A pesar de lo desapacible del ambiente, la noche había puesto un poco de calma en el vendaval meteorológico que se había desatado aquella tarde sobre Madrid. Poco después del mediodía el cielo se fue cubriendo hasta encapotarse por completo, serían las cuatro cuando comenzó a llover. Durante unos minutos fueron grandes goterones pero sin intensidad; sin embargo, en pocos instantes la lluvia se intensificó de tal manera que el agua caía a raudales. Fue una tormenta horrorosa, muy pocos eran los que recordaban algo parecido y, desde luego, había que remontarse mucho tiempo atrás para que hubiese memoria de cosa similar. Duró algo más de dos horas y la intensidad del agua que caía parecía difícil de incrementarse, hasta que otra tromba más fuerte empequeñecía a la anterior. Los relámpagos y truenos eran tan frecuentes que parecía cosa de otro mundo, las gentes hicieron en sus casas cruces de sal solicitando la protección divina y muchos invocaron la ayuda de santa Bárbara.
Santa Bárbara bendita
que en el cielo estás escrita
con papel y agua bendita
y al pie de la cruz. Amén, Jesús.
No pocos realizaron un acto de contrición y otros muchos pedían, en su fuero interno, confesarse, aunque ni tenían a mano confesor ni posibilidad de acudir a él. Hubo propósitos generales de enmienda, promesas y votos. Madrid se llenó aquella tarde de buenas intenciones, con la esperanza de ganar indulgencias, ya que todos se sintieron impotentes ante la amenaza.
Muchas calles y plazas de la villa y corte se habían convertido en ríos y lagunas, en la mayor parte de los sitios la tierra de los suelos se había transformado en un lodo blando e intransitable para personas y caballerías. El Manzanares, un río de juguete, bajaba potente; era asombroso ver sus aguas crecidas, con peligrosos rápidos y turbulencias. En algunos puntos de la ribera el cauce no había podido contener el agua mezclada con fango y se había desbordado, inundando las casas más próximas, cuyos vecinos hubieron de subirse a los tejados.
Por todas partes se oían ayes y gritos lastimeros pidiendo socorro e implorando confesión; eran gentes afligidas y aterrorizadas ante la desatada furia de los elementos. Serían las siete de la tarde, Madrid empezaba a sumirse en la oscuridad que traía el crepúsculo y los negros nubarrones que cubrían el cielo, cuando cesó la lluvia. Entonces los que gritaban callaron y los que, horrorizados, habían guardado silencio o musitado algunas plegarias, se dieron cuenta de que no era el fin del mundo y que la capital de las Españas había sobrevivido a los embates del temporal. Un silencio sepulcral se apoderó del lugar; sólo lo rompía el fluir de las aguas que, con turbulencia cada vez menor, buscaba salidas y aliviaderos para llegar a su cauce natural, por lo que el nivel de aquéllas descendió con rapidez en las zonas altas de la población y de manera más pausada en las partes bajas. Sólo el Manzanares continuaba encrespado.
El fango sustituyó muy pronto en calles y plazas a las aguas. Lo que hasta hacía poco eran cursos de agua y lagunas se convirtió en barrizales donde la suciedad lo llenaba todo. En las fachadas de las casas y en las dependencias interiores de muchas de ellas quedó una especie de zócalo de color pardusco como testigo de la altura que había alcanzado el asqueroso líquido al embalsarse como consecuencia del aguacero. Por muchos lugares aparecían ramas, piedras, troncos, enseres variados y algún que otro animal muerto. Conforme avanzaron las sombras de la noche, se cerraron puertas y ventanas. Madrid parecía una ciudad de la que se había marchado la vida. Sólo el ruido, fuerte y poderoso, casi amenazador, de las aguas del Manzanares se dejaba oír en los aledaños de su ribera. A veces el ladrido de un perro rompía el tenebroso silencio de la noche.
Las calles estaban más vacías que de costumbre, pues ni siquiera los amigos de saraos, los aficionados a los placeres y los peligros de la noche circulaban por las vías públicas: era noche de recogimiento. Hasta las rondas de vigilancia parecían más escasas.
