Capítulo III. El Rey va de caza

El rey deambulaba de un sitio a otro con la mirada desencajada y los ojos enrojecidos por la vigilia; de su boca salían ruidos guturales, frases inconexas. Parecía enloquecido. Colaboraba a esta impresión el abandono de su peluca —desgreñada y sucia— y el deprimente aspecto que ofrecía su atuendo. Apestaba a suciedad y a tabaco.

Los dos cortesanos que le acompañaban —don Antonio de Ubilla, secretario del despacho universal, y el marqués de Bedmar—, permanecían de pie en una esquina del pequeño salón donde el monarca se movía, a grandes zancadas, de un lado a otro, como dando tumbos. La imagen del rey era lamentable. Los zapatos que calzaba eran diferentes, tanto en la forma como en el color. Tenía las medias caídas y los calzones, de raso azul, manchados y desabotonados; estaban descosidos por uno de los lados casi a lo largo de toda la costura. La camisa aparecía mal abotonada, y como no estaba remetida en la cintura, presentaba fuera los harapos. El pañuelo que su majestad anudaba al cuello más parecía un dogal de tela blanca que otra cosa. La casaca, también de raso azul, pese a ser nueva se veía deslucida, rozada y cubierta de lamparones grasientos. Los bolsillos, uno de los cuales había perdido la tapa, estaban llenos de cosas y abultaban como alforjas.

En el rostro macilento y demacrado por la agitación que le acosaba desde hacía tres días, los mismos que llevaba recluido en aquel lugar, destacaba una barba incipiente cuyo color y distribución no eran uniformes. Felipe V se había negado a que su barbero le afeitase, al igual que había rechazado los servicios de su ayuda de cámara y había rehusado lavarse.

Hacía varios días que había abandonado el campamento real en una carroza, acompañado por los dos hombres que ahora estaban junto a él, contemplándole en silencio. Tras largas horas de viaje por los vericuetos y sendajos que se abrían en medio de los riscales de la sierra madrileña, habían ido a parar a aquel apartado lugar, perdido en medio de los extensos pinares que llenaban de una capa de verdor ininterrumpida durante leguas la cara norte de la sierra de Guadarrama. Eran los pinares de Valsaín, donde entre la soledad de aquellos bosques se alzaba una moderna y tranquila residencia campestre que en otros tiempos había servido a los reyes de descansadero en sus jornadas cinegéticas por aquellos parajes y que, ahora, servía al nuevo monarca de refugio para esconder su melancolía.

Quienes le acompañaban sabían bien de sus depresiones, de su apatía y de su añoranza de las verdes campiñas francesas. El rey era un nostálgico de la corte de su abuelo, que había aceptado ceñir la corona de España más por imposición familiar que por un deseo propio. A su falta de ánimo habían venido a sumarse las dificultades que la guerra promovida por la ambición de los Habsburgo y los intereses de ingleses y holandeses había desencadenado. Sin embargo, quienes le conocían nunca le habían visto en aquel estado de postración y abandono, ni siquiera cuando hubo de embalar lo más preciso y huir a uña de caballo de Madrid porque los ejércitos enemigos entraban en ella, ocupándola.

Al respetuoso silencio de Bedmar y Ubilla se sumaba la perplejidad que les atenazaba ante la situación que estaban viviendo. Varias veces habían intentado que el rey regresase a Madrid y otras tantas habían recibido una respuesta colérica en forma de lanzamiento y rotura de los objetos que habían quedado al alcance de su Católica Majestad.

De repente el rey quedó inmóvil ante uno de los ventanales del aposento por el que el sol se derramaba a raudales, al estar los cortinajes desprendidos y colgados de un solo punto en uno de los laterales. La luz entraba como un prisma inclinado que iba del suelo a la ventana y en cuyo interior bailaban de forma anárquica diminutas partículas de polvo cuya visión desaparecía fuera del espacio iluminado. En medio estaba la figura del rey, que había quedado inmóvil. Era como si algo en su cerebro hubiese saltado, una alarma que le advertía. Los dos cortesanos se miraron, sus rostros eran una interrogación. Ubilla se dirigió al soberano:

—Majestad, ¿os sentís bien? ¿Necesitáis algo?

