El ambiente podía calificarse con toda propiedad de cuartelero, a pesar del hermoso palacete renacentista donde se había instalado el estado mayor del duque de Orleans, máximo responsable de las tropas francesas que hasta hacía pocas jornadas habían sostenido en España la causa de Felipe V. Las órdenes llegadas desde Versalles no habían dejado lugar a dudas y en cuarenta y ocho horas todos los bagajes y la impedimenta de las tropas habían sido cargados para que el ejército —dieciocho mil hombres en total— se pusiese en marcha y cruzase los Pirineos.
Toda la rapidez y velocidad que Orleans había ordenado imprimir al ritmo de marcha hasta llegar a la frontera, se había esfumado cuando sus hombres pisaron suelo patrio. A partir de ese momento el avance del ejército se volvió lento y pesado, con largas paradas y reposados asentamientos. Así habían llegado hasta las proximidades de Toulouse. El curso del Garona, cuyas aguas corrían mansas y pausadas, separaba el campamento de Orleans de la rica y populosa capital del Languedoc. Habíase prohibido expresamente a las tropas que, bajo ninguna circunstancia, entrasen en la ciudad, si bien la prohibición no incluía a la oficialidad franca de servicio. El responsable de aquellos dieciocho mil hombres había decidido detener allí la marcha y solicitar instrucciones concretas del ministro de la guerra, pues las órdenes recibidas sólo indicaban que el ejército a su mando, que incluía la práctica totalidad de las tropas francesas que operaban en la península Ibérica, abandonasen la misma.
Había instalado su residencia en un hermoso palacete, propiedad del obispo de la ciudad, que servía de residencia al purpurado durante las semanas más duras del estío y en otras ocasiones fuera del verano, cuando las circunstancias lo aconsejaban. Con antelación, una misión integrada por dos jefes había solicitado a su eminencia acomodo para el duque durante los días que las tropas permaneciesen acantonadas en las proximidades de la población. El prelado, que no recibió personalmente a los militares emisarios, sino a través de su vicario, les hizo esperar cerca de tres horas. El eclesiástico que actuó de interlocutor les explicó que su eminencia se encontraba en San Sernín asistiendo a una celebración litúrgica solemne, cosa no del todo cierta, porque el obispo había abandonado su palacio media hora después de que se le hubiese anunciado la presencia de los soldados, a quienes no dio una respuesta hasta regresar de San Sernín. La petición fue respondida afirmativamente con dos condiciones: la primera, que tanto el dormitorio como la biblioteca de monseñor quedarían cerrados y su uso excluido para los alojados, y la segunda, la imposibilidad de poner a disposición de su excelencia el personal de servicio que su dignidad requería, ya que las cinco personas que había en el palacete —dos hombres y tres mujeres— dedicarían sus esfuerzos a mantener la vigilancia que el edificio necesitaba.
Cuando Orleans conoció la respuesta del obispo, montó en cólera, maldijo al «cabrón del fraile», que fue como motejó a su anfitrión, y decidió aceptar la oferta con la intención de convertir el lugar en una casa de placer para él y los integrantes de su estado mayor. Su eminencia tendría ocasión de comprobar los efectos que el paso de soldados producía en una residencia y más aún, si esa residencia era una mansión.
Poco después de que el duque y la docena de jefes y oficiales que integraban el grupo de alojados se aposentasen, fue solicitado el servicio de las más afamadas meretrices de Toulouse y se dieron instrucciones precisas para que bebida y viandas en grandes cantidades fuesen traídas al lugar. Antes de caer la noche el vino corría en abundancia, la comida rebosaba por bandejas y mesas, cuando no estaba tirada por los suelos, y dieciocho de las más finas putas tolosanas habían arribado en dos carrozas, recogidas de los más reputados burdeles de la ciudad.
En una habitación de forma ovalada, cuyo curvado ventanal cerraba justo la mitad de la estancia, proporcionando unas hermosísimas vistas del río y de la ciudad, Orleans y un grupo de sus oficiales disfrutaban de la compañía de varias rameras, que los doblaban en número. Las cristaleras de la ventana daban a un balcón cerrado por una balaustrada de piedra; a sus pies, en un plano inferior se extendía un bello jardín formado con parterres de caprichosas y complicadas figuras geométricas, entre cuyos setos de verdor se abrían callecitas apacibles que invitaban al paseo sosegado y reflexivo.
