Capítulo XVII. El postigo de san Gil

El cielo había amanecido despejado sobre Madrid, lo que era un llamativo ejemplo de que tras la tempestad viene la calma. La temperatura en aquel amanecer era suave, bajo un azul todavía poco intenso, pero limpio. Contrastaba con el aspecto de calles y plazas, que era desolador, pues había fango y suciedad por todas partes. En muchos lugares los más variados objetos habían formado como unas presas, que embalsaban agua. Árboles arrancados de cuajo, cuyas raíces, ahora al aire, se alzaban como sarmentosos y complicados brazos, amenazantes y retorcidos. Animales muertos, sobre todo perros y gatos, pero también alguna borrica y otras cabalgaduras mayores, aparecían tirados e inermes; empezaban a hincharse, a perder pelo y a atraer bandadas de moscas y moscones. Tablones y maderos, vigas y otros objetos a medio enterrar, emergían a medias en el lodazal, adoptando formas tan caprichosas que en algunos casos hasta resultaba difícil saber de qué se trataba. Restos de recipientes de barro rotos y despanzurrados, jaulas de alambre, enseres domésticos, suciedad… y un olor penetrante que conforme avanzara el día y el sol calentase, sería más fétido.

—Quince muertos, dicen que ya han aparecido quince cadáveres —confirmaba a voz en cuello un individuo que formaba parte de uno de los grupos que empezaban, como cada mañana, a darse cita en las gradas de San Felipe, uno de los puntos de conversación de mayor relieve de la villa y corte.

La población empezaba a animarse. Se abrían tiendas y tenderetes en los soportales de la plaza Mayor y en las calles que se estiraban a su alrededor, los esparteros, los talabarteros, los cereros, los panaderos, los cuchilleros, los caldereros, los ropavejeros, los plateros, los vidrieros…, todos se afanaban en la doble tarea de iniciar las labores propias de la jornada y limpiar la parte de calle a la que daba la fachada del lugar donde tenían instalado su negocio. El mayor problema era de qué modo deshacerse de tanta basura como se había acumulado en algunos sitios.

A media mañana ya habían encontrado una solución. En aquellos lugares donde las anchuras lo permitían, formaron grandes montones con los enseres que nadie se había llevado, los rociaron con grasa y resina, y les prendieron fuego. Como todo estaba mojado, ardía con dificultad, pero no faltaron atizadores —oficio que siempre encuentra voluntarios— que lo reavivasen una y otra vez. A la quema colaboró una brisilla fresca que corrió del poniente; lo malo fue la densa humareda que se extendió como una nube por toda la población, que quedó literalmente tiznada. A pesar del sofoco de muchos —corrió incluso la voz de que hubo en la calle Leganitos dos muertos por asfixia que se sumaban a los cerca del medio centenar que ya había certificados por la tormenta del día anterior—, durante todo el día no cesó el acarreo y arrimo de material a las humosas hogueras. Fue un disfrute para los chiquillos, que se convirtieron en los más activos atizadores, aunque también había que señalar, en honor a la verdad, que oficiaron de apagadores cada vez que la vejiga reclamaba alivio, meándose con ardor en las piras que ellos mismos formaban. También fueron no pocos los adultos que ayudaron a las piras y… a lo otro.

En la plazuela de la Cebada se convirtió en un espectáculo el momento en que quemaron un asno ahogado, que con gran esfuerzo y mucha imaginación —usaron vigas a modo de rodillos para que se desplazase sobre ellas a base de tirones en el rabo, patas, cabeza, pescuezo, orejas (de una tiraron con tanta fuerza que se quedaron con ella en la mano, luego la pasearon como trofeo)— llevaron hasta el candelorio que allí ardía, cuando por efecto del calor el cuerpo del animal reventó, esparciendo vísceras y otras porquerías.

A la caída de la tarde Madrid seguía siendo un lugar en el que eran palpables los efectos de la tormenta. Pegado a las fachadas de las casas se amontonaba el barro, cada vez más compacto, pero la circulación ya era posible en la mayor parte del entramado callejero para viandantes, caballerías y carros, y en una docena de lugares humeaban restos incombustibles, renegridos o medio calcinados, como testigos de las candelas improvisadas. Serían necesarios muchos días, una vez que se hubieran solucionado las urgencias, como en cada sitio fue posible, para que los espacios públicos de la villa y corte se librasen de las costras que había dejado la tormenta y de los montones de basura que habían apilado los vecinos para quemar y que no habían desaparecido con las llamas.

