Lentamente, una tras otra, las carrozas, hasta un número de cinco, fueron abandonando el palacio del Louvre. Últimamente las reuniones del consejo privado del Cristianísimo solían ser turbulentas, y ésta tampoco había sido una excepción. En todo caso, sólo se había diferenciado de otras por su larga duración: había comenzado poco después de las nueve para concluir cerca de las tres. Los cinco hombres que allí se habían congregado no habían interrumpido la reunión ni para almorzar. Habían sido seis largas horas de debate áspero, en algunos momentos agrio, porque los pareceres encontrados de los asesores del Rey Sol se mostraban irreconciliables en puntos fundamentales del asunto sobre el que habían discutido con tanta largueza. Todos coincidían en la necesidad de ajustar una paz, porque la situación de la monarquía era muy difícil y en algunos lugares del reino verdaderamente crítica. También estaban de acuerdo en que era necesario hacer los mayores esfuerzos para alcanzarla. Las diferencias surgían cuando se ponía sobre la mesa hasta dónde se podía ceder para lograr esa paz.
—La situación es tal que, en las actuales condiciones, resulta poco menos que imposible levantar un solo regimiento. Ya no podemos exigir más. Las noticias que llegan de todas partes son alarmantes. Informes secretos de los oficiales reclutadores indican que en algunos lugares se murmura abiertamente contra su majestad. —El señor de Chamaillart, ministro de la guerra, siguió enunciando las dificultades que había no sólo para levantar nuevas tropas, sino para equiparlas de forma adecuada.
—Siempre ha habido problemas cuando de reclutar hombres para la guerra se trata, eso no es nuevo, Chamaillart. Ni conozco a nadie en la real tesorería que haya hablado, jamás, de abundancia.
—Señor conde de Tolosa —el ministro enfatizó el título de su interlocutor, dejando claro que sus relaciones personales no eran buenas—, resulta evidente concluir de vuestras palabras que no sois quien ha de administrar las finanzas del reino. Debéis saber que el erario público está agotado, que los banqueros han concertado con su majestad asientos que suponen la enajenación de las rentas reales para los próximos dos años, lo que obligará a renegociaciones futuras, cada vez en peores condiciones. Insisto en que en modo alguno podemos continuar así.
—Siempre andáis con el corazón entre los talegos —las palabras del conde tenían una carga ofensiva, tanto por el contenido, como por el tono—, y os olvidáis con frecuencia del honor del rey, que con vuestros planes puede quedar en entredicho.
Chamaillart dio un fuerte puñetazo contra la mesa.
—Todos estamos aquí para salvaguardar el honor de su majestad, y, desde luego, hay actitudes que no conducen a ello. —Había levantado el tono de voz hasta el límite de la ofensa.
—Haya calma, haya calma, señores. —El arzobispo de Burdeos movía las manos con gesto pausado y apaciguador—. Nada bueno puede salir del acaloramiento. Si estamos reunidos aquí por mandato del rey nuestro señor, no es precisamente para esto, sino para alumbrar un dictamen que permita ayudar a su majestad a decidir sobre lo más conveniente para Francia, sus súbditos y su real casa.
El purpurado bordelés tenía fama de ser un verdadero maestro en componendas. En Versalles, donde pasaba mucho más tiempo que pastoreando las ovejas de su diócesis, porque Luis XIV quería tenerle cerca de él, se decía que habría sido mejor político que príncipe de la Iglesia. A pesar de esos comentarios, que podían hacer pensar en determinadas inclinaciones poco acordes con su sagrado ministerio, el obispo llevaba una vida austera y sencilla, cosa poco corriente entre el lujo y el desenfreno, que eran las notas dominantes entre los asiduos a la corte. El rey, que conocía y estimulaba los enfrentamientos entre los miembros de su consejo privado —solía decir al respecto que «salvo su poder, todos los demás habían de tener los contrapesos precisos»—, le había colocado allí como una garantía de apaciguamiento, si las cosas llegaban a límites de tensión no recomendables.
