No se recordaba en palacio un día tan negro como aquél, salvo cuando fue necesario embalar lo más preciso y con lo puesto abandonar la corte porque los austracistas entraban en Madrid, después de lanzar una ofensiva desde Portugal que había resultado espectacular. Entonces la reina, con poco equipaje y escasa compañía, salió en dirección a Burgos, a medio camino entre aquella corte y la segura barrera que suponía la frontera de Francia; lloró de pena y sólo le sostuvo el ánimo la entereza de su camarera mayor. Ahora Luisa Gabriela lloraba, pero lo hacía de rabia y con coraje. ¡Cuánto no daría por ser hombre, embutirse en un uniforme y dejarse la piel en el campo de batalla!
El primer golpe llegó mucho antes del mediodía: un correo, polvoriento y al borde mismo del agotamiento, había llegado a palacio. Fue el duque del Infantado quien le condujo a la presencia de los reyes.
—Majestad, es una urgencia. Se trata de un correo enviado por Villadarias.
El oficial que traía la noticia daba muestras profundas de abatimiento, pero el verse en presencia de su rey debió de infundirle bríos para saludar con marcialidad y gallardía.
—Majestad —dijo—, a vuestros pies el capitán Leonardo de Quiroga, del regimiento número tres de caballería ligera. Traigo para vuestra majestad un mensaje verbal del general marqués de Villadarias.
—¿Qué dice ese mensaje, capitán? —El rey trataba de aparentar tranquilidad, lejanía, pero bien sabía lo que significaba un mensaje verbal. Algo grave. Tan grave que no se ponía por escrito para evitar el peligro de que cayese en manos del enemigo.
—Majestad, tras la derrota de Almenara y el… —le costaba trabajo decirlo— abandono de las unidades francesas, nuestro general dio orden de replegarnos hacia Zaragoza y fortificar la línea del Ebro. El enemigo, muy superior en número, nos siguió de cerca y antes…, antes de que nos pertrecháramos en nuestras nuevas posiciones, se ha librado un nuevo combate…
—¿Qué ha ocurrido, capitán? —intervino la reina, que no podía disimular su angustia.
—Majestad —el soldado se dirigía ahora a la soberana—, hemos llevado la peor parte en ese encuentro.
La voz del rey volvió a sonar lejana, como si no saliera de su cuerpo.
—¿Qué quiere decir la peor parte?
—Majestad…, nuestro ejército… ha sido deshecho. No existe.
La reina se tapó el rostro con las manos, la camarera mayor, que había permanecido inmóvil, se acercó y le ofreció un pañuelo. Luisa Gabriela de Saboya estaba llorando.
—¿Tenéis detalles, capitán? —preguntó el rey.
—Majestad, las bajas habidas en combate son incontables, así como los prisioneros. Temo, majestad, que no ha quedado una sola unidad, siquiera del tamaño de una compañía, a la que se le pueda dar ese nombre. Los hombres que no han caído en el campo de batalla o en manos del enemigo, han tratado de salvarse huyendo y escondiéndose.
—¿Y Villadarias?
—Lo ignoro todo acerca del general. No sé si está prisionero, si viene hacia la corte o si ha tomado otra decisión. Lo último que sé son las órdenes que me dio, y que estoy cumpliendo; eso fue cuando ya la desbandada de los nuestros había comenzado y todo estaba perdido.
El rey guardó silencio durante un largo rato. Infantado y la camarera permanecían mudos, y el capitán inmóvil, manteniendo la posición de marcialidad que requería la situación, porque nadie le había dicho que descansase. La reina gemía con creciente intensidad.
—¿Qué has visto desde Zaragoza hasta la corte? —La voz real seguía siendo anodina.
—Nada, majestad; no hay nada que oponer al enemigo, si es eso a lo que se refiere vuestra majestad. Si no se levanta un ejército para hacer frente a las tropas de Stanhope y Stahremberg, no hay nada entre Zaragoza y Madrid que pueda obstaculizar su avance sobre la corte.
Felipe V pareció quedar sumido en una profunda meditación que todos respetaron, salvo la reina, que había pasado del gemido más o menos controlado al llanto desconsolado.
—Infantado, que atiendan al capitán. Podéis retiraros.
