Capítulo X. Horas de recuerdo

La herida de Ginesillo no revestía gravedad; en realidad resultaba más llamativa que peligrosa. Les recibieron en la colegiata de Santa María, donde los frailes se habían mostrado solícitos con un coronel del ejército real. En la enfermería habían aplicado una cura de urgencia a la herida del mozo, limpiándola y dejándola al aire, sin cubrir. Para mayor tranquilidad llamaron al licenciado Tamarit, quien certificó, por medio ducado, la liviandad de la brecha, que curó con vino, para luego diagnosticar que salvo posteriores complicaciones «que al presente no se contemplan», todos los huesos y vísceras estaban en su sitio y cumpliendo su papel. «No hay roturas ni disfunciones», había dicho con voz engolada y escolástica, como si hablase para un numeroso auditorio. A pesar de lo positivo de su dictamen, quedó en visitar otra vez al paciente al día siguiente; porque, eso sí, el muchacho debía permanecer en reposo hasta que su autoridad galénica indicase otra cosa. «Será conveniente girar nueva visita al enfermo, para confirmar el diagnóstico y su recuperación».

Cantillana, que tenía poca fe en los médicos, aunque conocía notables excepciones, no dudaba que el galeno pretendía justificar otro medio ducado por sus honorarios. Pensar en el médico le trajo a la memoria recuerdos del pasado, de amistades sinceras y afectos verdaderos. A veces, le embargaba un sentimiento de nostalgia, un deseo nunca admitido de volver a aquel lugar donde había pasado una de las pocas épocas apacibles de su agitada vida. Sabía que le recibirían con los brazos abiertos y que aquellas gentes le apreciaban; más aún, le querían y siempre tendría un lugar entre ellos, listaba seguro también de que si decidía regresar no aguantaría mucho tiempo en aquel calmoso discurrir del tiempo, porque las fibras de su cuerpo pedían otra cosa. Él no había nacido, ni le habían educado para la reflexión y la meditación, necesitaba la acción como el aire que respiraba. Si se paraba, se moría.

Aquella noche, mientras Ginesillo descansaba y recomponía fuerzas, el conde de Cantillana, sentado en uno de los balaustres del claustro que rodeaba el patio ajardinado de la colegiata, tuvo la certeza de que algún día volvería a Bohemia, junto a su amigo Luis Paravicino y el maestro Plécnick; volvería para verlos, para compartir algo de su tiempo con ellos, pero no para quedarse. Allí encontraría aliento para sobrellevar sus dudas. Aquél era otro mundo, donde las traiciones, las intrigas y la ambición no tenían sitio; allí había otro concepto de la vida. Una vida, sin embargo, para la que él no estaba hecho. Algunas veces se había preguntado si acabaría asumiendo todo lo que significaba aquella relación entre iguales, en la cual las obligaciones y los derechos eran ejercidos por todos sin distinción alguna, donde la autoridad no era poder, sino sacrificio. Para llegar a aquello había que recorrer un camino para el que todavía no estaba dispuesto.

El rato de reflexión en la paz claustral de aquella colegiata aragonesa había serenado su espíritu. Durante todo el día se había sentido agobiado por las dudas y agotado por las muchas leguas recorridas a caballo. Con un buen sueño sería un hombre nuevo al amanecer.

Se estaba quitando con lentitud las ropas polvorientas, cuando sacó del bolsillo de su casaca el papel que le había llevado Ginesillo; lo abrió y volvió a leerlo.

Te necesito en Madrid, el asunto es grave. Ven.

Ana María.

Dobló el papel y lo guardó cuidadosamente. Aquellas líneas le habían servido cuando menos para saber que su viaje a la corte no era un despropósito, porque alguien que tenía nombre solicitaba su presencia. Se descalzó las botas de su uniforme, tan polvorientas como todo él, y se tendió en la yacija de la celda que los frailes le habían proporcionado. No era gran cosa, pero estaba limpia y tenía una manta y sábanas, lo que no era poco, aunque el lecho fuese una tabla. A pesar de lo agotador de la jornada, pasaban los minutos y no le rendía el sueño; la razón se encontraba en las dos líneas escritas en el papel que le había entregado el bueno de Ginesillo.

Había conocido a Ana María de Tremouille en Roma, hacía ya algunos años. Era la dama más admirada de la sociedad romana no sólo por sus relaciones —había estado casada en segundas nupcias con el duque de Bracciano, un Orsini, de quien acababa de enviudar cuando la conoció—, sino también por su elegancia y una belleza extraordinaria que el paso del tiempo no había estropeado, aunque había tenido una vida accidentada.