Las imágenes eran espectrales; colaboraba a ello la luz de una luna que, en plenitud, brillaba con una intensidad fría en un cielo que estaba, increíblemente, casi despejado.
El conde de Cantillana había tenido que retrasar su visita al alcázar, y sólo cuando el temporal amainó se puso en camino. La imagen de aquel embozado espadachín, cuyo perfil recordaba la silueta de una especie de aparición de un tiempo que ya se había ido, caminando con dificultad por el fangal, era singular. Sus pasos producían un ruido opaco y pegajoso al chapotear en el barrizal. En algunos sitios el fango había alcanzado tal espesor que avanzar resultaba fatigoso y complicado.
Tardó mucho más tiempo del que en otras condiciones podía haber invertido en realizar el trayecto, sufrió algún resbalón que, por fortuna, no terminó con sus huesos en el fango, y tuvo que dar algún rodeo para evitar los lugares por donde transitar parecía más difícil. Al fin llegó a su destino, una puerta de servicio en una de las fachadas laterales del alcázar real, próxima a las bardas que cerraban la pared trasera. No había nadie y el silencio era absoluto, por ello su desplazamiento por el lodo producía un ruido que parecía multiplicarse.
Como otras veces empujó la puerta, que se abrió chirriando sobre sus goznes igual que había ocurrido en ocasiones anteriores. Con rapidez, pues aquél era terreno explorado con anterioridad, ganó el salón donde le esperaba Ana María de la Tremouille, que nada más verle se abalanzó sobre él.
—Creí, Fernando, que no vendrías esta noche, después de la tarde tan espantosa que… —Se apretujó buscando la seguridad que le daba el abandonarse a él. Cantillana la rodeó con sus brazos, estrechándola con fuerza. Ella se dejó querer—. Ha sido horrible, Fernando, horrible —añadió—. La reina estaba demudada y el rey andaba ofuscado y desencajado.
Cantillana la apretó aún más contra su cuerpo.
—Tampoco yo había visto nunca llover de esta forma… ya todo pasó…, pero no podía dejar de venir esta noche porque… porque ya sé mucho más de lo que te puedes imaginar sobre los hilos de esa conjura urdida contra su majestad.
Un latigazo pareció sacudir a la camarera mayor. Su cuerpo, abandonado a los brazos del hombre que la sostenía, se puso tenso.
—¿Qué me dices? —preguntó inquieta al tiempo que se separaba de él con suavidad.
—Lo que acabas de oír. Es cierto que existe una conjura contra su majestad. Y también lo es que la misma pretende ponerse en marcha aquí en Madrid para llevar a buen puerto su propósito.
Ana María le miró angustiada.
—Esto es demasiado serio para… —La frase quedó interrumpida porque Cantillana, tomándola por la cintura, la besó con fuerza.
—Siéntate, Ana María, es largo de contar —Cantillana se acomodó y a continuación comenzó un relato pausado—: El día de la derrota en el frente de Lérida, por la noche, cuando asistía a una reunión de jefes convocada por el marqués de Villadarias en su condición de general de las tropas de su majestad, fui abordado por una desconocida. No sabía quién era, salvo que se trataba de una mujer, cosa que pude adivinar por su voz. Me entregó con gran sigilo un mensaje en el que me ponía sobre aviso de la existencia de una conjura para destronar al rey…
—¡Y nada de eso me has contado hasta ahora…!
El tono de voz de mademoiselle aparentaba sorpresa y enfado.
—No me interrumpas, déjame concluir el relato y después juzga por ti misma. —Cantillana prosiguió—: Ese aviso fue lo que me hizo venir a Madrid, dejando el mando de mi regimiento en manos del segundo jefe del mismo. Abandoné el campamento con el alba del día siguiente.
—¡Así que —lo interrumpió otra vez la camarera— tu venida a Madrid no estaba relacionada con mi mensaje!