Frente al silencio, la paz y la tranquilidad que emanaba del jardín, se contraponía el ruido, el ajetreo, las voces, los gritos desacompasados y las carcajadas altisonantes que salían de la habitación ovalada, cuyo mobiliario estaba sufriendo, en forma de manchas, golpes y algún desgarro en las tapicerías, los efectos de la ruidosa celebración. Tampoco las paredes, enteladas, escaparon al desenfreno de la bacanal que allí se desarrollaba. Por el momento, sólo los frescos que decoraban las paredes, a partir de una cierta altura, donde concluía la zona entelada, y la bóveda no habían sufrido los efectos de la orgía. Eran hermosas pinturas del Renacimiento de estilo veneciano donde se desarrollaban escenas mitológicas sobre asuntos amatorios.
A duras penas pudo Orleans hacer que su voz se elevase por encima del ruido de los gritos y del chocar de los cristales y las porcelanas.
—¡Compañeros!
—¡Compañeros! —Orleans alzaba el tono de voz—. ¡Compañeros! ¡Camaradas!
Se oyeron siseos que trataban de colaborar para conseguir el silencio. Hubo alguna palmotada, más que cariñosa, al trasero de una de las putas, que no se había percatado de que debía callarse y posponer sus risotadas. Todos los presentes acabaron guardando el silencio que, con dificultad, se había logrado imponer. Las putas habían oído hablar de la generosidad del señor duque en aquellas ocasiones, pero también sabían de sus accesos de cólera, a los cuales era proclive, y de las penosas consecuencias que se derivaban de ellos. Se contaba que había desorejado por su propia mano a una ramera de Dijon por haberle contradicho una afirmación sobre un asunto banal, en un burdel de la ciudad borgoñona.
—¡Camaradas! —Orleans, que a medio desvestir estaba materialmente tumbado en un sillón de formas complicadas, alzó una copa llena de vino tinto hasta el mismo borde—. ¡En los momentos presentes se impone un brindis colectivo!
Palabras de asentimiento y alguna risita, acallada de forma inmediata, acogieron la propuesta del duque. Por todas partes sonó el chocar de cristales, al apresurarse todo el mundo a llenar su copa.
—¡Bebamos…! ¡Bebamos a la salud del coño capitán y del coño teniente!
Las carcajadas y las risas de los presentes se confundieron con el chocar de las copas. Buena parte del líquido que contenían se derramó por pecheras y escotes desabrochados que ya no tapaban nada. Todos los oficiales de Orleans sabían lo que el proponente señalaba con aquel brindis, pero las rameras de Toulouse sólo vieron en él una explosión de erotismo en una situación propicia para ello. Brindar por un coño no era cosa común, pero en circunstancias como aquéllas era poco lo que podía resultar extraño. Dos de los presentes, cuyo grado de embriaguez era inferior al de los demás y cuyas facultades no estaban todavía alteradas, cruzaron una mirada cómplice, dejaron las copas y, abandonando a sus respectivas meretrices, hicieron un discreto aparte.
—Ya sabes, Chamaillart —señaló con voz baja el más joven de los dos militares—, lo que podemos encontrarnos de aquí en adelante.
—Cierto, Joinville —confirmó el mayor de ellos, un hombre de pelo blanco cortado a cepillo y que frisaba el medio siglo.
—Creo que los demás no están para nada; hemos de ser nosotros quienes estemos pendientes de Monsieur, si no queremos que luego haya complicaciones.
Los dos soldados sabían cuáles podían ser esas complicaciones. Cuando Orleans proponía un brindis, solía ser el primero de una larga serie. El tono de sus propuestas iba en aumento conforme avanzaba el número de los mismos y al compás de los brindis no dejaba de incrementarse su mal humor, su grosería y una actitud colérica que podía desatarse en abierta violencia. Era frecuente que las orgías de Monsieur, que era como familiarmente conocían sus oficiales al duque de Orleans, acabasen de mala manera.
