Capítulo VIII. Camino de la corte

El conde de Cantillana estaba dispuesto a reventar los caballos que hiciesen falta para llegar aquel mismo día a Madrid. Estaba seguro de que en la corte ocurrían sucesos extraños. Sí, extraños era la palabra más adecuada mientras no pudiese aclarar las sospechas que le asaltaban. Si éstas se confirmaban…

Menos mal que entró alertado en la reunión convocada por el marqués de Villadarias. ¿Quién sería la mujer que le había entregado aquella carta? Surgió casi como una aparición y de la misma manera se había esfumado. ¿Quién la habría enviado? Desde la misteriosa entrega del papel, Cantillana estaba hecho un mar de confusiones, las preguntas surgían una detrás de otra y no tenía respuesta para ninguna. ¿Por qué le habrían entregado a él aquel mensaje? Tal vez era el único interrogante para el que había una respuesta posible, y en busca de ella iba a la corte.

La reunión de jefes de los regimientos del ejército que mandaba Villadarias había sido lamentable. Cantillana nunca pensó que hubiese tanto incompetente. Era cierto que los franceses se marchaban, allí se confirmó el rumor que había corrido por las filas del ejército, pero aun tratándose de algo grave, tampoco era para que cundiese el pánico de la forma en que lo había hecho. A la postre la batalla del día anterior se había convertido en un descalabro por culpa de los franceses. ¡Si los malditos gabachos hubiesen cumplido con su deber no habrían llegado a aquel extremo!

El coronel del regimiento de la Reina recordaba al mariscal Bessiéres al principio de la reunión. Parecía un pavo real, lo cual ya suponía una provocación, pero lo que le había exasperado era la presencia de aquel franchute que, como si la saliva se le hubiese atragantado en el gaznate, había dicho:

—¡Segnores, su majestad el grey ha ogdenado que sus tropas se geplieguen a Fgancia. En cumplimiento de sus geales ogdenes, mesié, el segnor duque de Ogleáns, ha indicado que mañana al alba iniciemos la getigada! ¡Vive le Goi!

«Y eso fue antes de que se marchara —pensó—, de que los nuestros se mostrasen timoratos, espantados y hasta desesperanzados».

—¡A tomar por culo! ¡Que se vayan! ¡No es la primera vez que nos las hemos tenido tiesas y solos las hemos resuelto! —De repente se dio cuenta de que estaba gritando, aunque el ruido que producían los cascos del caballo al galopar ahogaba su voz en la soledad de aquel páramo. A nadie podían llegarle aquellos pensamientos dichos a voces.

«Luego vinieron —seguía rumiando— los lamentos de todos, en una especie de coro de miedosos. Eran como unos niños que pierden a su madre de vista. ¡A su madre! ¡Francia siempre ha sido para nosotros una mala compañía! Cuando hemos ido de su brazo ha sido por un matrimonio de conveniencia, en el que todas las ventajas, claro está, eran para ella. Ha sido como una especie de ramera que nos ha cobrado la tarifa más alta y, además, nos ha engañado. Menos mal que estaba prevenido. ¿Quién le habría hecho llegar el aviso? La actitud de Villadarias había sido miserable. ¡Nos da ya por derrotados!».

Cantillana galopaba a tal velocidad que a veces tenía que refrenarse si no quería quedarse sin caballo. Una y otra vez se le venía a la mente el contenido de aquel aviso, cuyo texto rezaba:

La derrota de hoy no ha sido tal. Todo estaba amañado. Los franceses habían mantenido en Lérida una entrevista con Stanhope.

El enemigo sabía de antemano que el flanco izquierdo de los nuestros se hundiría al primer envite con lo que teníamos la jornada perdida antes de que empezase la función.

Nuestra facción está llena de judas y los franceses no son los únicos. Ellos al fin y al cabo cumplen órdenes. Estad atento a la actitud y el consejo de algunos jefes de regimiento y sobre todo a los planteamientos que haga el señor Marqués de Villadarias.

En la corte las cosas están peor. Hay toda una conjura puesta en marcha para echar del trono a nuestro rey y Señor don Felipe V, que Dios guarde.

Sólo el patriotismo y la lealtad de sus súbditos verdaderos, puede salvar a su majestad en estas difíciles horas.

No olvidéis estos nombres: Regnault y Flotte.

