Capítulo XIV. El secreto del padre Daubenton

—El padre Daubenton está muy mal y pide confesión. Reclama la presencia del padre Arriaga —indicó el hermano Martín, despensero de la casa.

—¿Tan mal se encuentra? —preguntó el padre Valdés.

—En mi opinión está agonizante, y creo, si vuestra paternidad no ordena otra cosa, que no se debe perder un instante.

Valdés hizo un gesto a Arriaga, que no necesitaba de palabras. Éste recogió con la mano izquierda la sotana para alzarla unos palmos y ganar en agilidad. Se levantó y abandonó la reunión. Llegó a tiempo de asistir al moribundo, oírle en confesión, administrarle la unción de los enfermos y oír de sus labios una revelación de suma importancia:

Era cierto que él había escrito aquella carta al duque de Orleans, a quien le unía una antigua relación; también lo era que había escuchado en confesión a su majestad el rey que la reina había acudido en busca de remedio para sus cuitas a una hechicera llamada Ana de Hoserín, cuya casa daba a la espalda del colegio. El rey había descargado su conciencia por considerar que el simple hecho de conocer aquella acción de la reina era un cargo para su alma, pero también le dijo el padre Daubenton, poniendo a Dios por testigo de la verdad de sus palabras, que no había violado ningún secreto de confesión cuando hablaba de aquel asunto al duque de Orleans. Había tenido conocimiento de aquellas visitas de la reina porque la había visto entrar, acompañada de su camarera, en la casa de la hechicera. La había visto porque él estaba en casa de la susodicha, una de las noches que la reina la visitó. Subió a la planta alta y allí aguardó hasta que su majestad fue introducida en el cuarto de la hechicera, momento que él aprovechó para marcharse.

—No he violado, padre, el secreto de confesión. No lo haría por nada del mundo. Por nada, padre, por nada…

—Sosegaos padre Guillermo. Yo os creo. Ahora necesitáis reposo y tranquilidad.

—Padre, si he pecado…, si he pecado de algo…, mi pecado ha sido la indiscreción… pero jamás, padre Arriaga…, jamás he violado el secreto del confesionario… —Alzó la voz y repitió otra vez la palabra «jamás». Abrió desmesuradamente los ojos, que se le quedaron en blanco. Balbuceó algo ininteligible y la cabeza se inclinó sobre el pecho, mientras la mano que asía con fuerza la de su compañero de orden se crispó como una tenaza. El jesuita hizo lentamente la señal de la cruz con la mano que le quedaba libre, a la vez que murmuraba una plegaria. Luego, separó con suavidad la mano del difunto de la suya y cerró los párpados sobre los ojos del cadáver.

Aquella misma tarde, con conocimiento de su superior, Arriaga solicitó una audiencia privada con su majestad para tratar un asunto de la mayor importancia. La sorpresa de los jesuitas fue grande cuando el recadero que había llevado la misiva a palacio regresó con un papel para el padre Arriaga. El texto era muy simple:

Acudirá vuestra reverencia a palacio cuando reciba esta nota.

B. L. M. de V. Rvcia.

Leganés.

—Arriaga, es evidente que su majestad no está tranquilo con los sucesos del día. —El padre Valdés caminaba de una pared a otra de su despacho con grandes zancadas y las manos a la espalda.

—¿Hay alguna instrucción concreta? —Arriaga, que estaba de pie, tenía plegada sobre su brazo la capa que se pondría al salir a la calle y sostenía con la otra mano el bonete.

—Sí, la hay. Primero, ofrecer a los miembros de la Compañía para dirigir la conciencia de su majestad. Segundo, tranquilizar la regia conciencia… Supongo que me comprendéis.

—No, reverencia.

—Sencillamente, Arriaga, es probable que el rey quiera confesarse. No dejéis pasar la ocasión; y si no lo plantea, ofrecédselo, ¡ofrecédselo vos, pardiez!

—Así será. —El padre Arriaga asintió y se dirigió hacia la puerta.

—Ah, una cosa más, se me olvidaba. Intentad que la imagen del padre Daubenton quede a salvo… Aunque me temo que no va a ser fácil.

La luz limpia y brillante de las primeras horas de la tarde invitaba al paseo. En el horizonte, a poniente, una barra de tonos violáceos anunciaba una línea de nubes.

Acompañado de un criado, el padre Arriaga recorría a pie, con buen paso, el trayecto que separaba su residencia del alcázar real. Su mente iba desde simplezas, como pensar en si pondrían en palacio una carroza a su disposición para la vuelta, hasta intentar imaginarse la escena de la reunión con el rey. ¿Estarían solos? ¿Les acompañaría la reina? Si estaba la reina, ¿estaría también la princesa de los Ursinos? No conocía a aquella mujer, pero ¡había oído tantas cosas de ella!

De vez en cuando, de forma maquinal, daba su mano a besar a algún transeúnte que se acercaba a cumplimentarle de aquel modo. También se santiguaba mecánicamente al pasar por delante de los establecimientos religiosos que había en el camino y que entre iglesias, conventos, un oratorio y una capilla, sumaban siete.

A aquellas horas la jornada oficial de sus majestades había concluido hacía ya rato. Los pasillos, salones y otras dependencias palaciegas estaban semidesiertas, por lo que el jesuita no tuvo que hacer antesala. Un oficial del cuerpo de guardia, donde quedó el criado que le acompañaba y dejó su capa y su bonete, le condujo hasta donde estaba el duque de Osuna, el gentilhombre de cámara que hacía poco rato había iniciado su jornada, sustituyendo al marqués de Leganés, quien le llevó hasta la presencia del rey, que estaba en sus aposentos privados, acompañado de la reina y la camarera mayor.