Monsieur, duque de Orleans, bautizado con el nombre de Felipe, era hijo del hermano de Luis XIV; sobrino del rey de Francia y tío del rey de España. Por aquel entonces tenía poco más de treinta años y había demostrado su valía en el campo de batalla. Entre sus hombres nadie discutía su valor personal ni sus dotes militares, pero sus virtudes paraban ahí. Era caprichoso y cruel, pronto a la cólera, y no permitía a nadie contravenir su voluntad. Los que le conocían a fondo, que no eran muchos, sabían que su ambición no tenía límites, porque nada había que pudiese ponerle freno. Se trataba de un amoral en el sentido más amplio de la palabra y la única guía de sus actos era su voluntad, sus deseos y sus objetivos. Arrastraba una vida crapulosa y salpicada de escándalos, por lo que a pesar de ser un hombre relativamente joven, su rostro, su cuerpo y su espíritu ofrecían ya con claridad los estragos de sus excesos. Tenía la cara surcada por profundas arrugas que se empequeñecían, pero aumentaban en número, en torno a la boca y los ojos, debajo de los cuales se habían formado unas bolsas, de un tono más oscuro que el resto de la piel, que hundían sus ojos y perturbaban su mirada. Los hombres que integraban su estado mayor eran sus compañeros obligados de orgías y los encargados de evitar en lo posible las «complicaciones» a las que invariablemente conducía el mal beber del duque. Aquella docena de hombres había contraído un compromiso: en las fiestas de Monsieur dos de ellos se mantendrían sobrios —tal situación era asumida por turnos— para estar atentos a cualquier eventualidad.
Chamaillart y Joinville se habían percatado de que aquella noche las dificultades podían surgir muy pronto porque el primer brindis propuesto por el duque se había situado ya en un nivel muy alto. Ambos sabían a qué se estaba refiriendo al mencionar «el coño capitán y el coño teniente». Era el modo que tenía de nombrar a la reina de España y a su camarera mayor. Por lo que se sabía, su odio hacia ambas mujeres estaba relacionado con el rechazo que en las dos había encontrado la petición que hizo para que su amante madame d’Argenton fuese dama de honor de la reina Luisa Gabriela; sin embargo, algunos pensaban que sus motivos podían ser más profundos. Era del dominio público que Orleans había realizado numerosos regalos a la reina de España: ropa a la moda parisina, adornos para el pelo, pulseras, textos de las comedias que constituían los últimos estrenos en la capital de Francia y hasta… fina lencería, cosa esta última que había sido muy comentada y dado lugar a toda clase de rumores y suposiciones. Se hacían cábalas sobre las intenciones que se escondían tras los regalos.
Chamaillart y Joinville recordaban ahora que aquel brindis, había sido la culminación de los que hubo en un pueblecito de Lérida, en vísperas de la batalla de Almenara. Una de las mujerzuelas que alegraban el sarao, que habían organizado entonces, hizo un gesto de repulsa cuando Monsieur, a quien el vino había desatado la lengua más de lo debido aquella noche, en la que llegó a contar cosas inauditas, propuso el brindis por el coño de la reina de España y el de su camarera mayor. El gesto fue captado por el duque, quien sin mediar palabra, la emprendió a golpes con aquella desgraciada, que recibió una paliza y numerosos puntapiés. Orleans, ciego de ira, intentó que, desnuda como estaba, fuese atada para ser azotada. Sólo la actuación de algunos de sus oficiales evitó aquello.
A duras penas lograron contener el obcecado y encolerizado Monsieur y quitar de su vista a la mujer. Luego se enteraron que era una conocida furcia madrileña, que había llegado allí con algunos oficiales para aprovechar el tiempo prestando sus servicios a las tropas del ejército borbónico que sostenía el frente en el principado de Cataluña.
Contra todo pronóstico, la velada en la residencia de verano de su eminencia reverendísima el obispo de Toulouse no terminó tan mal como los dos oficiales de respeto habían barruntado. Después del primer y explosivo brindis, Orleans entró en una especie de ensimismamiento rayano en la melancolía, por lo que no hubo más propuestas y al filo de la medianoche despidió a la compañía femenina. Estaban ajustando el precio que había de abonárseles cuando un capitán de dragones solicitó permiso para entregar un mensaje urgente al duque. Joinville, que había recibido la petición del capitán, tenía serias dudas sobre la conveniencia de molestarle en aquellas circunstancias.
—Ha de ser algo verdaderamente extraordinario y urgente, capitán.
—Mi coronel, las instrucciones que se me han conferido señalan de forma taxativa que el mensaje he de entregarlo personalmente a su excelencia y que bajo ningún concepto debo retrasar la entrega.
Joinville miró hacia el rincón donde Orleans se encontraba. Su imagen ofrecía una estampa de abandono absoluto: estaba descalzo y descamisado; recostado sobre un sillón, sostenía la cabeza, inclinada hacia adelante, con ambas manos. Parecía como si con ellas tratase de sujetar los pensamientos que fluían por su cerebro.
