A pesar de que por todas partes los ánimos andaban revueltos con las noticias de las últimas horas, después del toque de oración las gentes se habían recogido. Los corrillos callejeros habían desaparecido y en los patios de vecindad crecía el silencio a la par que la oscuridad. Sonaban algunas voces, pero procedían del interior de las viviendas: el llanto de algún chiquillo, alguna disputa familiar. En los colmados y figones había ya pocos parroquianos; sólo quedaban aquellos que estaban dispuestos a desafiar los peligros que las sombras de la noche traían. Era la hora de los matones y las fechorías, cuando se ajustaban cuentas y los hampones a sueldo buscaban cumplir sus compromisos; una paliza a un galán por encargo de un marido cornudo que no osaba enfrentarse al que se beneficiaba a su mujer; un susto a alguien que exigía, sin mayores plazos, el pago de una deuda, o un «recordatorio» a un deudor olvidadizo. Era el momento que muchos aprovechaban para saldar cuentas pasadas, honores mancillados y asuntos de familia pendientes. Algo de aquello podía ocurrir al doblar una esquina o en cualquier plazuela que se presentase a propósito para los que aguardaban.
La villa y corte se ensombrecía conforme caía la noche, y sólo en algunas casas principales alumbraba un solitario farol que rompía el velo de la oscuridad algunas varas en derredor. La mayor parte de las calles estaban desiertas, y aquellos parroquianos de mesones que se habían pasado de hora marchaban presurosos a sus casas. En algún sitio podía verse una sombra que se escurría pegada a la pared, buscando el encuentro previamente concertado, también a algún señor principal que con luces y criados iba por un menester o necesidad, tapando calle. Sin embargo, a veces podía surgir la figura de un clérigo, que con el acompañamiento debido, portaba el viático para algún moribundo; la concurrencia iba asistida de campanilla y faroles cuyos portadores, amén de otros voluntarios, daban la escolta requerida a su Divina Majestad, llevada con cuidado y reverencia. Ante aquellos improvisados manifiestos de religiosidad, no había quien no inclinase la cerviz y pusiese rodilla en tierra o se quitase el sombrero al paso del Santísimo. Muchos se sumaban al cortejo de acompañamiento hasta la casa de destino. Las rondas de vigilancia cumplían sin sobresaltos con su cometido. Tras una jornada preñada de comentarios y rumores, la noche había sosegado los ánimos.
A la espalda del colegio Imperial, la casa doctrinal de los padres de la Compañía, una carroza vacía aguardaba con su postillón en el pescante. Llevaba allí rato, más de una hora, cuando era ya el filo de la medianoche.
—Si vuesas mercedes siguen al pie de la letra mis consejos, pueden darlo por seguro… —Ana de Hoserín hizo una pausa—. Pero si no lo siguen a rajatabla, no les habrá servido de nada.
La reina mantenía el mutismo de que había hecho gala durante todo el rato que aquella extraña mujer había estado explicando lo que cada una de ellas debía hacer para conseguir los anhelos que le habían llevado a su presencia. Fue otra vez la camarera mayor quien intervino.
—Así pues, en el caso de la joven señora la seguridad de su vida y la de su esposo estará garantizada una vez que hayan recibido el baño que indicas.
—En efecto, siempre y cuando se cumplan todas las condiciones señaladas.
—Repasémoslas una vez más —insistió la camarera.
—Como gustéis. El baño habrá de hacerse de noche en una estancia iluminada por cuatro ciriales de cera virgen que estarán dispuestos, cada uno de ellos, en un rincón y colocados sobre el suelo directamente. La pareja habrá de bañarse a la vez; ambos estarán completamente desnudos y el agua del baño tendrá un cocimiento de hierbas aromáticas (hierbabuena, cilantro, albahaca y perejil), manzanas, maíz blanco, oro de dorar y plata líquida en las proporciones de la receta. Deberán mantener sumergido el cuerpo en esta cocción durante media hora, y de vez en cuando se lavarán la cara con la misma. Una vez acabado el baño, se secarán bien el uno al otro, procurando que no quede ningún resto sobre su cuerpo. Tampoco harán el amor ni se propiciarán caricias amatorias.
—¿Eso es todo?
—Eso es todo, mi señora, salvo que deseéis esperar para llevaros la receta.
—¿Cuánto tiempo necesitarías para prepararla?
—Tengo todos los ingredientes. Sólo necesito medir las porciones y hacer el cocimiento.
—¿Garantizas el efecto?
—Sí, siempre que los beneficiarios mantengan la pureza durante el baño.
—Estamos de acuerdo. ¡Prepara la poción!
La hechicera, cuyo extraño atuendo era idéntico al que tenía la noche de la anterior visita, dio varias palmadas fuertes y sonoras. Al instante apareció la vieja que hacía las veces de portera y, al parecer, de ayudante.
—¡Marta, pon agua para el cocimiento! Avísame cuando comience el hervor. —Se retiraba la vieja, cuando le indicó—: ¡En el caldero pequeño de cobre!
Marta asintió con una especie de gruñido.
