Capítulo XI. Madrid

Cuando el conde de Cantillana, acompañado de Ginesillo, entraba en Madrid por la puerta de Guadalajara, aún estaba el sol alto y había animación en los numerosos corrillos que a la puerta de las iglesias, en plazuelas y esquinas servían de excusa para reunirse a ociosos y a todos aquellos que ante una conversación de interés abandonaban sus quehaceres y participaban en la misma.

Sin detenerse, se dirigió a su casa familiar. Hacía mucho que no pisaba su hogar, aunque bien pensado Cantillana había disfrutado poco de éste, pues su vida había sido un continuo ir y venir, un ajetreo permanente con poco tiempo para el reposo. Siempre habían resultado escasas las temporadas en que había permanecido en algún lugar llevando una vida sosegada; desde hacía muchos años su sino estaba marcado por la acción y el movimiento.

Su hermano menor y único le recibió emocionado, y los viejos criados de la casa contaban y no paraban a los más nuevos, algunos de los cuales ni siquiera habían visto al señor en persona. Para algunas de aquellas gentes se había convertido en una especie de leyenda viva, de la que se contaban las más fantásticas historias, muchas de las cuales parecían increíbles.

—¡Ya eres todo un señor, Santiago! —Cantillana abrazaba con amorosa rudeza a su hermano.

—Déjame adivinar, hace…, hace. ¡Qué sé yo, los meses que han pasado sin vernos!

—Casi dos años, Fernando. —La respuesta inmediata sorprendió al conde, que miró con una ternura desbordada a su hermano, mientras le apretaba, sacudiendo sus hombros.

Un suave toque en la puerta del salón donde los dos hermanos se habían encontrado, les hizo volver la cabeza. Estaba abierta y cruzando el umbral apareció la figura encorvada de un anciano venerable a quien un joven ayudaba a mantenerse sobre sus piernas. El anciano, que portaba un bastón, estaba casi ciego, tenía la mirada perdida y parecía husmear.

—¿Don Fernando…? Alabado sea Dios. ¿Dónde estáis?

Cantillana avanzó hacia él con una sonrisa que le llenaba el rostro, pero que el anciano no podía percibir:

—¡Mi buen Julián! ¡Un abrazo!

Cuando el viejo se sintió rodeado por los brazos del conde, rompió a llorar; sus hombros se agitaban y sus gemidos sonaban con suavidad. Había hundido la cabeza entre el cuello y el hombro de quien ahora le sostenía.

—Gracias Dios mío… Gracias por permitirme verlo antes de morir… —La voz sonaba entrecortada por la emoción.

—¿Quién habla de morirse, Julián? —Cantillana hablaba con calor y ternura; las lágrimas del anciano se habían convertido en una llantina incontrolada—. Ven, ven conmigo y siéntate, porque tienes que contarme muchas cosas. ¡Fíjate, Santiago me estaba diciendo que llevo cerca de dos años sin venir por aquí!

En medio del lloriqueo, Julián pudo articular algo que hizo que a Cantillana se le formara un nudo en la garganta:

—Faltan veintisiete días, mi señor.

Don Fernando Jiménez de Solís, conde de Cantillana y con una docena más de títulos a sus espaldas, grande de España, había enmudecido ante lo que aquello significaba por parte del viejo criado maragato que había velado sus noches de fiebres infantiles, le había ayudado en su adolescencia a conciliar el sueño con hermosas historias y en su juventud le había instruido, como nadie lo hizo, para que se convirtiese en un hombre.

Una vez que el viejo criado superó los efectos de la emoción que le había producido el encuentro, charló largo rato con él y supo de los últimos años del conde, de su vida de militar, renovada otra vez, y de algunas de sus opiniones sobre la situación que atravesaban la monarquía y la causa del rey. A Julián nunca le habían gustado los franceses, pero su majestad era otra cosa, era nieto de Felipe IV, y él había peleado en las Dunas y en Dunkerque, bajo las banderas aspadas de san Andrés, en los tercios de infantería de su Católica Majestad. Menos le gustaba que fuera nieto del francés, pero podía pasárselo por alto, y en cualquier caso todas sus dudas se disiparon cuando supo que el señor conde estaba peleando por su causa.

Era noche cerrada, en el reloj de la iglesia del Salvador, frontero de la plazuela en la que desembocaba la calle donde estaban las casas principales de los Jiménez de Solís, acababa de sonar un golpe seco, señalando las once y media, cuando el conde de Cantillana salía de su casa. Iba solo, vestía una amplia capa, cuyo vuelo le permitía embozarse, calaba sombrero amplio con sólo una de las alas plegadas, del pliegue salía una larga pluma roja, y calzaba botas militares de piel negra, que le cubrían la pierna casi hasta la rodilla. Su aspecto ofrecía un aire noble y anticuado; la estampa de aquel solitario, que andaba con poco cuidado y ningún sigilo, respondía a una moda extinguida y resultaba más acorde con tiempos pasados. Para completar lo añejo de la imagen, asomaba por debajo de la capa la punta de un acero de notables proporciones según los dos palmos de vaina que sobresalían de la indumentaria. Una de sus manos sostenía el embozo y la otra apretaba fuerte, ajustada a la cazoleta, la empuñadura de la toledana.