—Ana María, ¡por los clavos de Cristo!, ¿quieres dejar de interrumpirme? —exclamó él. Otra vez retomó el relato—: Venía de camino hacia la corte cuando en Calatayud me alcanzó un tambor del regimiento y me entregó el papel que me habías enviado. Si tenía alguna duda sobre el enigmático aviso anónimo, tu mensaje la disipó. A partir de ese momento estuve seguro de que algo grave se cocía. A mi llegada a Madrid, tú misma me confirmaste la situación y la gravedad de lo que estaba ocurriendo. Así que inicié pesquisas por mi cuenta con la mayor de las discreciones y con gente de mi confianza. Has de disculpar que no te haya comunicado nada de eso, pero la discreción más absoluta ha de ser el alma de este negocio. Mi gente ha buscado, rastreado y tratado de localizar, hasta conseguirlo, a dos súbditos del rey de Francia que presumía se encontraban en Madrid. Mis hombres han realizado un buen trabajo: no sólo han logrado localizar lo que buscaban, sino que no han levantado ninguna sospecha. Al contrario que esos alcaldes de casa y corte que, junto a sus sabuesos y confidentes, han puesto Madrid patas arriba, han alertado a los posibles implicados en esta trama y después de tantos días no han sacado nada en limpio y lo han revuelto todo, complicando, de paso, nuestras pesquisas.
La camarera se removía en su asiento entre inquieta y satisfecha. Aquel hombre era el demonio y además estaba locamente enamorado de ella.
—He de decir en honor a la verdad —prosiguió Cantillana— que yo jugaba con ventaja sobre toda esa turbamulta que recorría a diario los lugares públicos de esta corte, pues conocía los nombres de los individuos que había que localizar. Por si eso no fuera suficiente, ayer contamos con una ayuda suplementaria. Poco después de mediodía, cuando salí de mi casa, me abordó una mujer embozada.
»—Disculpad mi atrevimiento, pero es de gran importancia que hable con vos —me dijo.
»—¿Y quién sois, para tener esa urgencia conmigo, señora mía? —le pregunté.
»—Señor conde de Cantillana, eso es lo de menos en este momento. Confiad en mí, os lo suplico —contestó.
»—Será lo de menos para vos, pero no para mí —repliqué, e hice ademán de continuar mi camino.
»—¿Confiaríais en mí si os digo que fui quien os dio un mensaje la noche que os dirigíais a una reunión con el señor marqués de Villadarias, tras la derrota de Lérida?
»Había dado apenas un paso cuando me detuve en seco, me volví lleno de estupor y miré a aquella mujer de la que sólo podía ver sus ojos, la sujeté por el brazo. Mi mente trabajó rápido. Tenía que ser la misteriosa dama que me había abordado aquella noche, o alguien que conocía su identidad, porque aquel hecho no tuvo testigos.
»La invité a pasar a mi casa, pensando que si no había tenido reparo en abordarme en la calle, tampoco lo tendría en acceder a mi invitación, aunque tal tipo de acciones reputen mala nota en una dama. Aceptó y allí me confirmó que era la misma persona que había salido a mi encuentro aquella noche en nuestro campamento. La ayudé a desprenderse del manto que la cubría hasta los pies y con vuelo suficiente para embozarla y descubrí que se trataba de una mujer de la vida, una furcia. Vestía el atuendo propio de las mujeres de su oficio, muy coloreado y con un escote tan generoso que dejaba ver sus pechos hasta el mismo nacimiento de los pezones. El rostro, aunque lo tenía limpio, dejaba notar los efectos de afeites y pomadas. Era una mujer, a pesar de todo, atractiva.
»—Puedo daros señas y detalles sobre Regnault y Flotte, que os ayudarán a encontrarlos. Están en Madrid —me comunicó sin mayores preámbulos.
»—Ya me indicasteis —a pesar de la clase de mujer que era preferí guardarle el tratamiento— esos nombres en el escrito que pusisteis en mis manos, pero ¿por qué son importantes esos Regnault y Flotte?, ¿quiénes son? —le pregunté.
»—Señor, son dos agentes franceses que tienen como misión mover los hilos de la conjura tramada contra el rey nuestro señor —afirmó sin vacilación.