Al quedar solas las tres mujeres, la camarera preguntó de nuevo:
—En mi caso, la solución parece más sencilla, pues…
—No lo creáis, señora —la interrumpió la hechicera—. En vuestro caso no se trata de establecer una protección, sino de mover una voluntad.
—Con mayor motivo sería entonces deseable que repasemos el asunto —insistió la camarera.
—Si ése es vuestro deseo, no hay ningún inconveniente, y, además, disponemos de tiempo.
—Tenéis el mal de muchas enamoradas, señora, que es la ausencia del ser amado y la duda de sus sentimientos hacia vos. Ya os he dicho que para que el sortilegio surta efecto resulta imprescindible que esa persona se acerque a vos; es imposible que sea eficaz en la distancia. Habéis de conseguir que el destinatario de vuestros amores tenga en contacto con su cuerpo, o al menos con sus vestiduras, la bolsa con los polvos que os he entregado, y es necesario que reciba esa bolsa por vuestra mano.
Eran pasadas las dos de la mañana cuando Luisa Gabriela de Saboya, reina de España, y Ana María de la Tremouille, princesa de los Ursinos y camarera mayor de su majestad, salían de la casa de Ana de Hoserín, una mulata de Nueva España que vivía a la espalda del colegio de los padres de la Compañía y que los rumores de comadres y las consejas de las viejas señalaban como remendadora de virgos, aliviadora de preñeces, conocedora de magias, filtros, polvos, papeles, sortilegios y otras hechicerías. Conocía también, según contaban, las artes adivinatorias y podía predecir el futuro y desvelar otros misterios y arcanos.
A pesar de que el rumor era público, el Santo Oficio no había intervenido, y por esa causa se contaban las historias más dispares. Se decía, por ejemplo, que gozaba de la protección de gentes muy influyentes a las que había hecho señalados favores y que le pagaban, además de con buenos doblones, con sus influencias para evitar que los de la Inquisición interviniesen en un asunto que entraba sin ninguna duda en las materias propias de su competencia. Eran muchos los que no quedaban satisfechos con aquella explicación; sobre todo porque sabían del celo del Santo Oficio y de los desvelos de sus familiares porque la pureza de la ortodoxia proclamada por la Santa Madre Iglesia no se viese afectada por ninguna clase de mácula. Los que así pensaban tenían otra versión para explicar aquella situación, que tenía muy poco de corriente. La hechicera no había cumplido aún los treinta y sus carnes, morenas y prietas, eran una tentación irresistible para alguien que en las alturas de la Suprema las había probado, metiéndose a fondo entre aquellos muslos provocadores, y estaba dispuesto a lo que fuese menester con tal de seguir disfrutándolos. En lo que todas las comidillas coincidían era en que se trataba de una persona discreta de puertas para afuera y que de puertas para adentro no se producían escándalos. Se decía también que en realidad no se llamaba Ana, porque no estaba bautizada. Junto a los deseos de fornicio de algún personaje influyente en la forma que queda dicho, ésa era la razón por la que los lebreles del Santo Oficio no se habían lanzado sobre aquella presa, tan apetitosa desde el punto de vista teológico como desde perspectivas más mundanas.
Las dos mujeres se deslizaron como sombras silenciosas hasta ganar la carroza que las aguardaba. El ruido de la portezuela al abrirse despertó al cochero, quien en la quietud de la noche echaba una cabezada, justo a tiempo para ver a las dos damas perderse en el interior del carruaje y sentir dos golpes secos en el cristalillo que había tras el banco que le servía de asiento, indicándole que podía ponerse en marcha.
Arreó con suavidad las mulas, que cabecearon primero, como si se despabilaran, y a continuación echaron a andar mansamente.
En un instante dejaron atrás la calle de Ana de Hoserín y la imponente silueta de la casa matriz de los hijos de san Ignacio, cuyo colegio, iglesia y residencia constituían un conjunto de edificaciones que dominaba la zona. Daba la impresión de que las modestas viviendas del entorno se arrimaban a la soberbia construcción donde residía el centro del poder de los padres de la Compañía como buscando la protección de la mole ignaciana. La mayor parte de las casitas que conformaban la manzana estaban adosadas a alguno de los lados de ésta.
—Ana María, a mí todo esto me parece un desacato a la voluntad de Dios nuestro Señor. Creo que estamos actuando en contra de los designios de la divina providencia. —La reina parecía seriamente afectada y rompía su largo mutismo tratando de desahogarse y tranquilizarse a la vez.
—¡Majestad, no debéis preocuparos! Esta mujer…
La reina interrumpió a su camarera.
—Mujer no, Ana María. ¡Es una bruja, una hechicera! ¡Sabes que es pecado lo que hemos hecho y que estas prácticas están condenadas por la Santa Madre Iglesia!
—¿Tomar con vuestro esposo un baño de hierbas y otros añadidos?
—¡No! ¡Pretender conseguir unos propósitos por ese procedimiento! ¡Lo malo no es el hecho, sino la pretensión!
—Está bien, majestad, siempre estáis a tiempo de desistir. Sin embargo, no debéis olvidar que han sido vuestros temores y vuestras cuitas los que han conducido nuestros pasos por este camino.
