Capítulo XXV. Una pelea callejera

A la mañana siguiente la villa y corte se había desperezado poco a poco. Los artesanos habían abierto las puertas de sus tiendas y muchos de ellos exponían sus productos en la calle, como forma de reclamar la atención de posibles compradores. En la plazuela de San Miguel los abastos ya estaban en sus cestos y seras; algunos vendedores voceaban sus mercancías y no paraba de afluir personal. Todavía estaba entrando pan, traído en blancos costales de lona a lomos de mulas de los pueblecitos que rodeaban la corte; los regatones se habían hecho con las verduras y otros frutos llevados por los hortelanos del ruedo en la madrugada de aquel mismo día, cuando la oscuridad era todavía la señora dominante. Habían llegado cargas y carretadas de berzas, coles, coliflores y nabos; también espinacas y cardo blanco de las riberas del Lozoya y del Henares, en grandes cantidades. Llegaron nueces, almendras y avellanas de las llamadas cordobesas, en sacos de yute y esparto, cuyo contenido estaba entre las tres y cuatro arrobas. Llamaban la atención los montones de calabazas y de cidras que tenían una clientela adicta porque permitían, con la recia cáscara que les protegía, aguantar mucho tiempo en desvanes, despensas y alacenas para cuando llegase la ocasión propicia de convertirlas en compotas o en pastas dulces y fibrosas que se utilizaba como relleno de bollos y confites. Con todo, lo más espectacular eran, por su volumen, los enormes montones de melones que a lo largo del verano, y hasta bien entrado el otoño, se convertían en la fruta preferida de las clases populares madrileñas y que durante algunas semanas compartían con las arracimadas uvas las preferencias de aquellos que tenían algunos posibles.

Las voces de los vendedores se elevaban por encima de los regateos de los compradores y de las conversaciones de los que allí llegaban para matar los primeros ocios del día y saber de las habladurías que llenarían la jornada.

—¡Melones! ¡Melones de Villaconejos!

—¡Melones! ¡Se permite calar!

Una enorme sandía se estrelló contra el pavimento, rajándose por múltiples partes y desparramando su roja carne y negras pepitas en un radio de varias varas. Tras el impacto inicial, surgió la discusión.

—¡Habréis de pagarme la sandía! —clamó el regatón.

—¿Yooo? —fue la respuesta de un individuo malencarado de rostro blanquecino, que se señalaba el pecho con el dedo índice de la mano derecha.

—¡Sí, vos! ¿Quién si no? —replicó el otro.

—La sandía no era mía, yo no la había comprado.

—Sí, pero se os ha caído a vos.

El posible comprador había dado media vuelta en un claro gesto de desentenderse del asunto. Aquello no gustó al vendedor, que salvó de un salto unos cestillos que servían de parapeto entre el sitio donde tenía la romana con que pesaba y el individuo que se marchaba. Era un rubicundo fornido, con la cara granujienta; con toda seguridad aún no había cumplido los veinte. Puso una manaza en el hombro del otro y le hizo girar como una peonza, hasta encararle.

—Amigo, son dos cuartos y los vais a pagar —dijo en un tono que no parecía admitir discusión.

En torno a los dos se había formado un corro, con los que por allí andaban, más los que rápidamente se habían acercado al olor de una bronca. Parecía que la pelea, si llegaba el caso, no tendría color dado el aspecto que presentaban los contrincantes. El vendedor sacaba más de dos cuartas al otro, y sus espaldas eran el doble de anchas. Uno era un mocetón, y otro un esmirriado que le doblaba en edad, lo que en este caso era una desventaja.

—¡Cuidado! —gritó una mujer de las que formaban corro.

Justo a tiempo, porque una daga vizcaína había aparecido en la mano del que había roto la sandía. Con habilidad la había sacado del justillo que vestía encima de la ropa. El mocetón pudo esquivar, a duras penas, el arco que describió la hoja, que sólo le cortó superficialmente en el brazo con que había sostenido el hombro de su adversario, quien, fallado el primer envite y la ayuda adicional que suponía la sorpresa, saltó hacia atrás con una agilidad mayor de la que se podía suponer.

Los dos hombres quedaron encarados y separados un par de varas. Tensos, con las piernas ligeramente flexionadas y el cuerpo echado un poco hacia adelante, se estudiaban y desplazaban despacio, en círculo. El de la daga compensaba con ella la inferioridad de su menor envergadura; tener un arma incluso le daba ventaja. La gente les jaleaba para que se acometiesen, y el corro, que se había abierto de manera considerable, estaba formado ya por un centenar de personas de la más variada edad y catadura.

