Capítulo V. Un mensaje extraño

En la corte se rumoreaba que habían llegado noticias de Francia, y que las mismas no eran buenas. Se decía, aunque nadie había visto el papel, que un correo enviado por el duque de Alba avisaba del giro que estaban tomando los acontecimientos. En algún corrillo los comentarios apuntaban a que Luis XIV estaba resignado a firmar la paz con ingleses y holandeses, abandonando a su majestad a lo que le deparase su propia suerte. Se afirmaba que en lo fundamental estaban de acuerdo y sólo existían pequeñas diferencias en asuntos menores, meras cuestiones de detalle.

Alguien había insinuado conocer un secreto verdaderamente terrible:

—Sé por persona de confianza que el Cristianísimo va a volver sus tropas contra el rey nuestro señor.

La incredulidad y la preocupación se habían dibujado en el rostro de los que oyeron semejante cosa. Hubo reacciones muy variadas.

—¡Eso es una infamia! ¡Luis XIV jamás hará tal cosa!

—¡Eso es sencillamente traición! ¡Es impensable!

—¡A mí no me extrañaría que ese zorro hiciese una cosa así!

—¡Tened la lengua! ¡Es el abuelo de su majestad, que Dios guarde!

—¡Tenéis flaca memoria! ¿Cómo actuó el rey Luis en la época de su majestad Carlos II, que Dios haya en su gloria? ¿Recordáis los tratados y los manejos? ¡Es un felón!

Madrid entero bullía de noticias, de chismes. No había otro tema de conversación, y de aquello era de lo que se hablaba, en voz baja o a voz en grito, según el lugar. Porque se hablaba en la antecámara de palacio, en las covachuelas y en las caballerizas; se hablaba en la calle, en tabernas, en mesones, en posadas, en las esquinas y, sobre todo, en las gradas de San Felipe y en el Prado, adonde los madrileños seguían acudiendo a pasear, a ver y a ser vistos cada tarde, antes de la oración.

Una especie de agitación se había extendido por todos los rincones del alcázar desde que se había tenido noticia de la llegada de un nuevo correo procedente de Versalles. La misma crecía conforme pasaban los minutos y había toda clase de opiniones, aunque todas carecían de fundamento, ya que los pliegos no se habían abierto porque su majestad aún compartía el lecho con su esposa y nadie se atrevía a interrumpir la regia intimidad. Había que esperar a que sonase la campanilla de la alcoba de la reina; sólo entonces podía la camarera mayor entrar en el aposento.

En la antecámara poco a poco se había reunido un elevado número de cortesanos; allí se dieron cita gentes que pululaban por los más recónditos lugares del alcázar. Existía la expectación de los grandes acontecimientos.

La princesa de los Ursinos estaba rodeada de las camareras de su majestad esperando la señal; también, embutidos en sus púrpuras, los cardenales Portocarrero y Belluga. Junto a los eclesiásticos se veía, hablando sin parar, a los condes de Oñate y Santa Cruz, los marqueses de Bedmar y Valdemojón y los duques del Infantado y de Medinasidonia. Había varios teólogos tocados con sus negros bonetes y luciendo severas vestiduras, y dos capitanes de la guardia hablaban quedamente con el marqués de Aytona, a cuyo mando había quedado la Guardia Valona, que aquellos días tenía encomendada la custodia del alcázar y de las reales personas. Había más de una docena de caballeros de hábito, también vestidos de negro, luciendo orgullosos en el pecho las veneras rojas de sus órdenes respectivas. Algunas damas de retrete aguardaban, cuchicheando en un rincón, a que fuesen requeridos sus servicios, mientras en un extremo de la estancia el inquisidor general sostenía una animada conversación con dos elegantes señoras que asentían continuamente a sus exposiciones, con una sonrisa en la boca.

Por una de las puertas laterales que daban acceso a aquel punto de reunión palaciega fueron entrando, uno tras otro, todos los miembros del Consejo de Estado. Habían concluido una de sus tediosas sesiones o, dadas las circunstancias —hasta ellos había llegado la noticia del arribo del correo procedente de Versalles—, la habían dado por concluida. Mantenían el aire grave que les caracterizaba como miembros del más alto órgano de gobierno de la monarquía y parecían, por su aspecto adusto y severo, estar siempre meditando sobre asuntos de la mayor enjundia en lo tocante a la gobernación del Estado. Casi todos habían llegado a la edad provecta, lo que hacía que, con frecuencia, sus actuaciones en el Consejo no fuesen tan atinadas como era deseable; eran del dominio público los antagonismos, casi ancestrales, de algunos de sus miembros y de los intereses que allí representaban. También estaba el confesor del rey, por si el soberano, como era habitual, requería sus servicios después de haber gozado de los encantos de la reina. A veces, su majestad llegaba hasta el borde mismo del agotamiento en sus ejercicios amatorios.