—En mi opinión —quien ahora hablaba era el duque de Borgoña, hermano del rey de España y nieto, como éste, de Luis XIV—, hemos dado un primer paso con la retirada de nuestras tropas de los dominios del rey Felipe. Pero se trata sólo de un primer paso. Es un gesto hacia Inglaterra y Holanda, y debe servir para indicarles que nuestros deseos de paz no son una estratagema. Con ello, además, reforzaremos militarmente nuestra posición en las fronteras, donde, éste es un dato que a nadie debe escapar, estamos sosteniendo una guerra defensiva, cosa que hace más de medio siglo no ocurría en nuestro país… —Hizo una pausa premeditada con el propósito de que calase entre los presentes lo que acababa de decir—. Con ese paso podremos mejorar las posiciones que nos hemos visto obligados a sostener en la frontera del norte y en la del este. Todos sabéis que tanto en el Rin como en los Alpes estamos batiéndonos en retirada —seguía profundizando en la misma idea, como si fuese una herida en la que hurgaba para producir dolor—, pero eso no es suficiente…
—¿Para quién no es suficiente? —La pregunta la había formulado el mariscal de Tessé, el quinto de los miembros del consejo privado del rey.
—No es suficiente para los asistentes de Francia y del rey —contestó Borgoña con acidez. No le había gustado que interrumpieran sus palabras.
—Yo no comparto vuestro criterio. En mi opinión, para quien no es suficiente es para nuestros enemigos. Nuestros enemigos, que, no debemos de olvidarlo, son los ingleses y los holandeses. Nosotros ya hemos dado un primer paso, y muy doloroso por cierto, cual es abandonar a su suerte a un monarca de la sangre del nuestro —miró con intención al duque de Borgoña—, frente a enemigos poderosos. Tampoco debemos olvidar que el rey Felipe de España lo es por la voluntad del rey nuestro señor.
El purpurado bordelés terció en aquel momento:
—Hay otro punto de la cuestión que en ningún caso debemos perder de vista, y es el carácter de enemigos de la Santa Madre Iglesia de los ingleses y holandeses…
El conde de Tolosa interrumpió al arzobispo:
—Su eminencia, como príncipe de la Iglesia hace bien en plantear tales cuestiones, pero he de recordaros que los intereses de Roma pueden ser o no ser coincidentes con los de Francia. En el primer caso, los ingleses y los holandeses, además de enemigos de Francia, serán herejes, pero en el segundo, sus creencias será un asunto sin mayor relevancia.
Los presentes, salvo su eminencia, respaldaron con gestos afirmativos aquellas consideraciones, y se oyó un breve murmullo de asentimiento.
—Señor conde, esta monarquía es fiel a la Santa Iglesia Católica Romana, y nuestro soberano ostenta con orgullo el título de Cristianísimo concedido por la Santa Sede.
—Y vuestra eminencia no ignora que la nave de esta monarquía no ha mucho tiempo estuvo gobernada por ilustres miembros del sacro colegio cardenalicio, y que siempre primaron en su norte los intereses de Francia, y la razón de Estado, por encima de cualquier otra consideración. También el rey nuestro señor, que es el primer príncipe de la cristiandad y cuya preeminencia por nadie es discutida, en aquellas circunstancias en que los intereses del papado no han corrido parejos a los de esta monarquía, no ha dudado en sostener los de sus amados súbditos por encima de cualesquiera otros.
El obispo no contestó, guardando un silencio elocuente al comprobar que el argumento religioso tenía poco peso en el tratamiento del asunto que les ocupaba. Era cierto, debía reconocer que en Francia la razón de Estado siempre había primado en los dictados de la política, incluso tenía que admitir que una buena parte del clero francés, de hecho con pocas excepciones, se mostraba proclive a la defensa de los intereses de Francia aun cuando éstos entrasen en colisión con los del vicario de Cristo en la tierra. Se acomodó en su sillón, juntando las manos sobre su vientre, con la satisfacción de haber cumplido con un formulismo.
Fue Chamaillart quien volvió al nudo de la cuestión.
—Insisto en que la situación es de una gravedad extrema —dijo—. El mantenimiento durante una campaña de un solo regimiento supone un gasto de seis mil luises, sin contar con que si se trata de una unidad que ha de tener un alojamiento durante los meses de inactividad, esa suma puede elevarse hasta los diez mil.
—He aquí una razón que pone de manifiesto el error que supone haber sacado nuestras tropas de España —indicó Tessé, que parecía de buen humor—. Mientras nuestros soldados han peleado en aquel país, los gastos han corrido por cuenta de su monarquía; ahora habrá que sostenerlos con fondos del rey.