—¡Vamos! ¡Pínchale!

—¡Venga! ¡Venga!

—¡Ramón, cuidado que ese hijo de puta es zurdo!

Los dos contendientes se estudiaban buscando el momento oportuno de lanzarse sobre el otro; de repente, un grito se elevó por encima de los jaleos que proferían los que hacían corro.

—¡Los soldados! ¡Vienen los soldados!

—¡Los soldados! ¡Los soldados!

En efecto, por una de las esquinas de la plazuela había surgido un piquete de soldados con un tambor y un sargento a la cabeza. Se produjo un breve desconcierto. Ramón, el sandiero, lo aprovechó para abalanzarse sobre el de la daga; sorprendiéndole, le asió con fuerza por la muñeca de la mano armada y con un movimiento rápido llevó ésta hasta el cuello de su adversario. Todo transcurrió en un instante, la mayoría de los presentes ni se dieron cuenta de que la mitad de la hoja le entró en la garganta, de donde brotó un chorro de sangre. El golpe fue fulminante, aquel individuo se desmadejó y desplomó sobre el suelo. La muerte vino certificada por dos estertores que acabaron moviéndole espasmódicamente las piernas; luego, quedó inmóvil. No había tenido tiempo ni de pedir confesión.

La gente, que no se había apartado a pesar de los gritos que alertaban de la presencia de los soldados, había quedado paralizada…, estupefacta. Nadie dijo nada, y lo que era más extraño, un silencio embargó al grupo que miraba atónito la escena: un muerto tendido en el pavimento, una daga que se había salido del cuello del cadáver, del que brotaba sangre en gran cantidad por el atroz agujero que le había causado la muerte. El cadáver tenía ya empapadas la camisa y el justillo, que goteaban por diferentes partes; se estaba formando un charco oscuro y viscoso, cada vez mayor. Ramón, manchado de sangre en la mano derecha y en la pechera de la camisa a causa del primer chorro que había salido con fuerza de la herida, ofrecía una imagen en tensión, con las piernas flexionadas y el cuerpo ligeramente echado hacia adelante, como si la lucha aún continuase. Tenía el rostro desencajado y contraído. Con la respiración agitada y entrecortada miraba de forma extraña a los presentes, como si fuesen a echarse sobre él.

Quien le había gritado sobre la zurdera del que ya era un cadáver fue el primero que reaccionó. Se acercó a Ramón y le cubrió con una capa corta de paño oscuro que le permitía ocultar la sangre que manchaba su ropa y le delataba.

—Tienes que huir, tienes que huir —le dijo en voz baja, pero no tanto como para que no lo escuchasen otros.

—Ha sido en defensa propia, todos lo han visto —protestó Ramón, dirigiendo una mirada a quienes le rodeaban. Se había relajado ligeramente, incorporándose.

—Tendrás complicaciones, Ramón. Por lo pronto irás a la cárcel, y luego… —insistió el que le había cubierto con la capilla, un hombre corpulento y mayor cuyo cabello blanco estaba cortado casi a ras de la piel, lo que colaboraba a incrementar su fornido aspecto, pese a los años.

El grupo de soldados que en formación, con aire marcial e impecablemente vestidos, había aparecido, se detuvo en el centro de la plazuela, ajenos todos ellos a lo que pasaba en el corro formado junto al montón de sandías que, bajo una lona mugrienta que de noche las cubría y de día, sostenida en unos palos, servía de toldillo, ocupaba una de las esquinas. Allí, los cuatro soldados se habían alineado tras su sargento. Se oyó un potente redoble de tambor, la piel de cuya caja vibró con fuerza y ritmo ante los enérgicos y rápidos golpes de las baquetas que el tamborilero manejaba con habilidad. Después de los redobles, el sargento gritó con voz campanuda:

—En nombre del rey nuestro señor, don Felipe el quinto, a quien Dios guarde, se hace saber que todos aquellos hombres mayores de dieciocho años solteros o casados que sean padres de menos de cinco hijos y no hayan cumplido los cuarenta, podrán voluntariamente alistarse bajo las banderas del rey nuestro señor, por cuanto se hace necesario la defensa de esta monarquía, amenazada por los herejes ingleses y holandeses, enemigos de nuestra santa fe y de los traidores, desleales y malos súbditos que faltando a su fe, a su palabra y a su honor se han rebelado contra el rey nuestro señor. La paga será de tres reales diarios, más los derechos de alojamiento y gajes.

