Concluida la reunión del Consejo de Estado, la reina volvió con su camarera mayor y el conde de Cantillana.
—Majestad, si ésas son vuestras órdenes, yo las cumpliré gustoso, pero hay algo urgente que hemos de concluir.
—¿Cuál es esa urgencia?
El conde de Cantillana miró con cara de complicidad a la camarera mayor, que asintió con una leve inclinación de cabeza.
—Es un plan arriesgado y necesitamos la autorización del rey para ponerlo en marcha. Si todo sale como lo hemos planeado, no debe transcurrir mucho tiempo sin que esté concluido.
—¿Puede la reina conocer ese plan? —preguntó con ironía la soberana.
—¡Majestad…!
Luisa Gabriela de Saboya adoptó una posición más cómoda en su asiento. Cantillana dedujo que la reina no tenía prisa y que debía hacer una exposición detallada de aquel plan, que en su opinión había de anteponerse a la toma del mando del ejército que a toda prisa iba a levantarse en los próximos días. Antes de que empezara a hablar, la reina le invitó a tomar asiento.
—Poneos cómodo, don Fernando, será mejor para todos.
Cantillana se acomodó y comenzó su exposición:
—Hemos comprobado que los dos mensajes que han llegado a esta corte, uno dirigido al duque de Medinaceli y otro a los agentes Regnault y Flotte, han sido escritos por la misma mano, aunque el recado de escribir utilizado ha sido diferente. La conclusión es simple: se trata de la misma persona, si bien no ha debido de escribir desde el mismo lugar. El origen del segundo de los mensajes debe de ser Francia, aunque ese extremo no podemos afirmarlo con seguridad… El hecho de que una misma persona escriba a unos agentes franceses en un caso y a un grande de España en otro, pone de manifiesto que la operación que hay en marcha tiene amplias ramificaciones y, en consecuencia, cuenta con importantes apoyos, tanto en Versalles como en Madrid…
La reina, que trabajaba con aplicación y primor la labor de aguja, no perdía detalle de la exposición que le estaban realizando.
—Una vez que los agentes franceses han sido identificados —prosiguió Cantillana—, hemos seguido sus movimientos, lo que nos ha conducido a personas de alcurnia y de la primera esfera de esta corte, sospechosas de estar en la trama cuyo objetivo final es el destronamiento de su majestad y su sustitución por un nuevo rey…
—El archiduque Carlos de Austria —lo interrumpió la reina.
—Tenemos razones fundadas para pensar que no. Ha de tratarse de otra persona cuyo nombre cifrado es la Justicia. Como ya sabéis, el archiduque Carlos en el código de los conjurados es Plutarco, mientras que su majestad, el rey aparece oculto bajo el apelativo de Homero… Como os decía, majestad, gracias al seguimiento de los agentes franceses hemos conocido a algunas personas de relevancia que estarían complicadas en la conjura.
—¿Cuáles son sus nombres? —lo interrumpió otra vez la reina.
Cantillana miró de forma que parecía casual a la camarera, y ésta le animó a contestar con un gesto casi imperceptible.
—Majestad, la discreción y el sigilo han de ser las dos bazas fundamentales para que nuestro plan tenga éxito. El más leve descuido, un desliz insignificante, pueden dar al traste con todo. Ya hemos corrido un riesgo importante para apoderarnos del segundo de los mensajes. Contamos a nuestro favor con el tiempo, pues los destinatarios ignoran que ese segundo mensajero ha llegado a Madrid con instrucciones. Les llevamos bastantes días de ventaja, y con un poco de suerte hasta dos semanas… Suplico, pues, la más absoluta discreción y confidencialidad a vuestra majestad —continuó Cantillana.
La soberana asintió con un leve gesto y dejó a un lado la labor.
—Se trata —añadió él—, además del duque de Medinaceli, de los de Montalto y de Montellano, los condes de la Corzana, de Cifuentes y de las Amayuelas, del marqués de Fuente-Hermosa, de don Bonifacio Manrique y de un caballero de Santiago que vive en la plaza del Salvador.
La reina había enrojecido y su respiración se agitó visiblemente.
—El plan trazado supone —prosiguió Cantillana— no descuidar ni por un instante la vigilancia sobre los franceses. Si ellos nos han conducido a las ramificaciones de la conjura que conocemos hasta este momento, tal vez nos revelen la existencia de nuevos implicados y, posiblemente, otros elementos más de la trama que en este momento no conocemos. Esa vigilancia debería extenderse, en la medida de lo posible y hasta donde podamos mantener la discreción, a todos los implicados que os he mencionado.
—Podéis contar con la colaboración de los alcaldes de casa y corte y sus alguaciles —apuntó la reina.
—En ese caso, majestad, habríamos perdido la discreción, que es la pieza fundamental de nuestra actuación.
La reina asintió en silencio.
—Este trabajo podéis dejarlo en mis manos —dijo Cantillana—. Mis hombres, majestad, hasta el momento lo han desempeñado a pedir de boca. La colaboración no sólo será necesaria, sino imprescindible cuando pasemos a la siguiente fase…
—¿Cuál es esa fase?
