Capítulo II. Una visita nocturna

Era un edificio gigantesco, sombrío y laberíntico producto de numerosas y sucesivas ampliaciones. El espesor de sus muros denotaba su origen medieval y militar, propio de una fortaleza más que de un palacio donde durante décadas se habían tomado decisiones que afectaban a millones de personas.

Por aquellas fechas el alcázar real de Madrid era un caserón de aspecto impresionante y destartalado, que no hacía honor a la grandeza que en otro tiempo habían tenido sus moradores. Toda la planta baja estaba ocupada por las salas de los consejos donde se tomaban, casi siempre con una lentitud exasperante, decisiones, tras larguísimas y tediosas reuniones en las que era fundamental el parecer de los teólogos. No en balde los reyes de España eran conocidos con el nombre de Católica Majestad. Allí, se distribuían de manera anárquica, sin guardar orden ni concierto, las oficinas administrativas, las populares «covachuelas» donde prestaba sus servicios una muchedumbre de funcionarios. Eran gentes adustas de ceño, de andar grave y ademanes severos que acometían su tarea con minuciosidad y lentitud.

Cada jornada, salvo los domingos y fiestas de guardar, aquellos patios, los pasillos, los corredores y las antesalas eran un hervidero. Allí se daba cita una multitud de pleiteantes que buscaban agilidad para sus asuntos; arbitristas que con sus memoriales presentaban variadas y, a veces, pintorescas soluciones a los problemas que aquejaban a la monarquía y que esperaban respuestas a sus ideas; pretendientes que buscaban un oficio, un honor o una distinción que diese cumplida satisfacción a sus méritos. Acudían también viejos soldados, cargados de pliegos que hablaban de su valor, de sus servicios al rey en tiempos pasados, para conocer si se había despachado, ahora que estaban tullidos o impedidos por la edad, la pensión que un día les fue asignada en nombre de su majestad. Se citaban gentes de medio pelo que tenían necesidad de hacerse ver allí, donde se decía que estaba el corazón de la monarquía. Se formaban corrillos donde cualquier asunto era sometido a análisis y debate. Todos opinaban asistidos de la mayor autoridad y sabían cuáles eran las fórmulas adecuadas para que los galeones de Indias, las famosas flotas de la plata, arribasen a Cádiz y subiesen luego por el Guadalquivir hasta Sevilla sin los problemas que suscitaba la travesía del Atlántico y que daba al traste con muchos de los viajes. Todos sabían cómo mover un ejército de veinte mil o tal vez treinta mil hombres para conducirlo a la victoria. Eran capaces, sin ningún género de dudas, a tenor de sus afirmaciones rotundas, de acabar en cuestión de horas, a lo sumo de algunos días, con el largo asedio de tal o cual plaza fuerte cuyo sitio se prolongaba en demasía y constituía un auténtico sumidero de hombres y dinero. Eran, vistas sus afirmaciones, capaces de acabar en un plazo increíblemente corto con la guerra que desde hacía ocho años asolaba campos y ciudades en la península. Aquellas conversaciones alcanzaban un nivel de peligroso acaloramiento cuando, como era habitual, los contertulios sostenían puntos de vista diferentes, aunque había, por lo general, quienes mediaban entre aquellos que se habían exaltado en un grado mayor del que la norma establecía.

Cuando las oficinas cerraban los concurrentes abandonaban el lugar, quedando citados para el siguiente día, si no era fiesta, e interesarse de nuevo por su asunto. La guardia recorría patios, despachos, pasillos y galerías para comprobar el desalojo de todo el lugar y cerrar las dependencias. A partir de aquel momento un manto de silencio caía sobre el que hasta hacía poco había sido punto de encuentro y centro bullicioso de la madrileña villa y corte.

En las plantas superiores estaban las dependencias destinadas al servicio de la casa real, amén de las viviendas de la servidumbre, que permanecía, por razón de sus actividades, en el alcázar. La soledad imperaba en esas estancias. En el ángulo noroeste estaban la cámara real y las antesalas, donde los cortesanos esperaban y pasaban el tiempo. Allí se concentraban todos los que tenían misiones encomendadas en alguna de las numerosas tareas que contemplaba la complicada etiqueta regia; se cocían rumores y se cocinaban calumnias; se anudaban y se desataban intrigas; se jugaba al discreteo y se concertaban citas, unas veces amorosas y otras políticas.