Cuando más animada era la conversación en todos los corrillos, sonó la campanilla. La camarera mayor mostró su diligencia y seguida de sus ayudantes entró en la alcoba real. Apenas un minuto después, una de las camareras salía a la antecámara y buscaba con la mirada. Todos los presentes se fijaron en ella, que se acercaba al confesor.

—Reverencia, su majestad os requiere —susurró con suavidad y cierta entonación no exenta de picaresca.

El padre confesor recogió con agilidad uno de los lados de su capa y plegando ésta sobre su hombro siguió a la mujer entre miradas burlonas, codazos intencionados y comentarios que, aunque no llegaban a sus oídos, bien sabía él que estaban cargados de obscenidades.

Mientras en la alcoba las camareras componían la figura de la reina y las damas de retrete adecentaban el lugar, bajo las indicaciones de la princesa de los Ursinos, el rey se había retirado a una dependencia anexa donde tenía un vestidor y su propio excusado. Allí, descargó su conciencia de la fogosidad con que se había empleado aquella noche.

Cuando salió el confesor —cerca de una hora había necesitado para que el regio penitente se tranquilizase—, la reina ya estaba vestida y acicalada. Entonces entraron los ayudas de cámara del rey y, con ellos, el cocinero de su majestad con el preparado reconstituyente que éste se hacía servir para recuperar las energías que en el tálamo derrochaba. Eran ya más de las dos cuando el soberano reclamó la presencia del secretario del despacho universal.

—Ubilla, el padre confesor me ha comunicado la llegada de una carta de su majestad, el rey mi abuelo. Veamos su contenido.

Ubilla, que era hombre previsor y había llevado la carta consigo, rompió los lacres. Sólo estaban, además de los reyes, la camarera mayor. El secretario se caló las lentes y con un carraspeo se aclaró la voz.

A mi muy amado nieto Felipe, rey de España.

No tienen los mortales memoria de un invierno tan duro ni con tal exceso de frío como el del pasado. Se helaron los ríos hasta las proximidades del mar, que en algunos lugares, en sus márgenes terrestres, formaron hielo. No corrió el agua líquida, ni siquiera la que se trae en las manos para beber. Se endurecieron en muchas partes las carnes y los pescados, tanto que se hizo preciso cortarlos con hachuela. Morían los centinelas en las garitas y la industria humana casi no encontraba reparo contra tan irregular inclemencia. Como el anterior año había expirado con la misma destemplanza, no hicieron progreso los sembrados y se ha introducido el hambre por todas partes…

Mientras la reina seguía con todo interés la lectura que Ubilla realizaba y en similar actitud estaba la princesa de los Ursinos, que trataba de no perder detalle, el rey se había removido en su sillón y había dejado escapar un bostezo.

… Son muchos y graves los infortunios que aquejan a esta monarquía, cuyo gobierno nos ha encomendado la majestad divina de Dios Nuestro Señor, y numerosas las instancias y quejas de nuestros vasallos para poner fin a una guerra, cuyo mantenimiento se nos hace insostenible. La escasez de numerario nos ha obligado a enviar a la casa de la moneda las hermosas estatuas de plata con que se ornaban nuestros palacios y residencias para reducirlas a moneda.

En las presentes circunstancias se hace imposible el mantenimiento de la actual situación militar, en que nuestros ejércitos se ven obligados a defender el solar patrio, donde algunas plazas de importancia son amenazadas por el enemigo. En los momentos actuales la prudencia y el buen gobierno aconsejan que todas las tropas disponibles se concentren en la defensa de estos mis reinos para evitar males mayores que sobrevendrán inexcusablemente de mantenerse el actual estado de cosas.

En consecuencia, he dado instrucciones concretas al ministro de la Guerra para que tome aquellas disposiciones que considere necesarias a tal fin. El reforzamiento de nuestra posición militar obligará, sin duda, a rebajar las exigencias de su majestad la reina Ana y del pensionario de Holanda en la mesa de negociaciones. Recibid el paternal afecto de vuestro abuelo.

YO, EL REY.

El rostro de Ubilla había ido palideciendo conforme avanzaba en la lectura, y ahora tenía el aspecto de un cadáver. El silencio era absoluto, total.

