Todos los clientes y todos aquellos que concurrían a diario a la barbería del maestro García, un lugarcillo estrecho y mal ventilado en el chaflán de una vieja casa que se alzaba en la cuesta que iba de la calle de Cuchilleros a la de Toledo, hablaban de lo mismo. Algo parecido ocurría en los tenderetes de los soportales de la plaza Mayor, y el mismo asunto era también el centro de las conversaciones de los que pululaban, iban y venían por la plaza del Cabildo. Al final de la calle Mayor, en las gradas de San Felipe, no se comentaba otra cosa entre los que por allí haraganeaban, y los que gastaban la holganza de su tiempo en las covachuelas de palacio sólo tenían un tema de conversación. Por todas partes, por barberías y carnicerías públicas, en los talleres de los esparteros, de los cordeleros, de los botineros, chapineros y bordadores, por los mercados de la villa, a la puerta de iglesias y conventos…, en todo Madrid, en las mancebías, en los mesones y en las tabernas. En la casa del pobre y en los blasonados palacios de la nobleza. En boticas, en sacristías…, en esquinas, en calles y en plazas… En todos los sitios corría el mismo rumor. Era como una canción que sonaba por todas partes, con distintos tonos pero siempre la misma letra: «La reina vende sus joyas para que se pueda armar un ejército».
Pocas veces en Madrid una noticia o rumor se había extendido tanto y con tanta rapidez. Las gradas de San Felipe no eran ahora el mentidero de la villa. Toda la villa era un gigantesco mentidero.
Resultaba curioso observar cómo en las conversaciones no se hablaba de cifras, de dineros, de cantidades. Se hablaba de la reina, de su juventud, de su gesto.
—¡Sólo tiene quince años! —apuntó un individuo mal encarado que esperaba turno para ponerse en las manos del maestro García, quien pasaba parsimoniosamente su navaja una y otra vez por el cuero y que negó con la cabeza.
—Ya ha cumplido veinte —señaló.
—¡Qué más da! —terció el que tenía la cara enjabonada.
Los otros cuatro hombres que allí estaban asintieron con un murmullo.
El chiquillo que ejercía de recadero y ayudante para las tareas menores del oficio, como mantener la lumbre, barrer, sacudir los baberones que el maestro ponía a los clientes, limpiar y ordenar tenacillas, bacinas, palanganas, escupideras, cuchillos, recibir pescozones y capones con frecuencia lastimosa, intervino en la conversación, aun a sabiendas de que se ganaría un mamporro.
—Maestro, de esto mismo están hablando en la casa del maestro Pedro, los que…
No terminó la frase. García había dejado la navaja en una repisilla y le soltó un cogotazo, que sonó con estridencia.
—Maestro, es que… —seguía el chiquillo sosteniendo tan campante una bacinilla que se usaba como repisa de barbas cuando éstas estaban en remojo.
—¡Es que nada…, que te calles y veas! —El maestro García había cogido la navaja y otra vez le daba cuero con estilo acansinado—. Mira que te lo tengo dicho… —En el fondo de aquella relación ni el barbero podía pasar sin dar los pescozones, ni el mozuelo sin recibirlos. Aquello era así todos los días, varias veces.
Nadie ponía en duda la noticia. Se trataba de una verdad absoluta, casi dogmática. Antes del Ángelus, la Saboyana era mucho más reina de lo que nunca había sido hasta entonces. En varios lugares de Madrid, donde la concurrencia era mayor —en las gradas de San Felipe, en la plaza Mayor, en la confluencia del Arenal con Bordadores, junto a la iglesia de San Ginés, en la plaza de la Villa, al pie de la Torre de los Lujanes—, habían sonado gritos de «¡Viva la reina! ¡Viva la Saboyana!», y habían sido coreados con fuerza y ganas por los presentes.
Al ver el panorama cualquier extraño hubiese pensado, con razón, que en España no había rey sino reina, como pasaba en Inglaterra.
Poco después del mediodía, cuando ya en muchas esquinas y en algunas plazas estaban montados los puestos de guisar —tenderetes donde se cocían potajes y sopas calientes para los que querían echarse algo caliente al coleto a aquellas horas del día— comenzó otro sonsonete. Unos lo habían oído en las gradas, otros en el arco de Cuchilleros, donde lo afirmaban, sin discusión. Aquí lo traía uno que venía de la calle de las Postas, donde ya no se hablaba de otra cosa, allí lo confirmaba otro a quien se lo había dicho un fraile canoso que pasaba por la colegiata de los jesuitas frente a la calle de Toledo.