Las últimas palabras del sargento casi se confundieron con un nuevo redoble de tambor. Concluido éste, el sargento volvió a repetir su llamamiento. Cuando lo iniciaba, todos los que estaban en la plaza ya se habían acercado al grupo de los militares y escuchaban en silencio.

—¡Ramón, alístate! ¡Enrólate en el ejército del rey!

El vendedor de sandías se mantenía en silencio, meditabundo. El otro insistió:

—¡Es lo mejor que puedes hacer! ¡El ejército! Una o dos campañas y luego todo se habrá olvidado.

Ramón continuaba silencioso e inmóvil, como escuchando el pregón del sargento.

—Vete a casa, Ramón, ya me enteraré dónde se efectúan los alistamientos…, para que te presentes. ¡Espérame en la casa! ¡Te llevaré noticias!

Ramón asintió.

—Me alistaré —dijo—. Tenía pensado hacerlo de todas formas.

El otro le miró, sorprendido.

—¿Habías pensado enrolarte?

—Sí, en el ejército que tiene que defender a nuestra reina —respondió, y como si lo dijera para sus adentros, repitió—: A nuestra reina.

El llamamiento para que los madrileños en edad de hacerlo formasen bajo las banderas del rey se estaba repitiendo aquella mañana en todas las plazas y esquinas de la villa y corte. Desde las primeras horas del día, como había ocurrido en la plazuela de San Miguel, piquetes formados por cuatro soldados y un tambor a las órdenes de un sargento, o en algunos casos un alférez, habían hecho sonar una y otra vez las cajas de guerra, que retumbaron hasta los más apartados lugares de la villa. Y en todos los sitios ocurría algo extraño: la gente se acercaba a los soldados, sabiendo que se trataba de piquetes de alistamiento, cuya aparición en cualquier otro momento habría provocado una desbandada general, porque la huida era la respuesta que, ante un posible reclutamiento, daban los vecinos. Luego, los que estaban en edad de incorporarse a la milicia desaparecían como por ensalmo y permanecían escondidos tantos días como fuese necesario, hasta que el peligro y la amenaza pasaban.

Madrid estaba viviendo una jornada especial, porque no había rechazo ni huidas. Pero más raro aún resultaba lo que estaba ocurriendo.

—¿Dónde decís que son los alistamientos?

—Podéis acompañarnos en nuestro itinerario o podéis acudir más allá del Campo del Moro, al otro lado del río, donde los oficiales reclutadores están organizando los regimientos.

A eso del mediodía algunos de los piquetes iban acompañados por una cohorte variopinta de individuos que se habían incorporado como reclutas a aquel ejército que estaba improvisándose.

—¿Decís, señor, que es al otro lado del Manzanares?

—Así es.

—Allí nos veremos en cuanto arregle un asuntillo.

Melchor Rico, el bonetero de la calle de Segovia, se hacía lenguas con el canónigo Guillén, un hombretón corpulento y cachazudo cuyos conocimientos sobre las Sagradas Escrituras eran reconocidos por todos. Recibía consultas sobre cuestiones peliagudas desde lugares situados más allá de las fronteras de la monarquía, y sus opiniones y dictámenes eran considerados verdades indiscutibles. Sus conocimientos habían hecho que se trasladara del cabildo hispalense, donde tenía su canongía, a San Jerónimo el Real, en la corte.

—Ya me dirá vuestra reverencia si es normal lo que está pasando.

—¿Y qué está pasando? ¿Le han salido alas a los bonetes? —preguntó, divertido, el canónigo.

—No se burle vuestra reverencia de mí… —excusaba el bonetero mientras soplaba para quitar unas motas imaginarias de polvo en el bonete forrado de rojo que presentaba con suficiencia a la aprobación del canónigo—. Me refiero al revuelo que los alistamientos están provocando.

—¿Qué es lo que ocurre con el alistamiento?

—Es una locura, reverencia, una locura. Los oficiales del taller se han marchado con el sargento reclutador… Lo mismo se hacen soldados —había soltado el bonete, juntado las manos y con ademán beatífico elevaba los ojos hacia el techo, como implorando la ayuda celestial.

—Vamos, vamos, Melchor, no será para tanto… Los jóvenes siempre han sentido en las tripas el redoble de una caja de guerra…

—Reverencia, no son sólo mis oficiales; el cordelero de abajo ha cerrado el taller, y lo mismo ha hecho el cerero de la esquina de enfrente. Mirad, mirad. —Y señalaba el cerrado postigo de la cerería frontera a su establecimiento.

El canónigo se caló las lentes, fijó la vista en la dirección que le indicaba el bonetero, y se encogió de hombros.