»A decir verdad, estaba perplejo y no daba crédito a lo que oía. Una pregunta empezó a bullir en mi cabeza. ¿Cómo era posible que aquella mujer tuviese tan secreta información? Traté de formulársela de la manera más adecuada, intentando no herir sus sentimientos.
»—Bien, señora mía, lo que me habéis dicho es muy grave, espero que comprendáis mis dudas y entendáis la pregunta que voy a haceros.
»—Estáis, señor, en vuestro derecho; preguntad, que yo procuraré responderos.
»—No os molestéis, pero he de saber cómo tenéis esa información. No se os escapará que en estos días son muchos los hombres y medios que se han movido para conseguir lo que me estáis contando. También quisiera que me dijerais, y esto es una curiosidad personal, por qué habéis escogido mi persona para esta confidencia.
«Hechas estas preguntas, que no parecieron causar mella en el ánimo de la mujer, la invité a tomar asiento, cosa que hasta entonces no había hecho. Se acomodó en una jamuga, adoptando una pose no exenta de distinción.
—Te diré —Cantillana puso aquí especial énfasis— que sólo por su vestido aquella mujer tenía trazas de prostituta. Ni su vocabulario ni sus ademanes podían confirmarlo; en todo caso lo desmentirían.
»—Como habréis podido adivinar —comenzó— soy una… prostituta. Es largo y complicado de explicar cómo he llegado a este estado y no tiene el menor interés para el asunto que nos ocupa. —Dijo aquello con un deje de amargura que no pudo evitar—. Sin embargo, el hecho de ejercer este oficio es la razón y la causa que me han permitido conocer la información que he puesto en vuestras manos. Os asombraría, señor, las cosas que los hombres pueden contar en una cama, sin necesidad de preguntarles. Con un poco de interés por parte de algunas de las que nos dedicamos a estas faenas podríamos conocer todo lo que deseáramos, porque también, señor, os causaría asombro y estupor conocer las gentes que requieren nuestros servicios. Algunos se escandalizarían y se harían cruces. No sé qué ocurriría en esta corte si las mancebías cerrasen y las putas dejásemos de oficiar —añadió con cierto orgullo—; desde luego, habría alteraciones, y no pequeñas…
—He de decirte, Ana María, que aquella mujer producía en mí un cierto sentimiento de admiración e intriga, hasta el punto de que en mi fuero interno estaba picándome la curiosidad acerca de la historia larga y complicada, según sus propias palabras, que la habían llevado al puterío.
»—Una noche —prosiguió— estando en funciones en la mancebía que hay junto al postigo de San Gil, que es el lugar adonde voy cuando no ejerzo por mi cuenta, llegaron dos individuos; eran franceses, porque aunque hablaban nuestra lengua no podían disimular su acento. Solicitaron mozas para una fiesta, afirmando que pagarían bien por una noche. Así fue cómo varias de nosotras, cinco en total, tomamos una carroza que los franceses habían traído y, cruzando al otro lado del Manzanares, nos llevaron a una quinta. A nuestra llegada vimos que allí había otras más de nuestro oficio y que los hombres eran todos franceses, unos militares y otros paisanos, aunque conforme avanzó la noche resultó imposible distinguirlos, porque todos acabaron en pelotas o en calzonetas y camiseta. A pesar de que quienes nos recogieron en la mancebía habían asegurado que no nos pedirían porquerías y cosas contra natura, luego empezaron a surgir problemas. No es que a mí me importase mucho, pero no me gusta que me engañen, así que me puse farruca, y aquellos hijos de puta me llevaron a una habitación donde no había nadie y me encerraron. Me asusté y pensé que había sido una tonta. El tiempo pasaba y yo seguía allí sola, cada vez más angustiada, sumida en la oscuridad, aunque cuanto más rato pasaba mejor veía, porque mis ojos se iban haciendo a la falta de luz. Oía las risotadas y los gritos lejanos de los que se divertían. De pronto oí un ruido cercano, procedía del otro lado de una de las paredes que delimitaban mi encierro. Me acerqué y pegué el oído. Fue entonces cuando reparé en un cuadro que quedaba a la altura de mi cabeza y a un lado. Como tenía la cara pegada a la pared, vi que entre el marco del cuadro que colgaba y el muro había como una rendija de luz. Me moví con sigilo para no hacer ruido, desplacé el cuadro con suavidad y la luz aumentó. Me asusté y lo volví a su posición original; aquella pintura estaba colgada para ocultar una abertura que permitía ver y oír lo que ocurría y se decía en la habitación contigua. Pensé que si aquello estaba allí, tendría tal disposición que quien mirase y oyese pudiera pasar inadvertido para los que estaban al otro lado. Dudé por un instante, pero al final me decidí. Volví a desplazar el cuadro, haciéndolo girar sobre el único punto de sujeción que tenía, y lo sostuve con mi hombro, mientras aplicaba uno de mis ojos al agujero de la pared, que tenía un tamaño algo más chico que el de una moneda de cuatro reales. Lo que vi fue a cuatro hombres que hablaban en francés. Aunque os sorprenda yo entiendo esa lengua y puedo demostrarlo si vos lo deseáis. No viene al caso que os explique por qué hablo la lengua de los gabachos…
—Una putita ilustrada —interrumpió mademoiselle con retintín.
