Capítulo VII. Una reunión privada

—¿Estáis segura de lo que acabáis de decirnos?

—Completamente. Un golpe de suerte ha puesto ese mensaje en nuestras manos.

La respuesta de la camarera mayor no dejaba lugar a dudas. En su boca apenas se notaba una incipiente sonrisa, mezcla de burla y socarronería. Era capaz de apostar todo lo que tenía, sin temor a perderlo, si alguien la retaba a decir qué era lo que pensaban los dos hombres que estaban frente a ella.

Sabía que buscaban una explicación a cómo aquel demonio con forma de mujer que tenían delante había conseguido esa información.

Todos conocían su poder en la corte gracias al ascendiente que tenía sobre sus majestades. No había asunto, por pequeño que fuese, que no pasara por sus manos o tenida en cuenta su opinión. Eso había hecho que todos los envidiosos de la corte, que eran legión, fuesen sus enemigos y que también la odiasen los que se sentían perjudicados por causa de su influencia. Otros le tenían ojeriza por el hecho de ser mujer, y a ello había que añadir su condición de extranjera. Algunos estaban resentidos porque había despreciado las insinuaciones que buscaban sus atractivos. Muchos de los que públicamente manifestaban su rechazo a la princesa, mostrando aversión ante la edad de ésta, suspiraban en secreto por gozar de sus encantos. Más de uno habría dado hasta lo que no poseía por gozar una sola vez de aquello que ante los demás aparentaba despreciar.

Todo el mundo, sin embargo, le guardaba el aire. En la corte estaba claro, sin ninguna duda, que las puertas se abrían y cerraban de acuerdo con las decisiones —caprichos, decían bastantes— de la camarera mayor. La confianza que los reyes le tenían era total; gozaba sobre todo del cariño de la reina, y… ya se sabía que el rey atendía con solicitud cualquier deseo de su esposa.

Lo que tanto el marqués de Grimaldo, encargado de los asuntos de Estado, como don Antonio de Ubilla se preguntaban era cómo podía saber ya, en tan corto espacio de tiempo, a quién iba dirigida aquella extraña carta en la que se decía:

Plutarco se impondrá a Homero.

Ha sonado la hora de la justicia.

Las Damas y sus Hijas lo agradecerán.

Cicerón está dispuesto.

X e Y avisen a Cicerón.

A eso de las dos, pensaba el secretario, Aytona había aparecido en los aposentos de su majestad para dar cuenta de aquellas extrañas letras, y allí habían permanecido cerca de una hora. Después la corte en pleno se había reunido en el Salón Dorado, donde se enteraron del contenido de la carta que Luis XIV había enviado a su majestad. Eran cerca de las cuatro cuando el rey y la reina habían dado por concluida la reunión. Una hora después había recibido, a través de una de las camareras de la reina, al igual que Grimaldo, aquel billete.

A las seis y media os espero en el gabinete pequeño. He de comunicaros algo de la máxima urgencia.

A. DE LA TREMOUILLE.

P. D. También he solicitado la presencia de su Excia. el Sr. Marqués de Grimaldo.

A la hora fijada los dos convocados habían coincidido en la galería que daba acceso al gabinete pequeño, una salita de reducidas dimensiones muy a propósito para confidencias, discreteos o intrigas. Allí les esperaba la camarera mayor, con aquel porte majestuoso —diríase que era ella la reina— y aquel aplomo que emanaba de su persona y que había puesto nerviosos a tantos como habían intentado desafiar su poder.

Tanto a Grimaldo como a Ubilla sólo se les escapaba un cabo, o cuando menos no lo tenían atado con seguridad. «¿Dónde había estado aquella mujer entre las dos y las cinco de la tarde?». No estaban seguros de haberla visto en el Salón Dorado. Ubilla casi tenía la certeza de que no se encontraba allí, su figura era demasiado prominente para pasar inadvertida y no recordaba haberla visto.

