Habían transcurrido más de dos semanas desde que el conde de Cantillana arribara a Madrid y era poco lo que habían progresado las pesquisas para atajar la conjura. Durante una semana el duque de Medinaceli había permanecido arrestado y aislado en su casa, donde había sido interrogado en varias ocasiones sin que se hubiese sacado nada en claro. Negaba toda relación con aquello y afirmaba que, de no ser un error, enemigos suyos le habían tendido una trampa. Al caer la tarde del octavo día, una real orden dispuso su detención y el traslado inmediato al castillo de Pamplona, donde se le mantendría aislado e incomunicado. El único trato que se le permitiría sería con el alcaide de la fortaleza. Quien tenía las claves de la investigación sabía que no había ninguna duda —un hombre en el trance de morir no miente— sobre el hecho de que Medinaceli era el destinatario de aquel papel.
Ninguna de las disposiciones que se habían tomado había dado resultado. Individuos convenientemente aleccionados habían deambulado por tabernas y mesones, requerido noticias en los lupanares y mancebías, lugares donde por lo común solía conseguirse mucha más información de la que a primera vista pudiera parecer, y sobre asuntos cuya relación con aquellos sitios sólo podía entenderse a partir de lo lenguaraces que en determinadas situaciones pueden volverse los hombres. Por todas partes se había desplegado gente en busca de un dato, de un indicio, de una frase o de una palabra suelta. Todo había resultado inútil.
Por las esquinas y plazuelas se habían dejado caer rufianes y ladronzuelos con quienes los alcaldes de casa y corte y sus alguaciles habían tenido reuniones previas. Nadie hablaba de aquello, nadie comentaba nada. Por ningún sitio había surgido ni la menor sombra de indicio que ofreciese una vía de reconocimiento. Ubilla y Grimaldo se habían reunido cada tarde con los alcaldes para hacer un repaso de la situación y tener conocimiento de lo que se decía en Madrid, en aquellas sesiones se analizaba todo el material que «los ojos y oídos» puestos en movimiento habían recogido. Los temas de conversación y las historias resultaban innumerables y variados. Los había para todos los gustos, desde cuestiones políticas a asuntos más cotidianos: noticias sobre el desarrollo de las operaciones militares, en las que se señalaba que la situación de las armas del rey nuestro señor en el frente de Aragón no era buena, y se rumoreaba desde hacía algunos días, a partir de los informes que habían dado unos arrieros que vinieron de Daroca, que los ejércitos de Felipe V habían sufrido un serio revés a orillas de un afluente del Ebro cuyo nombre no podían precisar. Era del dominio público que los franceses se habían marchado, dejando al nieto de su rey más solo que la una, por esa causa se respiraba un ambiente de pesimismo sobre el futuro que podía aguardar a sus majestades, aunque también se decía por todas partes que la gente no quería ver coronado al archiduque de Austria. Se hablaba mal de los catalanes, gentes avaras y sin ley que habían traicionado su juramento y se habían aliado con los herejes de Inglaterra y Holanda. Las acciones de estos últimos eran las que daban para mayores comentarios: se trataba de seres malvados por naturaleza, enemigos de nuestra santa y católica religión, cuyo mayor deseo era ver destruida esta monarquía, saqueaban conventos y robaban iglesias, violaban mujeres y convertían en establos los templos. Habían robado en sagrado todo lo que alcanzaban sus manos, destrozando y profanando imágenes y reliquias. Tampoco se salvaban las hostias consagradas.
Se hablaba de la carestía general de las subsistencias: la fanega de trigo había alcanzado los cien reales y el precio del pan estaba por las nubes; aquellos precios habían desatado el hambre y mucho malestar. Llegaban rumores de que al sur de La Mancha se conocían casos de contagio pestilente, aunque no se habían confirmado. También había producido mucho malestar el haberse subido de forma escandalosa el precio del vino, seis reales por un azumbre. Algunos rumores apuntaban a que con la llegada del invierno habría problemas de abastecimiento de pan, no sólo porque la cosecha de trigo había sido mala, sino porque las partidas de austracistas[1] que infestaban los campos tenían retenidos y asustados a los arrieros y trajinantes, que no se atrevían a ponerse en camino ni aun con grandes beneficios en el porte. Se decían muchas cosas acerca de la vida de palacio.