La noche se había sumado al silencio casi sepulcral que invadía patios y recintos, galerías y salones. Todo indicaba quietud y recogimiento. La reina Luisa Gabriela se había retirado a sus aposentos y había despedido a sus damas, sin que éstas la hubiesen ayudado a desvestirse. Los criados habían apagado candelabros y luces, de tal forma que una penumbra con ribetes tenebrosos se extendía por rodas las zonas de paso, donde titilaban débiles lamparillas cuya escasa luminosidad y la excesiva distancia que separaba a unas de otras, las sumía en una semioscuridad inquietante.

La Guardia Valona, a cuyo cargo corría la seguridad del alcázar, había efectuado su relevo de noche que suponía, ante el cierre de puertas y accesos, una notable disminución de efectivos respecto de los centinelas que ejercían su función durante las horas del día. Sus uniformes eran de un blanco inmaculado, ribeteado con pasamanería y galones de oro. Contrastaba la albura de los uniformes con el negro reluciente de los correajes y las botas altas que cubrían las piernas.

En el silencio de la noche, sólo interrumpido en algunos lugares por el tictac de los numerosos relojes que había distribuidos por todos los rincones, se oyó girar una llave en su cerradura. El ruido indiscreto incomodó a quien lo producía. «Mañana daré orden de que engrasen este herraje», pensó mientras abría la pesada puerta de madera, cuyos goznes también se quejaron.

—¡Maldita sea! —exclamó en voz baja.

La silueta que había salido a la galería se movió en la penumbra con agilidad no exenta de elegancia. Más que andar parecía deslizarse. Se encaminó hacia la alcoba de la reina y cuando llegó ante la puerta, miró a un lado y a otro, comprobando que no había nadie.

Sus nudillos golpearon con suavidad tres veces —toc, toc, toc— en la puerta. Esta se abrió casi en el acto; no había duda de que estaban esperando la llamada al otro lado. Quien abría era Luisa Gabriela de Saboya, esposa de Felipe V y reina de España con el permiso de la casa de Austria y de sus aliados ingleses y holandeses.

Era una figura menuda. Tenía veinte años, pero parecía más joven, podía afirmarse que era una jovencita casi adolescente. Su imagen, sin embargo, proyectaba la majestuosidad de una reina. Tenía el cabello largo y negro, recogido en una trenza que caía por uno de sus hombros, sus facciones eran correctas, hasta hermosas si se quiere, y sus ojos, también negros, tenían el brillo de la juventud y una fuerza que denotaban decisión y firmeza en su poseedora.

La recién llegada hizo un amago de genuflexión, abriendo con las manos el vuelo de sus faldones e inclinando levemente la cabeza, dijo:

—Majestad…

—Pasa Ana María, pasa. Estaba impaciente. Te has retrasado; ¡ya han dado las once!

—Perdonad majestad, pero es que…

—No perdamos tiempo en excusas. Vayamos a lo que nos interesa…

La reina parecía nerviosa, agitada. Estaba vestida con un traje de seda azulina, que realzaba la palidez de su rostro y acentuaba su aspecto regio.

—¿Qué noticias tenemos, Ana María?, cuéntame, ¡por el amor de Dios!

—Tranquilizaos, majestad. Tranquilizaos. La reina ahogó un suspiro en el pecho.

—Tienes razón, como siempre —dijo—. Ven, sentémonos aquí. —La tomó de la mano y la condujo a un estrado de amplias dimensiones, tapizado en terciopelo verde, donde estaban bordadas, en oro, las armas de Castilla.

Ana María de la Tremouille acarició con mano maternal el rostro de la joven reina y colocó adecuadamente un mechón de su cabello que se había desprendido del peinado. A pesar de que trataba de disimularlo, la reina no podía reprimir su ansiedad; llevaba esperando todo el día aquel momento y ahora que había llegado los segundos se le estaban haciendo eternos. La tensión juvenil de la soberana contrastaba con la serena frialdad que emanaba aquella mujer madura, pero que conservaba casi intacta su belleza y que la trataba con una familiaridad extraña a los usos palatinos de la encorsetada corte madrileña.

—Aún no tenemos noticias, majestad. Sólo siguen circulando rumores y hablillas. Por lo tanto, hemos de mantener la tranquilidad, que en estos momentos es más importante que nunca.

—¿Quieres decir que los correos de Francia no han traído noticias?

—No, mi señora. Quiero decir que, por alguna razón, los correos que deberían haber llegado hoy a esta corte, no lo han hecho.

—¿Sabes, amiga mía, si existe alguna razón que explique este retraso?

—Majestad, en los tiempos que corren lo razonable es que nunca se cumplan los plazos. Hay agitación por todas partes, controles a cada paso, sabotajes, partidas de soldados que han desertado. Nada hay seguro en estos días de zozobra… y de angustia.