El secretario del despacho universal trataba, una y otra vez, de reconstruir las imágenes del Salón Dorado: llegaron los reyes, detrás de los cuales iban Grimaldo y él. Luego, leyó por indicación de su majestad la carta del Cristianísimo, y más tarde oyó los comentarios, los murmullos y la intervención de Mancera. No, la camarera no estaba allí; de lo contrario, tendría en la retina la imagen de su figura, que necesariamente estaría situada en las proximidades del estrado real. La cabeza no dejaba de darle vueltas: «Saber que no ha estado en el Salón Dorado no me conduce a ninguna parte para enterarme de cómo ha podido llegar al conocimiento del destinatario de la carta… Además, nadie sabe de la existencia de la misma, aparte de sus majestades, ella, Aytona y yo… Bueno, ahora también conoce el asunto Grimaldo, pero está más confuso que yo… Aytona nos dijo que, aunque el pliego estaba abierto, nadie en palacio lo había leído, y Aytona es hombre de palabra. Antes se dejaría cortar la lengua que mentir… ¿Estará presumiendo y apostando al azar?». Ubilla apartó aquel último pensamiento. La camarera no podía jugar de farol en aquella extraña partida que nadie podía saber en qué consistía y cuyo final era imposible imaginar.

Decidió ir directo al grano.

—Si no es indiscreción, ¿podría decirnos mademoiselle cómo ha hecho para obtener esa información y por qué está tan segura de ella?

La sonrisa de la camarera se amplió. No llegó a ser radiante, pero le faltó poco.

—Mi querido Ubilla —el tono era envolvente, estaba lleno de zalamería—, no pensaréis en serio que voy a deciros cómo he llegado a esa conclusión, ¿o tal vez —otra vez se dibujó una mueca maliciosa tanto en su boca como en la expresión de sus ojos— pensáis que tengo una fuente de información especial?

—Estoy convencido de que es lo segundo, porque lo primero, sin remitente y con un texto inverosímil es… —titubeó, como tratando de ganar tiempo para escoger la palabra— imposible.

—¿Imposible, decís?

—Imposible.

—¿No habéis pensado, aunque sólo sea por un momento, que yo podría haber conseguido la clave que me permitiera saber quién es Plutarco y quién Homero, quién es Cicerón o quién se esconde detrás de la X o de la Y?

—¿Bromeáis, mademoiselle? —Ubilla, serio de natural, había contraído el rostro, y Grimaldo, relajado hasta entonces, se puso tenso.

—¿Afirmáis que se trata de un mensaje cifrado? —preguntó el marqués, quien inmediatamente se dio cuenta de que había dicho una tontería. Como respuesta a su propio pensamiento se encogió de hombros. Su gesto no gustó a la princesa, que por primera vez pareció perder el dominio de la situación.

—No acabo de entender la actitud que mantienen vuestras mercedes. No les he llamado aquí para jugar con esta especie de rompecabezas, como unos chiquillos que no tienen mejor cosa que hacer. Señores míos, la corona que ciñe su majestad está en peligro, no sólo porque el curso de las armas pueda depararnos una amarga derrota y cuya consecuencia sería el destronamiento del rey nuestro señor, sino por otras causas. Quiero que se den cuenta —alzó la voz y recalcó cada palabra— de que hay en marcha una amplia conjura para traicionar al rey nuestro señor.

Ubilla y Grimaldo se miraron, enmudecidos. Habían palidecido y su expresión era de azoramiento. Fue Grimaldo el primero en reaccionar.

—¿Queréis explicaros, señora?

La camarera mayor, que hasta aquel momento había permanecido de pie, invitó a los dos hombres a que tomaran asiento, a la vez que ella se acomodaba en un sillón frailuno, de los que tanto abundaban en el mobiliario del alcázar. Una vez sentada, respiró hondo y comenzó a hablar de forma pausada.

