Capítulo VI. La camarera y el confesor

Por indicación de su majestad la corte se había congregado en el Salón Dorado, y pese a que había pasado la hora del almuerzo, no faltaba nadie. Había expectación por los sucesos de aquella intensa mañana en que había llegado un correo de Versalles y, por si no fuera suficiente, también un mensaje extraño con un mensajero moribundo. Circulaban rumores para todos los gustos, y todos decían tener información fidedigna y reciente, pero que quedaba en entredicho a los pocos minutos.

Allí estaban todos, de pie, conversando en animados corrillos: los miembros del Consejo de Estado en pleno, incluido el valetudinario marqués de Mancera, que ya había cumplido los noventa años, los consejeros de Flandes y el presidente de Indias. Por todas partes pululaban teólogos y gentes de hábito, su eminencia el primado Portocarrero y también el impulsivo Belluga, que no había parado en mientes a la hora de armar un regimiento de clérigos, daba igual que fuesen curas o frailes, quienes, sotana remangada y fusil, pedreñal o arcabuz en bandolera, se habían dedicado a la santa misión de matar herejes ingleses u holandeses en las comarcas limítrofes entre Murcia y Valencia. Estaba el más importante de los consejeros franceses que Luis XIV había asignado a su nieto, Amelot, y también Aytona, Medinasidonia, Medinaceli, Sessa, Bedmar, Infantado…

La llegada de los reyes, acompañados de Ubilla y del marqués de Grimaldo, apagó los comentarios. La corte formó un reverencial pasillo por el que caminaron sus majestades. Una vez que tomaron asiento, el rey hizo una señal al secretario del despacho, que estaba al pie del estrado, a su derecha.

—El rey nuestro señor ha tenido a bien dar a conocer el texto de la carta que su majestad Cristianísima ha remitido y cuyo tenor es como sigue. Ubilla se puso los anteojos y comenzó la lectura de la carta.

—«No tienen los mortales memoria de un invierno tan duro ni con tal exceso de frío…».

Mientras se daba cuenta de las noticias que llegaban de Versalles, en una habitación apartada la princesa de los Ursinos acababa de recibir la visita del padre Daubenton, que había acudido, solícito, a su llamada.

Era Daubenton un personaje curioso que no respondía al perfil tradicional de sus antecesores en el confesionario regio. Se trataba de un jesuita, lo que rompía la larga tradición de los dominicos como directores espirituales del rey. Mofletudo y de carnes sonrosadas, regordete aunque de porte majestuoso, dicharachero, amigo de la buena vida y, por ende, proclive al perdón fácil, era un confesor a medida de la estrecha conciencia del rey, quien con un rigorista en el confesionario hubiese tenido serios problemas. Con todo, no era ésa su virtud principal, sino el que —en esto también rompía el molde trazado por sus antecesores— no hubiese convertido su posición en una plataforma de acción política. Nunca había intervenido en las luchas cortesanas ni había utilizado su influencia sobre el monarca, cuando éste se convertía en su penitente, para influir más allá de lo que era su ministerio. Se limitaba a darle blandas recomendaciones y a tranquilizarle la conciencia por lo que el rey consideraba excesos de su lujuria. Estaba dispuesto a compartir el placer de la mesa con quien quisiese gozar de su compañía. Su glotonería ante las exquisiteces culinarias era de dominio público, y las malas lenguas, siempre tan afiladas y abundantes, contaban su afición a compartir la cama con amigas y penitentes; sin embargo, a pesar de todo lo que se decía nunca se le había sorprendido en situación comprometida.

—Quiero agradecer a vuestra reverencia la rapidez con que habéis acudido a mi llamada. Sois una persona exquisita y un buen amigo, algo muy difícil de conseguir entre estas paredes. —La princesa de los Ursinos estaba poniendo en marcha todas sus dotes de seducción.