La primera vez que la vio fue en una villa de verano propiedad de los Colonna, adonde había concurrido lo mejor de la sociedad romana y, como no, la princesa de los Ursinos, la viuda del Orsini recién fallecido. Las malas lenguas habían centrado en ella sus conversaciones y hasta se habían cruzado apuestas sobre la presencia o ausencia de la princesa en la fiesta. Había razones para que no acudiese, porque los anfitriones habían exigido el pago de las numerosas deudas que su esposo tenía pendientes con ellos, y en absoluto se mostraron compasivos. La viuda había tenido que entregarles como pago hasta el castillo palacio que había sido su residencia como duquesa de Bracciano. Sus enemigos, que eran muchos, habían apostado que no asistiría. Estaba sola y arruinada, de modo que la apuesta era más que nada un deseo, porque su ausencia sería el síntoma más palpable de su hundimiento y caída.

Cantillana había acudido a la fiesta de la mano de su amigo el duque de Medinasidonia, quien ejercía el cargo de embajador de su Católica Majestad ante la Santa Sede. Los dos aristócratas españoles tenían muchas cosas en común, eran grandes de España y poseedores de vastos dominios señoriales en la baja Andalucía, además de vástagos primogénitos de sus respectivos linajes, jóvenes, puesto que ambos rondaban entonces la treintena, e inmensamente ricos. Medinasidonia, como embajador de su majestad, sabía moverse con habilidad en los entresijos de la política cortesana, Cantillana hacía ya algún tiempo que estaba ausente de España por un asunto que, decían, tenía pendiente con la Santa Inquisición. El tiempo y las influencias estaban echándole tierra. Por aquellas fechas hacía algún tiempo que Felipe V se había aposentado en el trono de Madrid, ya tenía diecinueve años y acababa de contraer matrimonio con una chiquilla de trece que le había encandilado.

Los invitados de los Colonna habían ido llegando poco a poco a la fiesta. Estaba a punto de hacer su aparición Livia Colonna, la anfitriona de aquella noche, en la terraza que bajaba al jardín por dos escalinatas simétricas que descendían a ambos lados de la misma, flanqueadas por sendas balaustradas, cuando una lujosa carroza entró con suavidad en los jardines. Todos los presentes pudieron contemplar, alelados, que la princesa de los Ursinos descendía de ella. Parecía una reina en el esplendor de su belleza, desprendía majestuosidad y poderío. Se habían apagado los murmullos y el silencio era admirativo. La situación era digna de un espectáculo. Livia Colonna bajaba hacia los jardines donde sus invitados le daban la espalda, vueltos como estaban hacia la mujer que había descendido de la carroza. Ana María de Tremouille se percató de la situación y permaneció quieta junto al estribo del carruaje; era como una estatua viviente que contemplaba el efecto, verdadero impacto en realidad, que había causado su aparición. Estaba saboreando la victoria moral que el destino le deparaba en aquellos momentos sobre todos los que la habían dado por acabada. La situación se prolongaba: los invitados quietos, la anfitriona que ganaba ya el nivel del jardín entre la indiferencia general y ella, que se mantenía erguida y quieta al pie de la carroza. De repente, de entre los asistentes un caballero de aspecto llamativo avanzó hacia ella, llegó adonde estaba y, tras una gentil reverencia, le ofreció un brazo, que ella tomó. La pareja avanzó hacia los invitados, que sólo entonces se percataron de que Livia Colonna, la hermosa anfitriona de la fiesta y dueña del lugar, había hecho acto de presencia.

Cantillana nunca supo qué le impulsó a ofrecer su brazo a aquella mujer a la que veía por primera vez y que casi le doblaba en edad, aunque ni por asomo lo aparentaba. ¿Le fascinó su imagen?, ¿le atrajo su belleza?, ¿o simplemente le tentó la situación creada?

La realidad fue que Cantillana, el «condesito spagnolo» como decían las romanas, pasó la velada con la princesa de los Ursinos y que cuando ésta, una vez que hubo saboreado su triunfo y sentado de manera indiscutible que habían de seguir contando con ella, se marchó mucho antes de que la celebración llegase a su punto culminante —la princesa había acudido por razones ajenas al festejo—, Cantillana se ausentó con ella.

