La juventud de la reina era el contrapunto a la senectud dominante entre los miembros del Consejo de Estado. Las arrugas de sus rostros, que parecían talladas en piedra, dejaban constancia de la huella indeleble de una larga vida cargada de experiencias. Ser miembro del Consejo de Estado suponía la culminación de una carrera al servicio del rey. En teoría, la importancia de aquel órgano era tal que, a diferencia de otros consejos, su presidencia estaba en manos del propio monarca, aunque su majestad no asistiese casi nunca a las deliberaciones. La realidad, sin embargo, era muy diferente, no tanto por el carácter consultivo de la institución, cuanto porque se había convertido en un refugio de ancianos, envanecidos por el paso del tiempo y demasiado comprometidos en camarillas, alianzas familiares u odios ancestrales, sostenidos generación tras generación sin que a veces se supiese la causa que había provocado el enfrentamiento inicial. Se votaban más las relaciones que los asuntos, y esto lo había convertido en una antigualla donde la presumida experiencia de sus integrantes se ponía, más que al servicio del Estado, al de las ataduras a que les comprometía una vida intensa y una determinada procedencia familiar.
Formaban parte de él dos príncipes de la Iglesia; uno era el cardenal Portocarrero, arzobispo de Toledo, un hombre que lo había sido todo en el entramado político de la monarquía, pero cuya estrella hacía ya tiempo que declinaba de forma imparable; otro, Manuel de Arias, arzobispo de Sevilla, hechura de Portocarrero, pero sin su inteligencia ni sus capacidades. Las malas lenguas de la corte decían que si Portocarrero chocheaba, Arias era tonto de remate. Había, como no podía ser de otra forma en la católica monarquía española, un teólogo para que los dictámenes del Consejo estuviesen siempre en concordancia con la ortodoxia de la Santa Iglesia Romana. Ocupaba ese puesto un dominico, fray Juan de Santaelices, famoso por la vehemencia de sus sermones, que eran todo un compendio de sabiduría y ardor a la hora de fustigar los vicios y las debilidades humanas. Era hombre de costumbres estrictas y severas que pretendía extender a todo el mundo. Había puesto la fuerza de su oratoria al servicio de Felipe V y su causa, lo que se había convertido en razón fundamental para tener un asiento en aquel organismo. Era de carnes magras y oscuras, parecía seco como la mojama y andaba tieso como un estoque. Su rostro alargado estaba moteado por una barba rala que contrastaba con la espesura del pelo que crecía en su cabeza, que llevaba, por lo común, cubierta con un bonete de tales proporciones que en Madrid se le conocía como «fray Bonete».
Siete eran los aristócratas que tenían asiento allí. El viejo marqués de Mancera, apergaminado y achacoso, padecía frecuentes ataques de gota para los que los médicos no encontraban explicación alguna, dada la extrema delgadez del paciente. Su piel parecía transparente y daba la sensación de que no había sustancia alguna entre ella y los huesos que configuraban un esqueleto a punto de descomponerse. Era de los pocos que decían lo que verdaderamente pensaban en aquel nido de intrigas, y lo hacía siempre por lo llano, sin circunloquios cortesanos. Su forma de ser le había granjeado grandes enemistades, pero también poderosos aliados. Tenía fama de ser hombre de honor, sin dobleces, leal al rey Felipe, aunque en el reinado anterior defendió una sucesión contraria a la casa de Borbón. Fue de los pocos grandes que en el Madrid ocupado por las tropas del archiduque hizo pública profesión de lealtad felipista, lo que le costó un arresto domiciliario y la admiración de los madrileños. Era «el viejo Mancera», todo un símbolo del tiempo que se había marchado para no volver.
También estaba el conde de Frigiliana, menudo de cuerpo y de temperamento nervioso. Al igual que Mancera, se mostró contrario a que Felipe V fuese entronizado en España y, por lo tanto, decidido partidario de la casa de Austria, aunque luego la alianza de ésta con los herejes ingleses y holandeses hizo que sus preferencias cambiasen de forma radical. Era más cortesano, y algunos dudaban de la consistencia de su lealtad al nuevo rey, aunque no había ninguna prueba que avalase las dudas, y aquello bien podía estar fomentado por la envidia de algunas afiladas lenguas que no llevaban bien que aquel «converso» estuviese sentado allí.