Pero en aquel Madrid no todo había sido hablar de la tormenta y sus efectos, ni echar la basura a otro sitio, ni pegarle fuego a lo que había en la calle; aquello había sido lo principal en la vida de los más, pero algunos habían dedicado sus esfuerzos a otros menesteres. Había gente que desde antes del amanecer, afrontando los riesgos de los barrizales y las aguas embalsadas, no perdían de vista la posada de la calle de Carretas, donde dos franceses se alojaban, y les siguieron cuando visitaron la casa del duque de Montalto y la de Montellano, todo ello antes de la hora del almuerzo. Otros dedicaron la mayor parte del tiempo a atizar el fuego de la plaza del Salvador —donde se había montado una de las mayores hogueras y que más humo despidieron a lo largo de aquella agitada jornada—, pero además de acarrear maderos, leños, tablones, vigas y enseres varios, no pararon de hablar, y de preguntar.

—Gente de alcurnia la que vive en esta plaza, ¿no?

—Tú no eres de aquí, yo no te he visto antes.

—No, no soy de aquí. Vivo al otro lado de la puerta de Guadalajara, pero hoy estoy por cuenta del boticario del final de la Costanilla y acarreo lo que le estorba. Está aprovechando para limpiar la rebotica.

—Ah, así sí. Ya decía yo.

—Y tú, ¿quién eres?

—¿Yo?

—Sí hombre, tú. Porque no eres una aparición…

—¡Qué cosas dices! Yo soy Pascual Pedraz, criado de don Lucas de Sotomayor.

—Ya… supongo que un vecino de la plaza.

—Así es; su casa es aquélla. —Señaló una portada de piedra cuya primera planta ofrecía un hermoso paramento almohadillado, mientras que en la superior un largo balcón estaba flanqueado por dos cancelas de rejería forjada y sendos escudos, labrados en piedra dorada, que anunciaban la nobleza de sus moradores.

—Gente hidalga la de esta vecindad.

—Sí, casi todos. Salvo un par de mercaderes. Gente de fuste, desde luego, pero que darían sus buenos ducados por una ejecutoria.

El peón del boticario de la Costanilla llegó a la hoguera con un tablón magnífico que le hacía sudar de lo lindo. Tenía buen grosor y su longitud estaría próxima a las tres varas; iba a deshacerse de él, cuando le detuvieron unos gritos.

—¡No! ¡Qué haces! ¡Estás loco! ¡Esos tablones son del carretero de la esquina! ¡Te vas a meter en un buen lío!

Otra voz, lejana, gritaba:

—¡Miguel! ¡Miguel! ¡Que te están tirando los tablones!

Como cosa de magia apareció en la puerta del caserón donde la plaza terminaba y comenzaba la calle que bajaba hacia el río, un hombretón corpulento y fornido. Tenía el pelo negro y ensortijado, la cara picada de viruela, con tantas cicatrices que parecía la piel de una naranja, sólo que de otro color. Su vozarrón se alzó por encima del trajín:

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa con los tablones?

—¡Ese, que quiere quemarlos! —Un pilluelo, el que había chillado llamando al maestro carretero, señalaba con un dedo acusador al peón del boticario.

La cosa no pasó a mayores porque ningún tablón, por suerte para Bernabé, que así se llamaba el que trabajaba por cuenta del boticario, había ido a parar a la candela. Después de un cruce de palabras donde, menos mal, no hubo ofensas, Bernabé, el del boticario, Miguel el maestro carretero, y Pascual, el criado de don Lucas, celebraban su encuentro en el mesoncillo del callejón que se abría al lado contrario de la plaza donde el carretero tenía su establecimiento. Entre jarrillo y jarrillo, hubo conversación larga: lo horrible de la tormenta, los muertos que se decía habían sido encontrados, la ruina que para muchos suponía el aguacero, los desmanes de los herejes en iglesias y lugares santos, el curso de la guerra, la traición de los franceses —como no podía ser de otra forma con gentes de aquella ralea— al abandonar al rey don Felipe… También se habló del vecindario de la plaza del Salvador, por eso Bernabé se enteró de que allí vivía un caballero del hábito de Santiago, de origen manchego, que pasaba parte del año en la corte y parte en su lugar de nacimiento, Villanueva de los Infantes. Se trataba de un individuo poco comunicativo con los vecinos, aunque recibía numerosas visitas de gente extraña. Era hombre devoto, todos los días acudía a misa primera a la parroquia de la collación, acompañado de dos criados. Su nombre era don Gaspar de Córdoba, y se decían de él algunas cosas extrañas: al parecer andaba metido en cabildeos y apandillamientos por la causa del archiduque.