—No te burles, Ana María, aquella afirmación no hizo sino excitar aún más mi curiosidad por una mujer que, habrás de reconocerme, no es habitual encontrar en esos menesteres.
La camarera asintió varias veces con la cabeza, pero no abrió la boca. Cantillana volvió al relato.
»Os he dicho que vi a cuatro hombres —prosiguió ella—. No es cierto. Sé que allí había cuatro hombres, pero a uno de ellos no le pude ver, pues quedaba fuera de la visión que el agujero me permitía otear. De lo que pude entender de la conversación saqué en claro que dos de ellos respondían a los nombres de Regnault y de Flotte, pero no conseguí enterarme de los nombres de los otros dos. Al que no pude ver se dirigían los demás con especial deferencia; debía de tratarse de alguien de importancia, ya que era quien decidía y daba instrucciones. La conversación giraba en torno a los detalles y actuaciones que habrían de llevarse a cabo para el desarrollo de un plan cuyo fin era destronar al rey, a nuestro rey, a quien los allí reunidos motejaban a veces con el nombre de Homero.
—¿Cómo has dicho, Fernando? —La princesa de los Ursinos se puso de pie con agilidad.
—He dicho que Homero es el rey en la trama de los conjurados. Cuando la mujer me dijo aquello, disipó en mí cualquier duda que pudiese albergar acerca de la veracidad de lo que me estaba contando. En el mensaje dirigido a Medinaceli se dice que «Plutarco se impondrá a Homero».
»Luego me indicó que los que le habían llevado allí volvieron a por ella. Tuvo tiempo de volver el cuadro a su posición habitual, lo que no era complicado, y acurrucarse en un rincón. La sacaron a empellones y fue obligada a participar en la orgía, que a aquellas alturas de la noche había llegado al mayor de los desenfrenos. Se doblegó porque algunos de los asistentes habían adoptado actitudes cada vez más violentas. Me comentó, sin embargo, que le pagaron bien, tanto que no dudó en acompañar a aquellos individuos hasta el frente de Cataluña, hacia donde partieron al día siguiente. Al fin y al cabo era su trabajo, y parecía haber encontrado un buen filón. Emplearon siete días en llegar al campamento donde estaba el grueso del ejército francés que mandaba el duque de Orleans, y aunque las operaciones estaban en manos de Bessiéres, para sorpresa suya volvió a ver allí a Regnault y Flotte. Aprovechó las circunstancias para sonsacar a algunos oficiales franceses, que alardeaban de saber cosas…, que aquellos dos eran agentes especiales de su excelencia en misión secreta. Una tarde Regnault solicitó sus servicios; ella recordó la violencia de aquel hombre en la cama y la tacañería de su bolsillo a la hora de pagar, pero la remuneró con algo mucho más valioso. El tal Regnault debió de sentirse complacido, porque le comentó que al día siguiente se marcharía a Madrid y le gustaría volver a verla. Le dio unas señas para encontrarle.