Los meses que el aristócrata español pasó en Roma esperando que el transcurso del tiempo colocase las cosas en su sitio, los vivió junto a aquella mujer. Se les vio juntos en fiestas y celebraciones, compartieron el lecho y el interés por el desarrollo de los turbulentos acontecimientos que se estaban produciendo en Europa, donde la guerra general había comenzado. Los medianamente informados sabían que Ana María de la Tremouille se había convertido en una agente al servicio de Francia y que en la complicada red de relaciones e intereses que se tejían y destejían en la ciudad de los papas, ella era la pieza clave con que contaba la diplomacia que movía los hilos desde Versalles. Lo que nadie sabía era que el conde de Cantillana había pedido a Ana María en matrimonio y que ésta meditaba la petición cuando una orden explícita, como todas las que daba el monarca francés, le indicó que, sin pérdida de tiempo, marchase a España. La joven reina Luisa Gabriela necesitaba una camarera mayor y también consejo. Mademoiselle de la Tremouille, que parecía estar decidida a convertirse en condesa de Cantillana, se vio obligada a dejar atrás Roma y el hombre que le había propuesto matrimonio.

Cuando Cantillana regresó a España, meses después, el estruendo de las armas sonaba por muchos lugares en la vieja piel de toro. En medio del fragor se habían perdido, al parecer definitivamente y desde luego por el momento, los papeles que en el Santo Oficio contenían las diligencias abiertas contra él por «mantener proposiciones contrarias a la doctrina defendida por la Santa Madre Iglesia católica, apostólica y romana», en suma, por hereje. La guerra hizo renacer en él al veterano soldado, y se incorporó a las tropas de su Católica Majestad don Felipe V. Al igual que antaño en Flandes se le dio el mando de un tercio de infantería como coronel, ahora, con el mismo grado, se le confió un regimiento, que era como se conocían ya a los viejos tercios de infantes piqueros y arcabuceros.

En el transcurso de aquellos años el conde de Cantillana, coronel del regimiento de infantería de la Reina, y la princesa de los Ursinos, camarera mayor de Luisa Gabriela de Saboya, sólo se habían visto en contadas ocasiones, una de ellas en Burgos, donde tuvieron un encuentro en una buhardilla desangelada que ellos llenaron de pasión. Se amaron como si el tiempo transcurrido entre aquel instante y Roma no hubiese hecho sino acentuar sus deseos. Ahora Cantillana no le pidió que se convirtiese en su esposa, pero lo pensó. Seguía sintiendo por aquella mujer, que por la edad podía ser su madre, lo mismo que en la Ciudad Eterna. Ejercía sobre él un atractivo al que no podía resistirse, y era incapaz de contenerse ante las dotes de persuasión que tenía. Él, que siempre había hecho gala de realismo y seriedad, estaba dispuesto a la locura por ella.

Era algo que ni su experiencia ni su aplomo podían combatir. Siendo consciente del peligro que entrañaba todo ello, estaba dispuesto a correr el riesgo, a ponerse en sus manos. Sin embargo, la realidad se impuso. Ella era la camarera mayor de la reina y había ligado su suerte a la de su señora, incluso por encima de los dictados que pudiesen indicársele desde Versalles. Había unido su futuro, fuera cual fuese, a aquella pareja, y lo estaba demostrando con creces. Por su parte, él había puesto su espada al servicio de una causa y saldría con ella adelante o se hundiría con la misma, pues no era de los que se acomodaban a las medias tintas y mucho menos de los que cambiasen de opción según soplasen los vientos. Había decidido servir la causa de aquel joven rey aniñado, de aspecto blando y melancólico. Se contaban muchas historias de su majestad, pero él no había comprobado ninguna. Si bien nunca había hablado con aquel rey, conocía a otros monarcas de los que también se contaban disparatadas historias que no se ajustaban a la realidad. De los reyes, sean como sean, siempre se cuentan historias.

En aquella buhardilla burgalesa hicieron el amor con frenesí. Fueron días de sobresalto y pasión en medio de la tensión política existente. Tras el abandono precipitado de Madrid, ocupado por el enemigo, en Burgos se había organizado un remedo de corte en la que los consejos se habían instalado de forma provisional, y como pudieron, en casas solariegas particulares. Los vestidos, los adornos y otras prendas no se desembalaban, nadie sabía en qué podían parar el desconcierto y la desorganización reinante. Se estaba a la espera permanente de que los correos avisasen de lo que ocurría en Madrid y en el campamento real para tomar una decisión. Si el peligro amenazaba, las instrucciones eran muy concretas y no admitían lugar a dudas: tomar la vía de Francia por Navarra, donde las lealtades a la causa del Borbón parecían estar garantizadas. Si las cosas marchaban de forma más conveniente, debían esperar con el ánimo en suspenso y sin confiarse.