—No dice nada de volver sus tropas contra mí —señaló el rey con voz gangosa.

—Cierto, majestad. —Ubilla no quiso o no pudo decir más.

—Significa, Felipe, que vuestro abuelo os retira todo su apoyo, que las tropas francesas se marchan y nos quedamos solos. También se alude a la existencia de una mesa de negociaciones. —La reina alzó la voz—. ¿Qué se está negociando? ¿Cuáles son los planteamientos sobre los que se asentaría una supuesta paz?

Luisa Gabriela se levantó, a punto de romper a sollozar, y se acercó a su camarera haciendo un esfuerzo para contener las lágrimas. La diferencia de estatura entre las dos mujeres permitió a la reina inclinar su cabeza sobre el hombro de mademoiselle; entonces empezó a gemir. El rey parecía ausente, como si no hubiese oído nada o no hubiese querido oírlo. Ubilla permanecía inmóvil y atónito ante la escena.

—Majestades —la voz potente de la princesa de los Ursinos rompió el silencio—, el contenido de la carta del rey Cristianísimo no aporta nada nuevo a lo que ya sabíamos: que la situación en los dominios de vuestro abuelo es grave y necesita de todos sus recursos militares.

Ubilla interrumpió a la camarera.

—Señora mía, esta carta confirma los más negros presagios; creo que no debemos quitar dramatismo a la situación. Con las tropas del Cristianísimo en España, apenas podemos sostener la igualdad con el enemigo en el campo de batalla. Sin su ayuda…

—Creo, señor secretario —había cierta ironía en sus palabras—, que vuestra obligación y la mía, como servidores de los reyes nuestros señores, es la de tratar de no ensombrecer aún más el panorama, sino aportar ánimos y resoluciones.

—¡Señora! —Ubilla casi gritó pese a la presencia de los reyes—, yo no ensombrezco ningún panorama, hago un ejercicio de realismo, que ahora es más necesario que nunca.

La princesa de los Ursinos iba a replicar cuando la voz, un tanto desmayada, del rey cortó la incipiente disputa.

—Ubilla, reúne a la corte porque es necesario hacer anuncio de esto, ya que los rumores son, por lo general, mucho peores que la más dura de las realidades. Daremos a conocer a todos el contenido de la carta del rey mi abuelo y haré pública, otra vez, mi firme voluntad de ser el soberano de esta monarquía, por si acaso…

Las palabras del rey quedaron interrumpidas por un hecho inaudito: la puerta de la antecámara había producido el crujido que hacía al abrirse; alguien osaba interrumpir la intimidad de sus majestades. Apareció entre las pesadas hojas de madera la cabeza del marqués de Aytona, quien saludó militarmente, mientras se disculpaba.

—Majestad, perdonad, pero es de suma urgencia, de no ser así no habría…

—¿Qué ocurre, Aytona? ¡Muy grave ha de ser el asunto!

Aytona avanzó algunos pasos e hizo ademán de entregar un papel al monarca, quien le indicó con la mirada que se lo diese al secretario. Cuando éste lo cogió no pudo reprimir un gesto de sorpresa.

—¡Majestad, los lacres están rotos! ¡Esta carta ha sido abierta!

—¿Qué ha ocurrido, Aytona?

—Majestad, el correo ha llegado en ese estado, y lo que es más grave, majestad…

—¿Qué ha ocurrido? —El rey repitió impaciente la pregunta.

—El mensajero está malherido; ha debido de ser asaltado por alguna partida de facinerosos. En realidad, ha llegado a palacio porque le ha conducido hasta aquí una patrulla que le encontró como a una legua de la corte. Ni siquiera sabemos cuál era el destino de este correo. Su estado es preocupante; el doctor Ruiz de Peralta está atendiéndole, pero la herida tiene muy mal aspecto.

—¿Ha dicho algo? —preguntó Ubilla, que había vuelto a calarse las lentes.

—Nada, apenas le quedó resuello para llegar a la entrada del patio de armas. Allí, cuentan los hombres que había en el puesto, cayó del caballo, desplomándose sin sentido.

—¿Conoces el contenido de ese papel? —El rey miró fijamente al jefe de la Guardia Valona.

—¡No, majestad! ¡Os lo juro por mi honor!

—¿Quién os lo entregó?

—¡El capitán de la guardia que tiene ahora su turno, majestad!

—¡Averigua si ha leído este papel! ¡Comunícamelo de inmediato!

—¡Así será, majestad! —El marqués de Aytona hizo un saludo militar en lugar de una reverencia cortesana y se retiró.