No había más. No había firma, ni ningún otro signo.

Recordó la reunión con los capitanes de su regimiento. Aquello era otra cosa. ¡No había sido casualidad que la única unidad que había salvado el tipo en la terrible situación que se había vivido, fuese la de ellos! ¡Ah, si el rey Felipe contara con una docena de regimientos como aquél! Aquella oficialidad formaba un conjunto difícil de conseguir. Eran leales, decididos y disciplinados, y habían logrado transmitir esas virtudes hasta al último recluta del regimiento. Constituían la mejor unidad del ejército de su majestad.

El caballo empezaba a dar síntomas de cansancio, ya no respondía con agilidad a sus mandatos y comenzaba a cabecear. La fatiga apuntaba cada vez con más fuerza en el noble animal; debería haber cambiado de montura en Zaragoza, después de las nueve leguas que habían hecho desde Monzón y tras atravesar la sierra de Alcubierre. ¡La maldita prisa, que nunca es buena cuando hay que ir con rapidez! Tendría que conformarse con llegar a Calatayud después de lo previsto y hacer allí noche. Decidió no forzar más la caballería y redujo el galope a un trote ligero, primero, y cada vez más pausado después.

Volvió a recordar a su oficialidad. Mendieta asumiría el mando del regimiento y tomaría las providencias necesarias en el repliegue hacia Zaragoza. Si el enemigo no les hostigaba mucho tardarían dos jornadas en ganar la línea del Ebro, y si les acosaban —cosa poco probable a tenor de cómo estaban las cosas— serían tres días. Repasó mentalmente: Amézaga, Manrique, Lastres, Fernández de Loaysa, Riquelme, Ayala, Juarros, Villavicencio, Sepúlveda, Cantos, Rovira, Ortiz de Zarate y Mediuña. Buenos capitanes; con gente como aquélla era como se ganaban las guerras. Con gente como aquélla y con medios, ¡qué cono!

Hizo cábalas. Era probable que el marqués de Villadarias no supiese que se había ausentado. ¡Mejor llamar las cosas por su nombre! Lo que estaba haciendo era huir ante el enemigo, y eso tenía un nombre. Según las ordenanzas militares se había convertido en un desertor, y el castigo por ello era la muerte en la horca sin ningún tipo de excepciones. Al recordarlo se sintió incómodo, no porque la pena fuese la muerte, sino por la afrenta de la horca. ¡Al carajo todo aquello! Ahora se trataba de algo mucho más importante. ¿Más importante? Dudó. Estaba acalorado y había empezado a sudar al disminuir la tensión y el esfuerzo cuando había dejado de galopar. Un escalofrío le había recorrido la espalda hasta alojarse en la nuca, después sintió picores por todo el cuerpo. ¿Le habrían engañado? ¿Le habrían tendido una trampa? El sudor se hizo copioso, hasta que comenzó a sentir las ropas empapadas.

Miró hacia atrás por instinto; el camino estaba desierto, sólo el polvo que levantaba su cabalgadura rompía la quietud del mismo. Trató de poner en orden sus ideas. Era cierto que podían haberle tendido una trampa, sabía que había mucha gente con influencia y poder que se sentiría contenta con su perdición, y si además esa perdición llevaba unida la deshonra de su nombre, entonces serían felices.

¿Se habría precipitado? Aquello era un embrollo; era posible que hubiese pecado de confiado, que hubiese sido un ingenuo. Había creído, sin mayores reflexiones, lo que ponía aquel papel sin firma ni ningún otro signo. Instintivamente había aminorado aún más la marcha de su cabalgadura, que ahora iba al paso. Sólo era un papel que le habían entregado de noche y sin testigos; tampoco conocía a quien se lo había dado, ni siquiera había visto su rostro. Sólo sabía que era una mujer, lo cual era bastante poco, habida cuenta de la importancia del contenido del mensaje. Allí se afirmaba —sacudió la cabeza— que había en marcha una conjura para destronar al rey.