Otro de los aristócratas era el marqués del Fresno, una personalidad mediocre y oscura, que, según la maledicencia popular, estaba en la cumbre gracias a los favores que la marquesa, su mujer, había proporcionado a las entrepiernas más influyentes de Madrid. Era, al parecer con pocas dudas, que se despejaban cuando se conocía a la marquesa, un «cornudo complaciente». Tenía a su favor que desde siempre se había mostrado partidario de que el nieto de Luis XIV fuese rey. Se trataba de un individuo anodino, de rostro inexpresivo.
Muy diferente era el conde de Santisteban. Junto a Mancera era la persona de más valía entre quienes tomaban asiento en el Consejo. Hombre de amplitud de miras y con una visión de conjunto muy atinada sobre las cosas de la monarquía, aunque a veces le perdía la vehemencia de su carácter. No había dudas sobre su lealtad al rey. Despreciaba a Fresno y sus trifulcas eran siempre con otro de los consejeros: el marqués de Villafranca, un enredador de devoción y acción. Villafranca era un auténtico cortesano, un político al estilo de Maquiavelo, capaz de cualquier cosa con tal de llegar a donde quería, por eso a nadie extrañaría que, si llegaba el momento, vendiese al rey. Era uno de los que se habían beneficiado a la marquesa del Fresno. Sus enfrentamientos con Santisteban atascaban numerosos asuntos en el Consejo y eternizaban las sesiones.
El conde de Fuensalida era un derrotista sin paliativos. Su mayor mérito había sido la defensa a ultranza de los Borbones, por entender que sólo con el apoyo de la poderosa Francia nuestra monarquía podría sobrevivir a los embates de los «protestantes», que era el calificativo con que denominaba a las potencias no católicas y cuyo objetivo fundamental —en Fuensalida alcanzaba rango de obsesión— era acabar con la campeona del catolicismo. Persona muy cumplidora de sus deberes religiosos, frecuentaba a diario iglesias y conventos, de muchos de los cuales era un insigne bienhechor. Su comportamiento religioso rayaba en la beatería, los maledicientes le apodaban «el Meapilas».
Las sesiones del Consejo de Estado eran presididas, en ausencia del rey, por el marqués de Grimaldo, un burócrata competente y eficaz, y uno de los escasos pilares con que contaba el monarca. No era brillante, pero se podía confiar en él. Meticuloso y trabajador, no escatimaba esfuerzos para sacar adelante los asuntos que se le encomendaban. Estaba soltero y tenía una debilidad conocida de todos: las mujeres. No le importaba la clase ni la condición de éstas; lo mismo se acostaba con la más blasonada dama que con una vulgar prostituta.
El salón de sesiones resultaba un tanto tétrico, aunque para la época podía ser calificado como un lugar cargado de dignidad y adecuado para la reflexión. La luz podía entrar a raudales por los dos ventanales que se abrían a un amplio balcón corrido, pero unas pesadas cortinas, que daba la sensación de que nunca se corrían ni recogían, impedían la entrada de luz. Sin embargo, aquella sesión iba a ser diferente. Su majestad había ordenado abrir de par en par los balcones. Una bocanada de aire hizo que por unos instantes el olor a moho que impregnaba la sala fuera más intenso, pero luego refrescó el ambiente.
La reina saludó con brevedad a los consejeros y pidió la opinión de todos ellos acerca de las soluciones que consideraban más adecuadas para hacer frente a la grave situación creada tras la derrota de Zaragoza.
El primero en tomar la palabra fue el cardenal Portocarrero.
—Majestad, supone para todos nosotros un honor inmerecido vuestra presencia en el Consejo. Las prendas que adornan la excelsa figura de vuestra majestad, de todos conocidas, insuflan nuestros corazones y nos dan alas y ánimos para perseverar en la defensa de esta monarquía, acosada hoy por enemigos tan formidables y poderosos que es cosa de la protección de su divina majestad el no haber sucumbido a tan terribles embates. No es propicia la situación y las noticias que llegan a esta corte auguran dificultades aún mayores que las que estamos padeciendo… La doctrina en que hemos sido criados y el dominio y mando con que estamos gustosos y bien hallados…
En aquel momento, la reina, que pese a la mera palabrería de que estaba haciendo gala el cardenal había seguido atenta su intervención, sacó del bolso que llevaba una labor de punto y, tomando las agujas, se puso a hacer calceta.