La camarera mayor soltó una carcajada.
—Éste se va a perder por la bragueta, que es por donde se pierde la mayoría de los hombres, ¿o acaso estoy equivocada?
—No seas mordaz, Ana María. —Cantillana prosiguió con el relato que le hizo aquella mujer—: «La víspera de lo de Almenara fui requerida junto a las dos compañeras de la mancebía del postigo de San Gil, que también se habían venido al frente, para alegrar la noche al mismísimo duque de Orleans y la oficialidad de su estado mayor. Allí estaba otro de los hombres que había visto en la quinta de Madrid; era un coronel y se llamaba Chamaillart. Recuerdo con horror aquella noche, en la que Chamaillart me propuso tal obscenidad que resultaba vejatorio hasta para alguien de mi condición. Me mostré zalamera hasta donde me fue posible y traté de emborrachar al francés para, de esa forma, disuadirle de sus propósitos, pero sólo conseguí que se le soltara la lengua y me contase que el combate del día siguiente estaba amañado, que su excelencia el duque de Orleans y el jefe austracista Stanhope habían mantenido una entrevista y llegado a un acuerdo, que el trono de Felipe V no valía un pimiento y que ellos se marchaban de España. También, en medio de la incontinencia de lengua que el vino de Cariñena había provocado en el militar francés, me dijo que en aquel asunto intervenía el marqués de Villadarias. En ese momento el duque de Orleans propuso un brindis que me pareció detestable. Hice un gesto de repulsa que fue percibido por el duque, quien ciego de cólera me golpeó una y otra vez. Después ordenó que me quitasen la poca ropa que me quedaba encima y que me atasen para azotarme. No recuerdo cómo se resolvió la situación, sólo sé que me llevaron a un lugar apartado y que quienes lo hicieron se divirtieron conmigo hasta que casi amaneció».
»Me confesaba que no sabía si habría sido peor que la azotasen o lo que tuvo que soportar a manos de sus «salvadores». Concibió tal odio hacia aquella gente que tomó la decisión de poner en conocimiento de alguien todo lo que sabía.
—¿Por qué te eligió a ti? —La pregunta de la camarera estaba cargada de curiosidad.
—La razón que esta mujer me dio parece lógica. La derrota de Almenara fue una verdadera catástrofe para nuestras unidades. Cuando tras los primeros envites el ala izquierda de nuestro ejército, que era la que formaban los regimientos franceses, se hundió, nuestras tropas se vieron envueltas por los dos flancos y cundió el pánico. Sólo mi regimiento fue capaz de sostener la formación y resistir con aplomo las embestidas del enemigo. Logramos cruzar el río y ponernos a salvo; después de la batalla no se hablaba de otra cosa.
»—En aquellas circunstancias —me confesó la mujer— vos erais el único oficial que podía inspirarme alguna confianza. Pregunté quién era el coronel del regimiento de la Reina, y me dijeron que el conde de Cantillana. Busqué vuestra tienda y os seguí. El resto ya lo sabéis.
Cantillana quedó en silencio. También la princesa de los Ursinos tenía un aire meditabundo. Así transcurrió un largo rato. No dejaba de ser curioso que ahora mademoiselle, que había interrumpido varias veces el relato, permaneciese muda y ensimismada.
—Cuando aquella mujer extraña se marchaba —prosiguió él—, le pregunté por su nombre. «Mi nombre no os dirá nada, señor de Cantillana —respondió—, pero si preguntáis por mí junto al postigo de San Gil, hacedlo por… la Barquillera; a buen seguro que os darán recado de mi paradero».
—¿Sabemos dónde se encuentran Regnault y Flotte? ¿Están aquí, en Madrid? ¿Están localizados? —Ahora las preguntas salían en cadena de la boca de la camarera.
