El escándalo había sido monumental. No había transcurrido más de un par de horas desde que, decían, había tenido lugar aquella escena, cuando en Madrid no se hablaba ya de otra cosa. Se daban toda clase de detalles de lo acaecido en las habitaciones privadas del rey.
El monarca había llamado muy temprano, a eso de las ocho, a su confesor el padre Daubenton. Conociendo la estrechez de conciencia de don Felipe a nadie había extrañado la llamada y el jesuita había acudido presto al requerimiento de su regio penitente. Tras llegar sudoroso a la antecámara, casi desierta a aquella hora, salvo por los criados y criadas que ya realizaban sus tareas, fue introducido en los aposentos de su majestad por el marqués de Leganés, que era el gentilhombre de servicio. Los que le vieron, al igual que el propio padre confesor, pensaron que el rey se habría sobrepasado en sus derechos matrimoniales y habría solicitado a su mujer el débito carnal hasta situaciones de clara lujuria para la conciencia de un buen cristiano, y que ahora deseaba descargar el peso de su atormentado espíritu. Hubo miradas maliciosas, algún codazo y murmullos entre la servidumbre que vio pasar al confesor en su itinerario hacia los aposentos reales.
El rey miraba a través de la ventana el patio central del alcázar donde ya se había iniciado el bullicio cotidiano que suponía el ir y venir de unos y de otros por los más variados asuntos, los golillas y los plumillas estaban ya en pleno ajetreo. No contestó a la petición de Leganés, por lo que el marqués consideró que contaba con el asentimiento del monarca.
—Majestad, el padre confesor ha llegado.
Felipe V, lacónico, indicó:
—¡Hazle pasar!
Daubenton estaba ya dentro del aposento. Su aspecto bonachón se veía acentuado por la generosa panza y una prominente papada que destacaba por encima del alzacuello. Su cara era redonda y colorada; su calva, lustrosa, estaba flanqueada por dos pequeños promontorios de pelo grisáceo. Sólo una nariz aquilina rompía las redondeces que por todas partes ofrecía la figura del padre confesor.
Cumplido su cometido, Leganés se retiró, cerrando la puerta. El rey había mantenido la posición; estaba rígido, como una estatua, las piernas abiertas, firmemente asentadas en el suelo, los brazos cruzados por detrás y con el dorso de su mano derecha golpeando rítmicamente la palma de la izquierda. El confesor emitió una leve tosecilla, para indicar su presencia. El rey sin volverse, señaló una mesa ovalada.
—¡Lee esa carta! —El tono de su voz era el de un rey indignado, no el de un afligido penitente.
Daubenton tomó la carta y la desdobló con manos temblorosas. Apenas se hubieron abierto entre sus dedos los pliegues del papel, su rostro palideció y su frente se llenó de gotas de sudor, al igual que su cuello. No necesitaba leer el contenido de aquellas líneas, las conocía perfectamente. Lo que nunca hubiera imaginado era aquella misiva en manos de Felipe V.
El rey seguía dándole la espalda y se mantenía en silencio. Así transcurrió un rato que al confesor se le hizo eterno.
—¡Te he dicho que leas esa carta! —La voz del rey, rompiendo el silencio de la habitación, sonó como un trallazo en los oídos del jesuita.
—Majestad…, ya…, ya lo he hecho. —Apenas le salía el resuello.
—¡Pues yo no he oído nada!
—Majestad…, yo…
—¡Lee la carta Daubenton! —Entonces el rey se volvió y le miró con la cólera acumulada en sus ojos.
—¡Lee la carta! ¡Maldita sea!
El confesor, que a duras penas lograba mantenerse en pie, empezó a farfullar.
—¡No te oigo! ¡Alto, claro y despacio! —El rey adoptaba el tono de un maestro encolerizado que reprende a un alumno azorado y abrumado.
Daubenton se aclaró la garganta y empezó a leer con voz entrecortada:
A su excelencia el duque de Orleans.
Excelentísimo señor:
Como ya sabéis por los correos que sin duda os habrán llevado la noticia, Madrid es una corte agitada donde todo son rumores e inquietudes.
Sus majestades están desasosegados, como la mayoría de los cortesanos, muchos de los cuales no saben a qué carta quedarse ante el rumbo que están tomando los acontecimientos. Todo son dudas e incertidumbres. La mayor parte de los negocios que afectan a los asuntos de esta monarquía se encuentran paralizados porque nadie se atreve a tomar una decisión. Son muchas las cosas que marchan a la deriva.
Han causado hondo sentimiento y mayor preocupación, la decisión del rey Cristianísimo de retirar sus tropas de la península y dejar en manos de los castellanos la defensa de los derechos de su nieto. Eso ha provocado gran indignación y también temor.
