Capítulo IV. Ana de Hoserín

La reina y su camarera mayor cruzaron un patinillo de tierra apisonada en una de cuyas esquinas se levantaba el brocal de un pozo coronado por un fleje metálico en forma de arco. El patio, que no era muy grande, tenía forma rectangular y en las paredes que lo cerraban se abrían varias ventanas de distintos tamaños. En el ambiente flotaba un aire de soledad, tristeza y misterio.

Las dos mujeres, acompañadas de la anciana que les había abierto la puerta, entraron en una habitación relativamente espaciosa; tendría unas siete varas de largo por casi cinco de ancho, y en ella apenas si había mobiliario. Por el contrario, sobre unas repisillas adosadas a la pared abundaba la cacharrería. Había morteros de piedra; un almirez de metal; varias redomas; un extraño aparato de vidrio de formas retorcidas, así como otros utensilios poco comunes. También un búho de mirada vidriosa, disecado y bastante estropeado, cuyo plumaje se había perdido en algunos sitios y mostraba ranchos pelados en su cuerpo de tela rellenado de paja. Mirarlo producía repelús.

La vieja les indicó con gesto desabrido y un gruñido que tomasen asiento en unas banquetillas que había alrededor de una mesa redonda.

—Aguardad a que venga el ama —dijo, y se ausentó sigilosamente por una puerta de cuarterones que se abría en una de las paredes menores de la sala.

La reina y su camarera mayor miraban el extraño aspecto de aquella habitación. Colaboraba a aquel ambiente poco tranquilizador la iluminación del lugar; sólo había un punto de luz que procedía de una especie de enorme candil con media docena de picos formando un círculo en cuyo centro las torcidas nadaban en aceite.

Daban una luz vacilante y humosa, que no era escasa, pero por su posición en la sala —en un rincón colgado del techo por tres cadenillas, que bajaban hasta poco más de una vara del suelo— iluminaba de abajo arriba y distribuía la luz de forma irregular, creando una atmósfera tenebrista.

Transcurrieron varios minutos en silencio, sólo roto por el crujir de las vigas, que de vez en cuando producían pequeños ruidos poco tranquilizadores.

—No sé, Ana María, si hemos hecho bien en acudir a un lugar como éste… ¡Si en palacio supieran de esto!

—Tranquilizaos, nada vamos a perder y nadie tiene por qué saber que estáis aquí. El cochero no sabe quién sois; ni siquiera sabe quién soy yo, y unas buenas monedas sellarán su boca, porque tampoco le interesa saber más.

—Sí, pero la… la… la mujer que aguardamos puede descubrir… —La reina retorcía unos con otros los dedos de las manos, manifestando tensión y nerviosismo.

—No debéis preocuparos por eso; aquí sólo saben que somos dos mujeres de alcurnia y nada más.

—Sí, pero esta mujer es una bruja, una hechicera. ¡Puede adivinar quiénes somos!

La camarera esbozó una sonrisa maliciosa. Iba a decir algo cuando la puerta por donde se había marchado la vieja chirrió al girar sobre sus goznes, dando paso a la silueta de una mujer que se acercaba hacia ellas.

—Buenas noches tengan vuesas mercedes —fue el saludo de la recién llegada, que tomó asiento en una de las banquetas.

Quedó situada de manera que cada una de ellas la flanqueaba por un lado. Era una mujer de una belleza extraña y exótica. No resultaba fácil determinar su edad; desde luego, ya no era una jovencita, pero tampoco había llegado a ese momento en que el tiempo empieza a causar estragos en el físico. Era probable que aún no hubiese cumplido los treinta años, y, de haberlo hecho, no lo aparentaba.

En su cutis, moreno y de una tersura absoluta, no se percibía una sola arruga. El pelo, también negro, caía sobre sus hombros y su espalda en una melena no demasiado larga. Los labios, grandes y sensuales, le daban un gran atractivo. Con todo, lo más llamativo de aquel rostro extraño eran sus ojos: grandes y negros, que traspasaban al mirar.

Vestía una especie de camisa blanca, como las que usaban las mujeres del pueblo, de mangas largas, abotonada y cerrada hasta el cuello; cubría sus hombros con una manteleta triangular del mismo color que la camisa, anudada en el pecho. Completaba el atuendo una falda de tejido oscuro y burdo que caía, sin ningún tipo de adornos, hasta el suelo. No llevaba calzado y tenía los pies desnudos. Por su atuendo, nada parecía indicar que aquella mujer tuviese poderes extraordinarios. Sin embargo, su presencia imponía.