Una sombra cruzó por su mente. ¿Le habrían inducido, mediante aquel aviso, a pensar algo que distaba de la realidad? ¿Le habrían alertado para que sacase las conclusiones que deseaba quienquiera que fuese el que estuviese detrás de todo aquello? Sabía por experiencia que la mente tiene extraordinarias capacidades y que hay quien puede hacernos ver o creer algo que ni vemos ni se produce realmente. ¿Le habrían conducido a sacar unas conclusiones alejadas de la realidad? Era normal que Villadarias y muchos de sus compañeros de armas se sintiesen desmoralizados después de tan vergonzosa retirada, que se sintiesen abatidos y derrotados. Aquélla era una reacción lógica en las circunstancias en que se había producido la reunión convocada por el general. ¿Habrían predispuesto su ánimo para que interpretase el derrotismo lógico del momento como veladas manifestaciones de traición?

Mientras permanecía sumido en estas reflexiones, su caballo había ido reduciendo la marcha cada vez más, y ahora iba a paso lento. El cielo se había teñido de un resplandor rojizo que al mezclarse con el azul limpio tomaba tonos anaranjados, anunciando la cercanía del crepúsculo. Hacía poco que había dejado atrás la Almunia de doña Godina y el terreno había empezado a empinarse. El valle del Ebro, con sus frondosidades, estaba ya a su espalda, y a la derecha la vega del Jalón ampliaba, en una especie de franja serpenteante, el verdor que la proximidad de las aguas daba al paisaje. Aquí y allá, en las huertas que se alineaban a lo largo de la ribera, se veían campesinos, casi todos gentes de edad, afanarse en las tareas propias de la estación. La arboleda era escasa, pero de vez en cuando aparecían algunos espacios donde se alzaban, desordenados, algunos frutales, incrementando y enriqueciendo el verdor del paisaje, que adquiría tonalidades que iban desde el negruzco hasta matices tan claros que parecían diluirse. Había muchos campos abandonados donde crecían el forraje y las malas hierbas, en contraposición a las parcelas trabajadas de forma primorosa. Eran los efectos de la guerra, que restaba brazos y energías a las labores agrícolas, para que tratasen de sostener con su esfuerzo, y en muchos casos con su sangre, la corona en la cabeza del rey.

A la izquierda aparecían parajes más agrestes, las tierras estaban menos humanizadas, menos trabajadas. Era una zona más montañosa en la que, como perdidos, aparecían algunos viñedos, cuyos retorcidos troncos, de formas caprichosas y tonos terrosos, mantenían todavía el verdor de sus hojas. Parecía como si las cepas quisiesen esconderse entre los pliegues arriscados de la sierra de Vicor, que accidentaba la comarca en uno de cuyos flancos estaba asentada Cariñena.

Cantillana percibía el acre olor del sudor de su caballo, cuyo pelaje estaba empapado. De vez en cuando, una suave brisa le traía aromas de campo, a la vida que empezaba a recogerse como cada otoño. Había tal paz y sosiego en el ambiente —ahora podía advertirlo al no concentrar sus sentidos en la montura que durante horas había espoleado sin descanso— que por inercia recordó el ajetreo, el ruido y la angustia de los combates. La tranquilidad de aquellos parajes se superponía en su mente al desasosiego vivido en los campos de batalla, y le parecía irreal que a pocas horas de camino el panorama cambiase de aquella manera. Sin embargo, ante la oscilante fortuna y en medio de los cambios que el curso de la guerra había propiciado, a nadie extrañaría que tan apacible lugar se convirtiese en un sangriento escenario donde retumbase el estruendo de las armas, mezclado con los ayes de dolor de los heridos y las maldiciones, imprecaciones y gritos de los vivos en pugna por matar y porque no los matasen. A la sensación de sosiego y paz colaboraba la escasez de viajeros que en aquellos tiempos de zozobra se aventuraban a desplazarse. Eso explicaba los pocos encuentros que había tenido en aquel camino que, en quince leguas, conducía de Zaragoza a Calatayud.

¿Le habrían tendido una trampa? Otra vez la pregunta le asaltó. Trató de olvidarla pensando que tendría que hacer noche en Calatayud porque su caballo no daba para más. Si al día siguiente se ponía pronto en camino, podría estar en Madrid en dos jornadas, contando con que todo se desarrollase con normalidad. Siempre se corría el riesgo de ser asaltado por alguna partida de facinerosos o de soldados desertores que, sin oficio ni beneficio, merodeaban por descampados y lugares poco poblados en busca de presas fáciles. ¿Era él una presa fácil? La respuesta que se dio a sí mismo fue afirmativa. A los ojos de una partida de malhechores era un viajero solitario, aunque vistiese uniforme. Era un soldado, pero era un soldado solo. Decidió, prudentemente, avivar el paso de su caballo para estar en poblado antes de que la noche se cerrase.