La reina cogió entre sus manos las de la camarera, como quien se agarra a una tabla de salvación.
—Perdóname, amiga mía. Estoy tan preocupada, tan asustada que…, que no sé qué es lo mejor que puedo hacer.
—Majestad, no debéis preocuparos por esto. —El tono de la de los Ursinos era cálido, gratificante—. Nada hemos de perder en las actuales circunstancias. Es cierto que no se trata de un juego de colegiales, porque esa mujer tiene ciertos poderes, como vuestra majestad ha podido comprobar en las dos visitas que hemos realizado.
—Precisamente eso es lo que embarga mi ánimo, pues esto no es un juego. Al principio, mi deseo de conocer a Ana de Hoserín estuvo provocado más por la curiosidad que por otra cosa, pero ahora esa curiosidad se ha convertido en inquietud.
—¿Inquietud, majestad?
—No sólo inquietud, sino miedo, Ana María, también miedo. Porque esa mujer no es una charlatana ni una vulgar embaucadora, que era lo que yo creí que encontraríamos cuando acudimos a verla.
—Majestad, las artes adivinatorias existen porque existe el saber oculto que proporciona poderes que no son los habituales. Es evidente, lo habéis podido comprobar esta noche, que ésta…, ésta… —No pronunció la palabra que daba hilazón a la frase—. Ésta… tiene esos poderes, y desde mi punto de vista es mejor tenerlos a nuestro favor, majestad. —Intentó mostrarse casi maternal—. No vamos a perder nada con probar, y coincido con vos en que no es ni una charlatana ni una embaucadora.
En el rostro de la reina se adivinaba la vacilación, la duda; de pronto, fue como si en su mente se iluminara algo:
—Ella no sabe que soy la reina, ¿verdad?
—En absoluto, majestad, eso puedo garantizároslo. Nadie tiene conocimiento de estas visitas salvo ella, la vieja que la asiste y nosotras dos. Yo respondo personalmente de eso ante vos. Además, como cobertura, también he pedido una poción que en realidad no necesito.
—¿Recordáis con exactitud qué dijo acerca de mí?
—Con absoluta precisión, majestad.
Las palabras afloraron lentamente a los labios de la reina.
—«No temáis el enfrentamiento. El amarillo no será obstáculo, triunfará el azul, pese a otros azules». ¿Te fijaste en su rostro cuando decía esto?
—Sí, majestad; estaba desencajado y despedía fuerza y vigor.
—¡Estaba en trance! ¡Esa mujer es una bruja! ¿Podría con sus poderes haber descubierto nuestra verdadera identidad?
Por primera vez la camarera mayor no tenía una respuesta inmediata a una de las preguntas que le formulaba su señora.
—¿No me contestas, Ana María?
—Majestad —dijo la de los Ursinos en un murmullo apenas audible—, yo no sé qué responderos. Estoy convencida de los poderes sobrenaturales de esta mujer, cuya procedencia ignoro, y no sé por qué los tiene ni a quién se los debe. Tampoco sé hasta dónde pueden llegar.
La reina se arrellanó, encogiéndose, en su asiento:
—Podrían ser diabólicos, podrían proceder de Satanás. —Se le escapó un gemido.
La camarera se sentía incómoda, la reina sabía que aquellas cosas eran como eran y aceptó el envite. Las preguntas que ahora se hacía, o que le hacía a ella, podía habérselas planteado con antelación. Sin embargo, no podía contestarle lo que realmente deseaba porque era la reina y ella su camarera; además, los momentos que estaban atravesando eran difíciles, por no decir críticos. Por otra parte, no era menos cierto que estaba encariñada con aquella jovencita a la que ahora veía hundida y temblorosa, pero que se había tomado en serio su papel de reina y demostrado temple y valor. Sabía entender cuando un asunto era una cuestión de Estado, y tal vez por eso ahora estaba llena de dudas, había aceptado aquello como un juego y se había visto desbordada.
Trató de calmarla durante el recorrido que las condujo hasta una de las puertas de servicio del alcázar, por donde entraron sin ser vistas. Llegaron hasta la alcoba real sin novedad; allí la camarera mayor ayudó a la reina a desvestirse y luego se marchó. Cuando Luisa Gabriela se metió en la cama estaba acongojada y arrepentida de haber realizado aquellas dos excursiones nocturnas para reunirse con Ana de Hoserín. Si aquello llegaba a conocerse, si se hacía público, no podría soportarlo. Se arrepentía, como pocas veces en su vida se había arrepentido de algo, de haber actuado así.
Ana María de la Tremouille conocía como nadie a aquella responsable y asustadiza jovencita que era reina de España desde los trece años, y cuando salió de los aposentos regios ya había tomado una decisión para poner fin a semejante estado de cosas. El asunto podía acabar escapándosele de las manos y tener graves consecuencias, de manera que había que resolverlo como se resuelven los asuntos de Estado cuando son de gravedad. Ya tenía pensada la solución. Era cuestión de buscar la persona adecuada para llevarla a cabo, y eso, en aquel Madrid agitado y conmocionado por la guerra… y los rumores, no era difícil. Y mucho menos para una mujer como ella.