La reina había contenido la respiración y tenía el rostro crispado ante la imagen que aquella mujer, o lo que fuese, ofrecía. Sólo la presencia de mademoiselle, un bálsamo en el mar de agitaciones que era su vida, le daba el brío suficiente para permanecer sentada y no salir huyendo de aquel miserable lugar. La presencia de la mujer produjo un silencio tenso y expectante que al cabo de un rato ella misma se encargó de romper.

—Bien, señoras mías —dijo—, sólo la amistad que me une a quien os ha recomendado, y que es persona a la que no puedo negarle nada, hace que os haya recibido a horas como éstas y esté dispuesta a escucharos. Habéis de saber que esto os costará diez reales de a ocho en plata, y si hay remedio habréis de doblar esa cantidad más… la voluntad de vuesas mercedes.

«Parece una aprovechada avara y lenguaraz», pensó la reina. Volvió a sentir con intensidad el deseo de marcharse de allí y luego dar órdenes oportunas para que aquella arpía fuese castigada convenientemente. Sin embargo, algo que ya no era la presencia de su amiga y camarera mayor, la llevó a permanecer allí.

Fue la princesa de los Ursinos quien, asintiendo con un movimiento de cabeza, contestó:

—Hemos de suponer que tú eres Ana de Hoserín y eres capaz de poner remedio a las cuitas que nos han traído hasta aquí.

La bruja se agitó en su banqueta.

—Si dudáis de mis cualidades, ¿a qué habéis venido? —Esperó una contestación que no se produjo, por lo que continuó—. Porque de ser así, estáis perdiendo el tiempo. El vuestro y el mío, que tiene un alto precio, como os he indicado, cuestión de la que no he obtenido respuesta.

La camarera sacó varias monedas de un bolsillo de la misma tela de su traje, que colgaba de su muñeca izquierda. Eran doblones de oro, tres, y su valor superaba con creces la tarifa planteada por la bruja. Las dejó caer sobre el tapete de la mesa.

Ana de Hoserín hizo poco aprecio al dinero, lo que desconcertó a la camarera, que esperaba otra clase de reacción. Otra vez el silencio se alargó y de nuevo la dueña de la casa tomó la iniciativa.

—Y bien, ¿qué deseáis? —preguntó.

La camarera se dio cuenta de que la reina no abriría la boca, por lo que se hizo cargo de la situación.

—En primer lugar —dijo— has de saber que el negocio que nos ha traído a tu casa es de suma importancia, y que la discreción ha de ser pieza fundamental en el mismo; antes de confiártelo hemos de tener garantía de tu silencio.

Ana de Hoserín adoptó un aire de dignidad ofendida y señaló que a su casa acudía lo mejor de Madrid —recalcó con cierto retintín lo de «mejor»—, y que era casa acreditada por su seriedad y discreción; también recalcó esta última palabra.

—Así lo esperamos, y lo indican las referencias que tenemos de ti.

Aquella mujer tan desconcertante pareció reconfortarse con las últimas palabras de quien parecía ejercer la autoridad en aquella visita, porque la jovencita tenía el aire de una tontuela asustada.

—Si habéis requerido mis servicios, debo conocer cuál es vuestro encargo. —A continuación desgranó una retahíla de asuntos que podía abordar: adivinamientos, conjuros, maldiciones, pócimas, elixir de amor, ataduras, hechizos, sortilegios, interpretaciones, fórmulas…

A la reina el enunciado de todo aquello le pareció pura charlatanería; se le habían disipado las dudas que tenía sobre la necesidad de acudir allí y estaba convencida de que había sido un error.

—La joven señora cree que es una pérdida de tiempo haber venido a mi casa —añadió la mujer—, y en este momento siente un deseo irrefrenable de marcharse, pero si lo hace —miró fijamente a la reina— nunca tendrá una respuesta a la angustia que le producen la falta de noticias y sobre todo la realidad de las intrigas y traiciones que la rodean y amenazan.

A Luisa Gabriela de Saboya se le cortó la respiración, a la vez que sus manos se asían con fuerza al borde de la mesa.

—¿Cómo sabes tú que esperamos noticias? ¿De dónde vienen esas noticias? —Las preguntas de la camarera fueron interrumpidas en seco.

—¡De dónde han de venir! ¡De Francia, señora mía! ¡Más aun, del palacio de Versalles! —Las afirmaciones de la mujer eran contundentes. Después, preguntó—: ¿Queréis que os diga más?