En el puesto de guisar de la plazuela del Salvador lo estaba diciendo una beata de la vecindad.
—Su majestad la reina en persona. ¡A las cinco, a las cinco!
—¿Y decís que es a Nuestra Señora de Atocha?
—A Nuestra Señora de Atocha, eso mismo.
Una mujerona, aún joven, poseedora de un par de descomunales tetas cuyo canalillo asomaba generoso por el desabrochado corpiño, aportaba algo más al asunto de la conversación:
—He oído decir que irá a pie, acompañada sólo de sus damas.
—Sí, sí —corroboró una voz de la cola, medio deshecha en corro alrededor del tenderete. Yo también he escuchado que su majestad irá a pie.
—¡Pues, andando! —era el guisandero, con aire autoritario—, ¡que hoy tenemos que recoger antes!
El corro se alineó malamente y se empezó a vender potaje: nabos troceados, repollos y habas secas, todo guisado con mucha cebolla picada. No tenía mal aspecto, aunque el olor no acompañaba.
Por la tarde Madrid parecía estar celebrando una de sus grandes solemnidades, algo semejante a la procesión del Corpus Christi o la popular romería en honor del Santo Patrón. Tiendas y talleres estaban cerrados desde hacía rato, muchos ni siquiera habían abierto después del almuerzo. Aprendices y oficiales habían dejado sus trastos y herramientas, y bastantes habían cambiado su ropa de diario por algo mejorcillo, la ropa de los domingos y fiestas de guardar. Las obras estaban paradas porque los albañiles habían dejado el tajo antes de tiempo. En las huertas del ruedo y en los huertecillos de la ribera del Manzanares, donde se trabajaba con vigor desde el día de la tormenta, también habían abandonado sus tareas a media tarde. Las religiones estaban en la calle después de que el párroco de Atocha hubiese confirmado la noticia de que su majestad la reina acudía al templo, acompañada de sus camareras, para postrarse a los pies de Nuestra Señora e implorar su auxilio; eran legión: franciscanos, calzados y descalzos; dominicos, mínimos; carmelitas de las dos ramas; capuchinos y servitas, benedictinos y agustinos…
Una abigarrada masa de gentes de muy variada clase y condición se había ido agolpando desde una hora antes de la que se había extendido por Madrid como señalada para que la reina acudiese a pie desde el alcázar hasta la iglesia de Atocha. La muchedumbre se apiñaba a lo largo del recorrido que había de hacer su majestad: la explanada de palacio hasta tomar la calle Mayor, luego la puerta del Sol, seguido por la Carrera de San Jerónimo para luego bajar por el Prado hasta la basílica en cuestión. Por todo el itinerario se podían encontrar aguadores y alojeros con sus cántaros llenos para combatir la sed, porque el sol todavía castigaba con fuerza, así como vendedores de pasteles de carne y tortas de aceite para aquellos a quienes la espera les despertase las ganas de comer. Había también buhoneros, vendedores ambulantes de encajes y pasamanería. Unos saltimbanquis con una cabra amaestrada y un viejo oso desdentado y con la piel llena de cicatrices y ranchos donde faltaba la pelambre intentaron, en la embocadura de la plaza de la Villa y la calle Mayor, desarrollar un número de acrobacia y habilidades. No estaba el horno para bollos, y recibieron una rechifla sonada. El ambiente era festivo, pero no había ánimos de feria.
A las cinco de la tarde, con el sol levantado todavía dos cuartas sobre el horizonte y con una luz limpia y dorada que provenía del otro lado del alcázar real, la gente que se apretujaba en la confluencia de las calles Mayor y de la Colegiata se arremolinó. Algo pasaba. Se oyó un rumor creciente que poco a poco se hizo más nítido, hasta concretarse.
—¡Ya viene, ya viene!
—¡Es la reina, la reina! ¡Y aquélla su camarera mayor!
—¡Ya viene! ¡Que vienen!
—¡Viva la reina!
—¡Es la reina! ¡Nuestra reina!
Estaba espléndida. Avanzaba dando la sensación de que no andaba. Su cutis era blanco y finísimo. Tenía el pelo recogido hacia atrás para abrirse en la nuca en una negra cascada de tirabuzones que caían sobre sus hombros y espalda, con la longitud precisa. Su cuello, largo y delicado, estaba adornado por un collar de gruesas perlas que daba dos vueltas completas. Lucía un vestido de seda azul claro cerrado casi hasta el cuello, con mangas largas y ajustadas, que remataban en unos puños vueltos, adornados con un volante de rizos diminutos. El cuerpo era ajustado al talle hasta la cintura. Su majestad estaba delgada, muy delgada. Unas manos de regular tamaño casi habrían podido abarcar su cintura sin problemas. La falda, que bajaba hasta rozar el suelo, era ligeramente acampanada. Los chapines, de los que sólo se veían las puntas, estaban forrados de la misma seda azul del vestido y permitían adivinar unos pies diminutos.