Felipe V se volvió lentamente. Parecía un muñeco rígido al que algún mecanismo le permitía girar, pero no hacer ningún otro movimiento. Por primera vez en aquellos tres largos días habló con normalidad, sin emitir gruñidos o sonidos inconexos.

—Ubilla, hemos de encontrar una solución, de lo contrario estamos perdidos sin remedio.

—Señor, no sé qué… —El secretario del despacho miraba al rey, esperando que aclarase algo más.

—Sí, hemos de evitar los planes de mi tío. Él es el verdadero culpable de los males que nos aquejan.

—No os entiendo, majestad…

—Sí, Ubilla, la carta de Alba. Sólo puede entenderse por influencia de mi tío, cuya ambición no conoce límites.

—Sigo sin entender, majestad. No sé a qué carta hacéis referencia.

—¿No conoces la carta del embajador, dices?

—No, majestad. —Ubilla solicitó con la mirada ayuda de Bedmar, que hasta entonces había permanecido en silencio, como espectador privilegiado de la situación.

Felipe V miró alternativamente varias veces a los dos hombres, con expresión desconfiada. El silencio era embarazoso.

—¿Dónde estamos? —La pregunta regia sonó como un trallazo.

—Señor —dijo Bedmar con voz queda—, estamos en el paraje de San Ildefonso, en los pinares de Valsaín, a media jornada de Madrid.

El rey abrió la ventana, se asomó al balcón y aspiró el aire de la sierra. Ante sus ojos una inmensa capa de onduladas formas verdes se extendía hasta la línea del horizonte.

La perplejidad de los rostros de los dos hombres que acompañaban al monarca había acentuado la gravedad de sus semblantes. El rey entró de nuevo. El aire había ejercido un efecto tonificador en el aspecto de su cara.

—¿Cuántos días llevamos aquí? —preguntó.

—Tres, majestad —contestaron los dos al unísono.

—No recuerdo nada, sólo tengo vagas sensaciones. Es como si mi cabeza estuviese llena de brumas, algo parecido a las horas que siguen a una borrachera. —Mientras decía esto, el rey se acercó a una mesa, que ocupaba el centro de la habitación, y empezó a vaciar sus bolsillos sobre ella.

Allí había toda clase de porquerías. Había pétalos de flores resecos y en descomposición. Había también trozos de paloduz mordisqueado. Piedras pequeñas de forma redondeada, a la manera de los guijarros de un río. Un crucifijo de madera negra al que le faltaba uno de los brazos. Algunas pastillas de tabaco de mascar, todas empezadas. Una cajita de plata labrada con esmaltes de forma circular. Un camafeo con la imagen en relieve, realizada en coral rosado, de Luisa Gabriela de Saboya. Una pata disecada de conejo. Varios trozos pequeños de cuerdas de cáñamo. Tres corchos cilíndricos de los que se usan para tapar las botellas. Un pequeño ejemplar, con las tapas deslucidas y estropeadas, de las aventuras de Telémaco, en francés. Varias bellotas. Un trozo de tela —no era propiamente un pañuelo—, mugriento y de color indeterminado. Un pañuelo, también sucio, de fina batista blanca con las armas reales bordadas en azul. Un papel arrugado que resultó ser una cédula parroquial de confesión por Pascua Florida. Un trozo de cálamo para escribir. Una piedra de imán. Dos llaves pequeñas, como de escritorio o gaveta. Un pedazo de carne seca, que parecía cecina. Restos de bizcochos. Un rosario con las cuentas de semillas de color verdoso, al que le faltaba el crucifijo… También había una carta plegada por sus dobleces y arrugada en los bordes. Los lacres eran negros y estaban rotos.

El rey extendió la carta a Ubilla.

