Capítulo XX. El segundo mensaje

El conde de Cantillana leyó una vez más el mensaje que tenía delante de él. No podría decir cuántas lecturas había hecho de aquel texto que sus hombres le habían llevado la noche anterior. Eran tantas que ya podía recitarlo de memoria sin temor a cambiar una sola sílaba.

De la Justicia a X e Y.

El recibo de esta letra servirá para que todo se ponga en marcha.

Cicerón ha de estar dispuesto porque Plutarco se ha impuesto a Homero.

La Justicia está prevenida y las Damas y sus Hijas son conformes.

Para el acto final esperad a que Júpiter se decida a lanzar su rayo.

La primera conclusión que se podía sacar era que el mensaje que había llegado al alcázar, y cuyo destinatario era el duque de Medinaceli, y aquél tenían la misma procedencia. Era posible que hasta hubiesen sido escritos por la misma mano, era cuestión de compararlos. Otro factor importante lo constituían las claves que en el mismo aparecían. Se había utilizado la misma cifra que en el caso anterior y, además, aparecían los mismos nombres: Homero, Plutarco, la Justicia, Cicerón, las Damas, las Hijas, y sólo una innovación: aparecía por primera vez una alusión a Júpiter. Una tercera cuestión, que sin duda suponía un progreso notable en lo referente a desentrañar la realidad que se escondía tras aquellos papeles, era que la Justicia, esto es, quien se ocultase bajo aquella nominación, había escrito u ordenado escribir —de nuevo pensó Cantillana en lo útil que sería comparar los dos mensajes— las instrucciones que allí se contenían. A ello había que añadir que otras dos incógnitas quedaban resueltas, a tenor de los datos de que disponía: X e Y eran Regnault y Flotte, aunque no estaba en condiciones de señalar qué cifra correspondía a cada uno de ellos, aunque eso era lo de menos, ya que la clave estaba en la identificación.

Por primera vez desde que se había visto envuelto en aquel oscuro asunto, Cantillana tuvo la sensación de que empezaba a contar con ciertas ventajas sobre los integrantes de la trama a la que estaba enfrentándose; ya sabía cosas, tenía datos que empezaban a arrojar alguna luz sobre las tinieblas y, lo que era más importante, poseía una información de la que los otros carecían. Quienquiera que hubiese enviado el segundo mensaje no sabía que éste no había llegado a su destino. Si, como todo apuntaba, tenía su origen en Francia, disponía cuando menos de dos semanas de ventaja, antes de que tuviesen conocimiento de lo ocurrido.

Tampoco los destinatarios, es decir, Regnault y Flotte, tenían noticia del contenido de aquella misiva, por la sencilla razón de que no había llegado a sus manos. A lo más que podían llegar era a saber que les habían enviado un aviso, incluso quién lo enviaba, pero nada más.

Cantillana se retrepó en el sillón donde estaba sentado, meditando sobre todo aquello; de la comparación de los dos textos podía concluirse algo que ya sabían: Homero era el rey Felipe, pero como quiera que el primer mensaje decía: «Plutarco se impondrá a Homero», en tono de afirmación, aunque en relación con el futuro, porque era algo que en aquel momento aún no había ocurrido, y en el segundo mensaje se señalaba como algo ya acaecido: «Plutarco se ha impuesto a Homero», es decir: «Plutarco se ha impuesto a Felipe V», habría que preguntarse sobre lo ocurrido entre la fecha de aquel mensaje y la de éste.

—No hay más que una respuesta. —Cantillana había pasado del pensamiento a la palabra. Volvió al silencio, pero su mente siguió adelante. La respuesta era la derrota de las tropas del rey. Quienquiera que hubiese escrito aquello sabía que en Zaragoza las tropas del archiduque habían destrozado a las de Felipe V; de esa forma las dos frases tenían ya sus nombres descifrados, porque Plutarco sólo podía ser el nombre en clave del archiduque Carlos de Austria.

«El archiduque Carlos se impondrá a Felipe V

Tras el desastre de Zaragoza:

«El archiduque Carlos se ha impuesto a Felipe V

—Sin embargo…, sin embargo. —Aquella conclusión le llevaba a una duda, a una nueva pregunta para la que no tenía respuesta y que podía echar por tierra todas las deducciones que había realizado hasta aquel momento.