—Lo que viene a señalar, mi querido Tessé, cuan necesaria se hace la firma de la paz para poner fin cuanto antes a esos elevados gastos que tanto aterran al ministro Chamaillart. —Borgoña estaba disfrutando al devolverle a Tessé la ironía del razonamiento—. Por eso, señores, decía antes que la retirada de nuestras tropas sólo era el primer paso en un camino por el que hemos de continuar si buscamos el bien de Francia…
—Excelencia —Tessé ahora estaba serio—, una paz no es honorable, ni se firma por el bien de algo, si uno de los firmantes ha de dar todos los pasos que conduzcan a la misma; quien hace eso es porque está derrotado y ya no tiene otra salida. Es cierto que tenemos dificultades, que los recursos escasean y que las reclutas de hombres son cada vez más conflictivas y presentan mayores problemas (no necesito los papeles a que se refiere el señor de Chamaillart), pero Francia no está derrotada ni en situación de doblar la cerviz y ponerse a los pies de sus rivales. Sé las dificultades por las que también atraviesan Inglaterra y Holanda, y no hablo de los imperiales porque sin el concurso de las potencias marítimas no podrían por sí solos continuar la guerra. El pensionario Hensius quiere la paz, los mercaderes de Amsterdam, de Amberes y de Roterdam así lo están exigiendo; esta guerra es demasiado larga y ya hace tiempo que está perjudicando sus intereses. Lo mismo ocurre en Inglaterra; en el Parlamento de Londres hace tiempo que se levantan voces contra un conflicto para el que ven una difícil salida. Los ministros de la reina Ana fueron a la guerra ante el temor, que nosotros nunca quisimos disipar, de que las coronas de Francia y España acabasen unidas, y en Londres sabían que si eso ocurría, insisto en que nunca se desmintió esa posibilidad, sus intereses económicos y políticos se verían gravemente afectados. Excuso deciros que la preocupación de Londres fue temor entre los dirigentes de esa odiosa república de mercaderes que está al norte de nuestras fronteras y cuya incorporación a los dominios de esta monarquía se ha intentado infructuosamente en varias ocasiones… Con nuestra ambigüedad les echamos en los brazos del emperador, que no se conformaba con ver impasible cómo España, gobernada desde hacía doscientos años por su familia, pasaba a manos de un Borbón al morir sin descendencia el anterior rey.
—¿Acaso, mariscal, estáis denunciando como negativa la política seguida por su majestad? —La pregunta del duque de Borgoña era una flecha envenenada lanzada contra Tessé.
—No, excelencia, no es ésa mi intención. Estoy arguyendo razones que nos permitan alumbrar el mejor consejo posible que podamos ofrecer al rey nuestro señor. Porque esa es nuestra primera obligación. —El tono era de un enfado a duras penas contenido.
—Según vuestra opinión, señor de Tessé —las formas del obispo buscaban otra vez el apaciguamiento entre aquellos gallos de pelea—, si el rey nuestro señor ofreciese garantías a Inglaterra y Holanda sobre la separación inexcusable de las coronas de Francia y España, se podrían albergar esperanzas fundadas de alcanzar una paz duradera.
—Ignoro, eminencia, si una declaración con garantías del rey en ese sentido sería suficiente para ajustar una paz honrosa, eso deberán inquirirlo nuestros negociadores en la mesa de conversaciones. Si Inglaterra fue a la guerra para oponerse a la unión de las dos coronas, exigiendo el trono de España para el archiduque Carlos, ahora las cosas han cambiado; la muerte del primogénito imperial ha convertido al archiduque también en heredero del imperio. Inglaterra ya no ve con buenos ojos esa situación.
—Esa situación se produjo hace ya muchos meses, y parece haber influido poco desde entonces —replicó Chamaillart.
—Tampoco nosotros hemos hecho nada por aprovecharla en beneficio de la paz.
Era evidente que las posiciones que los integrantes del consejo privado de Luis XIV tenían sobre el asunto estaban sólidamente fijadas y resultaba complicado llegar a un punto de confluencia, salvo el criterio común de lo necesaria que era la paz en las presentes circunstancias. En aquellas condiciones el duque de Borgoña intentó forzar la situación.