Se cuentan las más extravagantes historias, que parecen ser el único alimento de esta nobleza, ociosa y envilecida. Sólo el ánimo de la reina y las disposiciones de mademoiselle de los Ursinos, que es quien realmente gobierna esta corte, mantienen alguna apariencia de acción, pero entregadas ambas a las más bajas acciones. Han llegado a poner sus proyectos en manos de una hechicera y actúan para los negocios del gobierno y otros asuntos por medio de las recetas que les facilita esta mujerzuela sobre la que debería caer el peso de la justicia…
En ese momento el rey interrumpió la lectura del jesuita.
—¡Eres un impío sacrílego!
—¡Por el amor de Dios, majestad! —imploró el confesor.
—¡No has tenido reparo ninguno en revelar un secreto de confesión! ¡Eres un impío sacrílego! —repitió el rey.
—Os juro majestad, que… —El cuerpo del jesuita era sacudido por fuertes temblores, a la vez que su rostro, enrojecido, tomaba en las zonas del cuello tonos violáceos. Tenía los ojos desencajados.
—Bajo secreto de confesión os dije, porque agobiaba mi conciencia, que su majestad la reina y mademoiselle habían acudido a solicitar, sin mi conocimiento, los «servicios» de una curandera, sanadora, bruja o hechicera, puedes llamarla como gustes. Cuando la reina me hizo esa confidencia, desaprobé su conducta y le prohibí que continuase con tan repulsivos actos. En confesión liberé mi conciencia cristiana que repudia tales procedimientos por ser contrarios a las enseñanzas y doctrina de nuestra Santa Madre Iglesia y tú, ¡maldito sacrílego!, has profanado el secreto de confesión.
El confesor se apoyó con fuerza en una mesa de tablero de mármol multicolor. Sentía que las piernas le fallaban y se le nublaba la vista. El rey continuó:
—¡Has vendido a Dios al traicionarme a mí!
Daubenton se desplomó sin sentido. El rey abandonó el aposento.
Mientras el doctor Ruiz de Peralta asistía al desvanecido y convulsionado padre confesor, cuya congestión fue certificada como muy grave por el galeno, Leganés mandó que se diese recado a los padres de la Compañía de la necesidad de que algunos de ellos acudiesen a palacio para que, con su consentimiento, se tomasen las disposiciones más atinadas. En menos de una hora tres jesuitas, de aspecto atildado y circunspecto, extrañados por el aviso de Leganés, que sólo había indicado la necesidad de su presencia para un caso de urgencia extrema, se encontraron con un cuadro que a sus ojos se presentó preocupante primero y alarmante después. El doctor Ruiz de Peralta les informó sin ambages de la gravedad de la situación: la congestión había sido de tal envergadura que al enfermo se le había practicado una sangría doble, en el pie y en el brazo. Con aire preocupado y el ceño fruncido, el médico prescribió:
—El acceso es tan fuerte que con toda probabilidad las sangrías practicadas no serán suficientes, deberán aplicarse al paciente sanguijuelas que no dejen de chupar. Esperemos que los otros humores no actúen negativamente. Se ha iniciado un proceso febril intenso, por lo que deberéis suministrarle quinina cada seis horas. No soy optimista.
La preocupación de los hijos de san Ignacio por el estado de su compañero de orden se acentuó cuando tuvieron conocimiento de la causa que había provocado aquel estado en el confesor. El padre Arriaga, que era el mayor de los tres eclesiásticos, debía frisar los cincuenta años, no daba crédito a lo que le había contado el marqués de Leganés.
—No es posible, excelencia. No es posible.
—Lo siento, pero su paternidad debe tener por seguro todo lo que acabo de contarle. Su majestad está verdaderamente enojado con lo ocurrido.
Arriaga intentó improvisar una excusa, que el gentilhombre aplastó sin contemplaciones:
—Su majestad me ha ordenado que indique a sus reverencias —Leganés no estaba muy versado en el adecuado tratamiento que el escalafón de los eclesiásticos requería— que el padre Daubenton debe abstenerse en el futuro de asistir a palacio, así como que vuestras reverencias dispongan lo necesario para que con la mayor urgencia regrese a vuestro noviciado y lo antes posible abandone esta corte y los dominios de su Católica Majestad. Antes de que transcurran ocho días, contados a partir de hoy, deberá exiliarse de estos reinos.
Los dos jesuitas más jóvenes se santiguaron; estaban consternados y Arriaga había enmudecido. El marqués de Leganés se dispuso a abandonar la estancia, pero antes de salir se volvió y levantando una mano con el dedo índice extendido, les espetó con malicioso regusto:
—Ocho días, reverencias, ni uno más. —Dio un sonoro portazo que, en las circunstancias del momento, sonó como el cierre a toda esperanza.