Así transcurrieron los cinco días que Cantillana estuvo en Burgos. Había llegado allí al frente de un escuadrón de caballería ligera —no pertenecía a su regimiento, que era de infantería— con una misión concreta que le había encomendado personalmente el marqués de Bedmar: acudir a Burgos para proteger a su majestad la reina y a las personas a su servicio, y escoltarlas hasta Fuenterrabía e Irún, en la frontera pirenaica, si así lo aconsejaba el desarrollo de los acontecimientos. Tuvo ocasión de conocer a la reina una tarde, cuando caminaba, acompañada de su camarera, por el Espolón en dirección a la catedral.

—Majestad. —Hizo una profunda reverencia a la vez que se despojaba del sombrero.

—Majestad, es el coronel que al frente de un escuadrón se encarga de vuestra seguridad —señaló la camarera con una media sonrisa elocuente—, y que en caso de conveniencia nos dará escolta.

—¿He de agradeceros mi seguridad… y la de mi séquito? —inquirió, burlona, la reina.

Cantillana, que ofrecía un magnífico aspecto, respondió con una frase cortesana:

—Majestad, vuestra vida es preciosa para todos nosotros, y llegado el caso ofrecería la mía gustoso para protegerla. Es para mí un honor que se me haya asignado vuestra seguridad.

—¿Sólo mi seguridad? —La reina estaba de un excelente humor.

—Majestad, la vuestra y la de quienes os rodean.

—¿Quiénes nos rodean?

—Vuestras camareras, majestad, son damas de respeto y consideración; velaremos por su seguridad.

—No me cabe duda de ello, Cantillana.

El militar esbozó una sonrisa. La reina le miró con cierta complicidad:

—¿Qué os produce esa sonrisa?

—Majestad, es estimulante para mi persona que conozcáis mi nombre, aunque sólo me hayan presentado como un coronel del ejército de vuestro real esposo.

Luisa Gabriela de Saboya sonrió una vez más y cambió la conversación:

—¿Qué opináis, coronel —recalcó la palabra— del curso de la guerra?

Cantillana flanqueaba a la reina por la izquierda, al otro lado iba mademoiselle. Varios soldados caminaban algunos pasos por delante y otros por detrás; a respetuosa distancia iban varias camareras, el secretario del Consejo de Hacienda, algunos caballeros de órdenes y más soldados cerraban aquel improvisado cortejo que llamaba la atención de los vecinos que encontraban a su paso, aunque hasta el momento nadie había reparado en que allí iba la reina de España.

Cantillana, que se había puesto el sombrero —era grande de España y podía estar cubierto ante la realeza— y tenía cogidas las manos por detrás, caminaba al ritmo que marcaba la reina. Se tomó mucho tiempo, quizá más del conveniente, para contestar a la pregunta. Cuando lo hizo, habló con energía:

—Si Castilla resiste, los imperiales lo tendrán difícil.

—¿Creéis vos que Castilla resistirá? —La pregunta fue inmediata. También lo fue la respuesta.

—Majestad, lo sabremos muy pronto. En cuanto tengamos noticias de lo que ocurre en Madrid estos días.

Habían llegado a la catedral.

Ahora, tendido en el camastro de aquella celda de la colegiata de Santa María de Calatayud, recordaba con nitidez aquella tarde en Burgos, a pesar de que habían transcurrido varios años. No se había equivocado en su apreciación, los castellanos habían resistido y dedicaron una hostil acogida a las tropas que sostenían la causa del archiduque Carlos de Austria, quien ni siquiera entró en Madrid; se volvió hacia Cataluña, donde los paisanos se mostraban a su favor de forma mayoritaria. Al año siguiente vino Almansa y Felipe V salvó, por el momento, el trono.

Desde entonces apenas si había visto a Ana María y ahora surgía todo esto, como un torbellino. Con una conspiración en marcha para acabar con el rey al que había jurado defender y una situación delicada para aquella reina aniñada que había visto una tarde de otoño… en Burgos.