—¿A quién va dirigido, Ubilla?

—No hay dirección, majestad.

—¿De quién son los lacres?

—Lo ignoro, majestad; son negros, pero no parecen tener armas que los identifiquen.

El secretario del despacho universal era, sin ningún género de dudas, la persona de la corte en quien el rey Felipe tenía mayor confianza, excepción hecha de la camarera mayor de la reina. Era un hombre de pequeña estatura y complexión robusta, y su capacidad de trabajo parecía inagotable. Para él no existían las horas, y había vinculado su vida a la de los jóvenes monarcas. Servía con lealtad a su señor, lo que significaba que hablaba con todo el respeto debido a su majestad, pero señalándole aquello que realmente pensaba. Era una rara especie en los ambientes cortesanos, que se caracterizaban por la adulación, la simulación y la mentira.

El papel que tenía en sus manos era de fuerte textura, casi parecía pergamino. Estaba ajado, signo inequívoco de haber pasado por varias manos y haber corrido vicisitudes ajenas al trato normal de un pliego que viajaba; además, sus dobleces no encajaban, porque había sido abierto y cerrado de forma descuidada. Quien había roto los lacres había actuado sin ningún cuidado. No debía de importarle ocultar el hecho, más bien parecía lo contrario.

—Lee ese papel —indicó el rey.

Ubilla desplegó la carta con manos temblorosas, echó una ojeada y se apretó los quevedos como si desease ver mejor. Parecía perplejo.

Levantó los ojos con la mirada incrédula, pero su boca no se abría.

—¡Por el amor de Dios, Ubilla, qué dice ese papel! —La voz de la reina sonó estridente.

—Majestad, esto no tiene sentido.

—¿Qué es lo que no tiene sentido? —El rey se agitaba en su sillón.

—Lo que dice este papel, majestad. —Ubilla miraba alternativamente el texto y al rey.

—¡Quieres leer de una maldita vez qué es lo que está escrito ahí!

Ubilla se apretó una vez más las lentes y sostuvo, casi a la altura de sus ojos, aquel misterioso papel.

Plutarco se impondrá a Homero.

Ha sonado la hora de la justicia.

Las Damas y sus Hijas lo agradecerán.

Cicerón está dispuesto.

X e Y avisen a Cicerón.

La perplejidad de Ubilla se había trasladado a la pareja real y a la princesa de los Ursinos. En la mente de los presentes sonaban aquellas frases inconexas que hablaban de Homero, de Plutarco, de Cicerón.

La princesa de los Ursinos pidió al secretario que leyese de nuevo el texto. El rey asintió sin hablar.

—¿No hay más? ¿No va dirigido a nadie? ¿Nada sabemos de quien lo escribe? —mademoiselle encadenaba las preguntas.

Ubilla miró el anverso y el reverso del papel. No había nada más, ninguna otra señal. Observó con detenimiento el lacre, que no aportó nada nuevo. Ninguna inicial, ningún nombre, ningún escudo.

—Ni siquiera sabemos a quién estaba dirigido. Tal vez el destinatario fuese alguien de palacio cuya identidad no conocemos. —La reina hablaba como si pensase en voz alta.

—Es posible que se trate de una broma. ¿Qué es eso de que Plutarco se impondrá a Homero? ¡Dame ese papel! —ordenó el rey.

—Majestad, no se viola el correo ni se ataca a un mensajero por broma, pues la pena es la muerte.

Ubilla entregó el pliego a Felipe V, quien lo miró con displicencia, después hizo un gesto despectivo y se lo devolvió al secretario.

La princesa de los Ursinos estaba intrigada.

—¿Quién será Plutarco y quién será Homero? ¿Quiénes serán las damas y sus hijas?

Unos golpes sonaron en la puerta que daba a la antecámara. Sin esperar respuesta, quien llamó, abrió la puerta. Otra vez era el marqués de Aytona, que de nuevo saludó militarmente.

—Majestad, en palacio nadie ha leído el contenido de ese mensaje. El alboroto que el suceso produjo en la guardia hizo salir al capitán, y éste recibió el pliego del mensajero; de sus manos ha pasado a las mías.

—Está bien Aytona, puedes retirarte.

El aristócrata iba a marcharse cuando la voz de la camarera le detuvo:

—Señor marqués, ¿qué hay del mensajero?

—Malas noticias, mademoiselle; por lo que sé, han requerido con urgencia la presencia del padre Daubenton para asistirle. Tal vez ya esté muerto.