A aquellas horas eran ya pocos los que transitaban por las calles. Se cruzó con algunos que, temerosos de aquella figura, abrieron paso. Su andar era firme y decidido, conocía bien el camino que llevaba y, desde luego, no estaba dando un paseo ni se trataba de un matón en busca de camorra; estos últimos ni solían ir solos ni eran indiferentes, como lo era él, ante los que cedían la calle al cruzarse. Sus pasos le condujeron al descampado que se abría ante la fachada principal del alcázar real. El viejo y destartalado edificio estaba cerrado a cal y canto, su formidable estructura arquitectónica era una sombra gigantesca que se recortaba contra el cielo negro azulado de la capital de España.

Cantillana se pegó a la fila de casas frontera de la fachada derecha del palacio, tratando de pasar lo más inadvertido posible. Cruzó la calle y llegó hasta los muros del regio edificio. En la tenue oscuridad localizó la última puerta antes de doblar la esquina que iniciaba la trasera del palacio. Se detuvo un instante para asegurarse y miró en todas direcciones. La soledad era absoluta, así como el silencio, que de repente se rompió con el tañido de las campanas de un reloj que daba los sones de la medianoche. En ese momento, en la esquina de la calle por la que había venido surgieron las sombras de varios hombres, cinco creyó ver. Habría jurado que era una patrulla de soldados de la guardia, una de las que vigilaban los alrededores del alcázar.

Por un instante Cantillana vaciló, pues de acuerdo con el camino que traían podían haberle visto y estar siguiéndole los pasos. Sintió la tentación de empujar la puerta y entrar en el recinto. Eran ésas las instrucciones que contenía el papel que le habían entregado nada más llegar a casa; sin embargo, decidió permanecer inmóvil. Conforme pasaban los segundos fue descartando la idea que había rondado por su cabeza; aquellos hombres se habían detenido y hablaban en voz baja, aunque el silencio arrastraba palabras sueltas hasta sus oídos. Hablaban de mujeres…, de putas…, de las tarifas de sus servicios.

Empujó la puerta con suavidad y los goznes se quejaron al girar. Contuvo la respiración y se detuvo, observando si se habían percatado del ruido, pero comprobó que los soldados —pues eso eran— continuaban en lo suyo. No habían oído nada.

La puerta se había abierto menos de un palmo, su cuerpo no podía colarse por aquella rendija, y tampoco deseaba arriesgarse produciendo un nuevo chirrido. Optó por esperar, al comprobar que la disposición de los soldados no parecía ser la de montar guardia en aquella esquina. Dudaba si dar otro empujón a la puerta cuando por una bocacalle, que se abría a menos de treinta varas de donde estaba, se aproximaba gente que gritaba y llamarían la atención de los soldados, con lo que su posición sería muy delicada. Aguantó, conteniendo la respiración más por instinto que por otra cosa, para comprobar cómo el ruido se intensificaba. Creyó oír una voz de mujer cuando ya debían de estar cerca de la esquina que daba al alcázar. Pudo verlos en el momento en que los soldados se percataron del escándalo: eran dos hombres y una mujer. La escena que presentaban no ofrecía dudas, se trataba de dos noctámbulos y una furcia, los tres llevaban ya encima más vino del que podían soportar.

Los soldados avanzaron en grupo hacia aquel trío de alborotadores que rompían el sosiego nocturno. En ese momento Cantillana no lo dudó: empujó con suavidad la puerta un poco más, los goznes volvieron a chirriar, pero su ruido se perdió entre el jaleo y el golpear de las botas de los guardias sobre el pavimento. Se deslizó hacia el interior y cerró la portezuela con más energía de la que había puesto para abrirla, después echó el cerrojo y se desentendió de lo que pudiese ocurrir en el exterior.

Se hallaba bajo un pequeño cobertizo de teja ante el que se abría un patio pavimentado con grandes losas de granito, toscamente desbastadas. Vio en el rincón más alejado una puerta rematada en un arco de medio punto, tal y como le habían indicado. Sigilosamente se desplazó hasta allí, siguiendo la pared. Empujó la puerta, pero ésta no se abrió.

Maldijo en silencio.