—¡Léela! —El tono era imperativo.

Mientras el secretario del despacho desdoblaba el pliego, el rey miró su desaliñada indumentaria.

Ubilla se había calado unas grandes antiparras que colgaban de su pecho, hechas a medida de la aquilina nariz del alto funcionario. Apenas había fijado la vista sobre el papel cuando su rostro, ceniciento por el cansancio acumulado después de tres agotadoras jornadas, se tornó de una palidez blanquecina.

—¡Léelo en voz alta!

Suprimió el preámbulo y leyó:

Las noticias que corren por esta corte son preocupantes. Se da por seguro que el pensionario Hensio de las provincias de Holanda y los enviados de la reina Ana tienen acordados los preliminares de un tratado de paz.

He podido inquirir que personas influyentes acá, tratan de mover el magnánimo corazón de su Majestad Cristianísima, para que firme estos preliminares. El contenido de algunos de ellos es tan extravagante como sigue.

Habrá de reconocer el rey de Francia a Carlos de Austria por Rey Católico, y dueño de todos los reinos de la monarquía española, exceptuando lo que estaba ofrecido a los portugueses, holandeses y duque de Saboya, observando perpetuamente la Francia, en cuanto a la sucesión, todas las cláusulas del dicho testamento.

Habrá de entregar por sus manos el Rey Cristianísimo la Sicilia al rey Carlos, y que dentro de sesenta días, que habían de empezar a contarse desde primero de julio, había de salir de España…

Ubilla se detuvo, titubeante.

—¡Continúa, Ubilla!

… Felipe de Borbón, duque de Anjou…

—¡Malditos, mil veces malditos! —Bedmar no pudo contenerse.

El rey, cuya serenidad asombraba, dado su estado pocos minutos antes, levantó con gesto parsimonioso una mano.

—¡Tranquilo, Bedmar, tranquilo! El secretario continuó leyendo:

… con su mujer e hijos, y los que le quisiesen seguir; y que pasado este plazo habrá de tomar las armas el rey de Francia, junto con los aliados, para obligarle a dejar la España…

A Ubilla le temblaba la voz y Bedmar tenía el rostro crispado. Con una tranquilidad pasmosa, el rey indicó al secretario que concluyese la lectura:

La Francia habrá de llamar sus tropas de cualquier parte de los dominios de España en que estuviesen, dando palabra real de no socorrer a su nieto con armas, ni dinero.

Habrán de ceder los Borbones para siempre los derechos a la monarquía de España, reconociendo por legítimos herederos a los Austríacos, y su casa, proclamando ahora a Carlos III como verdadero sucesor de Carlos II.

Éste es el contenido principal de la parte de los preliminares a que he tenido acceso. La gravedad del negocio me lleva a no utilizar la posta ordinaria y enviar estos pliegos con un correo extraordinario.

Otro rumor apunta a los partidos que en esta corte se han formado para mover la voluntad del Cristianísimo en sentido de aceptar o rechazar esta proposición. Para unos sería el oprobio y la mancilla si el rey Luis se sumase a los enemigos de nuestra monarquía para combatir al rey nuestro señor (que Dios Guarde). Para otros la situación en la Francia, en sus campiñas y pueblos es de tal gravedad que se pronuncian por aceptar la paz. La situación tiene el ánimo del Cristianísimo en suspenso y la vida en Versalles está agitada.

B. L. M. DE V. M.

ALBA.

Felipe V miró a sus dos acompañantes.

—Bien, ¿qué opináis? —El rey afianzaba la serenidad de su ánimo conforme pasaban los minutos. El tiempo ejercía el efecto contrario en Ubilla y Bedmar, que parecían haber recibido una paliza, estaban abatidos y con el rostro contrito.

—Majestad, perdonad mi indiscreción y permitidme la pregunta. ¿Desde cuándo tenéis conocimiento del mensaje de Alba? —preguntó el secretario, que se había desprendido de los quevedos y doblaba cuidadosamente el papel.