Osuna saludó pomposamente a los reyes y presentó a su acompañante.

—Majestad, el padre Arriaga, de la Compañía de Jesús. Después se retiró, dejando al jesuita ante el trío que gobernaba la monarquía.

Fue la princesa de los Ursinos quien formuló la pregunta, sin invitarle a que depusiese la actitud, casi marcial, que el jesuita, atenazado por los nervios, ofrecía.

—Habéis solicitado una audiencia a su majestad para tratar de un asunto de la mayor urgencia; veámoslo.

Al padre Arriaga le pareció una actitud altiva por parte de la camarera, y de una desvergüenza inaudita solicitar una cuestión que él deseaba confiar a su majestad. Sin saber cómo, ni él mismo pudo explicárselo luego, tuvo una respuesta llena de osadía, dadas las circunstancias que concurrían.

—El asunto es con su majestad, no con vos, señora.

El aplomo del jesuita hizo que Felipe V, que estaba sentado dándole la espalda, se volviese como impulsado por un resorte. El rey, cuyo rostro era inexcrutable, miraba con dureza a quien había pronunciado aquellas palabras.

El sacerdote inclinó la cabeza a modo de reverencia y saludó:

—Majestad.

—Vos sois… Sois el padre…

—Soy el padre Arriaga, majestad.

—El padre Arriaga —repitió Felipe V—, y deseáis exponerme un asunto del máximo interés.

—Así es, majestad, del máximo interés para vuestra conciencia… Por eso os suplico que escuche vuestra majestad lo que he de decirle, en privado.

—¿Por qué ha de ser en privado? —requirió el rey con cierto tono malicioso.

—Con la anuencia de vuestra majestad, porque he sido quien ha asistido en los últimos momentos al padre Daubenton.

El rey se agitó, incómodo, en el sillón donde estaba retrepado. Después bajó los pies del escabel donde reposaban y se levantó.

—¡Acompañadme!

Salió por una puertecilla seguido del jesuita.

La conversación entre el monarca y el eclesiástico fue larga, había transcurrido más de una hora cuando los dos regresaron al aposento donde la reina y su camarera mayor habían quedado. Felipe V tiró del borlón que formaba el extremo inferior de un cordón dorado que se perdía por un agujero en la pared, en el exterior sonó el toque de una campanilla y al instante unos golpes en la puerta anunciaron la petición de entrada en la estancia. El duque de Osuna hizo acto de presencia.

—Osuna, que dispongan recado de escribir para agradecer al padre Daubenton los desvelos y trabajos que se ha tomado por el bienestar de mi alma… Claro está, que es un agradecimiento póstumo, lamentablemente.

El noble hizo una cortesana inclinación de cabeza y abandonó la estancia. La reina y su camarera rebosaban asombro, pero no pronunciaron una sola palabra hasta que el rey habló.

—¿Sabes, querida, que el padre Daubenton no violó el secreto de confesión? —El rey parecía de un humor excelente. A las dos mujeres les cambió el color del rostro. El rey continuó—: Sólo cometió una imprudencia, una indiscreción que hasta podemos considerar grave, pero no violó el secreto del sacramento.

La reina se puso de pie, a duras penas podía contener lo que ya era un enojo que salía por todos los poros de su cuerpo.

—Sin duda, el padre Arriaga tiene una gran fuerza de convicción para que hagas una afirmación en ese sentido.

—Querida, sencillamente sabe algo que nosotros ignorábamos.

—¿Y qué es, si se puede saber, eso que nosotros ignorábamos?

El rey miró con una sonrisa de chiquillo cómplice de alguna pillería al jesuita, que, de pie, mantenía una actitud circunspecta. La misma que tenía la camarera mayor, sólo que ésta permanecía sentada. Luego Felipe V se dirigió a su esposa con tono burlón:

—Querida, el padre Daubenton también visitaba a tu… consejera. Allí estaba una de las noches que acudiste y por esa vía tuvo conocimiento de tu visita. Antes de que yo se lo dijese, lo contó a Orleans… Una indiscreción, una mala acción, pero no una violación del secreto de confesión.

La reina no dijo nada, se dejó caer en el sillón que ocupaba desplomándose materialmente sobre el mismo.

Poco después el reconfortado jesuita abandonaba el palacio en una carroza que se puso a su disposición para que le llevase a su residencia en el colegio Imperial.

El rey estaba de un humor excelente. Se permitió, incluso, bromear con la velada pretensión que el padre Arriaga le había sugerido: que algún padre de la Compañía se hiciese cargo de la dirección de su conciencia.

—El muy cretino, después de la experiencia vivida, deseaba que fuese otro jesuita quien ocupase mi confesionario. ¡Ya está bien con Daubenton!

—Sin embargo, querido, has rehabilitado su memoria —señaló con cierto sarcasmo la reina.

—Eso costaba poco, y esta Compañía es peligrosa, así que mejor tenerles amansados. Ya sabes los problemas que con ellos hay en Francia y la lucha que sostiene mi abuelo para mantenerles a raya.

Tras aquellas palabras del rey se produjo un largo silencio, que el propio Felipe rompió:

—Devolveremos el confesionario a los dominicos, y tú, querida, deberías pensar si mantener a tu jesuita… cómo… cómo se llama…, cómo se llama tu confesor.

—¿Te refieres al padre Celaya?

—Sí, a ése. No me gusta nada.