Capítulo XIX. Una muerte sin investigar

En aquel Madrid que veía caer la noche corrió la noticia de que las tropas de su majestad habían sido aniquiladas a orillas del Ebro, en las mismas puertas de Zaragoza, y que los aragoneses se habían sumado a la sedición de los catalanes, que todo aquel reino estaba perdido y que en la seo de Zaragoza se había proclamado rey Carlos III, cosa que también había ocurrido en muchos lugares, como en Daroca, Jaca, Teruel, Calatayud. Se decía que no había entre Zaragoza y Madrid ni un miserable escuadrón de caballería que oponer a los austracistas para defender la corte.

En algunos puntos de la villa y corte se habían oído gritos que decían:

—¡Viva Carlos III! ¡Muera el duque de Anjou!

—¡Viva nuestro señor el rey Carlos! ¡Abajo los franceses!

—¡Viva la casa de Austria! ¡Mueran los Borbones!

Era gente embozada y escurridiza quien los profería. No pudieron prenderles, ni siquiera localizarles.

Aquellos rumores, sin embargo, habían causado una profunda pena en la mayoría del vecindario. Muchos, desalentados, se habían recogido en sus casas más temprano que de costumbre, pero en aquel Madrid agitado y entristecido habían ocurrido otras cosas de interés que aún no eran del dominio público, porque se habían tomado todas las medidas para que así fuese.

El día anterior un grupo de enmascarados había asaltado la posada de la calle de Carretas. Era una noche cerrada cuando unos individuos, que se cubrieron el rostro en el zaguán que daba acceso a la pieza grande de la posada, irrumpieron en ella con cierto sigilo. Querían evitar poner sobre aviso a quien tenía lo que ellos iban buscando.

—¡Quietos todos! —dijo el que parecía ser el jefe del grupo. Con un gesto indicó a uno de sus hombres que permaneciese en el zaguán vigilando la puerta y la calle.

Ninguno de los presentes tuvo tiempo para reaccionar, ni tampoco opción. Cuatro de aquellos individuos empuñaban pistolas; uno de ellos llevaba dos, una en cada mano, en tanto que los otros portaban una pistola y una daga. Estos fueron los que se ocuparon de controlar la situación. Uno se hizo cargo del posadero, su mujer y una moza, a los que concentró en un rincón; otro redujo a un amolador que daba piedra al metal, a quien quitó cuchillos y tijeras, y el tercero hizo lo propio con unos arrieros vizcaínos, a los que recomendó permanecer en la mesa a la que estaban sentados.

—No habrá problemas, si vosotros no los buscáis. Así que estaros quietos y no pasará nada.

El enmascarado que llevaba la voz cantante había sacado una espada de cazoleta y gavilanes, y se dirigió al posadero, que temblaba como un azogado.

—¿Quién más hay aquí?

—¿Dónde, señor? —El posadero parecía haber contraído el mal de San Vito, tales eran sus temblores, que ya iban acompañados de sudores.

—¡Dónde va a ser, malandrín! ¡En esta pocilga que llamas posada!

—A… arriba…, arriba, señor está… es… tá —tartamudeaba el posadero de puro canguelo— el… francés…, el francés.

Todos los presentes permanecían quietos, inmóviles. Unos porque era su estrategia, otros porque la sorpresa y el susto no les permitía reaccionar.

De pronto, un estornudo, muy ruidoso e incontrolado, del amolador hizo que la situación se tensase. El enmascarado que le vigilaba amartilló la pistola, que como estaba cebada sólo necesitaba para dispararse que le apretase el gatillo.

—¡No, por piedad! —El amolachín creía llegada su última hora—. ¡No me matéis! ¡Tengo seis hijos y mujer! ¡Tengo…!

El jefe se acercó a él.

—¡Si no te callas, te ensarto como a una corneta! —le espetó—. ¡Silencio, bribón!

El amolador también temblaba y sudaba. Calló, pero no pudo contener unos temblores que semejaban estertores, eran tan fuertes que daba la sensación de que iba a descomponerse.

—¿Cuántos son los franceses? —volvió a preguntar al mesonero.

—Es… es… —Aquel hombre no acababa de recuperar el habla con normalidad—. Es… uno. Se… ñor.

—¿Sólo hay un gabacho?