A la vez que daba la bienvenida al confesor real, extendía hacia él una mano hermosa y blanquísima que Daubenton besó con algo más que cortesía: —Creo, padre, que habéis atendido en confesión al mensajero que llegó acuchillado a palacio—. Hablaba distraídamente, mientras daba la espalda al jesuita so pretexto de servir unas copas de vino.

Los ojos del confesor se abrieron desmesuradamente. La espalda de aquella mujer estaba completamente desnuda, hasta la misma cintura. Sintió que se le contraía el estómago a la vez que disfrutaba de un placentero cosquilleo, notó que se le aceleraba el pulso y la sangre se le agolpaba en las sienes. Cuando la camarera se volvió con las copas que había llenado parsimoniosamente, el confesor ofrecía el aspecto de una persona congestionada.

—¿Decíais, padre, sobre el mensajero? —Le alargó una de las copas.

—Yo, yo…, sí…, el mensajero. ¡Ah, el mensajero! Sí, ha muerto, pobre desgraciado. —Bebió un largo trago de vino.

—¿Le asaltaron unos bandoleros?

—En cierto modo, sí; se trataba de gentes partidarias del archiduque.

—¿No le robaron el correo?

—Abrieron el pliego, pero no debió de interesarles, porque lo arrojaron; sólo se apropiaron de las armas y el dinero que el pobre diablo llevaba encima. Como la herida del cuello era horrorosa, le dieron por muerto. ¡No sé cómo ha podido llegar hasta la corte!

Dos tragos bastaron para que el jesuita vaciase la copa, que la camarera llenó nuevamente con generosidad, mostrando otra vez al clérigo la desnudez de su espalda. Cuando se volvió con la copa, logró que su vestido se deslizase con suavidad, dejando al descubierto uno de sus hombros. No se tomó la molestia de cubrirlo y se percató del efecto que ejercía en el confesor.

—¿Cómo encuentra vuestra reverencia a su majestad estos días? ¿Sabéis que las noticias que llegan de Versalles no son halagüeñas?

El clérigo, a todas luces alterado, trataba de calmar su excitación vaciando el contenido de su copa, a pesar de lo cual estaba sediento. Sin interrupción, una tercera copa estuvo en su mano a la par que el vestido de la camarera también se deslizaba por el otro hombro, que quedaba asimismo al aire. Sólo el prominente busto de mademoiselle impedía que quedase desnuda de cintura para arriba.

La conversación fue alargándose de forma paulatina. Conforme transcurría el tiempo crecía la excitación del padre Daubenton, así como la cantidad de vino que ingería y que la camarera le dispensaba generosamente. De pronto se sintió pesado y con la cabeza cargada. Visiblemente agobiado, indicó su deseo de sentarse. La pareja compartió un diván, donde sus cuerpos se juntaron, porque la princesa de los Ursinos se colocó de tal forma que el clérigo quedó como encorsetado entre el brazo del mueble y el cuerpo de aquella mujer voluptuosa, que parecía vivamente interesada en conocer la opinión del confesor sobre numerosos asuntos relacionados con su majestad y la corte. En un atisbo de lucidez, en medio de los efectos cada vez más intensos del vino, el confesor afirmó:

—Lo que no os contaré serán asuntos que pertenezcan al secreto de confesión de su majestad.

La camarera se levantó de un salto, adoptando una actitud ofendida:

—Padre, no os consiento que dudéis ni por un instante de mi intención respecto al secreto a que os obliga el sagrado ministerio de vuestra reverencia.

Una hora más tarde, cuando el padre Daubenton abandonaba aquel aposento, su cabeza era un caos. Sabía que había hablado sin cesar, pero no podría afirmar con exactitud qué cosas había dicho. Sí recordaba uno de los pechos de aquella mujer, que había llegado a acariciar, por lo que tendría que confesar y arrepentirse de su lujuria. Dando tumbos por efecto del vino que había bebido con fruición y en cantidad desmesurada, se dirigió a sus aposentos privados, tratando de mantener compuesta la figura. Trastabilló un par de veces, pero nadie lo vio.

