo encontró dos monedas de plata, de las llamadas reales de a ocho, y una perla de regular tamaño.
Mientras desvalijaba al muerto el posadero parecía poseído por una furia incontenible, la codicia brillaba en sus ojos y no reparaba en las sacudidas que daba al cadáver. Todos los demás miraban expectantes, salvo la mujer, que seguía gimoteando. El hombretón desabrochó con ira la casaca del difunto, y lo hizo con tal brusquedad que varios de los botones saltaron antes de pasar por los ojales. Aquella operación hizo que el cuchillo se saliese una pulgada de la herida, lo que fue suficiente para que se debilitase el efecto de tapón que ejercía sobre ella y manase la sangre en mayor cantidad que hasta entonces. Del chaleco sacó un papel perfectamente doblado y lacrado; no prestó mucha atención al pliego y siguió hurgando en las ropas del muerto.
—¡Que nadie se mueva! —La voz que sonó a la espalda del grupo no era estridente, pero tenía la energía suficiente para dejar claro que aquello no era una broma. Era el tercero de los parroquianos, el que no se había acercado al grupo ante la invitación del posadero. Todos quedaron paralizados. Aquel individuo tenía una pistola en la mano derecha, y estaba amartillada.
—¡Que nadie se mueva y que nadie tema! —sentenció con voz tranquila, pero que no admitía discusión. Cuando el posadero iba a decirle algo, le pidió el papel—: Sólo quiero ese pliego que acabas de quitarle al muerto, lo demás no me interesa.
—¿Queréis ese papel? ¿Sólo ese papel? —preguntó el posadero entre perplejo e incrédulo.
—Efectivamente, y si no me lo das, lo tomaré yo.
—¡Faltaría más, señor! —El de la pistola no tenía aspecto de señor, pero el posadero deseaba halagarle, dadas las circunstancias—. ¡Si ése es vuestro deseo, cumplido está!
Le tendió el papel, uno de cuyos extremos se había manchado con la sangre del muerto, el desconocido alargó la mano que tenía libre y lo cogió.
Después retrocedió hasta el portón de salida, guardó la pistola y desapareció.
Para extrañeza de todos los que tuvieron noticias de aquel asesinato, el asunto fue resuelto, sin muchas indagaciones, como un caso de legítima defensa. El posadero había sido agredido y había actuado para salvar su vida.