El camino se había empinado cada vez más, por lo que al espolear su montura sólo logró mantener el ritmo de marcha, lo que suponía más esfuerzo para no ir más lento ante la mayor dificultad del terreno. Miró hacia atrás desde la elevación que había ganado, y eso le permitió tener una perspectiva amplia, por encima de las curvas que el camino trazaba. Dominaba el amplio horizonte que había quedado a sus espaldas y vio en la lejanía un punto que avanzaba en su misma dirección. Levantaba mucha polvareda, tanta que en la distancia no podía precisar si eran varios jinetes o uno, sólo podía deducir que tenía mucha prisa.

Cuando alcanzó el final de la pendiente, ganándole a la cuesta los últimos tramos, divisó Calatayud. Estaba más cerca de lo que había pensado; aún quedaba una hora de luz antes de que fuese noche cerrada y la población que había a sus pies estaba a menos de una legua. Un hombre a pie, sin forzar mucho el paso, podía estar en ella antes de que cayeran las sombras.

Desde aquella altura se extendía ante su vista una vasta planicie recorrida por el Jalón, a lo largo de cuyo curso aparecían, aquí y allá, algunas poblaciones. Todo lo demás era un páramo desierto. Desierto y yermo. Tierras amarillentas y resecas donde la vida debía de ser dura y difícil. ¡Cuánto costaría a los labriegos ganarse el sustento en aquellas tierras sedientas y miserables!

Apretó las piernas en los ijares del caballo para que éste se sintiese espoleado. Antes de iniciar la bajada hacia la población, miró hacia atrás y no vio al jinete o jinetes que llevaban el mismo camino que él. Sólo se percibía la estela de polvo que se levantaba a su paso. En aquellos minutos quienquiera que fuese había ganado mucho terreno, y ya estaba en plena ascensión, superando alguno de los recodos que el camino hacía al empinarse. Parecía tener mucha prisa, y esta última consideración hizo que algo en su interior le pusiese sobre aviso.

¿Estarían siguiéndole? Lo mismo que le habían localizado para entregarle aquel papel en circunstancias bien extrañas, podrían estar tras su pista. Lo mejor era llegar cuanto antes a Calatayud, porque el más lejano de sus deseos en las condiciones en que estaba, era tener alguna clase de complicación.

A un lado de la población, aprovechando una elevación del terreno, se levantaba una fortaleza flanqueada por dos torres de parecida forma, desde donde se dominaba el conjunto urbano ceñido por una línea que se había mostrado incapaz de contener todo el caserío, que había acabado por desparramarse en las proximidades del río. Estaba a un disparo de mosquete de la población cuando cayó en la cuenta de que por detrás se le estaban echando encima.

Sintió el golpeteo de los cascos de un caballo en el suelo. Cuando se volvió, tenso sobre la montura, oyó un grito que salía del bulto que formaban hombre y bestia, envueltos en polvo, que se aproximaba a toda velocidad. Con la polvareda no podía distinguir con claridad. Era un jinete quien se acercaba, y vociferaba. Al fin, por encima del ruido del galopar, pudo oírlo.

—¡Señor! ¡Señor!

—¡Mi coronel! ¡Mi coronel!

Cantillana distinguió con mayor nitidez la figura que se acercaba y que a poco más de un centenar de varas continuaba a pleno galope.

—¡Mi coronel! ¡Mi coronel!

Si no empezaba a refrenar el caballo, se pasaría de largo. Al parecer el jinete que se le echaba encima no dominaba la situación; Cantillana, previendo lo que iba a ocurrir, echóse a un lado del camino. Efectivamente, aquella masa que no podía contenerse pasó de largo. Hombre y animal iban cubiertos de una blancuzca capa de polvo, y de repente el jinete, que ya daba la espalda, salió disparado por los aires rodando con estrépito por el suelo, hasta quedar inmóvil. Sólo entonces el caballo, que había cambiado de rumbo, saliéndose del camino, disminuyó el ritmo de su desenfrenado galope y tras un rato se detuvo ante unos matojos que comenzó a mordisquear.