La camarera mayor dejó sobre la bandeja su copa; sólo la había llenado una vez y el contenido estaba intacto.

Nunca pensó que todo aquello iba a resultarle tan fácil. Compuso su vestido y mirándose en el espejo se sonrió a sí misma de forma maliciosa. Después acomodó los senos en su sitio una vez que el vestido hubo quedado ajustado. Aún era capaz no ya de despertar pasiones, que de eso estaba segura, sino de desconcertar en poco rato el ánimo de un hombre…

Una vez que los cortesanos tuvieron conocimiento del contenido de la carta del rey de Francia, la indignación fue generalizada. A todos había emocionado la intervención del viejo marqués de Mancera, señalando la negativa actitud que los franceses habían tenido en el transcurso de la contienda.

—… Actúan en su beneficio y en contra de los intereses de España —había dicho—. Se hace necesario, majestad, un cambio de política. No podemos consentir que se mantenga el estado de postración en que se encuentra nuestra armada, lo que nos ha conducido a dejar en sus manos los negocios con las Indias. Fue lamentable su actitud en el asedio a Barcelona en el año 1706. Vuestra majestad, bien lo sabe, porque lo sufrió en sus reales carnes…

Entre los cortesanos se comentaba que sólo su edad y el hecho de encontrarse ya con un pie en la sepultura había dado alas al vejestorio para decir tales cosas. Fue capaz, se asombraban aquellos pisaverdes, de decirle al rey en presencia de toda la corte:

—Majestad, os suplico más fe en los castellanos, a quienes debéis la corona.

Un murmullo general se había elevado entre la concurrencia cuando Mancera pronunció aquellas palabras.

—Francia, señor —añadió—, es culpable de muchas otras cosas, y en modo alguno debéis consentir que en esas conversaciones de paz se manejen los intereses de España y los de vuestra majestad según los antojos y las conveniencias de otros.

Cuando terminó con un «¡Viva el rey!» de tal fuerza que parecía imposible que saliese de su senectud, todos corearon la frase con energía.

Las camarillas cortesanas ya tenían tema de conversación para los próximos días, hasta se cruzarían apuestas sobre si Mancera sería desterrado de la corte o no, y los detalles del posible destierro. Algunos, no obstante, tuvieron un reconocimiento muy español y patriótico para su gesto:

—¡El viejo ha tenido cojones!

Aquella tarde en Madrid no se hablaba de otra cosa, y las más extraordinarias noticias circulaban por tabernas, figones, palacios, tertulias, esquinas y plazas. Sin distinción de rango ni de posición social se hablaba y hablaba; muchos decían poseer información secretísima, que, a pesar de su carácter, no vacilaban en pregonar a quienes quisieran escucharles. La divulgación de aquellas secretas primicias daba lugar a otras diferentes, con lo que se alimentaba y daba pábulo a nuevos rumores y comentarios. Incluso habían aparecido unos pasquines, sin pie de imprenta, donde quedaban recogidos unos versos, no exentos de misterio, en los que se aludía a los franceses y a dos de los principales jefes del ejército que sostenían las pretensiones al trono del archiduque Carlos.

San Martín, con ser francés,

Partió la capa con Dios,

Más vos Huido y vos Diagués,

Si Christo tuviera dos,

Le quitarades las tres.

Tuvieron estos versos una gran difusión, no tanto por la inspiración que las musas habían inculcado al autor, sino por las cábalas a que daban lugar.

—Está clarísimo maese Pedro. «Huido» no puede ser otro que el Guido, el general austriaco de nombre largo.

—Se llama Stahremberg —terció uno de los que, en animada e improvisada tertulia en el mesón de la plazuela de la Cebada, asistía junto a una docena más a las interpretaciones del mesonero, maese Pedro, y dos viejos soldados veteranos de los tercios que habían peleado en Flandes contra los franceses, cuando eran jóvenes y su Majestad Católica era Carlos II. Hacía de aquello ya muchos años, antes de que se ajustase la paz de Aquisgrán.