El rey llamó al secretario del despacho y encargó a Ubilla la convocatoria urgente de una sesión del Consejo de Estado para analizar la situación creada y las medidas a tomar a fin de hacer frente a las críticas circunstancias que se avecinaban.
La sesión de Estado, que comenzó a la una del mediodía, contó con la asistencia de todos sus miembros salvo el marqués de Mancera, el viejo gruñón, pero de una lealtad inquebrantable y un sentido común que era poco corriente, aquejado por un doloroso ataque de gota que le mantenía postrado en el lecho y que se sumaba a los noventa y tantos años que el anciano aristócrata contaba. La sesión fue, como era de esperar, larga y… tediosa. Al igual que en otras ocasiones, sus integrantes se perdieron en largos discursos, las mismas disquisiciones y la falta de soluciones realistas. Hubo lo de siempre, vaguedades, generalidades, quejas no exentas de crítica, pareceres reiterativos formulados de forma harto complicada, más propios de un discurso o sermón para embelesar oídos que disposiciones de gobernantes que configuraban el máximo órgano de aquella atormentada monarquía.
Al término de la sesión no se había evacuado ninguna «consulta» que al rey le arrojase un poco de luz sobre las grandes sombras que la situación proyectaba. Su majestad, que estaba de un humor de perros, se encerró en su alcoba y se negó a hablar con nadie. Todo lo que al duque del Infantado se le ocurrió fue llamar al nuevo padre confesor, fray Juan de Reparaz, de la orden de predicadores, que acudió a toda prisa por si en un momento determinado sus servicios podían serenar el ánimo del monarca.
—Lamento molestaros, padre, pero el estado de su majestad hace aconsejable que permanezcáis en palacio. —Infantado trató de excusar su decisión; nunca sabría lo que el confesor pensaba, aunque en apariencia no había ningún enojo.
—Nada, nada, excelencia, éste es nuestro ministerio, y si es en servicio del rey nuestro señor, nuestro ánimo está pronto y dispuesto.
Hacía poco que se había levantado la sesión del Consejo de Estado cuando llegó el segundo aguijón del día. También vino en forma de mensaje: un correo procedente de la embajada de París.
Ante la actitud del rey, Ubilla decidió avisar a la reina, que aún no se había repuesto del mal trago de la mañana.
El secretario del despacho habló primero con la camarera mayor, a quien puso al corriente del texto que enviaba el duque de Alba desde Francia; luego comparecieron ante la reina. Las noticias no podían ser peores.
Excmo. Sr. Secretario del Despacho Universal, Don Antonio de Ubilla.
Las noticias que circulan por esta capital acerca de las conversaciones para lograr una paz general apuntan todas en una misma dirección, ante los deseos de alcanzar una paz estable y duradera. Las exigencias de las potencias marítimas no se han visto cumplimentadas con el paso dado por el Cristianísimo de retirar de los dominios peninsulares del rey nuestro señor (cuya vida Dios guarde) sus tropas, abandonándolo a su suerte. Está confirmada la exigencia que la Inglaterra y la Holanda plantean, de que vuelva sus tropas contra las del duque de Anjou (nominación que los enemigos usan para señalar al rey nuestro señor).
No he podido recabar noticias ciertas acerca de la respuesta que el Cristianísimo dará a esta insolente demanda, si bien no es menos insistente el rumor que corre de que varios ministros son del parecer de parar la guerra a toda costa. Esos mismos rumores apuntan a que el Cristianísimo se resiste a llevar sus armadas y ejércitos contra su propia sangre.
Gran revuelo ha causado en esta corte la noticia de haberse hecho efectiva la retirada de las tropas que operaban en nuestra patria en apoyo de los derechos del rey nuestro señor. Item las noticias que llegan de España sobre el curso de la guerra ahí, no son tranquilizadoras. Item se especula con el abandono del trono por parte de su majestad, a quien se le compensaría con una sinecura menor, que estaría en Italia. A cambio, la casa de Austria cesaría en sus pretensiones al trono de la Católica Majestad. Se trataría en la mesa de negociación a quién se entronizaría con el beneplácito general de las monarquías. Item se rumorea que otra forma de concluir el conflicto y anudar una paz universal y duradera vendría por la desmembración de la monarquía cuyos despojos serían incorporados a las potencias; sólo son rumores, pero son insistentes y están extendidos.