El ruido, además de acongojar aún más el decaído ánimo de los religiosos, sirvió para que el padre Daubenton, que había permanecido inconsciente hasta aquel momento desde que cayera como fulminado ante la maldición real, empezase a recobrar el conocimiento.
—¿Qué…? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde estoy? ¿Qué es lo que ha pasado?
—Tranquilizaos padre Guillermo, tranquilizaos. El padre Insua y el padre Castillo me han acompañado para recogeros. —El padre Arriaga trataba de dar a su voz un tono sosegado. En ese momento el confesor pareció recordar algo de lo que había sucedido. Abrió los ojos de forma desmesurada; los tenía muy enrojecidos y tan hinchados que parecían pugnar por salirse de sus cuencas. Emitió un gemido gutural que sonó tenebroso, miró alrededor, como desconfiando, torció el cuello y se desvaneció de nuevo.
El padre Arriaga salió de la estancia, no sin antes recomendar a sus dos compañeros de orden tranquilidad —buena falta le hacía tanto a Insua como a Castillo— y no descuidar su atención del padre Guillermo. Él iba a buscar la forma de llevarse al enfermo. Al poco rato volvió con dos individuos que portaban unas parihuelas, donde colocaron al exánime confesor, le cubrieron con una manta y de esa forma le condujeron hasta un coche de punto. No fue fácil bajar por la empinada escalinata palaciega en medio de una malsana expectación que había congregado a todos los que rondaban por allí.
El ambiente era sobrecogedor. Todos los presentes guardaban silencio ante el pintoresco grupo que formaban los tres religiosos y los dos lacayos que les ayudaban en la dificultosa tarea. No era un silencio respetuoso, cada cual lo mantenía por no perder detalle, por saborear con fruición el acto supremo del batacazo moral y físico de todo un confesor real, la caída de una pieza fundamental en cualquier combinación que se tejiese en la sorda y enconada lucha de poder que se desarrollaba sin tregua entre aquellas paredes. Constituía todo un privilegio de cara a las historias, chismes y habladurías ser testigo presencial de un «acontecimiento» que como aquél iba a alimentar las conversaciones de los próximos días. «Daba pena —dicho con farisaica conmiseración— ver a los pobres jesuitas soportar la vergüenza del acto; estaba lívido, como en la antesala de la muerte; tenía moraduras en el rostro; suplicaba el perdón de su majestad; se le negó asistencia médica y fue echado en unas parihuelas; las moraduras son por la bofetada que el rey le propició; el rey le maldijo». Cada afirmación, adobada con sus correspondientes razones y certificaciones de autenticidad, daría pie a una conversación, a una riña en la que todos los participantes estarían en posesión de la verdad.
Antes de partir, el marqués de Leganés surgió de entre la multitud que se concentraba ante la fachada de palacio, se acercó hasta el coche y tomando del brazo al padre Arriaga, hizo un aparte con él. Nadie pudo oír lo que el gentilhombre decía al jesuita.
Costó mucho trabajo introducir las ocho arrobas y pico del padre Daubenton en el vehículo; sólo lo consiguieron con la ayuda del cochero y los criados. La gente que les había hecho pasillo en su recorrido para abandonar el palacio, se había concentrado en la puerta del mismo, adonde se habían añadido nuevos curiosos que requerían noticias del suceso. Cuando los jesuitas dejaron el lugar camino del colegio Imperial, la explanada que se abría ante el alcázar era ya un hervidero, y una verdadera babel en lo referente a las cosas que se contaban.
En la Compañía de Jesús la noticia de lo ocurrido tuvo el efecto de una bomba y alteró la vida en el colegio. Se rompió la rutina y la disciplina que marcaba el ritmo de todos y cada uno de los actos que se vivían y desarrollaban en aquella casa. Por la tarde se suspendieron las clases, a los alumnos externos se les envió a sus domicilios y a los internos se les confinó en sus dormitorios con tareas extraordinarias. Para los que aún no cursaban teología, un extracto de los Comentarios a las sentencias de Pedro Lombardo, del doctor Angelicus. Para los que se habían iniciado en la sagrada materia, una exégesis de los tres primeros libros de la Summa Theologica, del mismo autor. Ningún estudiante en su sano juicio perdería un instante si deseaba tener el trabajo concluido para la primera clase del día siguiente, en que los maestros recabarían a cada cual sus ejercicios. A los hermanos se les ordenó encerrarse en sus celdas y rezar para invocar la ayuda de Dios y que la Compañía superase las dificultades por las que atravesaba en aquel trance. A los padres se les convocó a una reunión urgente para analizar la situación.