—Si los madrileños están enrolándose en el ejército del rey nuestro señor, tienen todas mis bendiciones —sentenció, quitándose las antiparras.

—¿En el ejército del rey, decís?

—¡En cuál si no!

—¡En el de la reina, reverencia! ¡En el de la reina! Estos soldados van a pelear por la reina.

—Pues que peleen por la reina, que reina de España es. ¡Vaya si lo es!

—Pero, reverencia…

—¡Ni reverencia ni peros, al cuerno tus bonetes! ¡Ya tengo asunto para mi próximo sermón! ¡Vaya si lo tengo! —Se recogió el manteo con gesto brioso y tomó camino de la puerta. Al llegar al umbral se volvió y con el dedo índice extendido, lo que era toda una admonición, espetó al sorprendido bonetero—: ¡Si alguno de los que me escuchen duda en alistarse, te aseguro que yo le convenceré!

Si la jornada anterior, con el paseo de la reina desde palacio hasta Nuestra Señora de Atocha, había sido extraordinaria, la que Madrid estaba viviendo aquel día no lo era menos. Nadie recordaba a los mozos y a los hombres granados acudir por docenas, por centenares, para convertirse por voluntad propia en reclutas… Reclutas que querían ser soldados de aquella reina que les había ganado el corazón en una tarde en que marchaba a pie por las calles de la villa y corte para postrarse a los pies de la imagen más venerada por los madrileños. Muchos de los que habían trabajado para devolver la normalidad a las zonas de la villa afectadas por la tormenta, habían abandonado sus menesteres; oficiales de la más variada laya y condición habían dejado sus talleres y obradores, los albañiles cortaban los tajos para hacerse soldados. Gentes procedentes de los dos Carabancheles, de Alcalá, de Móstoles, de Ciempozuelos, de las huertas de la ribera del Jarama…, confluían allí donde se había improvisado el campamento real, donde todos los cálculos se habían visto desbordados y la intendencia que trataba de improvisarse no daba abasto para satisfacer una parte mínima de las necesidades que demandaba la muchedumbre que se iba concentrando al otro lado del Manzanares.

Concurría, además, otra circunstancia. Desde mediodía, como caídos del cielo, habían empezado a arribar a Madrid grupos de soldados que entraban por el camino de Alcalá y Guadalajara… Eran los restos del ejército borbónico deshecho a orillas del Ebro. Eran hombres física y moralmente abatidos, muchos de ellos heridos y todos harapientos y agotados. Se trataba de grupos aislados, sin ninguna clase de organización, porque ésta había desaparecido hacía días. Unos venían a pie; otros, los menos, a caballo. Componían una estampa triste y lamentable, pero aquellos hombres atesoraban un valor que, en las circunstancias del momento, resultaba inestimable. Eran soldados. Vencidos, pero soldados. Muchos de ellos veteranos que conocían su oficio y… podían enseñarlo.

Sin embargo, a media tarde ocurrió algo inesperado: las gentes que pululaban por la calle de Alcalá vieron en lontananza cómo se levantaba una polvareda que, con lentitud pero de forma inexorable, avanzaba desde el camino de Guadalajara hacia Madrid. Hubo agitación y empezaron a circular rumores, confusos primero e inquietantes después.

—¡Son las tropas del archiduque!

—¡Por el camino de Guadalajara llegan los ingleses y los holandeses!

—¡También vienen catalanes!

—¡Dicen que son miles y no hay quien pueda frenarles!

—¡Vienen los herejes! ¡Los herejes!

Las gentes corrían despavoridas. Las madres buscaban a sus hijos y con prisa acudían a esconderse en las casas; muchas puertas se cerraron a cal y canto. Las iglesias y conventos cerraron sus canceles y echaron las trancas, mientras las campanas de algunas torres y espadañas empezaron a doblar, tocando a rebato; el tañido se contagió de unas a otras y Madrid se llenó de los metálicos sones de sus bronces, lo que acabó por conmocionar a todo el vecindario. Hubo escenas de preocupación y de angustia, llantos contenidos o soltados sin rebozo y… silencio, un silencio pavoroso fuera del ensordecedor repicar de las campanas.