—Esta mañana se han producido dos noticias en palacio. La primera ya es de dominio público y a estas horas no habrá rincón de la corte donde no se sepa y se haya opinado. Me refiero a la retirada de las tropas francesas de estos reinos, lo que significa que el rey nuestro señor se queda solo frente a sus enemigos. La segunda la conocemos muy pocos; se trata de ese mensaje cifrado que advierte a alguien, ya os he dicho quién es, para que se ponga en marcha una conspiración, porque todo está dispuesto. Por otro lado, vuestras mercedes saben que hace algunos días su majestad recibió noticias del embajador en París, y que las mismas eran graves. Las potencias, incluida Francia, están abriendo preliminares de paz, y que yo sepa de ese mensaje, cosa extraña, sólo está al corriente un reducido círculo de personas de esta corte. Si unimos las tres noticias, ¿qué tenemos? —Mademoiselle guardó silencio por un instante; después continuó respondiendo a su propia pregunta—: Tenemos que Luis XIV entra en conversaciones de paz porque su situación económica y militar es muy difícil y necesita la paz más que nadie, pero como sus enemigos lo saben, le ponen condiciones muy duras. Una de esas condiciones es que retire el apoyo a su nieto, y la consecuencia inmediata es que las tropas francesas que operan aquí han recibido la orden de replegarse al otro lado de los Pirineos. Creo —señaló— que este razonamiento es correcto. Lo avalan los testimonios escritos que poseemos. ¿Estamos de acuerdo? Los dos hombres asintieron en silencio.

—Sin embargo —prosiguió ella—, los enemigos del rey nuestro señor exigen más a su abuelo. Le piden, para llegar a la paz que anhela y necesita, no sólo que retire el apoyo al rey de España, abandonándolo a su suerte, sino que una las tropas de Francia a las de Inglaterra y Holanda, y consumen su destronamiento. ¡Le exigen que luche contra su propia sangre!

—¡Eso es un rumor y no tenemos certeza de su fundamento! —gritó Ubilla, encolerizado.

—¡No es sólo un rumor! ¡Es probablemente la exigencia que los aliados imponen al Cristianísimo como condición para alcanzar la paz! —replicó la camarera, visiblemente alterada.

—¡El rey Luis no consentirá eso jamás!

—¡Es eso o la guerra! ¡El dilema para Versalles no es fácil!

—¡Será la guerra! —insistió Ubilla.

—¿Sabéis que en Versalles la opinión dominante apunta en sentido contrario? —No era una pregunta, sino una afirmación cargada de intención.

—¡Versalles es el rey Luis! ¡Vos no lo ignoráis mademoiselle! —¡Claro que lo sé! ¡Mejor que vos!— gritó la camarera con fuerza, tanta que alguien con buen oído habría podido escuchar fuera de la estancia lo que allí se estaba diciendo. Apretó los puños y recobró la serenidad, al menos en apariencia. —Escuchadme con atención hasta el final— añadió intentando dominar la situación. —En Versalles un grupo influyente, que desea la paz a toda costa, está buscando un pretexto para desligar la suerte del rey Luis de la de su nieto, y se ha puesto en marcha para conseguirlo. Saben que ni Inglaterra ni Holanda cederán, porque son muy fuertes las presiones que reciben por parte de Viena en el asunto del destronamiento del rey Felipe, y no lleváis razón, señor secretario, cuando afirmáis que Luis XIV no volverá sus armas contra su nieto; será algo muy penoso para él, pero si la razón de Estado lo exige, lo hará. Sin embargo, podría evitarle ese trance el hecho consumado de que su nieto fuese sustituido por otro rey; así…

Ubilla iba a hablar de nuevo, pero la camarera le impuso silencio con la mirada y continuó:

—Viena, o mejor dicho el emperador, habría salvado el honor, porque el duque de Anjou no se sentaría en el trono, los ingleses y los holandeses verían solventado su compromiso con los imperiales y Luis XIV no tendría que luchar contra su nieto. Un destronamiento convenientemente orquestado solucionaría los problemas de todos y…

—Y dejaría tirado al rey nuestro señor —completó Grimaldo, lleno de consternación.

Se produjo un silencio espeso, difícil.