Cuando Bernabé salió del mesoncillo, ya no volvió a tomar más objetos para arrimarlos al candelorio. Su trato con el boticario de la Costanilla había concluido, porque ya no se le vio el pelo por la plaza, donde la bullanga, el griterío y el trajín no paraban.

Empezaba a caer la tarde y en la mancebía que había junto al postigo de San Gil había una animación menor de la habitual; sin embargo, algunos menestrales y tenderos recalaron allí cuando dieron por concluida su jornada.

Igual que en días anteriores, dos mozos estaban instalados desde primera hora. Habían bebido poco, tonteado mucho y gastado buenos reales en comida y lo que el padre de la mancebía llamaba «arrumacos menores» de las mozas disponibles. Aquellos dos individuos tenían peculio y disponían de tiempo, pero no se encelaban con las daifas. Allí pasaban el rato y permanecían hasta muy entrada la noche, cuando la parroquia declinaba y se daba por concluida la jornada de las meretrices que aún no habían contratado una «dormida». Con aquél, llevaban ya tres días pasando las horas dentro del tugurio, donde se daban cita gentes de los más variados pelajes y las más diversas aficiones. Allí se bebía, se jugaba a los naipes —la mancebía tenía real licencia para los juegos de cartas y otros de envite y azar—, se pasaba el tiempo, se amagaba con las pupilas y, llegado el caso, se ajustaba un desahogo privado en alguna de las camaretas que cerraban unas cortinas alpujarreñas para ocultar a los ojos de la concurrencia las pasiones y efervescencias amorosas de los clientes. En la planta de arriba había varios aposentos que se cerraban con puerta y aldaba; eran los reservados. Mayor intimidad, mayores comodidades y mayor tarifa, sólo al alcance de los bolsillos más holgados: un real de a ocho como mínimo, que podía llegar hasta un ducado si la moza era de banderas, como ocurría en el caso de la Cubanita, una mulatona exuberante de la que se contaban prodigios de los que sus asiduos se hacían lenguas creándole una verdadera aureola en los ambientes de la putería madrileña. Allí, junto al postigo de San Gil, también ejercía por aquellas fechas el coño más famoso de la villa y corte, el de Bélica, de quien también se contaban portentos. Completaba el trío de aquella aristocracia de las meretrices, una puta solemne cuyo nombre de guerra era la Barquillera, una mujer de modos y ademanes poco comunes; un tanto remilgada y que se permitía la desfachatez —con el consentimiento del padre de la mancebía— de ejercer por libre y sólo acudir allí cuando le iba en gana. No era eso todo; no se acostaba con cualquiera y a menudo rechazaba clientes, cosa que resultaba inaudita. A veces, un criado suyo iba a recoger recados de alguien que los pudiese dejar allí para su ama, porque eran muchos los que ajustaban un encuentro privado con la Barquillera, pero fuera del prostíbulo. Eso eran palabras mayores, de cinco ducados para arriba, bastante más de la mesada de un oficial artesano de medio pelo o de un albañil.

A aquellas horas corría ya el vino con alegría, las mozas se mostraban zalameras y hacían carantoñas a la búsqueda de un parroquiano generoso. El ambiente empezaba a caldearse, cuando alguien preguntó por la Barquillera. Tenía un inconfundible acento francés, por lo que los presentes pensaron que sería alguno de los gabachos que formaban parte de la camarilla que el rey de Francia había enviado a su nieto para que le asesorasen en materias de la gobernación de estos reinos.

—Perdón, señor, traigo un recado para la señorita Barquillera. Es urgente.

Los dos perdularios que entretenían sus ocios con una robusta moza, prestaron una extraña atención a las palabras del recién llegado. El padre, que se secaba las manos en un paño enorme que, atado a su cintura, hacía las veces de delantal, se encaró con el recadero.

—¿Quién es el de ese mensaje tan urgente?

—Señor, eso es reservado.

—Aquí no hay más reservados que los que yo dispongo. —Casi vociferaba el padre, encarándose al francés.

—Señor, por san Martín, pueden oírnos. Solicito vuestra discreción.

El encargado del establecimiento miró a sus parroquianos; cada cual estaba a lo suyo, o al menos eso parecía. Bajó el tono de voz y, con cierta sorna, murmuró:

—Amigo, aquí todos son gente de confianza, vienen a lo que vienen.