La reina y su camarera cruzaron una mirada confusa; aquella mujer de extraña apariencia no era una simple charlatana.

—Sí, queremos —afirmó la princesa de Ursinos, tratando de controlarse.

—La joven señora, aunque ignoro su identidad exacta, es persona que se mueve en las alturas —dijo la mujer—. Las intrigas que le preocupan son palatinas y las traiciones regias. —Sus ojos intentaban penetrar en la mente de Luisa Gabriela y escudriñar lo que en ella había.

La reina se agitó inquieta, aunque los ropones que la cubrían disimulaban su estado de excitación.

La camarera mayor volvió a inquirir.

—¿Podrías dar respuesta a preguntas concretas?

—Es posible, pero no puedo asegurároslo.

—¿Es cuestión de dinero? —La voz de la reina sonó temblorosa.

—No, no lo es. Yo cobro un precio por mi trabajo, independientemente de las circunstancias del mismo.

Ahora parecía que aquella mujer no era una vividora; quienes le habían indicado sus cualidades a la camarera mayor no la habían engañado. Ni siquiera habían exagerado cuando les preguntó por alguien que pudiese «ayudarla» en cuestión de unos amores. Unos amores con un cortesano era la discreta cobertura que la princesa de los Ursinos había dado a sus requerimientos para obtener información acerca de alguien que pudiese «auxiliarla» para colmar sus deseos. Sabía que aquella cobertura daría lugar a toda clase de chismes y habladurías en torno a su persona, sazonando aún más la comidilla cortesana de cada jornada, en la que ella era uno de los platos favoritos. «¡Será puta la vieja alcahueta!», ése sería el tenor de los comentarios que girarían en torno a los «servicios» que decía requerir. Una vez más se convertía en escudo protector de aquella pareja de reyes jóvenes y tan frágiles que parecían de juguete. No le importaba, porque, en parte, ése era el objetivo de su presencia en la corte madrileña. Pero sólo en parte, ya que con el paso del tiempo se había encariñado de tal forma con su reina y su rey que el respeto debido se había transformado en otro sentimiento.

—Está bien —señaló la camarera—, vamos a confiarte la razón de nuestra visita, pero antes hemos de garantizarnos tu discreción y tu silencio. Tras decir esto sacó del mismo bolso del que habían salido los doblones un pequeño crucifijo de plata, de orfebrería muy trabajada.

Antes de que lo depositase en la mesa, Ana de Hoserín soltó una sonora carcajada.

—Si confiáis en un juramento sobre vuestro crucifijo como garantía de mi silencio, perdéis el tiempo. ¡Yo no creo en esas cosas! —apostilló alzando la voz.

La camarera comprendió que había cometido un error imperdonable. Aquella mujer era una hechicera, una bruja, no una cristiana, y debería haberlo previsto. Sin embargo, algo había tenido de positivo: era de fiar. Podría haber guardado silencio y hecho una pantomima; no le hubiese costado ningún trabajo jurar en vano en el nombre de Dios, porque era un dios en el que no creía.

—¿Renegáis de Dios Nuestro Señor y lo decís públicamente? —preguntó la reina, escandalizada.

—Señora, uno no puede renegar de aquello en lo que nunca ha creído. Yo no soy cristiana, no estoy bautizada. También erráis cuando afirmáis que lo digo públicamente; si así lo hiciera mi vida no valdría un ardite. Lo digo aquí, en privado, ante unas personas que desean discreción más que ninguna otra cosa. ¿Me denunciaríais al Santo Oficio? ¡Menudo escándalo!

La reina dio un respingo en el asiento.

—¡Ana María creo que deberíamos marcharnos!

La camarera prefirió no contestar a su majestad, se limitó a negar con un movimiento de cabeza. La mujer a la que habían visitado no era una vulgar charlatana de tantas como pululaban por la villa y corte madrileña. Estaba claro que era inteligente y sabía el terreno que pisaba; ahora sólo faltaba que de verdad poseyese los poderes que se le atribuían.

—La señora requiere tus servicios en un asunto de extrema importancia, confiaremos en ti. —La princesa de los Ursinos tenía dudas razonables sobre la actitud de la reina respecto de lo que decía, pero estaba convencida de no equivocarse haciendo aquella apuesta; además, era mucho el camino recorrido hasta allí para volverse atrás sólo porque la reina tuviese problemas de conciencia.