A. Álvarez de Toledo.
La reina escuchó en silencio la lectura que del correo del embajador de París hizo Ubilla. El semblante de la soberana estaba pálido, su piel parecía haber perdido vida. Permanecía junto al amplio ventanal que daba luz a la habitación.
—¿Cuál es tu opinión, Ubilla? —preguntó la reina después de un prolongado silencio.
El secretario meditó la respuesta antes de contestar.
—Ignoro, majestad, si su excelencia el embajador sabe más de lo que nos dice y moteja de rumor lo que ya son realidades confirmadas, que iría concretándonos en los próximos días. No es práctica habitual, pero en los tiempos que corren…
—¿Insinúas que lo que Alba señala como rumores son ya asuntos cerrados? —La reina le preguntaba con inquietud, mientras la camarera le lanzaba una significativa mirada. Ubilla sabía que aquellos ojos le estaban diciendo: «Yo tenía razón respecto a la posición que Versalles adopta». Con voz que apenas le salía del cuerpo, el secretario respondió:
—Digo, majestad, que en las actuales circunstancias no debemos descartar ninguna posibilidad. Parece claro que en las conversaciones para cerrar una paz, Francia es la primera interesada en ajustarla; lo que hemos de saber es el precio que está dispuesta a pagar. En todo caso, majestad, os suplico que veáis en mis palabras la lealtad de este fiel servidor.
—¡Habla sin miedo!
—En mi opinión todo apunta a que ya hay una decisión tomada y ejecutada: abandonar a su suerte al rey nuestro señor y a vuestra majestad… La retirada de las tropas de vuestro abuelo así lo señala sin ningún equívoco; por otro lado, desconozco la situación que obliga al Cristianísimo a una paz que no vaya más allá de estas medidas, y no puedo pronunciarme sobre la verdadera naturaleza de las afirmaciones y rumores que su excelencia, el embajador, señala en el escrito.
—Majestad —intervino la camarera mayor—, vos sois conocedora de que las cortes son un semillero de intrigas, comentarios e infundios que las más de las veces no responden a la verdad de las cosas ni al rumbo que se pretende dar a los acontecimientos, y Versalles no es una excepción. Por experiencia propia estoy en condiciones de deciros más: si alguna corte sobresale por las intrigas, las calumnias y los rumores intencionados, ésa es la del Cristianísimo. Hay muchas gentes que sólo viven de eso y para eso. Gentes de alcurnia, de medio pelo y ganapanes, que cada esfera social tiene sus propios semilleros y los cuida a diario. Si vuestra majestad me lo permite, puedo dar mi opinión.
—Por favor, Ana María. —Las palabras de la soberana fueron un suave murmullo; un aleteo que salió de su boca.
—La situación en Francia es grave, eso a nadie se le escapa. El esfuerzo económico y militar que el rey Luis ha exigido de sus súbditos es largo en el tiempo e intenso en la contribución. Son ya muchos años de guerra, con lo que la miseria y el malestar han ganado cada vez más terreno. Es posible que el rey de Francia ansíe hoy la paz más que nadie, pero su majestad no llegará a la humillación por conseguirla por mucho que la anhele. No lo consentirá jamás…
—¿Qué es la humillación para el rey Luis, mademoiselle? —Ubilla interrumpió a la camarera con un gesto de espontaneidad que, de repente, le pareció excesivo.
—Luchar contra su propia sangre, creo que nunca volverá las armas contra el rey nuestro señor por una razón elemental: el rey de España es su nieto. Por mucho que desee el final de la guerra no lo asumirá con esa condición, sino que buscará otra fórmula.
—En ese caso, vos sois de la opinión de que los rumores en esa dirección carecen de fundamento.
—Así es, sólo son rumores. El rey de Francia buscará ajustar la paz sobre… otros planteamientos.
—Si vos lo decís. —Ubilla se encogió de hombros en un gesto que tenía mucho de significativo.
El asunto parecía agotado. Se produjo un silencio que sólo la reina podía romper, pero Luisa Gabriela de Saboya parecía estar en otro lugar. La situación no era cómoda ni para la camarera ni para el secretario del despacho. Éste decidió ponerle fin.
—Si vuestra majestad no ordena otra cosa, solicito licencia para retirarme.
—Sí, Ubilla, sí; puedes retirarte, no te necesito.