El francés pareció conformarse. Acercó su boca al oído del padre y le susurró algo que nadie más pudo oír. Lo que fuese, debió de satisfacerle, porque asintió varias veces con la cabeza en señal de conformidad; luego, una sonrisa que le llenó la cara completó el asentimiento. El francés le entregó unas monedas que él guardó sin contar ni mirar, y el recadero se marchó. Todo en la mancebía siguió casi igual, salvo que los dos mozos afincados allí desde hacía tres días pidieron la cuenta y se marcharon.

El pupilero llamó a un mozalbete que le servía para los mandados, le dijo algo, le dio un tirón muy fuerte en una oreja y le soltó:

—¡Ea, a casa de la Barquillera!

Fue lo único que se pudo oír de las instrucciones que le impartió con aire admonitorio, antes del tirón de orejas final.

El francés caminaba de prisa. A una distancia prudente, pero manteniéndolo siempre al alcance de su vista, le seguía uno de los mozos que habían dejado la mancebía cuando salió después de cumplir su encargo. Por otro sitio, un mozalbete caminaba más despacio, se despistaba y distraía, se paraba continuamente ante el espectáculo inusual que aquel día ofrecía Madrid. Cruzó cerca de una de las improvisadas candelas que devoraban malamente lo que la tormenta había dejado y las gentes amontonaban. Allí se detuvo y meó, junto a otros pilluelos que hacían lo propio, en medio del jolgorio de unos y la repulsa de otros. También otro mozo había acomodado su trayecto y su paso al del mozalbete que había salido de la mancebía que había junto al postigo de San Gil.

Con la llegada de la oración, antes de que la noche cerrara, habían sido muchos los madrileños que llenaron las parroquias, las iglesias de conventos y las capillas para cumplir con sus devociones, dar gracias por estar vivos, cumplir algún voto o justificarse por el incumplimiento de promesas hechas deprisa, fruto de la angustia. En todos los establecimientos religiosos de la villa y corte alumbraron en mayor número del que era ordinario velas y cirios a los pies de las imágenes, y así seguiría ocurriendo en los días siguientes. Otros se recogieron en sus casas después de un día que había roto la monotonía y rutina habituales. Para algunos, en fin, había llegado la hora de la diversión en los numerosos lugares que la villa ofrecía para ello: mesones, figones, tabernas y mancebías donde se concentraba la truhanería madrileña y aquellos que ocasionalmente buscaban un lugar y un rato de holganza. Había bailes y concurrencia de sexos, pese a las continuadas y repetitivas prohibiciones de la autoridad civil que, la verdad sea dicha, ponía poco celo y empeño porque el vecindario cumpliese estas disposiciones. Tampoco surtían mayor efecto los anatemas lanzados desde los púlpitos en sermones de misas, novenas, quinarios y otras celebraciones litúrgicas. Lo que fastidió a muchos fue el anuncio de que se quedaban durante sesenta días sin representaciones teatrales. Una real cédula que se había pregonado en los lugares de costumbre y que se había fijado en pliegos impresos en diferentes sitios decía así:

Don Felipe V, por la gracia de Dios, rey de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalén, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Cerdeña, de Sevilla, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarves, de Algeciras, de Gibraltar, de las islas Canarias, de las Indias Orientales y Occidentales y Tierra Firme del mar Océano, archiduque de Austria, duque de Borgoña, de Brabante, de Milán, de Atenas y de Neopatria, conde de Habsburgo, de Flandes, de Tirol y de Barcelona, señor de Vizcaya y de Molina…

Por cuanto, por justos juicios de Dios nuestro Señor, ocasionados de la maldad de nuestras acciones y nuestros pecados, los cuales han llegado a tal grado de abominación que ha sido servido de mandarnos tan gran temporal, justo castigo a nuestras maldades, con que azotarnos y anunciarnos su divina cólera. La cual se desató en la tarde de ayer sobre esta villa y corte, he resuelto se disponga el cierre total, durante sesenta días que se contarán a partir de hoy mismo, de todos los corrales de comedias y otros establecimientos del ramo, por ser lugares donde se ofenden, sin tasa ni medida, los mandamientos de Dios nuestro Señor y nuestra Santísima madre, la Iglesia Católica, Apostólica y Romana.

Dichos establecimientos no podrán abrirse, ni celebrar representaciones en sus tablados y escenarios, ni siquiera de modo privativo, ni reservado a unos pocos porque es nuestra voluntad desagraviar la desatada cólera divina, en el tiempo arriba señalado, sin excepción ni de los llamados autos sacramentales, ni otras piezas que, so capa de piadosas, permitiesen su representación.

YO, EL REY.