—Ayer por la tarde fui requerido por mademoiselle de Maintenon. Como todos los miércoles, había acudido al convento de las Carmelitas para visitar a su amiga, la madre priora, y me citó allí para hacerme algunas consideraciones acerca del asunto que ha motivado esta reunión. Como sabéis, tiene licencia especial para retirarse a la clausura de este convento y autorización para pasar a las zonas reservadas a la comunidad, de modo que me recibió junto a la priora en el locutorio. Entre otras cosas me indicó que es imperiosa, y ha de anteponerse a cualquier otro asunto, la negociación de la paz, y que para alcanzarla no debe repararse en ningún sacrificio por muy oneroso que resulte. Tuvo especial interés en recalcar que no había ningún sacrificio que no pudiese hacerse para alcanzar la paz…
Me confesó, apenada —prosiguió—, que el rey está confundido, que necesita aliento y claridad en el mar de dudas que embargan su ánimo, y que, aunque en la corte aparente la seguridad y la disposición de ánimo de siempre, su espíritu está triste y hay muchos momentos en que le invade una profunda melancolía. Mademoiselle nos solicita la mayor claridad posible en el dictamen, que debe ir encaminado a que las dudas que anidan en el corazón de su majestad queden despejadas para que pueda tomar la resolución más conveniente a los intereses de Francia.
Después de aquellas palabras se hizo el silencio. Todos parecían meditar sobre el mensaje que el duque de Borgoña acababa de lanzarles. Eran conscientes de la influencia que sobre el rey ejercía mademoiselle de Maintenon, posiblemente la única persona en el mundo capaz de llevar a Luis XIV de Francia por un camino que no fuese el que él se hubiera trazado con anterioridad.
—Antes habéis señalado como un primer paso la retirada de nuestras tropas de España. —El conde de Tolosa trataba de que sus palabras sonasen neutras—. En vuestra opinión, ¿cuáles serían los siguientes pasos que podrían conducirnos a la paz que todos consideramos necesaria?
—Esa será la decisión que el rey habrá de tomar, y para ello requiere nuestro concurso. —Borgoña no quería soltar prenda, o al menos eso parecía en la estrategia que estaba desplegando.
—Seré más directo. ¿Cuáles deben ser, en vuestra opinión, los siguientes pasos que deberíamos recomendar al rey?
—Ejem… Ejem… —El duque se aclaró la garganta como preparación previa a una intervención de calado—. Todas las informaciones y todos los comentarios que nos llegan del lugar donde se ha celebrado el encuentro de nuestros embajadores con los de Inglaterra y Holanda ponen de relieve que en Londres y La Haya verían con buenos ojos que otra persona se sentase en el trono de España…
—¿Significa eso que todo pasaría porque Felipe V fuese destronado?
—Así es, monseñor.
—En ese caso —terció Tessé—, nosotros ya hemos hecho lo que se nos podía pedir. Hemos retirado nuestras tropas y abandonado a su suerte a vuestro hermano.
Aquello fue un mazazo, y la reacción del duque de Borgoña no se hizo esperar.
—¡Aquí, señor mariscal, no estamos tratando problemas de familia, sino asuntos de Estado!
—Sí, pero da la casualidad de que estos asuntos de Estado conciernen de forma directa a vuestra familia. Vuestro abuelo es el rey de Francia, y vuestro hermano, por voluntad de vuestro abuelo, es el rey de España. ¡Eso es así os guste o no!
Las miradas que se cruzaron Borgoña y Tessé eran matadoras, y la tensión muy fuerte. Los nervios del primero eran palpables por la respiración entrecortada y agitada que movía su pecho con fuerza. El ministro de Dios entendió que tenía la obligación de apaciguar otra vez los ánimos.
—En la nueva situación en que se encuentra el rey de España, abandonado a su suerte, parece poco probable que pueda sostenerse por mucho tiempo en el trono. Tal vez, señores, sea el tiempo quien solucione lo que en este momento parece ser uno de los mayores escollos para alcanzar la paz.
—Sí, pero en ese caso —Borgoña seguía siendo presa de la agitación— no podríamos plantear quién sería el nuevo rey de España, que nos vendría impuesto por una derrota.