La pausa que mademoiselle hizo antes de concluir inquietó a la reina.

—Ana María, ¿ha ocurrido algo que me ocultas? ¿Le ha ocurrido algo al rey?

—Tranquilizaos, majestad. El rey nuestro señor está en Zaragoza y no tenemos ninguna noticia. Ya sabéis lo que dicen los españoles: Si no hay noticias, buenas noticias.

—Estoy intranquila. Sé que la traición nos acecha constantemente. ¡Mira lo que ocurrió en Cataluña y después en Valencia! ¡No me fío del abuelo de Felipe, es un zorro y en Francia las cosas no marchan bien!

—El problema, majestad, no es que las cosas no marchan bien; los rumores, pendientes de confirmar, hablan de que están francamente mal. Se dice que Marlborough ha deshecho a los ejércitos franceses y que en los Países Bajos la situación de nuestra causa es insostenible. Algunos comentarios apuntan a que las tropas del Cristianísimo va defienden suelo francés en la frontera norte, donde Lille está amenazada.

La reina se levantó con ademán cansino. Ana María de Tremouille, más conocida con el nombre de princesa de los Ursinos, también se puso de pie, en actitud respetuosa. Era una mujer otoñal de una belleza espléndida. A la tenue luz que proporcionaban los candelabros que iluminaban el aposento de la reina, su atractivo era algo que producía fascinación. No resultaba extraño, viéndola así, que muchos cortesanos bebiesen los vientos por ella. Nadie en su sano juicio diría que aquella mujer hacía ya tiempo que había cumplido cincuenta años. Conservaba abundante el cabello, del color de la caoba, donde se mezclaban algunos mechones blancos que acentuaban su atractivo. La piel, finísima y blanca, se mantenía con una tersura impropia de su edad. Sus enemigos, que eran muchos, decían que sólo un pacto con el diablo podía explicar aquello. Sus ojos verdes eran un desafío. Con todo, lo que más llamaba la atención era su cuerpo, que mantenía las formas a pesar de los años. Su talle, estrechísimo, no podía ser obra de un corsé bien ajustado. Su busto era prominente y los generosos escotes que lucía ponían de manifiesto unas formas tentadoras, cuya propietaria deseaba exhibir, consciente de los suspiros que arrancaba en muchos de sus admiradores.

La reina había quedado parada ante un retrato de grandes dimensiones del rey, pintado de cuerpo entero, obra de un francés llamado Jacinto Rigaud, que pintaba en Versalles para el abuelo del retratado. Felipe V aparecía, pese al atuendo y la peluca —muy rubia y rizada—, como un niño. Apenas había cumplido diecisiete años y acababan de nombrarle rey de España.

—¿Sabes, Ana María, que sólo contaba trece años cuando tuve el primer encuentro con mi marido?

Luisa Gabriela de Saboya sabía de sobra que su camarera mayor conocía la edad que tenía cuando llegó a España convertida en reina, y que, a pesar de ser una niña, enamoró perdidamente al Borbón desde la primera noche que pasaron juntos. También sabía mejor que nadie, aunque el asunto era del dominio público, que Felipe V pasaba el mayor número de horas que le era posible compartiendo la cama con su mujer, a la que hacía continuamente el amor. Sus arrebatos eran tales que la escrupulosa conciencia del rey le llevaba cotidianamente al confesionario para pedir perdón por la lujuria que suponía hacer uso continuado del cuerpo de la reina.

La «Saboyana», que era el nombre con que en los corrillos cortesanos y en los mentideros de la villa se conocía a la joven esposa de Felipe V, se acercó a una de las ventanas que se abrían al patio. Descorrió los pesados cortinajes de un intenso color carmesí y movió con delicadeza uno de los visillos de finísimo lino que tapaban las cristaleras de la ventana. Una luz blanquecina y metálica se coló, como un rayo, en la habitación escasamente iluminada por el amarillo resplandor de las velas. La reina miró a través de la ventana y vio el pequeño jardín que ocupaba la mayor parte del patio bañado por la luz de una luna enorme. Cuando levantó la vista, atraída por el resplandor, sintió el carraspeo de su camarera.

—¿Sí, Ana María?

—Majestad. No podemos perder mucho tiempo. Hace rato que el reloj dio las once, y la cita es a las doce. Todo está preparado para ponernos en marcha cuando vuestra majestad lo desee.

La reina lanzó una última mirada al inmenso globo blanco que resaltaba en el firmamento, antes de volverse.

—¿Estás convencida de que no cometemos un error? —preguntó.