La sencillez del vestido iba acompañada de la ausencia de joyas, a excepción del collar de perlas que rodeaba su cuello. Al gentío no le pasó inadvertido el detalle.
—¡Su majestad no lleva joyas!
—¡La reina no tiene joyas!
—¡Viva la reina!
—¡Viva! ¡Viva!
El fervor de la masa era palpable al paso de aquel pequeño cortejo: la reina, dos pasos más atrás, a su izquierda, la princesa de los Ursinos; detrás, seis camareras, tres a cada lado. Cerrando el grupo, dos oficiales de la Guardia Real, armados sólo con sus sables. Era una guardia de respeto.
Cuando la reina se acercaba a un lugar se producía primero un silencio admirativo, y luego el júbilo se desbordaba. Todos se inclinaban a su paso, lleno de majestad, y la aclamaban. La alegría popular prorrumpía en vivas atronadores, que no cesaban, aplausos, que se convertían en ovación y respeto, mucho respeto. La gente que había formado la calle mantenía la misma abierta, y en algunos lugares se arrojaban flores en su honor.
El tiempo que Cantillana había previsto para hacer aquel recorrido se multiplicó. En medio de una muchedumbre que pugnaba por verla, la reina llegó a la puerta de la iglesia de Atocha, donde, por su expreso deseo, sólo le esperaba el párroco con dos sacristanes, revestidos y con cruz alzada. Rodeada del gentío que ahora había roto toda organización y se agolpaba ante los muros del sagrado recinto, Luisa Gabriela de Saboya rectificó mentalmente lo que dijera la tarde anterior cuando, desfallecida, escuchó que el Papa había reconocido al archiduque Carlos como Rey Católico: No estaba sola. Había un pueblo entero que cerraba filas en torno a ella. El conde de Cantillana, ¿dónde estaría a aquellas horas?, no se había equivocado.
Antes de entrar en la iglesia su majestad se volvió, levantó la mano derecha y saludó a la muchedumbre. Fue el delirio. Sólo los más próximos oyeron a la soberana musitar:
—Gracias, gracias, Dios mío.
Unas lágrimas diminutas resbalaron por sus mejillas.
La reina y sus damas no estuvieron mucho rato en el templo. Su majestad, postrada a los pies de Nuestra Señora, oró en silencio durante un cuarto de hora; después, con la misma sencillez que hizo su entrada, efectuó la salida, acompañada hasta la puerta por el mismo clero que la había recibido al llegar. Conforme avanzaban hacia la calle, se hacía más intenso el ruido que llegaba del exterior. Al abrirse de par en par las puertas y aparecer la reina en el cancel, el ruido se transformó en estruendo.
—¡Viva la reina!
—¡Viva! ¡Viva! ¡Viva!
Miles de gargantas la vitoreaban y la aclamaban como su soberana. No se recordaba nada parecido en la villa y corte de Madrid.
La reina permaneció un tiempo a la puerta del templo, mirando el panorama y permitiendo que los presentes pudiesen, a su vez, contemplarla, aprovechando que las puertas estaban a un nivel superior que el de la calle, a la que se bajaba por una escalinata. Después descendió por los peldaños con majestuosa lentitud, seguida de sus acompañantes, manteniendo la formación que llevaban en la ida. A la par que la reina avanzaba, se iba abriendo un pasillo, cosa que parecía imposible en medio de aquella multitud. El sol acababa de ocultarse en el horizonte, la luz dorada que había presidido la caída de la tarde se había vuelto crepuscular.
A lo largo del recorrido de regreso había tanta gente como al dirigirse a la iglesia. Fue un retorno triunfal. Era noche cerrada cuando Luisa Gabriela de Saboya entraba en el alcázar, hasta cuyas mismas puertas la había seguido la muchedumbre, que protagonizó una última concentración en la amplia explanada que se abría ante el palacio.
Madrid había vivido una extraña jornada. La figura de aquella reina aniñada que parecía desamparada, aunque nunca una reina de España había estado más protegida y resguardada, había cautivado el corazón de su corte.
Había entregado sus joyas para que se armase un ejército. Sus súbditos se encargarían de formarlo.