—En ese caso; ¿hay alguna propuesta concreta que deseéis poner sobre la mesa? —El conde de Tolosa parecía cansado por las largas horas de reunión.
—Sí, hay una propuesta que, si cuenta con vuestra anuencia, podría presentarse al rey. Una propuesta que, por añadidura, contaría con las bendiciones; perdón, eminencia, sólo es una expresión —Borgoña miró de soslayo al purpurado—, de mademoiselle de Maintenon.
—¿Gozaría de su beneplácito, o es ella su instigadora? —La pregunta del mariscal estaba cargada de intención.
—He de deciros, señor, que sois un impertinente. ¡Me niego a responderos!
—Yo os diré, excelencia, que eso habla muy poco en vuestro favor. ¡Si no deseáis que se conozca el santo, no contéis el milagro!
Aquello era más de lo que el duque de Borgoña entendía que podía soportar. Hizo ademán de incorporarse. El mariscal, apercibiéndose del movimiento, también iba a levantarse. Sólo la intervención del señor de Chamaillart, aplacando al nieto del rey, y el conde de Tolosa y el obispo haciendo lo propio con Tessé, lograron evitar una situación embarazosa. Fue necesario un buen rato para que una cierta tranquilidad, no exenta de tensión, volviese a la reunión.
La propuesta de Borgoña de que los ejércitos de Francia, llegado el caso, luchasen contra Felipe V, fue rechazada por el mariscal de Tessé y el conde de Tolosa, y fue apoyada por el señor de Chamaillart, mientras que el obispo de Burdeos tuvo una larga y tediosa intervención que cumplió a la perfección las intenciones de monseñor: hablar mucho y no decir nada.
Borgoña y Chamaillart habían sostenido como argumentos fundamentales de su posición la gravedad de la situación, la razón de Estado y las ventajas con que podrían llegar al final de la contienda, que pasaba indefectiblemente por la derrota de Felipe V. Sus antagonistas habían puesto sobre la mesa el honor de Francia y del propio rey, que, indefectiblemente también, quedaría mancillado; la necesidad de que el enemigo diese muestras de desear una paz aceptable y honrosa, tras la salida de España de las tropas francesas, y la disconformidad con varios de los puntos concretos que contenía la propuesta que había hecho el duque.
Lo que resultaba evidente, después de aquella reunión, era que la corte de Luis XIV estaba profundamente dividida ante la gravedad de la situación y que habría de ser el propio monarca quien tomase la decisión final. No era aquélla una situación que preocupase ni supusiese un problema grave para alguien acostumbrado a ejercer la autocracia desde hacía muchas décadas. Aunque, sus consejeros privados sabían ahora…, de primera mano…, que el zorro de Versalles estaba melancólico, y eso no auguraba nada bueno.
La carroza que llevaba al duque de Borgoña se dirigió al palacio de Luxemburgo, donde esperaba mademoiselle de Maintenon.
—Señora —dijo el nieto del rey haciendo una reverencia cortesana—, la reunión del consejo no ha puesto nada en limpio. Tessé y Tolosa se niegan a recomendar a su majestad que se actúe con toda la contundencia que la situación reclama.
Las palabras de Borgoña sonaban fuertes y tajantes, lo que hizo que el silencio subsiguiente resaltase aún más.
—¿Y el arzobispo? —La voz de mademoiselle era meliflua—. ¿Qué dice su eminencia?
—Su eminencia, señora, no dice nada, como siempre.
El silencio ahora fue largo. El duque ya había dicho lo que tenía que decir y esperaba a que su interlocutora hablase.
—¡En ese caso, tendremos que actuar! Eso significa que, independientemente de cómo se estén desarrollando los acontecimientos en Madrid, se pondrá en marcha la segunda parte del plan.
—¿Sin aguardar noticias de Madrid, señora?
—Sin aguardar noticias. No hay tiempo que perder. ¡Que hoy mismo salgan los correos!
—¿Sabe su majestad que se toma esta decisión?
—¡Borgoña…! —El tono era de disgusto y daba a entender que sí. Pero la pregunta quedó sin respuesta.
Mademoiselle dio por concluida la reunión y tendió la mano para que Borgoña se la besase.
Aquella misma tarde, antes de la puesta de sol, tres correos salían de París; uno iba hacia Toulouse y dos camino de España.