Dobló el papel de sus desvelos y lo guardó cuidadosamente en el bolsillo interior del chaleco. Se levantó, se puso la chupa y tomó una capa. Pidió su carroza y dio instrucciones a su cochero:

—¡Rápido, es urgente! ¡A palacio!

Tuvo dificultades con los soldados que había puesto en la puerta, pues le negaron la entrada; tampoco le conocía el capitán de la guardia. Hubo un forcejeo verbal y Cantillana pidió ver al responsable de jornada para la cámara real.

—Lo que pedís es imposible, señor.

—¡Cómo imposible! —replicó Cantillana con energía.

—No podemos avisar a un gentilhombre de su majestad porque lo pida el primero que llega a las puertas de palacio.

—¡Voto a…! —Cantillana estaba colérico. Instintivamente se llevó la mano al costado, pero se dio cuenta de que iba desarmado. El gesto no pasó inadvertido al oficial, que frunció el ceño. Justo en ese momento llegó otra carroza al lugar donde se producía la discusión. Venía escoltada por cuatro jinetes al mando de un oficial. En la portezuela relumbraba el escudo que indicaba al propietario: eran las armas del rey.

El capitán de la guardia dio la voz:

—¡Sargento, a formar!

—¡Formación! ¡Formación! —La palabra se repitió como un eco, pero con tono enérgico.

Media docena de hombres y un sargento se alinearon a toda prisa, ajustando los correajes, abotonando las prendas y colocándose de forma adecuada los tricornios. En pocos segundos la guardia estaba formada y los soldados firmes con sus fusiles cogidos por el cañón y la culata descansando en el suelo, junto a su pie derecho. El capitán sacó su sable y lo cogió con la empuñadura por debajo de la barbilla, de modo que apuntaba hacia el cielo, tapando el centro de su cara.

Dos mujeres descendieron de la carroza; llevaban largas capas y unas capuchas amplias cubrían su cabeza. Eran la reina y su camarera mayor. Cantillana se descubrió y con gracia cortesana echó su capa al suelo por donde habían de pisar las dos mujeres. Era grande de España y podía permanecer cubierto en presencia del rey, pero era un hombre galante y más aún si se trataba de la reina y de…

—Señor conde de Cantillana, ¿qué hacéis aquí? —Las palabras de la reina sonaban a sorpresa e interrogación.

—Majestad —el conde inclinó levemente la cabeza—, se trata de una urgencia.

—En ese caso, acompañadnos.

La reina y su camarera entraron en palacio escoltadas por Cantillana. Éste miró de soslayo al capitán, que permanecía impasible, mientras la capa quedaba tirada en el suelo después de servir de alfombra a los reales pies.

Apenas tuvo que hacer antesala. Sólo los minutos precisos para que la reina, que había acudido aquella mañana a postrarse a los pies de Nuestra Señora de Atocha, a fin de implorar su protección ante los momentos de dificultad y tribulación que la afligían, se acomodase.

A Cantillana le hubiese gustado tener un encuentro a solas con la princesa de los Ursinos, pero las cosas habían ocurrido de aquella forma y no se podía andar con pérdidas de tiempo. Lo que estaba en juego en esas horas era el trono de la Monarquía Católica.

—Don Fernando —dijo la camarera, intentando combinar la etiqueta con la confianza—, su majestad dispone de poco tiempo, pues a las doce ha de presidir una sesión urgente del Consejo de Estado, de modo, pues, que no podemos andarnos por las ramas.

Por un instante, Cantillana pensó en lo extraño que resultaba que la reina presidiese el Consejo de Estado, sobre todo estando el rey en la corte. Fue un aleteo en su mente y no se paró a buscar razones para aquella rareza, pues el tiempo apremiaba.

—Majestad, a Madrid ha llegado un segundo mensaje relacionado con la trama de la conjura que nos puso de manifiesto el primero.

Ante aquella revelación, las dos mujeres quedaron atónitas.