—¿Comprendéis ahora la importancia del mensaje que el destino ha puesto en nuestras manos? Esa carta cifrada —continuó la camarera mayor— es la palanca que moverá aquí, en Madrid, los resortes del destronamiento de su majestad. Señores míos, se ha puesto en marcha una conjura con ese fin, y mi urgente llamada trata de evitar que los traidores lleven su propósito a buen término. Por eso no debemos detenernos en cuestiones menores, como el conocer por qué procedimiento he llegado a saber quién es el destinatario de esa misiva. Ya os he dicho que se trata del duque de Medinaceli, quien esta mañana no estaba en palacio. Por ello tengo razones para pensar que aún no sospecha que el mensaje en clave que debía llegar a sus manos está en las nuestras y no puede ni imaginarse, por el momento, que sabemos que él es el destinatario de esas instrucciones, cuya clave para descifrarlas está en su poder. El sabe quién es Homero, quiénes son Plutarco y Cicerón. Conoce quiénes se esconden detrás de la X y de la Y; tenemos una cierta ventaja pero es corta, y si no queremos perderla, hemos de movernos con rapidez.

—¿Qué proponéis? —preguntó Ubilla.

La decisión brilló en los ojos de aquella mujer. Al igual que para otras cosas, la edad no era en ella obstáculo para la energía y la intrepidez.

—¡Detener e incomunicar a Medinaceli! —respondió.

—¡Será un escándalo! —gritó el marqués de Grimaldo.

—¡Señor marqués! ¡Estamos en guerra, y esto es alta traición!

—En todo caso esa traición habrá de quedar demostrada —sentenció Ubilla.

—Por supuesto que sí. Para ello Medinaceli deberá ser interrogado.

Otra vez Grimaldo pareció escandalizarse:

—¡Medinaceli es un grande de España, señora!

—En ese caso —contestó la camarera con frialdad—, será interrogado como grande de España, señor marqués.

Grimaldo sacudió la cabeza apesadumbrado.

—Para esa detención necesitamos una orden del rey —indicó el secretario del despacho universal.

La princesa de los Ursinos se levantó y se dirigió a una mesilla circular que quedó tapada por su cuerpo de la vista de los dos hombres. Cuando se volvió, tenía en la mano un papel.

—Poned vos mismo el nombre de Medinaceli —dijo, y alargó el papel a Ubilla.

—¡Esto es una orden de detención! ¡Sólo falta el nombre del detenido!

—Precisamente, mi querido Ubilla; es por eso por lo que debéis poner el nombre de Medinaceli.

—¿Sabe esto su majestad? —preguntó Grimaldo, aterrorizado.

—¡Ese documento lleva la firma del rey nuestro señor! —le espetó la camarera mayor.

El secretario miró y asintió, incrédulo.

—La detención habrá de efectuarse esta noche y sin alboroto —añadió ella—. Ved de usar el mejor procedimiento para ello. El arrestado será interrogado en su propia casa y allí se le incomunicará y vigilará. Ubilla —mademoiselle le miró con dureza a los ojos—, respondéis de su custodia con vuestra vida.

El secretario del despacho hubiese dado todo lo que tenía por no tener que verse en semejante situación, deseaba que se lo tragase la tierra. Aquella mujer era la encarnación de satanás; a pesar de todo, aún le quedaron arrestos para preguntar:

Mademoiselle, ya es por prurito personal, pero ¿cómo sabéis que el destinatario de la carta en cifra es el duque de Medinaceli?

La princesa de los Ursinos soltó una carcajada, más propia de una lavandera de las riberas del Manzanares que de la camarera mayor de la reina de España. Después, indicó con sorna:

—Preguntadle al padre Daubenton.

—¡El padre Daubenton! —La exclamación de Ubilla fue como un eco. Se dio una palmada en la frente y musitó algo.

Cuando aquella noche Ubilla iba camino de la casa del duque de Medinaceli, pensaba en cómo se produciría el arresto. Se preguntaba si el duque ya estaría sobre aviso y si se encontraría en casa, si habría puesto tierra de por medio o si habría resistencia a la orden de su majestad. También pensaba en que el padre Daubenton, lo había olvidado, se encontraba en los aposentos de la reina cuando Aytona, que como grande de España era quien le acompañaba para detener a Medinaceli, entró con el papel que le había conducido a aquella situación.

Una pregunta le obsesionaba desde que mademoiselle contestara a la curiosidad que sentía: ¿cómo habría sonsacado al confesor del rey el nombre de Medinaceli? No lograba imaginárselo, aunque aquella mujer era verdaderamente luciferina y tenía recursos para todo.