—Esperad un momento, capitán. —El tono de Joinville era el de un hombre acostumbrado a mandar. Se acercó a Chamaillart, quien departía con otros compañeros y le indicó que le acompañase. Lo que dijeron quedó entre ambos y no debió de ser poco a tenor del tiempo empleado. El capitán de dragones que esperaba, mientras veía desfilar ante él las putas tolosanas que se retiraban tratando de componerse las hechuras y los vestidos después de haber cobrado, observó que los dos coroneles sostenían, por sus gestos, algún tipo de discusión. Al final ambos se acercaron adonde aguardaba el capitán mensajero, quien repitió el marcial saludo que anteriormente hizo a Joinville y ahora dedicaba a Chamaillart; éste lo devolvió con cierta dejadez, próxima a la desidia.
—¿De dónde viene el mensaje que portáis, capitán? —La pregunta de Chamaillart era desganada, como su voz.
—Mi coronel, viene de España, exactamente de Madrid. Se ha confiado a mi custodia en Baqueres de Luchon, en la frontera misma. Con las instrucciones que…
Chamaillart interrumpió con un movimiento de la mano la explicación del capitán, mientras con la otra se acariciaba la barbilla con aire dubitativo.
—De acuerdo, Joinville, entreguemos el mensaje a su excelencia.
Con un gesto de cabeza Chamaillart indicó al capitán que le siguiese. En pocos pasos alcanzaron el lugar donde Monsieur, sentado, parecía dormitar. Los taconazos militares que anunciaban el saludo retumbaron con fuerza y sacaron a Orleans de su ensoñación.
—Perdonad, excelencia, pero se trata de una urgencia que, al parecer, no puede demorarse.
El duque había levantado la cabeza, pero su cuerpo seguía desmadejado, echado sobre el sillón. Tenía los ojos enrojecidos y apestaba a vino.
—¿Y bien…?
—Excelencia, este oficial ha recibido un mensaje para vos; viene de España y le ha sido entregado en la frontera. —Chamaillart, que tapaba al capitán de dragones, se hizo a un lado. El capitán, al quedar frente al sobrino del rey, volvió a golpear con marcialidad los tacones de sus botas y adoptó una postura aún más marcial, rígida.
—¡Se presenta el capitán Chaillot, del tercero de dragones y con guarnición en Marsella, en la actualidad en misión de servicios especiales en el correo de su majestad! ¡A las órdenes de su excelencia!
Orleans tenía reflejado en el rostro el tedio y la desilusión:
—¿Dices que traes correo de España?
—¡Así es, excelencia!
—Dame ese correo, y espero que sea todo lo urgente que indicas. —Alargó el brazo con desgana y corrigió su posición en el sillón. Ahora resultaba más airosa.
El dragón se acercó dos pasos para poder entregarle el pliego que portaba. El duque rompió con parsimonia los lacres y leyó para sí. El contenido del papel, a tenor de la mutación que se produjo en su rostro, debía, desde luego, responder a la urgencia del envío. Todos los presentes comprendieron que no se trataba de una rutina y que algo grave e inesperado había sucedido en España. La respiración de Orleans se había ido haciendo progresivamente más agitada, y su mirada seguía concentrada en el papel que, con crispación creciente, sostenía entre las manos. Se había hecho un espeso silencio, que se tensaba a cada segundo que pasaba. Los efectos del vino que dominaban a la mayoría de los presentes parecían esfumarse.
El duque de Orleans se puso en pie de un salto. Cualquiera que le hubiese visto hacía sólo unos minutos, derrengado y abatido, apoltronado en aquel sillón, habría pensado que no era el mismo individuo que había saltado, como impulsado por un resorte, para ponerse de pie desbordando energía.
—¡Rápido! ¡Necesito recado de escribir! ¡Esto es una emergencia!
Todo el mundo se puso en movimiento; luego Orleans se dirigió al mensajero, ahora con corrección militar.
—Capitán, ¿estáis en condiciones de poneros en camino?
—Si ésas son las órdenes de vuestra excelencia, las cumpliré con gusto. Sólo necesito un caballo de refresco.
—¿Cómo habéis dicho que os llamabais?
—Chaillot, excelencia; Antoine Chaillot, del tercero de dragones.