—Desde hace tres días. Exactamente tres días, si son esos los que llevamos aquí. Lo último que recuerdo con plena conciencia es la llegada del correo portador del mensaje a Zaragoza. Después de su lectura recuerdo vagamente que tomé una carroza y abandonamos el campamento. ¿Vosotros habéis estado conmigo todo ese tiempo?

—Así es, majestad. Tomamos con vos la carroza y vinimos aquí, siguiendo vuestras órdenes. Pero el mensaje lleva en poder de su majestad más de tres días. A los tres que llevamos aquí hay que añadir los cuatro que duró el viaje.

—¿Yo ordené venir?

—De forma tajante, majestad. «¡A San Ildefonso! ¡A San Ildefonso, sin demora!», gritabais una y otra vez.

—¿Quién más está con nosotros?

—Nadie, salvo vuestro ayuda de cámara, vuestro barbero, dos cocheros y algunos hombres de la guardia.

—¿Quién sabe que estamos aquí y lo que ha ocurrido en estos días de… de…? —parecía que no encontraba la palabra—. De brumas —dijo por fin.

—Sólo quienes estamos aquí, majestad.

—Contadme qué he hecho estos tres días… Mi… mi memoria se resiste… Está como vacía y todo es niebla.

Los dos hombres se miraron indecisos. No era fácil contarle al rey las tres jornadas que allí habían transcurrido y lo que su real persona había hecho; además, estaban abatidos con el contenido de las noticias llegadas de París.

—Majestad —dijo al fin Ubilla—, en los tres días no habéis tenido reposo un solo instante, en ningún momento os ha rendido el sueño. Habéis permanecido sumido en vuestros pensamientos con un mutismo absoluto y no habéis probado bocado.

—¿Eso ha sido todo?

—Sí, majestad —respondió Bedmar.

—Bien, bien. —Felipe V parecía reflexionar—. En ese caso regresaremos, pero no iremos a Zaragoza. Nos dirigiremos directamente a Madrid.

—Será como ordene vuestra majestad. Sin embargo, sería necesario componer… —Bedmar dudó, pero la mirada expectante del monarca le ayudó a concluir—. Componer vuestra imagen. Tenemos algunos vestidos que ha traído vuestro ayuda de cámara.

El rey se miró a sí mismo con parsimonia, se escudriñó de arriba abajo y durante un rato guardó silencio. Luego, soltó una sonora carcajada.

—No estoy muy presentable —admitió—. Parezco… ¡Parezco un rey destronado y en retirada!

—Majestad, no…

—Dejaos de ceremonias —cortó con sequedad el Borbón—. Sin embargo, no vestiré ropas de palacio. Aquí, por alguna parte, tiene que haber prendas de cazador. Eso es. —Hablaba como si acabase de hacer un descubrimiento del que trataba de cerciorarse—. Me vestiré con ropa de caza, de tal modo… —titubeó otra vez con su voz blanda—. De tal modo que estos tres días los hemos dedicado a la caza. ¡Hemos estado cazando por los pinares del Valsaín!

Ubilla salió para llamar al ayuda de cámara y al barbero, mientras el rey quedaba a solas con Bedmar. El secretario del despacho instruyó a los dos hombres acerca de lo que debían contar: el rey había tenido el deseo de aislarse porque necesitaba tranquilidad para tomar graves decisiones que el curso de los acontecimientos habían convertido en urgentes, por eso se había retirado a reflexionar y solazarse con la caza en Valsaín:

—Nadie, absolutamente nadie debe saber el trance por el que ha pasado su majestad. Estos días han pasado entre cabalgadas, acechos, paseos y reflexiones. ¿Alguna duda?

Los dos hombres asintieron con la cabeza y no abrieron la boca. Ubilla tomó un libro de un estante y, tras abrirlo al azar, lo colocó sobre sus manos y lo ofreció a sus interlocutores.