—Sí, sabemos que están aquí, en Madrid, y no sólo localizados, sino controlados; no darán un paso sin que sepamos dónde van y qué hacen. Ayer por la tarde mis hombres les encontraron en la dirección que me fue facilitada; desde entonces están sometidos a una discreta vigilancia. Esta mañana han acudido a casa de un caballero de Santiago que vive en la plaza del Salvador. Fueron temprano, a eso de las nueve, y después de permanecer allí una hora larga, se dirigieron a una casa que hay junto al convento de las Calatravas. Luego almorzaron en el mesón de Ardila y después se retiraron a la posada donde residen, en la calle de Carretas, cerca de una iglesia. Allí, antes de que comenzase la tormenta, recibieron la visita de un individuo, al parecer deudo de Medinaceli, pero este último extremo está aún por confirmar.
Cantillana permanecía sentado, pero Ana María de la Tremouille hacía rato que se había puesto de pie y paseaba, nerviosa, de un lado a otro. El rico tejido de su complicado vestido crujía a cada movimiento, denotando la calidad del mismo. Con los dedos entrelazados, apretaba una mano contra la otra, con fuerza y nerviosismo.
—¿Qué piensas que debemos hacer ahora?
—Mi opinión es que no debemos mudar nada en las próximas horas y posiblemente en los próximos días. Mis hombres pueden continuar la vigilancia de cualquier movimiento que hagan los agentes franceses, y eso nos facilitará más información.
—Tienes razón, la información es la clave de este asunto. Debemos saber hasta dónde llegan las ramificaciones de la conjura, cuántos están complicados en ella y dónde se encuentra el corazón de la misma. —La conversación parecía tranquilizar, al menos en apariencia, a la camarera mayor.
—Si Homero es el rey Felipe, parece lógico pensar que Plutarco sea el archiduque Carlos, porque la imposición de Plutarco sobre Homero sólo puede entenderse en función del resultado de la guerra en que estamos empeñados. La clave del asunto, el corazón de la conjura, reside en saber quién es la Justicia, porque la hora que suena no es la de Plutarco, sino la suya.
Ana María de la Tremouille miró sorprendida al hombre que tenía ante ella y que seguía sentado, relajado por completo, haciendo gala de una tranquilidad que resultaba pasmosa en aquellas circunstancias.
—Eres una caja de sorpresas. Estás ahí, tan tranquilo, siendo quien tiene en sus manos los únicos datos fiables para hacer frente al asunto más grave que amenaza la integridad de esta monarquía.
Los labios de Cantillana se estiraron formando una sonrisa que tenía mucho de burlona.
—¿Te ríes? —dijo la camarera mayor.
—No, no me río —respondió él—. Sonrío, que no es lo mismo. Y sonrío porque éste no es el asunto más grave que amenaza a la monarquía.
—¿Cómo puedes decir eso, estando en tus cabales, Fernando? —El tono era de irritación.
—Porque es cierto. Llevamos ya muchos años metidos en esta maldita guerra. Años de destrucción, de saqueos, de horror y de muerte, en los que miles de vidas han sido segadas para ver quién ciñe la corona de estos reinos que se desangran. Todo esto forma parte de ese juego macabro, Ana María. A la postre la solución la tomarán unos cuantos en torno a una mesa.
—¡Fernando, eso es derrotismo! ¿Cómo puede hablar así un soldado del rey nuestro señor?
—Por eso precisamente, porque llevo la mitad de mi vida jugándomela por el rey nuestro señor. Por el anterior y por éste. —Cantillana seguía con la imperturbable tranquilidad que tanto parecía irritar aquella noche a mademoiselle.
Tras una larga pausa, la camarera afirmó:
—Habrá que poner todo esto en conocimiento de sus majestades:
—Creo que no. —Fue la respuesta lacónica de Cantillana, quien vio el efecto de sorpresa que sus palabras causaban.
—¿Cómo, que no?
—Creo que deben continuar las pesquisas que hay en marcha, con el mismo sigilo que hasta ahora. Cuantos más estemos en esto, más posibilidades hay de que se convierta en un secreto a voces, y entonces…
—¡Pero son el rey y la reina!
—Lo que propongo es para que tengamos la posibilidad de que sigan siéndolo. —Se levantó y trató de besarla; la camarera le rechazó:
—Esta noche no, Fernando, esta noche no.