Por mandato del rey nuestro Señor (cuya vida Dios guarde) don Antonio de Ubilla, secretario del Despacho Universal.

En la casa del conde de Cantillana un grupo de hombres, media docena en total, esperaban en una de las galerías que cerraban los cuatro lados del patio primero de la mansión. Un patio empedrado, en cuyo centro había una fuente redonda y sencilla en sus formas labrada en finísimo mármol blanco que resaltaba en vivo contraste con el tosco e irregular empedrado del pavimento.

Los hombres charlaban animadamente, esperando que el señor conde hiciese acto de presencia. No esperaron mucho. Se abrió una de las puertas que daban a la galería baja, y un criado con librea les invitó a pasar.

—Podéis entrar, su excelencia os recibirá. —Tenía una voz atiplada, con un cierto engolamiento. Miró con aire de suficiencia, no exento de repulsión, a los hombres a quienes daba paso a la estancia donde estaba el conde de Cantillana.

Todos los individuos saludaron en silencio, con respetuosas inclinaciones de cabeza, al dueño de la casa, cuyo rostro inescrutable resaltaba del multicolor fondo del alto zócalo de azulejos que enriquecía la habitación. La dependencia era espaciosa pero escasamente amueblada, tal vez para no ocultar la belleza de los azulejos de tonos azulados sobre fondo amarillo que tenían su contrapunto en las formas geométricas, estucadas y policromadas del artesonado de la techumbre. Cantillana esperaba de pie, inmóvil. Los hombres se colocaron ante él, manteniendo una distancia de respeto. Uno por uno fue informando de su jornada con orden y precisión.

—Señor, el caballero del hábito de Santiago de la plaza del Salvador es manchego, de Villanueva de los Infantes. Pasa temporadas en esa localidad y temporadas en esta corte. Tiene pocas relaciones de vecindad, acude a misa diariamente y se llama don Gaspar de Córdoba.

Cantillana asintió con la cabeza.

El segundo de los hombres dio su información.

—En la mancebía que hay junto a San Gil han preguntado hoy por la Barquillera. Era un gabacho; después se marchó y fue hasta el alcázar de su majestad.

—¿Al alcázar, dices? —Cantillana rompió por vez primera el silencio. Estaba sorprendido.

—Así es, excelencia. Allí quedé apostado y vi que el francés salía al cabo de un rato y se dirigía al mesón donde comen los otros franceses. No ha salido de allí hasta que me he venido; los que sí han salido han sido los que desde hace días venimos siguiendo.

Cantillana asintió.

—Ya sabemos, excelencia —el hombre que ahora hablaba rezumaba optimismo—, dónde tiene su casa la Barquillera.

El conde abandonó por un instante la meditación en la que parecía sumido y miró con interés al que hablaba.

—Vive en la calle de Segovia —prosiguió el hombre—, en una casita de dos pisos, pequeña de fachada, pero de buen aspecto. Sé también que allí la asiste una criada vieja, y creo que no viven otras personas. Poco antes de venirme llegó una carroza que sólo se detuvo un instante para que bajase un caballero.

Otras informaciones pusieron de relieve que un criado de la casa de Medinaceli fue primero a la del duque de Montellano, donde dejó un recado, y luego se dirigió a la casa del duque de Montalto. Permaneció poco rato en cada una de ellas, más tiempo estuvo en la del conde de las Amayuelas, que tiene su morada junto al convento de la Encarnación. También estuvo en casa de un caballero llamado don Bonifacio Manrique, que había sido general de los ejércitos de su majestad.

El último de los confidentes informó que poco antes de abandonar el ventanuco desde donde vigila quién entra y sale de la posada de la calle de Carretas, llegó un jinete que, por las condiciones en que estaba, debía de venir de lejos. El confidente se acercó a toda prisa para conseguir los detalles que le fuera posible obtener, y pudo comprobar que preguntó por los franceses. También él era natural de esa nación, aunque hablaba como nosotros, pero con voz gangosa. Como no estaban pidió al posadero comida y cama para esperarles.

—¿Cuándo ha sido eso? —Cantillana estaba tenso.

—Hará poco más de una hora, excelencia.

—¿Podrías reconocer a ese mensajero?

—Por supuesto, señor.

—Entonces la jornada no ha terminado. Hemos de hacernos con el posible mensaje que trae ese correo. ¡Manos a la obra!

Los seis hombres se disponían a salir cuando les detuvo la voz de Cantillana.

—Con discreción, pero si hay que emplear la fuerza, no vaciléis… Hasta el final. ¿Entendéis?

Todos asintieron, sin abrir la boca.