Empujó de nuevo, con más fuerza, y comprobó que ante el nuevo intento cedía. Respiró hondo. Vio las pequeñas escaleras de piedra, de peldaños triangulares y cerrados, en caracol. ¡No había duda de que iba por el camino correcto! Cuando las escaleras se acabaron accedió a un saloncito cuadrado y de regulares dimensiones alumbrado por un cabo de cera, en el cual se abría un amplio ventanal que daba al patio; además del acceso por donde había entrado, había otra puerta. Caminó hacia ella. De pronto oyó que al otro lado alguien levantaba el pestillo, e instintivamente llevó la mano a la empuñadura de la espada mientras la puerta se abría y ante sus ojos se recortaba la figura de una mujer portando un candelabro que iluminaba a medias su rostro. Para Cantillana era suficiente.

No hubo palabras. Se fundieron en un abrazo y un beso largo y profundo.

—Fernando, cuidado, el fuego puede prender en tu capa.

El conde deshizo el lazo que sujetaba la prenda a su cuello y la recogió sobre su brazo izquierdo. Ana María de Tremouille le cogió de la mano derecha y tiró de él con suavidad. Cruzaron dos cámaras y llegaron a un tercer aposento de dimensiones mayores que los anteriores. En uno de sus testeros había una cama gigantesca que tenía cortinas y dosel. La camarera dejó en un taburete el candelabro y Cantillana se deshizo definitivamente de la capa. Llegaron hasta el lecho, descorrieron las cortinas y el deseo y la pasión se desbordó sin trabas.

—La situación es muy delicada. Hay una conjura de altos vuelos para destronar al rey.

Cantillana, sudoroso, estaba incorporado sobre sus rodillas contemplando, absorto, el cuerpo desnudo de aquella mujer. Era de una belleza turbadora.

—¿No me oyes, Fernando?

El interrogado sacudió la cabeza, como despejando de ella algún pensamiento.

—¿Sí, querida?

—¡Hay una conjura en marcha para perder a su majestad!

Cantillana miró los ojos de la mujer que tenía ante él. Eran verdes, brillantes y extraños.

—Tienes unos pechos primaverales, tu piel sigue tersa y tus ojos brillan como los de una jovencita.

—¡No me escuchas! ¡No te importa lo que te digo! —La camarera dio un golpe cariñoso a Cantillana en un muslo y le hizo un mohín.

—¿No pretenderás que hablemos de política, tú y yo, después del tiempo que…? —Se echó sobre ella y comenzó a cubrir su cuello de besos, buscando de nuevo el contacto de su piel. Ella respondió y se amaron.

El sosiego siguiente trajo la conversación.

—¿Dices que Medinaceli es el instigador?

—No, Fernando, Medinaceli está implicado; se han puesto guardas en su casa. Permanecerá arrestado en ella hasta que se sepa exactamente cuál es su papel, que sin duda es importante.

—¿Por qué importante?

—Porque la carta cifrada de la cual te he hablado estaba dirigida a él.

—¿Una carta en cifra con una dirección? —preguntó, incrédulo, Cantillana—. ¡Vamos, Ana María! ¡Dime entonces quién firmaba el remite! —El tono era burlón. Le valió un cachete sonoro. Cantillana se quejó con estruendo—: ¡Ay! ¡Ay!

—Sssh. —La camarera se llevó el índice a los labios—. Con este escándalo terminará viniendo la guardia —susurró.

—¿Cómo sabes que el mensaje era para Medinaceli? —Por primera vez el tono de Cantillana era serio.

—Porque el mensajero, malherido, lo dijo antes de morir.

Cantillana era ahora un hombre caviloso.

—¿A quién se lo dijo?

Su pregunta no tuvo respuesta, insistió otra vez y obtuvo una negación.

—No te lo puedo decir.

Cantillana se incorporó en el lecho y miró, nuevamente con fijeza, a la mujer.

—Si quieres que juegue este envite tengo que conocer todas las cartas y a todos los jugadores. Si no, no juego —dijo en un tono que no admitía dudas.

—¿No puedes confiar en mí? —Ella le acarició el hombro con coquetería.

—¿Y tú, en mí? —Cantillana giró y besó el pecho de la mujer.

—Está bien. ¿Me das tu palabra de caballero?

—Sabes muy bien que si tú me pides silencio, seré una tumba. Pero has de confiar en mí.

Ana María de Tremouille le contó lo que le había dicho el padre confesor.

Era imprescindible saber qué significaba realmente el mensaje que habían enviado a Medinaceli, porque allí estaba una de las claves fundamentales para llegar al fondo de aquella conjura. El problema fundamental estribaba en que las probabilidades de que el duque de Medinaceli, arrestado en su morada, hablase eran mínimas, ya que por su condición de noble no se le podía someter a tormento en un interrogatorio.

¿Qué claves se escondían detrás de aquellas frases?

Plutarco se impondrá a Homero.

Ha sonado la hora de la Justicia.

Las Damas y sus Hijas lo agradecerán.

Cicerón está dispuesto.

X e Y avisen a Cicerón.