Portocarrero se descompuso y dirigió una mirada terrible a la reina, quien sin inmutarse, le espetó:
—Su eminencia puede continuar. —Y siguió aplicada a la labor que acababa de iniciar.
El purpurado, cuya ira contenida sólo era inferior al desconcierto que se había apoderado de su espíritu, se perdió en alguna disquisición más, sin aportar nada de interés a la cuestión planteada por la joven soberana.
Tomó la palabra a continuación don Manuel de Arias, quien, con la torpeza que le caracterizaba —nadie se explicaba, salvo por la influencia del primado, que hubiese alcanzado la mitra hispalense— se limitó a decir:
—Me conformo con el parecer expuesto por su eminencia.
La reina no levantó la vista de la labor.
Fue Mancera el siguiente en intervenir. Todos esperaban con interés la intervención del «viejo». Podía decir cualquier cosa, pero no se andaría con componendas.
—Majestad —tenía una voz potente—, vuestra presencia aquí pone de manifiesto la gravedad de la situación. Los franceses han abandonado la causa del rey nuestro señor, que es la vuestra y la nuestra. Si se confirman las noticias de Aragón, en Zaragoza nos hemos quedado sin ejército. El enemigo es dueño de la situación y apenas hay recursos con que poder hacerle frente. Todo lo demás es engañarnos…
La reina ya había dejado la labor sobre el regazo y concentraba su atención en el viejo marqués, que, una vez más, no defraudaba las expectativas.
—Circula el rumor, majestad —prosiguió Mancera—, que hay en marcha una conjura para acabar —había elegido la palabra exacta por la amplitud que tenía— con su majestad el rey nuestro señor.
Todos los presentes se removieron en sus sillones como si una comezón inesperada les inquietara; sólo la reina permaneció inmóvil.
—No sé el fundamento de ese rumor —continuó el marqués—, pero no sería de extrañar que hubiese en él algo de verdad, estando las cosas como están… Mi parecer, señora, es que a grandes males, que son los que nos aquejan, grandes remedios. Hay que movilizar al batallón de las Ordenes, será un ejemplo. Que se haga un llamamiento a la defensa del trono amenazado por los herejes luteranos, calvinistas y anglicanos que nos quieren imponer por las bravas un rey que viene de Aragón y Cataluña sostenido por las armas de esos herejes y de unos súbditos traidores a su fe, a su rey y a su ley. Sáquese dinero, a toda prisa, de donde lo hay, que es en las diócesis, en los conventos y en las iglesias…, de buen grado… o por la fuerza… Pídase o exíjase el apoyo de la grandeza y póngase nuestro rey al frente de sus tropas. Nuestro pueblo (vuestro pueblo, majestad), es leal a su palabra y cumplidor de sus compromisos. Defenderá aquello por lo que se ha comprometido; sólo necesita el estímulo del ejemplo… Mis achaques y mi edad, majestad, no me permiten ser el primero en ofrecer mi espada e incorporarme a ese ejército, pero lo harán gustosos todos los hombres de mi familia en condiciones de tomar las armas por la causa del rey nuestro señor. También mi hacienda, majestad, está a vuestro servicio.
Cuando el viejo marqués calló, Luisa Gabriela de Saboya tuvo que hacer grandes esfuerzos porque las lágrimas que se agolpaban en sus ojos no se desbordasen. No podía hablar, porque un nudo le atenazaba la garganta, y si lo intentaba prorrumpiría en llanto. Tomó la bolsa de la labor y sacó, a puñados, un montón de joyas. Allí había pulseras, anillos, aretes, collares, diademas, brazaletes, casi todo era oro y piedras preciosas, formó un montón reluciente que destacaba sobre el negro del tapete que cubría la mesa del Consejo. El silencio era absoluto y la reina lo prolongó, deliberadamente, el tiempo necesario para rehacer su ánimo emocionado.
—Tal vez sea suficiente para armar el primer regimiento.