La princesa de los Ursinos entrelazó los dedos de las manos y los apretó con fuerza, como si desease soltar la tensión que la embargaba.

—Señora, creo que a estas alturas no podemos permitirnos dudar. Además, en las circunstancias actuales… —No concluyó la frase, dando por entendido lo que quedaba en el aire.

La reina hizo un gesto de asentimiento y se dirigió a un diván donde reposaba una especie de gran abrigo con caperuza. La camarera se movió con diligencia y la ayudó a ponérselo.

—Nadie podrá reconoceros, no debéis preocuparos. Ya veréis como todo saldrá bien.

—Mejor será que así sea —apostilló la reina, cuya identificación resultaba imposible con aquel atuendo.

El carruaje que esperaba en uno de los patios traseros del alcázar estaba preparado. Las dos mujeres subieron y el postillón arreó con suavidad las mulas del tiro; salieron despacio y con poco ruido por una de las puertas de servicio que se abrió el tiempo justo para permitir el paso del vehículo.

Las calles estaban desiertas. Madrid era una ciudad dormida o por lo menos esa apariencia tenía poco antes de que llegase el filo de la medianoche de aquel día de otoño en que media Europa se enfrentaba a la otra media y la mitad de España con la otra mitad desde hacía muchos años. Aquella noche de plenilunio la reina de España, o por lo menos la reina a la que apoyaba la mitad de España, con la sola compañía de su camarera mayor iba por las calles de Madrid a una cita que, cuando menos, resultaba escabrosa y que, de ser conocida, provocaría no pocos problemas.

Acababan de dar las doce en el reloj de la puerta principal del colegio Imperial, situado en la otra cara de la manzana de edificios que habían rodeado las nocturnas viajeras, cuando las mulas detuvieron su pausado caminar. Las dos mujeres envueltas en ropajes que las ocultaban por completo echaron pie a tierra. Una de ellas, la que primero había bajado y oteado la calle desierta, dijo algo al postillón, quien se acomodó para esperar como si dispusiese de todo el tiempo del mundo.

Las dos sombras apenas dieron unos pasos cuando se encontraron ante la puerta de una casa de aspecto descuidado. La fachada tenía un amplio balcón y una cancela enrejada, que destacaban sobre los desconchones y las manchas de la pared, donde apenas si se notaba un escudo labrado en piedra, desgastado por el paso de los años.

Ana María de la Tremouille iba a golpear en la madera de una puerta tachonada de negros e irregulares clavos de forja que ajustaban la tablazón, cuando la mano de la reina sujetó su brazo.

—¿Estás segura de que no cometemos un error? —La mirada de la soberana delataba la angustia de una niña que va a hacer algo prohibido y teme el castigo.

—¡Majestad! —La expresión, pese a que la voz era queda, tenía el tono de una regañina.

—Está bien, está bien. —Era como si con aquellas palabras la reina tratase de evitar una reprimenda y se diese los últimos ánimos.

Los golpes sonaron con suavidad, pero a las dos mujeres les parecieron auténticos mazazos que retumbaban en el silencio de la noche. Después se produjo una espera tensa que sólo rompió el cabeceo de una de las mulas del tiro que las había traído.

Transcurrieron los segundos con una lentitud desesperante. No se escuchaba nada.

La camarera volvió a llamar. De nuevo los golpes parecieron excesivos, y tampoco hubo respuesta. La reina miró nerviosa hacia un lado y otro de la calle, que continuaba desierta a excepción del coche.

—Creo que no debemos insistir. Hay algo que no encaja —musitó.

La camarera pareció dudar. En el verde de sus ojos asomó una sombra; fue sólo un destello fugaz, pero indicador de que algo había fallado en el plan. Se rehízo y pensó que no era posible, todo había sido previsto con extrema minuciosidad. Todas las personas eran de la más absoluta confianza.

—Majestad, no os impacientéis. Llamemos una vez más; ahí nos están esperando.

Con el corazón encogido, Ana María de Tremouille golpeó la hoja de aquella puerta. Lo hizo con tanta fuerza que sintió dolor en los nudillos, pese a tener puestos los guantes.

Siguió un instante de silencio; la angustia embargaba a la reina. «No debería haber venido», pensó.

Iba a indicarle a su camarera mayor, consejera y amiga, que se marchasen de aquel lugar, cuando se oyó un ruido metálico al otro lado de la puerta. Estaban descorriendo un cerrojo.

Desde la oscuridad del cuarto que daba a la reja que se abría en la mugrienta fachada de la casa, unos ojos escrutaban a las dos mujeres que, inmóviles, esperaban.