—En un momento determinado hemos de proceder al arresto y detención de todos los implicados, y ésa es una labor que mi gente ya no podrá realizar. Los detenidos deberán serlo por alta traición, y eso sólo puede hacerlo… —La obviedad hizo que no terminase la frase—. Luego, será preciso que todas las detenciones se hagan a la vez, para evitar que algún pájaro sea puesto sobre aviso y levante el vuelo. Hasta ahora todos permanecen en sus puestos, porque aunque la detención de Medinaceli es del dominio público, saben que no hablará.
—¿Cuándo se llevará a cabo el apresamiento?
—Majestad, la determinación de ese momento es, probablemente, la decisión más difícil de tomar. Hemos de esperar todo lo que podamos para conseguir la mayor información posible y a la vez no pasarnos de largo, dándoles tiempo a que sospechen lo que ya sabemos y se nos escapen de las manos… En este momento sabemos más que ellos, tenemos datos que ellos ignoran que poseemos. Aún más, nosotros sabemos quiénes son ellos, pero ellos no saben quiénes somos nosotros. Sin embargo, muy pronto estarán sobre aviso, porque no podremos mantener por mucho tiempo oculta la muerte del mensajero que traía noticias para Regnault y Flotte, a pesar de que hemos tomado todas las medidas a nuestro alcance, con la colaboración del Secretario Ubilla.
—Considero un riesgo esperar más de setenta y dos horas para llevar a cabo las detenciones —intervino por primera vez la camarera mayor.
—Ese parece un plazo razonable, pero hemos de estar preparados para anticiparnos si las circunstancias nos obligasen —apostilló Cantillana.
—En ese caso, dispóngase todo para que así sea.
—Majestad, no es tan fácil como a primera vista pueda parecer. Necesitamos tener preparadas las órdenes de arresto por alta traición.
—Eso no es problema, mi querido conde.
—No debéis perder de vista la discreción, majestad; si algo escapa a nuestro control todo el trabajo realizado no habrá servido de nada…, y lo que es más grave, la conjura podrá sobrevivir.
—¿Se os ocurre algo? —La reina pasaba de la excitación al abatimiento.
Cantillana dudó antes de formular la pregunta; al final se decidió:
—Majestad, ¿tenéis plena confianza en mí?
La respuesta de la soberana fue rápida y elocuente:
—Si no me fío de vos, ¿de quién puedo hacerlo?
—Gracias, majestad. No os arrepentiréis. Habéis de conseguir que el rey firme órdenes de prisión por alta traición, en blanco; yo me encargaré de que se preparen los papeles y vos habéis de obtener la firma, sin que nadie más tenga conocimiento de ello… —Esperó la respuesta a su petición.
—Podéis contar con ello.
—Mañana por la mañana tendréis los papeles, si a su majestad le parece se los haré llegar a través de Ana Ma…, de vuestra camarera mayor.
La reina esbozó una sonrisa:
—Su nombre completo es Ana María, vos lo sabéis sobradamente.
Cantillana inclinó la cabeza en un gesto que pretendía ser gentil, y continuó:
—Es necesario, majestad, que contemos con hombres dispuestos a llevar a cabo las detenciones tan pronto como las circunstancias lo aconsejen. En principio, después de la oración de aquí a tres días. Dispongo de los hombres necesarios, pero deberán estar asistidos por alguaciles para que no haya problemas de legalidad. ¿Puedo tener seguridades de ello?
—Supongo que será posible.
—Majestad, no podemos andar con suposiciones, está en juego el trono.
—Dejad eso de mi cuenta, don Fernando. Los alguaciles necesarios estarán disponibles en el momento preciso. —Quedaba claro una vez más que la camarera mayor era una mujer enérgica y de recursos.
—¿Estás segura, Ana María? —preguntó la reina, inquieta.
—Dadlo por hecho, majestad.
Ante la seguridad de su camarera, consejera y amiga, Luisa Gabriela de Saboya guardó un discreto silencio.
—En estas condiciones, majestad, el nombramiento de general del ejército que el rey va a poner en mis manos, deberá esperar hasta que hayamos resuelto este asunto, que no irá más allá del plazo que estamos barajando. Se necesitarán muchos más días para levantarlo.
Justo en ese momento sonaron golpes en la puerta; alguien solicitaba permiso para entrar. La puerta se entreabrió y asomó la cabeza del secretario Ubilla.
—¿Qué ocurre? —preguntó la reina, sorprendida.
—Majestad. —Ubilla sostenía una de las hojas de roble macizo en su mano—. Perdonad, pero es un asunto de suma gravedad y… y… no hemos querido molestar al rey… Perdonad.
—¡Adelante, pasad!
Ubilla cerró la puerta tras de sí y se acercó. Parecía azorado y estaba temblón. No sabía cómo empezar, no encontraba las palabras necesarias para contar lo que tenía que decir.