—Só… sólo uno…, señor.

—Sin embargo, aquí tienes aposentados a más de uno, bastardo.

—A… así es…, señor, pero los… otros… dos están… están fue… fuera.

—¿Sabes cuándo volverán?

—E… eso… lo ignoro…, señor. Nu… nunca, nunca… sé… cuándo vienen… o… van.

—¿Dónde están las cámaras que ocupan?

—Dos… dos… ocupan la… alcoba grande.

El enmascarado hacía esfuerzos por contener su impaciencia. Aquel individuo estaba a punto de sacarle de quicio.

—¿Y cuál es la alcoba grande? —Acercó la punta de su acero a la garganta del orondo posadero. A la mujer de éste se le escapó un grito, mientras la moza se tapó la cara con las manos y rompió a llorar. Aquello hizo que el pobre hombre dejase de tartamudear.

—La primera a mano derecha según se sube la escalera —continuó sin que nadie le preguntara—. El otro francés está en la alcoba siguiente, la de la puerta de al lado, avanzando por la galería.

El jefe de los enmascarados miró hacia arriba y se hizo con la distribución de la planta alta.

—Quietecitos y no pasará nada. —Se llevó a la boca el dedo índice de la mano que tenía libre y enguantada—. Miró a la mujer. Dile a ésa que deje de lloriquear.

La posadera y la joven se abrazaron; la segunda continuó con el gimoteo, pero sus sollozos eran más apagados.

—Sólo nos interesan los franceses —señaló el jefe de los enmascarados—, así que no hagáis tonterías. Esto podemos ajustarlo todo sin problemas. Una última cosa… —Tenía ya una mano puesta sobre una de las argollas que sostenían una cuerda renegrida y sobada que servía de pasamanos—. ¿Cuándo ha llegado ese francés?

—Hará cosa de tres horas. Dijo que traía un mensaje para… los otros. Como no estaban, pidió alojamiento… Venía muy cansado.

Los tres hombres que subían, pues se habían sumado dos más al primero, ya no hicieron caso de las últimas palabras del posadero. Es posible que ni siquiera las escuchasen.

Los que permanecían en la pieza de abajo sólo oyeron el estrépito que produjo la puerta de la cámara en que estaba el francés. Sonó un portazo, la aldaba de cierre estaba echada, pero el perno que la sujetaba no debía de ser muy resistente, porque no aguantó el primer envite de los asaltantes.

El posadero puso cara de angustia, sus cejas se elevaron por el centro, dando un aire de lastimosa resignación a su rostro, que parecía haberse alargado y perdido los mofletes en pocos segundos.

Se oyó gritar al sorprendido francés, por el tono parecían maldiciones. Sonaban a algo así como:

Sacrebleau! Mon Dieu!

Hubo un golpe sordo, un grito desgarrado y después nada. Fue cuestión de un momento. Los tres enmascarados bajaron.

—¡Rápido, posadero, cuerdas! —gritó el jefe.

—¿Cu… cuerdas, señor? ¿Pa… para qué? —otra vez volvía a tartamudear.

—¡Serás cabrón! ¡Para ahorcarte si sigues preguntando!

El enmascarado miró alrededor, buscando algo. Clavó los ojos en el amolachín, un individuo enclenque de tez cetrina y una cabellera negra y espesa que le daba un aspecto simiesco. Sus ropas eran andrajosas y tenía las manos, largas y huesudas, cubiertas de cicatrices.

Ante la mirada del jefe de los atacantes, se hundió, y aún más cuando éste avanzó hasta donde estaba y cogió las tijeras. Después se fue hacia el mesonero.

—¡Quítate el mandil! ¡Vamos, rápido!

El mesonero se hincó de rodillas y juntando las manos en actitud implorante, como si fuese a rezar, suplicó:

—¡Piedad, señor, piedad! ¡Yo no he hecho ningún mal a vuestra excelencia! —Otra vez había recuperado la capacidad de hilar frases sin titubeos.

El de las tijeras no pudo reprimir una carcajada al oír que le trataban de excelencia:

—Si haces lo que te digo no te pasará nada. ¡Quítate el mandil!