—¿He oído bien, conde, o mi ánimo empieza ya a desvariar? —La reina había abierto sus ojos, negros y grandes, de forma desmesurada. No era fácil señalar cuál de aquellas dos mujeres estaba más sorprendida.

—Vuestra majestad ha oído bien; ha llegado a Madrid un segundo mensaje relacionado con la conjura urdida contra el rey.

—¿Cómo sabéis vos eso, Cantillana?

—Majestad, porque ese mensaje está en mi poder.

—¡Cómo! ¿Cómo es eso posible?

—Majestad, en esta corte hay pocas cosas imposibles en estos tiempos.

—Don Fernando, ¿tenéis ese mensaje aquí? —la camarera trataba de sosegarse.

—Así es mademoiselle —extrajo del bolsillo de su chaleco el mensaje y, con gesto galante, lo extendió a la reina.

—Leedlo vos, Cantillana.

Un leve carraspeo precedió a sus palabras:

De la Justicia a X e Y.

El recibo de esta letra servirá para que todo se ponga en marcha.

Cicerón ha de estar dispuesto porque Plutarco se ha impuesto a Homero.

La Justicia está prevenida y las Damas y sus Hijas son conformes.

Para el acto final esperad a que Júpiter se decida a lanzar su rayo.

—¡Santo Cielo! —fue la exclamación que salió de la boca de la reina.

—Supongo, don Fernando, que ya habréis descifrado algunos de los puntos de este mensaje. —Había un irónico retintín en las palabras de la camarera, que contenían todo un aviso de descontento por habérsele ocultado aquello. Porque ella sí sabía cómo había llegado aquel papel a sus manos y consideraba que había transcurrido tiempo de sobra para que hubiese sido puesto en su conocimiento.

—Así es, mademoiselle.

—No os detengáis, por favor, ¿qué se esconde detrás de esas frases? —La reina estaba nerviosa, no podía disimularlo y sus manos se retorcían una con otra.

—Intentaré resumir con brevedad, majestad.

Las miradas de Cantillana y de Ana María de la Tremouille se cruzaron fugazmente, el tiempo para que Cantillana se apercibiese de un mensaje inequívoco: «Eres un bribón, ya te ajustaré las cuentas».

—Majestad, la carta que tengo en mis manos iba dirigida a Regnault y Flotte, dos agentes franceses que parecen tener en sus manos los hilos de la trama, ellos son X e Y… —La reina asintió con la cabeza—. Por otras fuentes de información sabemos que Homero es el rey nuestro señor, vuestro esposo. —La reina se contrajo de forma casi imperceptible, fue como una reacción de miedo, que no pasó desapercibida a los presentes—; de la comparación de los mensajes se puede deducir, creo que sin margen de error, que tras Plutarco se esconde el archiduque de Austria.

—¿Cómo deducís eso? —preguntó la camarera.

—En el primer mensaje se dice «se impondrá», en este segundo se dice «se ha impuesto». En un caso es una afirmación para el futuro, en otro es una afirmación de algo acaecido. Y ¿qué ha acaecido? —Cantillana se contestó su propia pregunta—. Las tropas del archiduque Carlos han deshecho a las nuestras en Zaragoza… se han impuesto a las nuestras.

La reina no pudo reprimir un suspiro de congoja.

—¿Hay algo más, don Fernando? —otra vez el tono de retintín de la camarera mayor.

—Sí, hay algo más y de suma importancia. Esta segunda carta sabemos que está remitida por quien se esconde tras el nombre de «La Justicia». Tal vez esté escrita de su propio puño. Debemos comprobar la letra de ambas cartas para ver si tienen la misma procedencia.

—¿Nos permitiría conocer algo más la comparación de las dos cartas? —la camarera seguía preguntando.

—Tengo dudas, pero es posible que sí. Este segundo mensaje viene, al parecer, de Francia. El mensajero, desde luego, era francés, y todo apunta a que traía sobre sus espaldas muchas leguas de camino.

—Será cuestión de interrogar al mensajero, señor conde. —La reina lo dijo como una cosa natural.

—Majestad, lo siento. Pero este mensajero no podrá decirnos nada.

—¿No podrá…?

—Majestad, está muerto.

—¿Dónde está el primer mensaje, Ana María?