—Majestad, yo… —Un papel se agitaba en sus manos temblorosas.
—No tengáis reparo, podéis hablar con absoluta claridad.
—Es que… Es una carta de Roma… De… de Uceda. —Tomó sus gafas y las colocó, con dificultad, en su prominente y aquilina nariz. Por fin logró que quedasen sujetas; acercó entonces el papel a la vista y lo leyó:
El aprieto en que los ministros austríacos han puesto al Pontífice le ha llevado, en primera instancia, a reconocer genéricamente por rey a Carlos de Austria y ordenado se forme una junta de quince cardenales para determinar el título. El Pontífice ha nombrado a los cardenales Accijoli, Carpegna, Marescoti, Espada, Panfiatici, San Cesáreo, Gabrieli, Ferrari, Paraciani, Caprara, Fabroni, Panfilio, Astali, Bicci y Renato.
Don José Molines, decano de la Sacra Rota por España, ha protestado ante el cardenal camarlengo y ha puesto en mi conocimiento que se han dado instrucciones al nuncio en Madrid, arzobispo de Damasco, para que ablande el ánimo del rey nuestro señor (que Dios guarde), exponiéndole que el Pontífice está violentado y le es imposible redimirse de la vejación, sin condescender en gran parte de lo que piden los austríacos.
He retenido este correo hasta tener conocimiento de la determinación de la Junta de Cardenales. Ya es voz pública en esta ciudad que el archiduque Carlos ha sido reconocido como Rey Católico en aquella parte de los dominios de España que posee, sin perjuicio del título ya adquirido y de la posesión de aquellos reinos de que goza el rey nuestro señor.
Tanto el embajador del Rey Cristianísimo, como yo en nombre de nuestro soberano, don Felipe V, Rey Católico, hemos elevado nuestra protesta y disconformidad por ese nombramiento, reputándolo de falaz y no válido por contravenir uno anterior en plena posesión y gozo de su titular.
Espero instrucciones concretas del rey nuestro señor para obrar en consecuencia.
Uceda.
La reina estaba acalorada, a duras penas había podido contenerse mientras Ubilla daba lectura a la carta remitida por el embajador ante la Santa Sede. La camarera mayor se había acercado a su majestad y tomado una de sus manos. Cantillana, que se había puesto de pie cuando Ubilla entró, había permanecido inmóvil. Su rostro era inescrutable.
Lo siento majestad… —El secretario del despacho universal se sentía en la obligación de pedir excusas, no tanto por el contenido de la carta, cuanto por haber tenido que hacer pasar aquel trago a la reina—. Creo que vuestra majestad tiene que saberlo. —Se quitó las gafas y adoptó el aire de quien espera que se le diga alguna cosa. Parecía empequeñecerse por momentos y habría dado cualquier cosa por no haber tenido que vivir un momento como aquél.
—¡Nos están dejando solos! —dijo la reina con cierto desmayo, pero en esta ocasión no rompió a llorar. Aunque todavía tenía lágrimas para derramar, apretó los dientes. Si bien la situación era complicada, no podía permitirse un desmayo.
—No estáis sola majestad. —Cantillana hablaba con el aplomo y la serenidad de quien ha vivido y superado momentos graves—. No estáis sola —repitió—; en los próximos días tendréis ocasión de comprobarlo. Es mi palabra, majestad.
La última frase sonó a solemne juramento.
El secretario del despacho universal pidió licencia para retirarse. Estaba empequeñecido y, conseguida la venia, se fue en silencio.
El conde de Cantillana tomó su sombrero y su capa para marcharse. La reina le dirigió una mirada cargada de angustia, con la que estaba diciéndole que dependía de él. Sintió como si de repente hubiera caído sobre sus hombros todo el peso de la monarquía, como si fuese un Atlas que tuviese que desempeñar la tarea de sostener aquel edificio arruinado al que a cada instante que pasaba se le abrían nuevas grietas.
Cantillana besó la mano de la reina y se retiró. Estaba ganando la puerta cuando se volvió y dijo:
—Majestad, ¿disponéis de tiempo para acudir mañana por la tarde a Nuestra Señora de Atocha?
Luisa Gabriela de Saboya y su camarera mayor le miraron extrañadas.
—¿A Atocha decís?
—Sí, majestad, a las cinco de la tarde y a pie. A pie desde palacio hasta la basílica…
—¡Don Fernando, habéis perdido el sentido! —La camarera, además de sorprendida, estaba enojada—. ¡Su majestad a pie, como si… como si…!
El conde la miraba muy serio.
—La reina es siempre la reina —dijo—, en carroza, a caballo y también a pie… Majestad, ¿estáis en disposición de hacerlo?
—No os entiendo…
—Majestad, Madrid ha de sentir que tiene una reina, y más aún en estos momentos de dificultad. Os aseguro que no os arrepentiréis.
—Esta bien. Sea como vos proponéis.
—Salid a las cinco de palacio, majestad. Que os acompañen vuestras damas y poca escolta, pocos soldados, sólo los justos.