Todos los presentes quedaron boquiabiertos, estupefactos. Ante el gesto de la joven reina no sabían cómo reaccionar. Cada uno estaba rumiando en su interior cuando tomó la palabra —se había roto el orden de intervenciones reglamentario— el conde de Santisteban.
—Majestad —dijo—, ése no será el único regimiento que se arme. Me sumo al parecer expuesto por Mancera, y al igual que su hacienda también la mía está en vuestras manos; de ella surgirá otro regimiento armado y equipado. Serán vasallos y deudos de mis dominios y señoríos quienes lo conformen. Y si vuestra majestad no dispone otra cosa, yo mismo seré su coronel… ¡Viva el rey!
Con aquel grito el conde de Santisteban cerró su intervención.
A partir de aquel momento el orden y el concierto desaparecieron de la sesión. Se produjo un verdadero revuelo, porque todos pretendían hablar a la vez. Con grandes dificultades, el marqués de Grimaldo logró restablecer un poco de orden.
—Señores, por favor, señores. Haya calma, haya calma, señores.
El resultado final del revuelo era, si no surgían dificultades, un ejército con que sostener la corona de Felipe V.
El cardenal Portocarrero había ofrecido el equipamiento de seis compañías de caballería, incluidos los caballos; habría que reclutar los jinetes. El otro purpurado, arguyendo los menores ingresos de su mitra, ofreció tres compañías, también de caballería, cuya remonta se haría en las riberas del Guadalquivir. El marqués de Villafranca se vio obligado, por la actuación de su antagonista Santisteban, a no quedarse atrás. De haberlo hecho habría perdido ante su adversario la más importante de las contiendas, y por si era poco, eso habría ocurrido en presencia de la mismísima reina. Ofreció otro regimiento de infantería equipado a su costa, reclutado entre sus dominios señoriales y con él como coronel, si su majestad lo tenía a bien.
Fuensalida era el más opulento en cuanto al valor de las rentas de sus señoríos. Su influencia política era menor que la de otros miembros del Consejo, pero las alianzas familiares de su casa le habrían convertido en el hombre más poderoso de su época, después del rey, de no haber sido por lo apocado de su carácter. Su vinculación a la causa de los Borbones y su acendrado catolicismo fueron las bazas que impulsaron su decisión: levantaría a su costa un regimiento de caballería, armado y equipado. Para los amplios dominios de aquel aristócrata no era una carga pesada; de hecho, no era ni siquiera una carga. También el conde de Frigiliana hizo una generosa aportación. No levantaría ninguna unidad, pero se haría cargo de los gastos necesarios para la defensa de la costa de Granada, lo que liberaría a la Real Hacienda de unos buenos ducados. Reveló su espíritu cortesano cuando pidió a la reina:
—Majestad, que vuestro joyero tase el valor de esas… —Señaló el montón de joyas que la soberana había depositado sobre la mesa—. Yo soy el comprador. Después os ruego que las aceptéis como obsequio de este servidor de vuestra majestad.
Sólo el marqués del Fresno mantuvo un silencio oscuro que no rompió el ambiente que se había desatado en aquella sala, donde había entrado un rayo de luz.
Fray Juan de Santaelices, que no tenía recursos con los que colaborar en el levantamiento del ejército que estaba saliendo del compromiso de aquellos magnates, hizo un encendido elogio del desprendimiento, la generosidad y la lealtad hacia el rey nuestro señor. Prometió, y a ninguno de los presentes le cupo la menor duda de que lo haría, que desde el púlpito inflamaría los corazones de los madrileños en pro de la causa de su majestad Felipe V. Por supuesto, la Santa Madre Iglesia nada tenía que objetar ni a las deliberaciones habidas ni a los acuerdos adoptados.
El marqués de Grimaldo, que también ofreció una colaboración en metálico, aunque no la dejó especificada, sería, con su tesón y meticulosidad, la pieza fundamental para que todas aquellas voluntades se materializasen sin tardanza, porque el tiempo iba a ser una cuestión fundamental si se deseaba darle efectividad a los propósitos.
Se acordó también dar publicidad a aquellas muestras de generosidad que, sin duda, «estimularían a los fieles vasallos del rey nuestro señor, alentarían los decaídos ánimos de muchos y revelarían a todos que la causa de su majestad tenía alientos para hacer frente a la conjunción de los herejes y los traidores que habían faltado a la fe de su juramento». Grimaldo se encargaría de que por voz de pregonero así se anunciase en calles y plazas, y que se fijasen pasquines impresos para general conocimiento.