Mucha gente se había refugiado en las iglesias creyendo que eran lugares más seguros. Otros, pensando que los que llegaban eran herejes, enemigos de nuestra Santa Madre Iglesia, entendieron que aquélla era una mala elección. En los conventos, las comunidades se habían reunido en los oratorios, en unos casos puestas sobre aviso de lo que se venía encima, en otros alarmadas por el repique general que, desde luego, a deshoras y de aquella forma nada bueno anunciaba. Talleres, obradores, tiendas y tenderetes cerraron puertas y ventanas, muchos dueños permanecieron en ellos a la espera de los sucesos, convencidos de que podrían defender mejor sus pertenencias de un posible saqueo. La plaza Mayor y sus calles aledañas, verdadero corazón económico y comercial de la capital, habían quedado desiertas en pocos minutos.

La noticia saltó al otro lado del Manzanares, donde los integrantes de los dos regimientos de la guardia —la Valona y Real— hacían esfuerzos por poner un mínimo de organización en el caos que se había formado allí a lo largo de la jornada.

—¡Las tropas del archiduque están entrando por la puerta de Guadalajara!

—¡El enemigo entra en Madrid por el camino de Guadalajara!

—¡El enemigo está aquí!

—¡Llegan los ingleses! ¡Llegan los ingleses!

En aquel desbarajuste no había orden ni concierto, todo estaba desbordado y resultaba materialmente imposible poner en marcha medidas que permitiesen a una cierta disciplina; sin embargo, ocurrió un hecho admirable. Aquella gente, aquella masa amorfa y desordenada que no tenía ninguna clase de orientación a la que acogerse era lo menos parecido a un ejército, y aun así no se produjo la previsible desbandada. Aunque no sabía qué hacer y carecía de rumbo, la gente permaneció allí, a la espera de que alguien le dijese cuál era su misión.

La polvareda continuaba su avance lento y porfiado, sin variar el ritmo, pero de forma inexorable. En el arrabal, allí donde el borde de la villa se confundía con el ruedo, donde el caserío y el campo sostenían un pulso para fijar el límite, siempre borroso, que separaba a uno del otro, se oía ya el redoblar de los tambores. Un sonido que anunciaba la proximidad, la llegada inminente de las tropas invasoras, la entrada en Madrid de aquellos malditos herejes, porque no había ningún obstáculo que se opusiese a su avance. La capital de las Españas era una población abierta, sin murallas ni baluartes que la defendiesen; la ceñía una miserable cerca de adobe de escasa altura que chiquillos traviesos podían derribar a naranjazos.

En el alcázar real la noticia había producido un estremecimiento general que parecía afectar también a las viejas paredes de aquel destartalado caserón desde donde, en otras épocas, se había gobernado el mundo y tomado decisiones que afectaban a seres humanos que vivían en dominios donde el sol no se ponía, tal era su dimensión y grandeza. El personal de servicio iba desconcertado de un lado a otro, sin saber qué hacer. El rey permanecía ausente, ajeno a todo, encerrado en su habitación, negándose a hablar con nadie. Apenas comía y ninguna fuerza humana o divina, si por tal entendemos las instancias y ruegos de su confesor, habían conseguido que se mudase de ropa, se lavase o se pusiese en manos de su barbero. Sólo masticaba tabaco y apestaba por todos los poros de su cuerpo. Ubilla y Grimaldo, los únicos hombres con responsabilidad de gobierno que había en palacio, además del gentilhombre de jornada, trataban de convencer a la reina de que tomase lo imprescindible y se llevase a su majestad el rey, mientras hubiese tiempo para abandonar la corte. La camarera mayor, que asistía a la escena, mantenía un mutismo absoluto.

—No me marcharé —dijo la reina, que aparentaba calma.

—¡Majestad, no podemos asumir el riesgo de que permanezcáis aquí!

—¡No me marcharé! —insistió Luisa Gabriela de Saboya.

—Majestad —suplicaba Grimaldo, visiblemente preocupado—, si el rey nuestro señor y vuestra majestad caen en manos del enemigo, todo se habrá perdido. Todos los esfuerzos, todos los desvelos habrán sido inútiles. Hacednos caso, majestad, los consejos, los tribunales y la administración imprescindible os seguirán.

—¿Adónde, Grimaldo? ¿Adónde nos seguirá? —En los ojos de la soberana se pintó una sombra de angustia, pero había resolución en su mirada.

El ministro agachó la cabeza.

—¿Dónde está Cantillana? —preguntó la reina.

No hubo respuesta.

—¿Nadie sabe dónde está el conde de Cantillana?

Tampoco hubo contestación.

La reina se dejó caer en el extremo de un sofá, desganada. La falta de respuesta parecía abatirla definitivamente. La camarera mayor se sentó a su lado y la tomó por las manos; fue entonces cuando la reina de España rompió a llorar. Grimaldo y Ubilla se retiraron en silencio, respetuosamente.