Se hablaba de salidas y entradas nocturnas en el alcázar, sin que se precisase quiénes eran los que entraban o salían a deshoras, pero no había duda de que ocurría. Se daban pelos y señales de las desavenencias existentes entre los ministros españoles de su majestad y los franceses enviados por el rey de aquella nación para asesorar a su nieto. Era opinión muy extendida que si los soldados del Cristianísimo habían abandonado España, también debían hacerlo los gabachos que mandaban a su antojo en Madrid. Mademoiselle estaba también en muchas conversaciones de corrillo y taberna. Para unos era una puta elegante que seguía follando sin descanso a pesar de sus años, otros la tildaban, además de furcia, de bruja que tenía hechizadas a sus majestades y por eso en palacio y en los dominios de esta monarquía que se mantenían leales al rey nuestro señor no había más voluntad que la suya; había quienes opinaban que era una agente del rey de Francia, quien la había enviado a su nieto con el pretexto de ser la camarera mayor de la reina, pero que su verdadero cometido era que en el alcázar no se tomase ninguna decisión que fuese contraria a los intereses de Francia. Algunos, en fin, opinaban que era una mujer de grandes recursos, inteligente y capaz, el mayor apoyo con que contaban sus majestades en tiempos tan difíciles como los que corrían y donde tantas voluntades se habían mostrado vacilantes. Sobre voluntades vacilantes había muchos rumores, pero ganaba la palma todo lo que se decía sobre el duque de Medinaceli. Señalaban los alcaldes de casa y corte el rumor de que el gran magnate andaluz había sido preso por alta traición y trasladado al castillo de Pamplona, después de permanecer incomunicado en su palacio durante una semana.
Eran media docena de alcaldes los que estaban reunidos con Ubilla y Grimaldo en la dependencia que el primero usaba en los bajos del alcázar real, en su condición de secretario del despacho universal. Se trataba de un gabinete de trabajo de pequeñas dimensiones, mal ventilado y poco iluminado. Sólo recibía luz del exterior por una ventana situada a gran altura. El ambiente invitaba al recogimiento y la meditación, al trabajo en silencio. El mobiliario resultaba escaso y por todas partes aparecían apilados sin concierto libros, cuadernos, legajos… Sobre la mesa de trabajo del secretario del despacho se amontonaban rimeros de papeles. Había unas grandes y pesadas cortinas de recio paño negro que casi ocultaban una puerta pequeña que era, sin duda, la salida privada del despacho para evitar el uso de la puerta principal que daba acceso desde la antesala del salón de consejos a aquella dependencia.
La tarde ya había empezado a declinar y la estancia estaba sumida en semipenumbra. Los alcaldes permanecían de pie, alineados ante Ubilla y Grimaldo, que estaban sentados.
—¿Decís, Burguillos, que corren rumores acerca del encarcelamiento del señor duque de Medinaceli? —requirió Ubilla.
—Así es, excelencia. Se dice que su casa ha sido el lugar de su arresto y que noches atrás una carroza le ha sacado de allí para trasladarle al castillo de Pamplona.
—¿Dónde habéis escuchado esa historia?
—Señor, varias informaciones coinciden, y no las tienen sólo mi gente.
Grimaldo miró a los demás alcaldes; hubo un murmullo de asentimiento.
El secretario del despacho universal se levantó y comenzó a pasear:
—¿Así que por todas partes se habla de la detención del señor duque de Medinaceli?
Varios alcaldes contestaron afirmativamente y los restantes hicieron gestos en el mismo sentido.
—¿Y cuál es la causa de esa detención en las casas de su morada y el traslado nocturno a Pamplona? ¿Qué se dice sobre la causa? ¿Qué razones circulan?
Hubo varias respuestas a la vez, lo que provocó que no se aclarase nada.
—Haya orden, señores, haya orden. —El secretario del despacho, que seguía caminando, hacía gestos de apaciguamiento con las manos—. Veamos, Burguillos, ¿qué se dice?