La reina hizo un movimiento que se podía interpretar como una despedida.
Nada más salir Ubilla y cerrar la puerta, la reina se derrumbó física y moralmente. Se dejó caer en una chaise longe, que por entonces llegaban a Madrid como una moda más traída con la llegada de una dinastía francesa al trono de España. Ocultó la cara entre las manos y comenzó a llorar con desesperación. La princesa de los Ursinos no logró encontrar palabras de consuelo para su soberana.
—¡Es el fin, Ana María, es el fin!
—No, majestad, no es el fin. Sois la reina de España y tenéis que responder como tal. Hay dificultades y a las dificultades se les hace frente.
—¿Dificultades, dices? No hay ejército. Los partidarios del archiduque avanzan sobre esta corte y no tenemos nada que oponerles. Los franceses nos abandonan y ni siquiera tenemos garantías de que no se vuelvan contra nosotros. Estamos rodeados de traidores; hasta en nuestra propia casa tenemos metido al enemigo. Los nobles no están con nosotros, barruntan el desastre y se apartan. Ni siquiera tenemos capacidad para desenmascarar a los desafectos y a los traidores. Tengo miedo por la vida del rey, porque no sé hasta dónde puede llegar la traición que nos acecha. Existen dificultades para cubrir los puestos de palacio porque no hay suficientes gentileshombres para el servicio de su majestad. Como te digo, amiga mía, temo por la vida del rey, temo que puedan asesinarle.
—¡Majestad!
—No, Ana María. Dime, ¿cuál es el único obstáculo para que no se alcance la paz que todos parecen desear con ahínco? ¡Dímelo!
La camarera guardó silencio.
—¡Yo te lo voy a decir! El único obstáculo es Felipe, rey de España. Hoy para el Cristianísimo el principal problema es sostener a su nieto en el trono de esta monarquía, un trono donde lo colocó él.
—Majestad, las graves noticias de la jornada y los sucesos de los últimos días han derrumbado vuestro ánimo.
—¡Es cierto, pero no lo es menos que existen razones para ello! Fíjate el estado en que se encuentra el rey; está abatido, ya no sé cómo infundirle energías, porque soy yo quien no las tiene.
—Hemos de sobreponernos a estas contrariedades, en peores momentos nos hemos visto, majestad.
—Ya no puedo más, ya no puedo más. —La reina, que se había puesto de pie, rompió a llorar otra vez, buscando el hombro de su camarera, quien la abrazó con fuerza casi maternal, mientras murmuraba palabras de aliento a su oído.
La tarde empezaba a declinar y nubes negras y sombrías encapotaban el cielo de la villa y corte. Hacía rato que los pasillos, salones y otras dependencias del vasto alcázar estaban vacíos y silenciosos… Un halo de tristeza lo embargaba todo.
En un aposento la reina se deshacía en sollozos, rota su voluntad por tanta desgracia como se le acumulaba, sin que su camarera mayor encontrase la forma de llevarle un poco de ánimo y consuelo. En otro, el rey, encerrado desde hacía horas, mantenía un solitario aislamiento. Tenía aspecto deplorable, medio desnudo y desgreñado, con el rostro demacrado y tan descompuesto que no anunciaba nada bueno. Sus ojos estaban enrojecidos, inyectados en sangre, quien no supiera que era Felipe, rey de España, podría pensar que era un demente.
El secretario del despacho universal había aguardado pacientemente a que la princesa de los Ursinos abandonase la alcoba de su señora. Cuando salió, la abordó de forma directa:
—Mademoiselle, me habéis sorprendido con vuestras afirmaciones de esta tarde. No era ése vuestro criterio hace pocas fechas.
La camarera le dirigió una mirada burlona:
—¿Para decirme esto, mi querido Ubilla, habéis esperado todo este rato?
Por toda respuesta, Ubilla se encogió de hombros y aguardó a que la camarera continuase. Hubo una larga pausa a la que sólo puso fin la llegada a la puerta de los aposentos de la princesa.
—Habéis de saber, señor secretario, que la obligación primera de la camarera mayor de su majestad es proporcionarle ayuda y consuelo, por encima de cualquier otra consideración. ¿No estáis de acuerdo?
Diciendo esto cerró la puerta, dejando a Ubilla en la galería gesticulando de manera elocuente.