—Majestad, lo tenemos a buen recaudo.

—¿Es posible ahora su comparación?

—Sí, majestad, si ése es vuestro deseo.

—Entonces no debemos perder un instante.

—Así se hará; sin embargo, majestad, ya es la hora en que está convocado el Consejo de Estado y vuestra presencia allí…

—Oh, es cierto, he de…

—Perdonad mi osadía, majestad, pero si vuestra majestad no tiene inconveniente, podría acudir a esa reunión del Consejo de Estado, mientras mademoiselle y yo comparamos los dos mensajes y trabajamos en ello para ganar el máximo tiempo posible.

—Es una buena idea, conde, y así lo haremos. En ningún caso abandonaréis palacio antes de que yo termine la sesión del Consejo, Ana María os atenderá.

La camarera mayor y el conde de Cantillana se vieron a solas en el pequeño gabinete, donde la primera había sonsacado al anterior confesor del rey todos los datos referentes al destinatario del primer mensaje cifrado que les había alertado sobre la existencia de la conjura. Un mensaje que ahora tenía mademoiselle en sus manos. Cantillana sabía que antes de nada tendría que dar explicaciones y soportar una escena. La cosa sucedió a la inversa: primero fue la escena y luego las explicaciones. Poco a poco las cosas se serenaron, Ana María de Tremouille se sentó en un sillón, todavía presa de la excitación.

—Sólo te pido que me dejes explicarte cómo han sucedido las cosas.

—¡Explicarme! ¡Eso es lo que tenías que haber hecho antes!

—Todo ha sucedido con mucha rapidez. Ha sido necesario tomar decisiones sin vacilar, estoy convencido de que con otra actuación no habríamos llegado hasta aquí.

—¡Desde luego que no! ¡De eso puedes estar seguro!

—Ana María, la decisión de apoderarnos…

—Querrás decir, apoderarte —pese a la interrupción, el tono de la princesa era cada vez menos agresivo.

—Bien, como tú digas —Cantillana seguía avanzando por la vía de la conciliación—, la decisión de apoderarme del mensaje tuvo que ser inmediata; de lo contrario ahora lo tendrían los agentes franceses… Estarás de acuerdo conmigo en que he venido tan pronto como me ha sido posible a compartir su contenido… este asunto no se resolverá sin ti, tú lo sabes mejor que yo.

—Creo que tenías problemas para entrar en palacio —por primera vez mademoiselle empezaba a relajarse. El recuerdo de la escena de la puerta del alcázar era como una pequeña venganza sobre aquel hombre de cualidades poco comunes.

De repente, la camarera cambió de tono y expresión:

—Fernando, perdóname… perdóname, he sido una estúpida. Si no fuera por ti… si no fuera por ti todo esto sería ya un naufragio.

Cantillana la tomó de la mano y, atrayéndola hacia sí, la rodeó con sus brazos y la estrechó con fuerza. Ella se abandonó y, por un momento —al menos por un momento—, se sintió protegida en medio del torbellino de inseguridades que era la corte de aquellos jóvenes reyes que se hallaba pendiente de un hilo, y todo apuntaba a que podía romperse en cualquier momento.

El tiempo transcurría en silencio, ninguno de los dos quería romper aquel instante. Al final fue la princesa de los Ursinos quien lo cortó:

—No perdamos tiempo —con suavidad se deslizó de los brazos de Cantillana y desdobló el papel que tenía en sus manos.

La comprobación no requirió mucho tiempo, ni siquiera era una tarea de expertos. Aquellos dos textos habían salido de la misma mano, el papel era de textura y tonalidad diferente, la tinta tampoco era igual, pero no había duda ninguna: habían sido escritos por la misma persona.

—Tal vez —señaló la camarera— las diferencias de tinta y papel puedan indicarnos algo más.

—¿Sí?

—Los dos mensajes han sido escritos por la misma persona, pero las circunstancias son diferentes.

—Es cierto —exclamó Cantillana con sorpresa—. Eso significa que no es un escribano que escribe al dictado. Quien escribe… es alguien…

—Alguien que está complicado en la conjura.

Cantillana, pensativo, asintió sin decir nada.