Había una especie de euforia que contrastaba con la gravedad y circunspección que había dominado a aquellos próceres al comienzo de la sesión. La reina pidió silencio y con la voz entrecortada por la emoción —no lograba superar los sentimientos que la embargaban desde que el viejo Mancera había hablado— agradeció a los presentes su fidelidad y generosidad. Levantó la sesión y pidió que le dejasen a solas con el marqués de Mancera, quien ocupaba en la mesa el extremo opuesto a la presidencia, por ser el lugar más adecuado para mantener estirada sobre un escabel la pierna que más afectada tenía por la gota. Cuando todos los miembros del Consejo se hubieron retirado y Grimaldo, último en salir, cerró la puerta, la soberana se acercó al anciano, quien intentó ponerse de pie. Luisa Gabriela posó una mano sobre su hombro en un gesto a la vez cariñoso e indicativo de que permaneciese sentado. Los ojos de la reina rebosaban gratitud hacia aquel hombre a quien los años no habían arredrado. Lo que a duras penas había podido contener hasta aquel momento, le resultó ahora imposible, y las lágrimas corrieron finalmente por las mejillas de aquella jovencita. Mancera trató nuevamente de levantarse, pero su intento se desvaneció ante la presión de la regia mano, que seguía posada sobre su hombro. Sacó un pañuelo de su ropilla y se lo ofreció a la reina.
—Desahogaos, majestad, desahogaos. Para eso el llanto es buena medicina. Es grande el peso que cargáis sobre vuestros hombros, pero tened fe. Esta es tierra de hombres valientes y leales, ya lo habéis visto. Con muy poco se comieron el mundo, ahora defenderán esta monarquía por vuestra majestad…
La reina trataba de contener los sollozos.
—Majestad —prosiguió el marqués—, también he de deciros que no les gustaría ver a su reina llorar. Aunque… bien mirado, si os vieran, lucharían hasta el final para que no tuvierais que hacerlo otra vez…
Luisa Gabriela secaba las lágrimas con el pañuelo y lograba que por fin dejasen de manar de unos ojos que semejaban fuentes desatadas. Ahora Mancera, con la ayuda de su bastón, se puso de pie, sin que la reina pudiese evitarlo.
—Majestad, tengo entendido que el conde de Cantillana está aquí, en la corte.
La reina asintió, mientras secaba los últimos restos de su llanto.
—Por lo que sé, está resolviendo un asunto delicado —añadió el marqués.
—¿Cómo sabéis…?
Mancera no echó cuentas de la pregunta.
—Tened fe en él. Es hombre de honor, es valiente y es leal. Es un soldado experimentado y a quien se le puede confiar un ejército. No lo dudéis, majestad, el ejército que se ha levantado aquí tal vez sea la última baza que tengamos; ponedlo en sus manos. En el negocio de la guerra nadie puede fiar nada, pero no os defraudará. Si puede vencer, vencerá, y si tiene que morir, morirá.
La soberana tenía pensado, para ello había pedido que les dejasen a solas, preguntarle sobre la traición a que había aludido cuando habló en el Consejo. Decidió no hacerlo.
—Se hará como vos decís, podéis estar seguro.
—Permitid, majestad, una licencia a este viejo soldado. Sois una hermosa reina, pero sobre todo sois reina. —Intentó tomar su mano para besarla. Luisa Gabriela de Saboya la retiró con suavidad y besó amorosamente la mejilla de aquel anciano. Luego le tomó de la mano y le ayudó a caminar. Salieron del salón cogidos del brazo. Mancera habría dado todo lo que poseía por tener veinticinco años y unir su espada a la de aquellos que iban a jugarse la vida por su reina; una lágrima, casi imperceptible, se escapó de uno de sus ojos. Compuso la figura lo mejor que pudo, irguiéndose cuanto le era posible. Llevaba del brazo a la reina de España.
Los presentes, que habían aguardado en la antesala del Consejo la salida de su majestad, enmudecieron y abrieron pasillo, unos sorprendidos y otros envidiosos ante aquella extraña pareja que, llena de orgullo, pasó ante ellos.