El posadero se puso de pie y desató el paño, grande y mugriento, que tenía anudado a la cintura. El tejido era recio y alguna vez había sido blanco. En poco rato estaba hecho tiras que, tras ser probadas en su consistencia, sirvieron para atar las manos a las espaldas de las dos mujeres; a los vizcaínos, que no habían abierto la boca, ni se habían movido durante todo el fregado; al amolachín, que seguía tiritando con tanta fuerza que costó lo suyo maniatarle, y al posadero, cuya calva estaba tan empapada de sudor que éste había desbordado la repisa que formaban los escasos pelos que adornaban en arco de una sien a otra y corría abundante por los carrillos y el cogote. Aún sobraban tirajos de lienzo, que fueron empleados por los enmascarados para amordazarles.

Los tres que realizaron aquella faena trabajaban rápido y en silencio. Parecían gente habituada a esos menesteres, y en pocos minutos tenían a los cuatro hombres y las dos mujeres amarrados, amordazados y tendidos boca abajo en el suelo.

Terminada la tarea, guardaron sus armas y salieron al zaguán, donde se quitaron los antifaces. El que había permanecido vigilando hizo una señal y todos, ordenadamente, abandonaron el lugar.

Apenas circulaban transeúntes cuando aquellos individuos caminaban calle abajo charlando animadamente. Nadie habría dicho que acababan de asaltar la posada que quedaba un poco más arriba y habían robado el mensaje que un correo francés traía a otros franceses que allí tenían tomada habitación. Tampoco pareció sospechar la patrulla de alguaciles con que se cruzaron y que entró en el establecimiento del que acababan de salir.

Los agentes de la autoridad no dieron muestras de extrañeza ante el cuadro que se ofrecía ante sus ojos. Con parsimonia desataron a todos los que allí había y les impusieron silencio, cosa que resultó fácil, salvo en el caso del posadero que intentó varias veces explicar lo sucedido.

—Señor… un grupo…

—¡Silencio, habla cuando te pregunte! —le increpó el alguacil mayor.

—¡Pero es que vuesa merced no sabe…!

—¡Si no te callas, vas a presidio! —gritó el alguacil en uno tono que no admitía réplica.

Mientras tanto, cuatro de los corchetes habían bajado el cadáver del francés y lo envolvieron en un lienzo basto, que ataron con fuerza. Terminada la operación, sacaron el cadáver —nadie habría barruntado que se trataba de eso— y lo introdujeron en un vehículo cerrado que acababa de llegar.

—¡Ni una palabra a nadie! —dijo el alguacil con tono amenazante—. ¡Si en algo aprecias tu vida y tu negocio, ni una palabra! ¡Aquí no ha venido ningún francés ni ha habido una muerte, ni nada de nada!

Todos los presentes estaban sobrecogidos y guardaban silencio. No se atrevían a abrir la boca, tampoco el posadero a quien se dirigió ahora, directamente, el alguacil.

—¿Me entiendes?

La respuesta del aterrorizado posadero llegó en forma de numerosas afirmaciones hechas con la cabeza.

—¿Dónde está el caballo del francés? —inquirió el alguacil mayor.

—En la cuadra, señor, en la cuadra. —El posadero apenas tenía resuello para hablar—. Es un tordo de más de siete pies de alzada.

A un gesto del jefe, uno de los alguaciles se encaminó al establo.

—¡Llévatelo!

Dirigiéndose otra vez al posadero, el alguacil preguntó por los presentes. Conocida la situación, dio órdenes de detener a los dos vizcaínos y al amolador. Sólo quedaron libres el posadero, su mujer y la moza. Antes de irse, se volvió y le repitió otra vez:

—¡Ni una palabra a nadie! ¡Te juegas la vida!

Las dos mujeres rompieron a llorar y sin abrir la boca, el posadero asintió con vehemencia. Cuando los alguaciles se hubieron marchado, prorrumpió en maldiciones:

—¡La culpa de todo es de esos franceses hijos de puta! ¡Serán cabrones! ¡Los pongo en la calle, ya lo creo que los echo! ¡A mí no me arruinan por culpa de esos gabachos!

Y cumplió lo que juraba. Al otro día los agentes franceses que allí tomaban posada abandonaban sus habitaciones maldecidos por el posadero. No opusieron resistencia para evitar un escándalo, que no deseaban provocar.