Don Matías Burguillos era el más antiguo de los alcaldes de casa y corte. Se trataba de un hombre de aspecto venerable y con una imagen que parecía sacada de un cuadro del siglo anterior: rostro alargado y afilado, a lo que contribuía su barba puntiaguda; enjuto de carnes, tenía cierto aire místico acentuado por su ropa negra y severa, sin ninguna concesión al lujo.
—Se comenta, excelencia, que el señor duque está acusado de alta traición. Se afirma, y todo el mundo lo sabe, que ha habido guardias permanentes en la puerta de su casa y que su persona estaba bajo custodia. Lo último que se dice, aunque sin confirmar, es que hace algunas noches un carruaje ha sacado…
Ubilla interrumpió al alcalde:
—¿Qué se dice de la traición?
—Sólo vaguedades, excelencia, nada concreto. Ya sabéis que desde hace mucho tiempo corren voces sobre las veleidades del señor duque con los partidarios de la casa de Austria, pero nada nuevo… Bueno sí…, sí hay algo, ahora que recuerdo. Uno de mis informantes me comunicó, pero antes de que se decretase la incomunicación del duque, que en la casa de Medinaceli se habían visto con frecuencia a dos extranjeros que acudían allí a encontrarse con el señor duque.
Ubilla y Grimaldo se miraron. El primero preguntó, inquieto:
—¿Quiénes eran esos extranjeros?
—No lo sé, excelencia, podemos buscar información en esa dirección.
Grimaldo, que había permanecido en silencio hasta aquel momento, habló por primera vez.
—No sólo se puede investigar en esa dirección, sino que hay que hacerlo y de forma inmediata. —Se puso también de pie y se encaró a la fila de alcaldes—. Pero con la máxima discreción; es necesario que sepamos quiénes eran esos extranjeros que se reunían con el señor duque de Medinaceli, de qué nacionalidad son, desde cuándo estaban en contacto con el duque y cuándo mantuvieron la última reunión. Es de vital importancia saber si continúan en Madrid. Insisto en que la discreción es fundamental. —Grimaldo hizo una pausa y añadió—: Si esos extranjeros son localizados, no quiero que nadie actúe por su cuenta, nos lo comunicaréis.
Los dos cortesanos despidieron a los alcaldes; estaban éstos enfilando la puerta, cuando Grimaldo insistió una vez más:
—Discreción señores. Discreción por encima de todo. —Una vez solos, preguntó a Ubilla—: ¿Qué pensáis?
—Tengo la sensación de que estamos dando palos de ciego. La realidad es que no hemos avanzado nada en estos días, pese a los esfuerzos desplegados. Tal vez…, tal vez hayamos exagerado y estemos haciendo una tormenta donde no hay nada. Porque… —el secretario dudó—, porque, decidme, señor marqués, ¿qué tenemos confirmado que nos permita afirmar la existencia de una conspiración para destronar al rey nuestro señor?
—Lo que tenemos es un papel cifrado que puede tener muchas interpretaciones y que el rey Luis ha determinado retirar sus tropas de la península, una retirada impuesta por la difícil situación que está atravesando Francia, que se ve obligada a batirse a la defensiva en su propio territorio por primera vez en muchos años… —Respiró profundamente antes de continuar—. Todo lo demás son elucubraciones demasiado graves, tanto como para habernos embarcado en la hipótesis de una conspiración para destronar al rey… Pensad que llevamos casi dos semanas buscando indicios que nos conduzcan a alguna pista segura y no hemos conseguido nada pese a que hemos puesto en funcionamiento todos los medios disponibles. Ni un solo comentario en una villa donde nada puede ocultarse unas horas porque es el mentidero más grande del universo. Es posible, mi buen amigo, que todo lo que tengamos en nuestras manos sea humo de pajuelas.
Ubilla se dejó caer en su sillón. Daba la sensación de estar muy cansado; la postura en que había quedado sentado denotaba lo profundo de su agotamiento.
Grimaldo estaba vuelto de espaldas, contemplando un cuadro en el que una santa portaba en una bandeja sus propios senos, cortados como martirio. Se volvió con parsimonia y se acercó al bufete:
—De todas formas, Ubilla, no debemos bajar la guardia; la traición, con conspiración urdida para destronar al rey o sin ella, nos está acechando detrás de cada puerta.