—¡Stahremberg o la madre que lo parió! —afirmó con cólera uno de los veteranos, golpeando con el puño la mesa—. ¡Esos imperiales se han puesto de acuerdo con los gabachos! ¡Nunca nos han querido, ni los unos ni los otros!

Murmullos de asentimiento señalaron que los concurrentes compartían las afirmaciones hechas por el viejo soldado.

—¿Y quién es el otro, el Diagués? —preguntó en tono burlón y desafiante el mesonero.

—¡Maese, parece que vivís en clausura! —intervino el otro soldado—. Diagués viene de Diego, y en esta historia sólo se llama así el hereje inglés, hijo del que estuvo en esta corte representando a la gran puta de la isla de los corsarios. Se refiere a Diego Stanhope.

—¡Recuerdo a sir Alejandro! —exclamó admirado el mesonero—. Venía a esta casa con frecuencia.

—No pretenderás, maldito bribón, que me crea que el hereje dejaba la casa de las Siete Chimeneas para venir a este tugurio —resopló el más viejo de los dos veteranos.

—Así es, Urrutia, y eso es tan verdad como que mi madre era la más afamada ramera del Manzanares.

Sonó a coro una carcajada y voces burlonas de asentimiento a las palabras del tabernero.

—¡Voto a bríos! —juró contrariado el más joven de los licenciados, cuyo mostacho se prolongaba por uno de sus lados en una fea cicatriz, que le ponía mala cara a su rostro, recuerdo de la daga de un francés, que no vivió para contarlo, en el terrible cuerpo a cuerpo que sostuvieron los nuestros cuando defendieron con valor la línea del Yssel frente a los gabachos del gran Conde.

—¡Esos dos, mezclados con los franceses!

—¡Así es! ¡Todos compinchados para dejar tiritando y sin capa al rey Felipe! ¡Aquí sigue habiendo muchos judas! ¿O es que ya habéis olvidado lo que pasó en esta corte cuando por una puerta entraron los herejes y los portugueses proclamando rey al señor archiduque? El rey Felipe se escapó por los pelos camino de Burgos, donde la Saboyana, lo sé de buena tinta, vivió en un tugurio porque sus majestades no tenían donde caerse muertos.

—¡Eso es verdad! —terció uno de los presentes—. Aquí hay muchos judas de alcurnia. Al rey Felipe lo salvamos, los menudos.

—¡Los menudos y las putas! —vociferó otro. Le contagiaron el mal francés a todos los que follaron a destajo en esta corte.

—¡Cierto, que parecía el campamento de la ribera del Manzanares un lazareto! ¡Si habría contagio del mal francés, que entre aquella canalla la palmaron a carretadas!

—Pues ahora sigue habiendo judas aristocráticos que están listos para vender a su majestad —sentenció el más viejo, mientras pedía otra jarra de vino.

Conversaciones de aquel tenor o de parecido discurso marcaban el tono en los corrillos de innumerables lugares de Madrid. Por todas partes se hablaba de traiciones, y eran generalizados los denuestos que se oían contra los franceses, y también, en un tono más bajo, contra su rey, el abuelo de su majestad Felipe V.

Los ánimos estaban encrespados. Muchos comerciantes de las zonas aledañas a la plaza Mayor, que procedían de aquella nación, habían cerrado prudentemente sus tiendas y recogido sus mercaderías ante la presencia de grupos que ya gritaban sin mucho reparo contra los naturales de Francia. Se podía palpar la tensión que había en el ambiente, que sólo necesitaba de una pequeña chispa para que la crispación que se había ido acumulando a lo largo de la jornada estallase en una explosión de violencia.

Sin embargo, conforme avanzaba la tarde, los corrillos callejeros se dispersaron y la tranquilidad llegó con las primeras sombras de la noche.