El superior de la Compañía, el padre Gonzalo Valdés, informó a los treinta y ocho asistentes a la reunión de lo que acababa de comunicarle el padre Arriaga. Su majestad el rey había acusado al confesor real, el padre Guillermo Daubenton, de romper el secreto de confesión. El asunto por el que el secreto sacramental había sido violado era lo de menos, su majestad había maldecido al confesor y le había ordenado abandonar el palacio real, adonde no debería volver nunca más. Ante aquella situación el padre Daubenton había sufrido un síncope y perdido el conocimiento.
—Esos son los hechos, según se nos ha informado por el padre Arriaga, quien los ha conocido por boca del señor marqués de Leganés —concluyó Valdés.
Se produjo un silencio expectante, los rostros tensos y contritos eran reveladores del difícil momento que se estaba viviendo. Uno de los presentes levantó la mano.
—¿Sí, padre Celaya? —preguntó, solícito, el superior.
—Si vuestra paternidad me lo permite…
—Hablad, hablad.
—¿Se ha comprobado la veracidad de la acusación lanzada por su majestad?
Quien así hablaba era un padre de rostro macilento y aire aristocrático. Resultaba difícil determinar su edad, pero con toda seguridad no había cumplido los treinta años. La Compañía tenía depositadas en él grandes esperanzas por lo sólido de su formación y las brillantes dotes que poseía. Ayudaba a ello la alta posición de su familia, cuyas influencias podían remover cualquier obstáculo que surgiese en el camino que la orden había previsto y trazado con minuciosidad. El primer peldaño de esa escalera estaba ya puesto: pese a su juventud, Jerónimo de Celaya era el confesor de la reina, a cuyos oídos había llegado noticia de su capacidad y virtud. Era, además, un profundo conocedor del mundo, a todos admiraba los análisis que hacía de cuantas cuestiones se sometían a su consideración. Aquello era un valor más para quien tenía en sus manos la dirección de la conciencia de la soberana; también era una tentación para inmiscuirse en asuntos cortesanos, pero sin duda alguna, conociendo las virtudes y calidades del jesuita, eran más las ventajas que podían derivarse de ello que los posibles inconvenientes.
El padre Arriaga dejó escapar un profundo suspiro; después contestó con voz cansina, pero que llegó a todos los presentes:
—Qué más da; un secreto de confesión es algo muy personal entre un penitente y su confesor.
—No me refiero al secreto —puntualizó el padre Celaya—, sino a la violación del mismo. Su majestad ha de tener constancia por algún camino.
—Existe una carta donde, al parecer, el padre Daubenton comunicaba algo que sólo podía conocer a través de la confesión. Esa carta ha llegado a poder del rey —señaló el padre Arriaga mientras el joven jesuita asentía varias veces con gesto dubitativo, hasta que volvió a preguntar:
—¿Existe alguna posibilidad, por remota que sea, de que el padre confesor tuviera conocimiento del asunto por otra vía que no fuese la del confesionario?
—¿Adónde queréis llegar…? —El requerimiento del padre Valdés estaba cargado de dudas.
—Muy sencillo, paternidad. Si existe esa posibilidad, tenemos una vía de actuación. Si no tanto para salvar la situación del confesor real, sí para salvar la imagen de nuestra orden. Porque en estos momentos vuestra paternidad no puede ser ajeno al hecho de que su majestad necesitará un nuevo confesor y…
—Acabad vuestro razonamiento.
—Sencillamente, será bueno para nosotros que el próximo confesor de su majestad sea un padre de la Compañía.
Se produjo un murmullo general de asentimiento entre los presentes. Cuando se restableció el silencio, el padre Celaya prosiguió:
—Creo, paternidad, que resulta imprescindible desligar los intereses de nuestra milicia de las flaquezas del padre Daubenton, y, por razones que a ninguno de los presentes se le pueden escapar, hemos de buscar la fórmula adecuada para que la dirección espiritual de su majestad, así como su tranquilidad de conciencia, sea encomendada a un miembro de esta sagrada Compañía.
Otra vez se repitieron, ahora con mayor intensidad, los murmullos de aprobación de los presentes. En ese momento la puerta que daba acceso a la dependencia donde se celebraba la reunión se abrió con estrépito.
Las miradas de todos convergieron hacia la puerta.
Allí dos hermanos entraban a trompicones, estorbándose el uno al otro, sudorosos y jadeantes. Uno de ellos tomó la palabra, hablando de forma atropellada.
—Mil perdones de vuestras reverencias. —Estaba agitado y sus palabras salían entrecortadas—. Yo…, yo os pido perdón…, pero… no nos habríamos atrevido… a interrumpir de esta… de esta forma… Pero es que se trata de una urgencia.
Todos tenían el ánimo en suspenso. El padre Valdés interrumpió los balbuceos del hermano Martín.
—¡Por el amor de Dios, Martín! ¿Quieres decirnos de una vez qué ha sucedido?