Cantillana se acercó al cuerpo, tendido de bruces en la cuneta. El hombre vestía el uniforme de las tropas del rey. Cantillana desmontó, se agachó para ver qué podía hacer y con cuidado giró el cuerpo desmadejado del militar. Cuando vio el rostro, no pudo contener una exclamación:

—¡Ginesillo!

Comprobó que la sangre que manaba abundante de su frente formaba, al empapar el polvo, una masa pastosa de color oscuro pero indefinido. Ginesillo tenía los ojos cerrados, pero no estaba muerto. Se podía percibir su jadeo.

Cuando logró limpiarle la cara se percató de que la herida no era grave.

Lo acomodó lo mejor que pudo, pero no tenía nada con qué atenderle. Seguía perdiendo sangre y sin recuperar el conocimiento. Sabía que en aquellas condiciones lo mejor era no mover al herido.

Varios campesinos de los que trabajaban las tierras que rodeaban la población se habían acercado y formaban ya corro cuando Cantillana se incorporó y pidió agua. Los huertanos se miraron los unos a los otros. Eran hombres de edad; el más joven andaría rondando la cuarentena. El mayor de todos, un anciano de aspecto cuidado, dentro de la tosquedad de su vestido y de sus ademanes, fue el que hizo un gesto imperativo, ante el cual dos de los presentes, sin decir palabra, se marcharon para volver después con un cántaro de barro. El labriego destapó el recipiente y Cantillana empapó, al chorro, un pañuelo grande, con el que lavó la cara de Ginesillo y quitó la plasta que formaba la sangre y el polvo. La herida entraba en la frente, era superficial y limpia, y cada vez sangraba menos. Los presentes, cinco en total, asistían en silencio a los trabajos del coronel. Sin abrir la boca, uno de ellos acercó un poco de barro amasado y se lo ofreció al militar.

—Es para la herida, señor. —Sus palabras reflejaban temor, mientras extendía un brazo nervudo rematado por una mano agrietada y terrosa.

Cantillana tomó el barro y lo colocó a modo de emplasto en la frente de Ginesillo. Después limpió la última sangre que había manchado otra vez el rostro del mozalbete.

Todos guardaban un silencio entre cobarde y respetuoso. El coronel se puso de pie y dio las gracias a los campesinos, quienes se mantuvieron en silencio. Sólo el más anciano, pasados unos instantes, se decidió a hablar.

—Supongo, señor, que habréis de hacer noche aquí; por si os interesa, sabed que hay un mesón donde os tratarán bien, y en él podréis descansar vos y el joven reponerse. También os pueden atender los frailes de Santa María. Veo que sois militar y de graduación, por lo que canta vuestro uniforme. —La voz de aquel hombre era monocorde, no tenía inflexiones y parecía que hablase sin sentimientos. Había pasado de un asunto a otro de forma imperceptible—. A nosotros no nos interesa si sois de don Felipe o de don Carlos, tanto nos da. Ojalá la guerra no llegue a estos pagos, ya tenemos bastante con los reclutas y los alojamientos.

Sin decir más, los campesinos se marcharon en silencio, tan en silencio como habían llegado. Ginesillo se movió, parecía que su cuerpo exánime recuperaba la vida, entreabrió los ojos y lo primero que vio fue a su coronel, que le miraba fijamente con semblante inexpresivo.

—¿Qué sientes?

—Me duele la cabeza, señor.

Se produjo un breve silencio.

—¿Se puede saber qué demonios haces aquí? —preguntó Cantillana al cabo.

—Señor, os traigo un recado urgente del capitán Mendieta.

—¿Recado de Mendieta?

—Sí, señor; por escrito. —Ginesillo se incorporó, tenía el cuerpo molido, pero podía moverse. Se palpaba los costados y el abdomen, también se apretó los brazos, los muslos y las pantorrillas. Después, diagnosticó—: Me duele hasta el pensamiento, pero no tengo roturas.

—¿En el pensamiento? —inquirió Cantillana con sorna.

—¡En el cuerpo, señor! —respondió muy serio el tambor, mientras se levantaba despacio y con cuidado, como si temiera que con el movimiento se le rompiera algo.

Una vez en pie, desabotonó uno de los bolsillos de su chupa y sacó un papel que entregó a su coronel. Cuando éste clavó los ojos en el mensaje, que era muy breve, no pudo reprimir una exclamación.

—¡Santo cielo!