—Son los Santos Evangelios. Jurad guardarlo en secreto o que vuestra alma se queme en los infiernos.

—Lo juro, señor —dijo con voz acongojada el ayuda, poniendo la mano sobre el sagrado texto.

—Lo juro. —El barbero estaba tembloroso cuando extendió la mano derecha hasta rozar con la punta de los dedos el libro que sostenía el secretario.

—Ahora asead y componed la figura de su majestad, en traje de caza. Cuando hayáis terminado partiremos hacia la corte.

Los dos hombres abandonaron silenciosos y cabizbajos la estancia donde les habían aleccionado y tomado juramento, y ya alcanzaban la puerta cuando les detuvo la voz de Ubilla.

—¡Antonio! ¡Procura que tu mano no tiemble cuando rasures a su majestad! —Lanzó hacia ellos una bolsita de cuero azulado donde tintinearon las monedas que había en su interior—. ¡Son vuestras! ¡Por… por vuestro silencio! ¡Aunque, pensándolo mejor, son por vuestros servicios durante estas tres jornadas de caza, paseos y conversaciones!

Los dos asintieron e hicieron un gesto reverencial antes de abandonar el aposento. El secretario del despacho universal cerró los Evangelios y salió con ellos en la mano, buscando a los demás que habían compartido aquellos días en San Ildefonso.

Los servidores se aplicaron con esmero en su trabajo, prepararon ropas y aderezaron la peluca de su majestad, quien se lavó y aseó lo mejor que las condiciones de aquel refugio serrano permitían, mientras los cocheros preparaban el tiro. Todo llevó un par de horas en total. El mismo tiempo que Ubilla y Bedmar necesitaron para ponerse de acuerdo en los detalles de la versión oficial de aquellos tres días en la vida del rey: habían estado en Valsaín cazando y se haría pública, a través del Consejo de Estado, la carta del embajador en París. Se había discutido sobre la gravedad de la situación. El rey había estado tranquilo, aunque a ratos melancólico, sumido en profundas reflexiones, como requerían las noticias que llegaban del otro lado de los Pirineos. En aquellos días de retiro su majestad había dado pruebas de una entereza y fortaleza de ánimo que resultaban admirables; podía afirmarse que el monarca se erguía ante las dificultades. Su actitud había sido tan animosa durante todo aquel tiempo que se hacía necesario publicar, tras la celebración de una sesión urgente del Consejo, una real orden para que todos los súbditos de su Católica Majestad supiesen de la resolución de su soberano de hacer frente a las dificultades con la mayor energía.

El viaje de regreso a Madrid se realizó sin incidentes. Estaba muy avanzada la noche cuando Felipe V entraba en el vetusto alcázar real; dada la hora marchó directamente a sus aposentos.

Ubilla se puso a trabajar en su gabinete, era necesario para poder convocar con urgencia una sesión de Estado que habría de celebrarse a las doce del día siguiente, el tiempo justo para convocar a los consejeros. Preparada la convocatoria, redactó el texto de una real orden que el monarca habría de firmar al término de la sesión. Cuando concluyó aquellas líneas estaba agitado, pero mucho más tranquilo. Aquel texto decía así:

Don Felipe V rey de Castilla, de León, de Aragón, de Sicilia… A todos los concejos, justicias, regimientos y leales vasallos de esta dilatada monarquía. Sabed que con el singular beneficio de la Divina Providencia que es servida de favorecer la justa causa de mis armas y el concurso de mis leales vasallos he tomado la entera resolución de defender a ultranza, hasta la total derrota y expulsión de los enemigos de esta monarquía y de nuestra Santa Católica Madre Iglesia, los sagrados derechos depositados en mi persona por la regia voluntad de su majestad, mi antecesor en el trono, don Carlos Segundo (que gloria de Dios haya) hasta el último aliento. Si fuese preciso hasta el sacrificio de mi propia vida combatiendo (si la Divina Majestad así lo dispusiere) al frente del último escuadrón de nuestro ejército.

YO, EL REY.